La Llamada de
Cthulhu
Howard Phillips
Lovecraft
(El relato más famoso de Lovecraft...)
1
El
Horror en Arcilla
A mi parecer, no
hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano
de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de
ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que
debiéramos llegar muy lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una orientada
en su propia dirección, nos han causado poco daño; pero algún día, la
reconstrucción de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles
panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella,
que sólo podremos enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la
mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva era de tinieblas.
Los teósofos han
adivinado la imponente grandeza del ciclo cósmico en el que nuestro mundo y la
raza humana no son sino un incidente transitorio. Los filósofos han hecho
insinuaciones acerca de extrañas supervivencias en términos que podrían helar
la sangre si no se enmascarasen tras un suave optimismo. Pero no procede de
ellos la visión de épocas prohibidas que me hace sentir escalofríos cada vez
que pienso en ella y me vuelve loco en mis sueños. Esa pequeña visión, como
todas las pavorosas visiones de la realidad. fue el producto de una
reconstrucción accidental a partir de varias cosas diferentes, en este caso un
antiguo artículo de periódico y las notas de un profesor fallecido. Espero que
nadie más sea capaz de repetir esta reconstrucción; de hecho, si yo viviera lo
bastante, jamás aportaría conscientemente un solo eslabón más a tan horrible
cadena. Creo que el profesor también tenía intención de silenciar aquella parte
de la que tuvo conocimiento, así como de haber destruido sus notas si no le
hubiera sobrevenido una repentina muerte.
Mi conocimiento
del asunto se remonta al invierno de 1926-27 momento en que tuvo lugar la muerte
de mi tío abuelo George Gammel Angell, profesor emérito de Filología Semítica
en la Universidad de Browm, en Providence, Rhode Island. El profesor Angell era
una autoridad reconocida en inscripciones de la antigüedad, y con frecuencia
habían recurrido a él los directores de museos importantes; a esto se debe que
su fallecimiento a la edad de noventa y dos años sea recordado por muchos. En
el ámbito local el interés se acrecentó por las oscuras circunstancias de su
muerte. El profesor sufrió una extraña dolencia mientras volvía del barco de
Newport; tal y como dijeron los testigos, se derrumbó de repente tras haber
recibido el empellón de un negro con aspecto de marinero que había salido de
uno de los raros y oscuros callejones de la escarpada pendiente que constituía
un atajo entre los muelles y la casa del difunto en Williams Street. Los
médicos fueron incapaces de encontrar ningún trastorno visible, pero terminaron
por apuntar, tras una discusión, que la causa de la muerte debía ser una lesión
desconocida del corazón, causada por el rápido ascenso de un hombre ya mayor
por una colina tan pronunciada. En aquel momento no vi razón alguna para
disentir de ese dictamen, pero más tarde me vi inclinado a cuestionarlo... e
incluso más que cuestionarlo.
Como heredero y
albacea de mi tío abuelo, que había muerto viudo y sin hijos, debía examinar
sus papeles con cierta minuciosidad; a tal fin llevé todos sus archivos y cajas
a mi alojamiento en Boston. La mayoría del material que correlacioné será
publicado más adelante por la Sociedad Americana de Arqueología, pero había una
caja que me resultó sumamente misteriosa, y que me sentí reacio a enseñar a
otros ojos que los míos. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me
ocurrió buscar en el llavero que el profesor llevaba siempre en su bolsillo.
Entonces pude abrirla, pero parece que fuera solamente para toparme con una
barrera más fuerte e infranqueable. ¿Cuál podía ser el significado de aquel
extraño bajorrelieve de arcilla, y de los inconexos apuntes, notas y recortes
que encontré? ¿Había comenzado mi tío a creer semejantes supercherías en sus
últimos años? Decidí emprender la búsqueda del excéntrico escultor responsable
de aquel claro trastorno de la paz mental de un anciano.
El bajorrelieve
era una tosca pieza rectangular de algo más de dos centímetros de grosor y con
una superficie de unos trece por quince; de origen evidentemente moderno. Por
el contrario, su diseño distaba mucho de resultar moderno en lo que se refiere
al tema y a lo sugerido por la obra ya que, aunque los caprichos del cubismo y
el futurismo son muchos y descabellados, no suelen servir para reproducir la
enigmática regularidad que se esconde tras la escritura prehistórica y,
ciertamente, el grueso de aquellos diseños parecía ser algún tipo de escritura.
Sin embargo, y a pesar de estar muy familiarizado con los papeles y colecciones
de mi tío, la memoria me fallaba al intentar identificar a qué tipo pertenecía,
o incluso al intentar recordar alguna pista de la más remota afinidad de aquella
con otras escrituras.
Sobre esos
presuntos jeroglíficos se encontraba una figura con evidente propósito
pictórico, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea clara de
su naturaleza. Parecía tratarse de algún tipo de monstruo, un símbolo que lo
representase, o una forma que sólo una imaginación enfermiza podría llegar a
concebir. No estaría traicionando al espíritu de aquella cosa si digo que mi
imaginación, algo calenturienta de por sí, creía percibir en ella, de forma
simultánea, las figuras de un pulpo, un dragón, y una caricatura de ser humano.
Una cabeza viscosa y cubierta de tentáculos destacaba sobre un cuerpo grotesco
y escamoso con unas alas rudimentarias; pero era el perfil general de toda ella
lo que resultaba más espantoso. Detrás de la figura quedaba insinuado un
ciclópeo trasfondo arquitectónico.
Los escritos que
acompañaban a aquella rareza, dejando a un lado un montón de recortes de
prensa, habían sido escritos hace poco de la mano del profesor Angell, y no
había pretensión literaria alguna en su estilo. Lo que parecía ser el documento
principal se titulaba “CULTO DE CTHULHU” en caracteres trazados
concienzudamente para evitar una lectura equivocada de una palabra tan
inaudita. El manuscrito estaba dividido en dos secciones, estando titulada la
primera “1925-Los sueños y trabajos sobre los sueños de H.A. Wilcox, 7 Thomas
St., Providence, Rhode Island”, y el segundo “Narración del inspector John. R.
Legrasse, 121 Bienville St., Nueva Orleans, La., 1908 A.A.S. Mtg. -Notas sobre los
mismos y sobre el relato del profesor Webb”. El resto de los papeles
manuscritos eran notas breves, algunas de ellas acerca de extraños sueños de
personas diversas, y otras, menciones de libros y revistas teosóficos
(particularmente el Atlantis y el continente perdido de Lemuria de W. Scott
Elliot). El resto eran comentarios acerca de longevas sociedades secretas y
cultos secretos, con referencias a varios pasajes de fuentes mitológicas y
antropológicas como puedan ser La rama de oro de Frazer y la Brujería en la
Europa occidental de la señorita Murray. Los recortes aludían a extrañas
enfermedades mentales y a una ola de locura o demencia colectiva que tuvo lugar
en la primavera de 1925.
La primera mitad
del manuscrito principal daba cuenta de un suceso bastante peculiar. Parece ser
que el 1 de Marzo de 1925, un hombre moreno y delgado, de aspecto neurótico y
excitado, se presentó en casa del profesor Angell llevando el singular
bajorrelieve, todavía húmedo y fresco. En su tarjeta de visita aparecía el nombre
Henry Anthony Wilcox, y mi tío lo reconoció como el benjamín de una excelente
familia que le resultaba conocida. En los últimos tiempos el joven Wilcox había
estado estudiando escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island y viviendo
solo en el edificio Fleur-de- Lys, cercano a dicha institución. Wilcox era un
joven precoz de genio reconocido pero de una gran excentricidad, y ya desde la
niñez había entusiasmado a gente con las extrañas historias y sueños que tenía
por costumbre relatar. Decía de sí mismo que era “'psíquicamente
hipersensible”, pero la gente formal de aquella antigua ciudad comercial le
tomaba simplemente por un “tipo rarito”. Al no mezclarse demasiado con sus
compañeros de estudio se apartó gradualmente de la vida social, y en aquel
momento sólo se relacionaba con un grupo de estetas de otras ciudades. Incluso
el Club de Arte de Providence, en su celo conservacionista, lo dejó por
imposible.
Con motivo de la
visita, según se leía en el manuscrito del profesor, el escultor pidió bruscamente
la ayuda de mi tío para que, dados sus conocimientos arqueológicos,
identificara los jeroglíficos del bajorrelieve. Habló de una manera tan
distraída y afectada, y que indicaba tal presunción, que anulaba cualquier
simpatía que pudiera sentirse por él. Mi tío le contestó con cierta brusquedad,
ya que la notable frescura de la tablilla implicaba parentesco con cualquier
cosa excepto con la arqueología. La réplica del joven Wilcox, que impresionó a
mi tío hasta el punto de recordarla y anotarla al pie de la letra, estuvo
caracterizada por un matiz fantásticamente poético que debió marcar sin duda
toda la conversación, y que tal y como he podido comprobar más tarde, resultaba
muy propio de él. Lo que dijo fue: “¡Claro que es nueva! La hice la pasada noche
en un sueño que tuve sobre extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que
la ensoñadora Tiro, la contemplativa Esfinge, o la misma Babilonia cercada de
jardines.”
Fue entonces
cuando comenzó su inconexo relato, que de repente avivó un recuerdo aletargado
de mi tío, y se ganó su fervoroso interés. La noche anterior había tenido lugar
un leve terremoto, el de mayor intensidad de los últimos años en Nueva
Inglaterra; y la imaginación del joven Wilcox había resultado fuertemente
afectada. Al irse a dormir tuvo éste un sueño sin precedentes sobre ciclópeas
ciudades de titánicos sillares de piedra y monolitos que alcanzaban el cielo,
chorreando todo el conjunto légamo de color verde y anunciando un horror
latente. Los muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún
punto bajo el suelo le llegó una voz que no era tal; una sensación caótica que
tan solo la imaginación podría transliterar en sonido, cosa que intentó hacer
por medio de un revoltijo casi impronunciable de letras: “Cthulhu fhtagn”.
Este galimatías
fue la clave para que el profesor recordase algo que le preocupaba y confundía.
Preguntó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi
frenética el bajorrelieve en el que el joven se encontraba trabajando cuando,
helándose de frío y vestido sólo con su pijama, despertó de repente y se
sorprendió al ver lo que hacía. Mi tío culpaba a su edad, como dijo Wilcox
posteriormente, de su lentitud en reconocer los jeroglíficos y el diseño
pictórico.
Muchas de sus
preguntas le parecieron fuera de lugar al visitante, especialmente cuando el
profesor intentó encontrar conexiones entre Wilcox y extrañas sectas y
sociedades. Wilcox no pudo entender las repetidas promesas de silencio que le
fueron ofrecidas a cambio de admitir su pertenencia a una extendida
organización religiosa de carácter pagano o místico. Cuando el profesor se
convenció de que Wilcox ignoraba la existencia de cualquier tipo de culto o de
saber arcano, no dudó en asediar a su visitante solicitándole futuros informes
acerca de sus sueños. Esto dio su fruto de una forma continuada, ya que tras la
primera entrevista el manuscrito hace constar las visitas diarias del joven. en
las que relataba sorprendentes fragmentos de imágenes oníricas cuyo principal
contenido era siempre alguna terrible panorámica de carácter ciclópeo, y de
piedra oscura y chorreante, a la que acompañaba una voz o inteligencia
subterránea que de forma monótona profería enigmáticos impactos sensoriales
imposibles de transliterar salvo en un galimatías. Los dos sonidos repetidos
con más frecuencia. mencionados en las cartas, eran “Cthulhu” y “R’lyeh”.
El 23 de Marzo,
según apuntaba el manuscrito, Wilcox no apareció; las pesquisas en su
alojamiento revelaron que había sido asaltado por una especie inusual de fiebre
y que había sido llevado a la casa de su familia en Watterman Street. Wilcox
había estado gritando durante la noche, despertando a varios de los otros
artistas que vivían en la residencia, y desde entonces sólo había manifestado
estados alternativos de inconsciencia y delirio. Mi tío se apresuró a
telefonear a la familia, y desde ese momento en adelante prestó una gran
atención al caso, llamando a menudo a la consulta del Dr. Tobey en Thayer
Street, al enterarse de que era el médico de Wilcox. Al parecer, la febril
mente del joven se explayaba sobre cosas extrañas; y a ratos el doctor se
estremecía al oír hablar de ellas. Tales visiones no se limitaban a la
repetición constante de cosas soñadas con anterioridad, sino que aludían
locamente a una gigantesca cosa “de kilómetros de altura” que caminaba, o se
movía, pesadamente. En ningún momento llegó a describir por completo a aquel
ser, pero algunas palabras frenéticas y ocasionales, repetidas por el doctor
Tobey, convencieron al profesor de que debía ser idéntico a la monstruosidad
sin nombre que había tratado de representar en aquella figura esculpida en
sueños. El doctor añadió que cualquier referencia a este objeto suponía, sin
excepción, el preludio del hundimiento del joven en un estado letárgico.
Extrañamente su temperatura no estaba muy por encima de la normal; pero su
condición, por lo demás, indicaba la presencia de una auténtica fiebre y no de
un trastorno mental.
Alrededor de las
3 de la tarde del 2 de Abril, todo rastro de la enfermedad de Wilcox
desapareció de repente. Éste se sentó sobre la cama, asombrado de encontrarse
en casa de sus padres, y completamente ignorante de lo acontecido en los sueños
o la realidad desde la noche del 22 de Marzo. Tras darle de alta el médico.
Wilcox tardó sólo tres días en volver a su alojamiento; pero en adelante dejó
de interesar al profesor Angell. Todo rastro de sueños extraños se había
desvanecido al llegar su recuperación, y mi tío dejó de tomar nota de sus
visiones oníricas tras una semana de explicaciones irrelevantes y sin sentido
acerca de sueños corrientes.
Aquí termina la
primera parte del manuscrito, pero algunas referencias a ciertas notas
dispersas me dieron mucho en lo que pensar. hasta el punto de que sólo el
arraigado escepticismo que caracterizaba mi filosofía por aquel entonces, era
capaz de explicar mi continua desconfianza por el artista. Las notas en
cuestión eran las que describían los sueños de varias personas a lo largo del
mismo periodo en que el joven Wilcox había experimentado sus extrañas
visitaciones. Parece ser que mi tío inició rápidamente un sistema
increíblemente ramificado de investigación entre casi todos los amigos a los
que podía preguntar, sin parecer impertinente, acerca de sus sueños nocturnos
así como de la fecha de cualquier visión fuera de lo común que hubieran
experimentado en tiempos recientes. Según parece, la acogida de su solicitud
resultó muy variada, pero al menos debió recibir más respuestas de las que una
sola persona podría ser capaz de atender sin la ayuda de un secretario. La
correspondencia original no ha sido conservada, pero sus notas al respecto
forman un minucioso y significativo resumen. La gente normal de la vida social
y de los negocios -la “sal de la vida” de la sociedad de Nueva Inglaterra- dio
un resultado negativo casi en su mayoría, aunque hubo algún que otro caso
aislado de intranquilas e indefinidas visiones nocturnas, siempre entre el 23
de Marzo y el 2 de Abril, periodo que coincidía con el delirio del joven
Wilcox. Aquellos dedicados a la ciencia no resultaron mucho más afectados,
aunque cuatro casos de vagas descripciones podrían sugerir la existencia de
visiones fugaces de extraños paisajes, y uno de ellos hacía incluso mención a
un miedo ante algo anormal que pudiera sobrevenir.
Fue de los
artistas y poetas de quienes llegaron las respuestas pertinentes, y sé
perfectamente que se hubiera desatado el pánico entre ellos de tener
posibilidad de comparar sus notas. A la vista de aquello, y faltando las cartas
originales, llegué a sospechar que el recopilador había formulado preguntas
tendenciosas, o que había redactado la correspondencia de forma que quedase
corroborado lo que él, de forma latente, estaba resuelto a confirmar. Esta es
la razón por la que continué pensando que Wilcox, de alguna forma al corriente
de ciertos datos del pasado en posesión de mi tío, había estado aprovechándose
del veterano científico. Las respuestas de aquellos estetas daban forma a una
inquietante historia. Desde el 28 de Febrero al 2 de Abril una gran proporción
de ellos había soñado con cosas muy extrañas, siendo la intensidad de estos
sueños incongruentemente mayor durante el periodo correspondiente al delirio
del escultor. Más de la cuarta parte de los que informaron acerca de algo,
decían haber tenido visiones y escuchado sonidos no muy distintos de los que
Wilcox había descrito. Alguno de los soñadores confesó haber sentido un miedo
intenso hacia una cosa gigantesca e innombrable, visible casi al final. Uno de
los casos descritos con más énfasis en las notas fue realmente lamentable. El
sujeto, un arquitecto de renombre con ciertas inclinaciones hacia la teosofía y
el ocultismo, enloqueció violentamente el día del ataque de Wilcox, y falleció
unos meses más tarde tras gritar de manera incesante que le salvaran de un ser
huido del mismísimo infierno. Si mi tío hubiera hecho referencia a estos casos
por el nombre y los apellidos y no mediante un número, yo mismo hubiera hecho
un intento de corroborar todo mediante una investigación, pero tal como
estaban, sólo tuve éxito en seguir la pista a unos cuantos. Sin embargo, estos
confirmaron lo registrado en las notas. Con frecuencia me he preguntado si
todos los sujetos encuestados por mi tío se sentirían tan confundidos como
estos pocos. Es mejor que jamás reciban explicación alguna al respecto.
Los recortes de
prensa, como ya he dado a entender, aluden a casos de pánico, manía, y
excentricidad que tuvieron lugar durante el periodo en cuestión. Sin duda el
profesor Angell debió contratar los servicios de una agencia de recortes de
prensa, ya que la cantidad de extractos era enorme, y éstos procedían de
fuentes muy diversas repartidas por todo el globo. Uno trataba acerca de un
suicidio nocturno en Londres, donde una persona que dormía sola había saltado
por una ventana tras proferir un grito espantoso. Había otro que consistía en
una inconexa carta, dirigida al director de un periódico sudamericano, en la
que un fanático deducía un catastrófico futuro a partir de ciertas visiones que
había tenido. Un comunicado procedente de California describía a una colonia de
teósofos vistiéndose de togas blancas como preparativo de algún “glorioso
cumplimiento” que jamás tuvo lugar, mientras que las noticias llegadas desde la
India hablaban con cautela acerca de serios disturbios causados por nativos
hacia finales de Marzo. Los ritos orgiásticos del vudú se multiplican en Haití,
y de los puestos avanzados africanos llegaba información acerca de rumores y
malos augurios. Las autoridades americanas en Filipinas se encontraron con la agitación
de varias tribus por esas fechas, y en Nueva York la policía era acosada por
multitudes de tez aceitunada la noche del 22 al 23 de marzo. En la zona
occidental de Irlanda también abundaban los descabellados rumores y leyendas, y
el pintor de temas fantásticos Ardois-Bonnot colgaba su blasfemo Paisaje
Onírico en el salón de primavera de París de 1926. Fueron tan numerosas las
alteraciones que tuvieron lugar en los manicomios, que solamente un milagro
hubiera sido capaz de evitar que la cofradía médica advirtiese los extraños
paralelismos y sacase desconcertantes conclusiones de aquello. Un extraño
montón de recortes, que aún hoy no puedo concebir con qué insensible
racionalismo fui capaz de desechar. Pero por aquel entonces ya estaba
convencido de que el joven Wilcox conocía aquellas viejas cuestiones
mencionadas por el profesor.
2
El
Relato del Inspector Legrasse
Aquellos viejos
asuntos que habían hecho que el sueño del escultor y su bajorrelieve resultaran
tan trascendentes para mi tío constituían el tema principal de la segunda mitad
de su largo manuscrito. Parece ser que el profesor Angell había visto ya en una
ocasión, y estudiado sin obtener resultados, el diabólico perfil de aquella
monstruosidad sin nombre representada sobre aquellos desconocidos jeroglíficos,
y que también había escuchado las terribles sílabas que sólo pueden ser
transliteradas como algo parecido a “Cthulhu”. Aquella vinculación era tan
horrible e inquietante que no resulta nada extraño que el profesor acuciase al
joven Wilcox con sus preguntas y solicitudes de información.
Esta experiencia
anterior tuvo lugar en 1908, hacía diecisiete años, cuando la Sociedad
Americana de Arqueología celebraba su reunión anual en San Luis. El profesor
Angell, como corresponde a alguien de su mérito y autoridad, había desempeñado
un papel importante en las deliberaciones, y fue uno de los primeros en ser
abordado por los diversos profanos que, aprovechando la celebración, acudieron
para hacer preguntas y plantear problemas en la confianza de que serían
correctamente contestadas y resueltos.
El cabecilla de
aquellos profanos, que no tardó en ser el centro de atención de todos los
congregados, era un hombre de mediana edad y aspecto corriente que había venido
desde Nueva Orleans en busca de cierta información especial que le resultaba
imposible obtener de ninguna de las fuentes locales. Su nombre era John Raymond
Legrasse, inspector de policía de profesión. Trajo consigo el motivo de su
visita, una grotesca, repulsiva, y aparentemente antiquísima estatua de piedra,
cuyo origen era incapaz de determinar. No cabe pensar que el inspector Legrasse
tuviera el menor interés por la arqueología ya que, por el contrario, su deseo
de ser ilustrado al respecto estaba instado por motivos puramente profesionales.
La estatuilla, ídolo, fetiche, o lo que quiera que aquello fuera, había sido
requisada hacía unos meses en los bosques pantanosos al sur de Nueva Orleans,
en el curso de una redada contra los asistentes a una supuesta celebración
vudú; tan extraños y horribles eran los ritos practicados en la misma que la
policía no pudo sino darse cuenta de que había dado con una oscura secta
totalmente desconocida para ellos, e infinitamente más diabólica que el más
siniestro de los círculos africanos de la religión vudú. Acerca de su origen no
pudo descubrirse absolutamente nada, salvo por ciertas historias erráticas e
increíbles que se logró sacar por la fuerza a algunos de los detenidos. A esto
último se debe el ansia de la policía por encontrar cualquier dato acerca de
las antiguas tradiciones que pueda ayudarles a reconocer el horrible símbolo,
para poder seguir la pista del culto hasta su mismo origen.
El inspector
Legrasse no estaba preparado para la excitación que suscitó su testimonio. Un
simple vistazo a la estatuilla fue suficiente para hacer que los hombres de
ciencia allí congregados se sumiesen en un estado de tensa excitación, y no
perdieran un solo momento en amontonarse alrededor del policía para así poder
contemplar la diminuta figura, de tan extraña apariencia y tan remota
antigüedad, que daba lugar a inopinadas y arcaicas perspectivas aún por
desvelar Ninguna escuela de arte conocida había alentado la creación de este
terrible objeto, pero cientos e incluso miles de años parecían estar marcados
sobre su oscura y verdosa superficie de piedra cuya identificación resultaba
imposible.
La figura, que
al final fue pasada lentamente de mano en mano para que pudiera llevarse a cabo
un estudio más cercano y detallado de la misma, tenía entre dieciocho y veinte
centímetros de altura y estaba esculpida con gran habilidad artesanal.
Representaba a un monstruo de perfil vagamente humano, pero con una cabeza a
modo de pulpo cuya cara era una masa de tentáculos, un cuerpo cubierto de
escamas y de aspecto gomoso, unas prodigiosas garras tanto en extremidades
anteriores como posteriores, y unas largas y estrechas alas en la espalda.
Aquella cosa, de la que parecía desprenderse una terrible y antinatural
malevolencia, tenía una corpulencia algo abotargada y estaba sentada en
cuclillas, con cierto aire maligno, sobre un pedestal cubierto de caracteres
indescifrables. Las puntas de las alas tocaban el lado posterior del pedestal,
y su trasero ocupaba el centro, mientras que las largas y curvas garras de las
dobladas patas inferiores asían la parte frontal y se extendían a lo largo de
todo el tercio superior del pedestal. La cabeza de cefalópodo se encontraba
inclinada hacia delante, de modo que los extremos de sus tentáculos faciales
rozaban la parte posterior de las grandes garras delanteras que, a su vez,
estaban abrazadas a las rodillas elevadas de la agachada criatura. El aspecto
del conjunto resultaba anormalmente vívido, e incluso sutilmente terrible, ya
que su origen era del todo desconocido. Su enorme, pasmosa, e incalculable
antigüedad resultaba indiscutible; a pesar de ello no daba muestra de una sola
relación con cualquier forma artística conocida de carácter primitivo. De
hecho, tampoco guardaba relación con ninguna otra época. Totalmente al margen,
el propio material con que estaba construida resultaba un misterio, ya que
aquella piedra verdinegra de aspecto maleable con motas y vetas doradas o
iridiscentes no se asemejaba a nada conocido por la geología o la mineralogía.
Los caracteres que cubrían la base eran igualmente desconcertantes y ninguno de
los presentes pudo formarse la menor idea de su origen lingüístico, a pesar de
encontrarse allí la mitad de los expertos mundiales en la materia. Estas
inscripciones, así como la estatuilla y su material, formaban parte de algo
horriblemente remoto y ajeno a la humanidad tal y como la conocemos; algo que
terriblemente sugiere la existencia de antiguos e idólatras ciclos de vida en
los que nuestro mundo y concepciones no tiene cabida alguna.
No obstante,
después de que todos los congregados sacudieran sus cabezas, confesando su
derrota ante el problema planteado por el inspector, hubo un hombre entre los
allí reunidos que creyó percibir una extraña familiaridad en la monstruosa
figura y la escritura, y que al momento contó con cierta timidez lo poco que
sabía. Esta persona era el difunto William Channing Webb, profesor de
antropología en la Universidad de Princeton, y un explorador de reconocido
prestigio. El profesor Webb había participado cuarenta y ocho años atrás en una
expedición a Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas
que no llegó finalmente a encontrar. Mientras remontaban la costa occidental de
Groenlandia se encontraron con una extraña tribu o culto de esquimales
degenerados cuya religión, una curiosa forma de adoración al diablo, le hizo
sentir escalofríos dado lo deliberadamente sanguinario y repulsivo de sus
ritos. Era una fe de la que otros esquimales sabían muy poco, y de la que sólo
se hablaba en medio de un gran pánico, diciendo que procedía de épocas
horriblemente antiguas y anteriores a la creación de nuestro mundo. Además de
ritos indescriptibles y sacrificios humanos, también se practicaban otros
extraños ritos de carácter hereditario dirigidos a un anciano demonio supremo o
tornasuk. El profesor Webb tomó una cuidadosa transcripción fonética de
aquellos ritos de labios de un anciano angekok o hechicero-sacerdote,
expresando los sonidos lo mejor que pudo en caracteres latinos. Pero en
aquellos momentos el asunto de principal trascendencia no era otro que el
fetiche que aquel culto adoraba y alrededor del cual danzaban los sectarios
cuando la aurora se alzaba por encima de los gélidos acantilados. Este era,
afirmó el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra, que constaba de un horrible
dibujo y de ciertas inscripciones enigmáticas y, según le parecía, era una
versión más tosca pero similar, en todas sus características esenciales, a la
inhumana efigie que yacía en aquel momento frente a los reunidos.
Estos datos,
recibidos con incertidumbre y asombro por los presentes, probaron ser de
especial interés para el inspector Legrasse, que comenzó de inmediato a acosar
con preguntas al informante. Ya que había copiado y tomado nota de un ritual
oral escuchado a los adoradores del culto de los pantanos que sus hombres
detuvieron, suplicó al profesor que recordase lo mejor que pudiera las sílabas
que anotó en su convivencia con aquellos diabólicos esquimales. Lo que siguió
entonces fue una exhaustiva comparación de detalles y un momento de pavoroso
silencio cuando el detective y el científico llegaron a la conclusión de la
práctica identidad de la frase común a aquellos dos rituales diabólicos
pertenecientes a mundos tan diferentes y distantes entre sí. Lo que cantaban a
sus ídolos gemelos, tanto los hechiceros esquimales como los sacerdotes de los
pantanos de Luisiana era, en esencia, era algo muy parecido a esto (las
divisiones entre palabras se han supuesto en base a los cortes que
tradicionalmente se hacían en la frase al cantarla voz alta):
“Ph‘nglui
mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.”
Legrasse tenía
algo a su favor frente al profesor Webb, ya que en varias ocasiones sus
prisioneros mestizos le habían repetido lo que los viejos oficiantes les
contaron del significado de esas palabras. El verso se traduciría por algo
parecido a esto:
“En su morada de
R’lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando.”
En ese momento,
en respuesta a una exigencia urgente y generalizada, el inspector Legrasse
relató, de la forma más completa posible, su experiencia con los adoradores de
los pantanos; un relato que mi tío, tal y como puedo ver, consideró de una
profunda trascendencia. La historia participaba de los más locos sueños de
mitómanos y teósofos, y demostraba el asombroso grado de imaginación cósmica
poseído por aquellos mestizos y parias, algo que era lo que menos se hubiera
podido esperar de ellos.
El día 1 de
Noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleans fue llamada a acudir con urgencia
a la región pantanosa y lacustre al sur de la ciudad. Los ocupantes ilegales de
la zona, en su mayoría primitivos pero amables descendientes de los hombres de
Lafitte, eran presa de un terror absoluto debido a algo desconocido que se les
había acercado en silencio durante la noche. Al parecer se trataba de vudú,
pero un vudú de un tipo más terrible del que jamás habían llegado a conocer, y
algunas mujeres y niños habían desaparecido desde que el maléfico tam-tam
comenzó su incesante golpeteo a lo lejos, en el interior de los negros y
embrujados bosques por los que ninguno de los colonos se atrevía a aventurarse.
Había gritos demenciales y angustiosos chillidos, cantos que helaban la sangre
y danzantes llamas endemoniadas, y según añadió el aterrado mensajero, la gente
no podía soportarlo por más tiempo.
De ese modo, un
destacamento de veinte policías, repartidos entre dos carruajes y un automóvil,
emprendió la marcha en las últimas horas de la tarde con el tembloroso colono
haciendo las veces de guía. Se apearon al final del camino transitable y
durante kilómetros chapotearon en silencio a través del terrible bosque de
cipreses al que la luz del día nunca llegaba. Feas raíces y maléficas lianas de
musgos de Florida les acosaron y, de vez en cuando, los montones de piedras
enmohecidas o los restos de paredes putrefactas intensificaban, con su sola
insinuación de unos pobladores tan morbosos, una sensación depresiva que cada
árbol malformado y cada fungoso calvero contribuía a crear. Al rato se divisó
el asentamiento de aquellos colonos, no más que un miserable montón de cabañas,
y sus histéricos moradores corrieron a apiñarse alrededor del grupo de policías
que portaba faroles que se balanceaban. El apagado ritmo del tam-tam resultaba
ahora levemente audible muy, muy a lo lejos; y algún alarido aterrador llegaba
a ratos cuando el viento cambiaba de dirección. Un brillo rojizo parecía
también filtrarse a través de la pálida maleza más allá de las interminables
avenidas del bosque nocturno. A pesar de tener aún miedo a quedarse solos de
nuevo, los aterrados colonos se negaron en redondo a avanzar un solo palmo más
en dirección a aquella escena de impía adoración, de modo que el inspector
Legrasse y sus diecinueve colegas se internaron sin guía alguno entre negras
arquerías de horror por las que ninguno de ellos había pasado con anterioridad.
El área en la
que ahora se adentraba la policía había tenido siempre mala fama, era
prácticamente desconocida por el hombre blanco y en absoluto transitada por
éste. Había leyendas que apuntaban a un lago oculto jamás visto por ojos
mortales, en el que habitaba un enorme y amorfo pólipo blanco de ojos
luminescentes; y los colonos cuchicheaban acerca de unos diablos con aspecto de
murciélago que salían volando de cavernas en el interior de la tierra para
adorarlo a la medianoche. Los colonos afirmaban que aquello había estado allí
desde antes de D'iberville, desde antes de La Salle, desde antes de los indios,
e incluso antes que las saludables bestias y aves que poblaron esos bosques.
Aquel ser era una pesadilla en sí mismo, y su sola visión suponía la muerte.
Pero también hacía soñar a los hombres, y por esa razón estos sabían lo
suficiente como para mantenerse lejos de él. La orgía vudú estaba teniendo
lugar en los márgenes de tan temida zona, pero eso era ya lo suficientemente
malo de por sí. Es posible por lo tanto que el lugar de la celebración hubiera
aterrorizado más a los colonos que los escalofriantes sonidos e incidentes.
Solamente la
poesía o la locura pueden hacer justicia a los ruidos escuchados por los
hombres de Legrasse a medida que se abrían paso por el negro pantano hacia el
rojizo resplandor y el apagado sonido de los tambores. Existen rasgos vocales
propios del ser humano, y rasgos vocales propios de las bestias; pero resulta
harto horrible escuchar los unos cuando la fuente de la que proceden debería
producir los otros. La furia animal y el libertinaje orgiástico se azotaban el
uno al otro hasta alcanzar cotas demoniacas, en medio de un éxtasis de aullidos
y graznidos que desgarraban aquellos bosques nocturnos y reverberaban por toda su
extensión como si se tratase de tormentas pestilentes surgidas de los abismos
del infierno. De vez en cuando aquel ulular sin orden ni concierto se detenía,
y de lo que parecía ser un coro bien orquestado surgían roncas voces entonando
en sonsonete aquella horrible frase o ritual: “Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
R'lyeh wgah'nagl fhtagn.”
Entonces fue
cuando los hombres, habiendo ya alcanzado un lugar donde la vegetación era
menos frondosa, se toparon de repente con la visión del terrible espectáculo.
Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desvaneció, y otros dos profirieron un
desquiciado grito que, afortunadamente, fue enmudecido por la furiosa cacofonía
que procedía de aquella orgía. Legrasse echó agua de los pantanos en la cara
del desmayado, y todos se quedaron temblando allí de pie, casi hipnotizados por
el horror.
En un claro
natural del pantano había un islote cubierto de hierbas de algo menos de media
hectárea, sin árboles y relativamente seco. Allí saltaba y se retorcía una
indescriptible horda de monstruosidad humana que nadie salvo Sime o Angarola
hubiera sido capaz de retratar. Sin ropa alguna encima, aquellos engendros
mestizos rugían, vociferaban y se contorsionaban en torno a una gigantesca
hoguera circular en cuyo centro, visible a través de ocasionales aberturas en
la cortina de llamas, se alzaba un imponente monolito de granito de unos dos
metros y medio de altura, sobre el cual, de manera incongruente dada su extrema
pequeñez, descansaba la horrenda estatuilla. Formando un amplio círculo de diez
cadalsos dispuestos a intervalos regulares, con el monolito rodeado de llamas
en su centro, colgaban boca abajo los cuerpos atrozmente mutilados de los
indefensos colonos que habían desaparecido. Era dentro de aquel círculo donde
el corro de adoradores saltaba y rugía, desplazándose de forma general de
izquierda a derecha en una interminable bacanal entre el círculo de cuerpos y
el de llamas.
Puede que fuera
solamente la imaginación, o puede que fueran los ecos del lugar los que
indujeron a uno de los policías, un hispano un tanto exaltado, a figurarse que
había oído respuestas antifonales al ritual procedentes de algún lugar lejano y
sin luz en lo más profundo de aquel bosque de ancestrales leyendas y horrores.
Más tarde tuve ocasión de encontrarme de nuevo con este hombre, Joseph D.
Gálvez se llamaba, que demostró ser molestamente imaginativo. Llegó hasta el
punto de insinuar la existencia de un batir de alas apenas perceptible, y de
haber vislumbrado unos ojos brillantes y una gigantesca masa blanca más allá de
los árboles lejanos, pero creo que lo que sucedía realmente es que había
escuchado demasiada superstición local.
La horrible
pausa que se tomaron los hombres de Legrasse tras presenciar semejante
aberración fue relativamente breve. El deber era lo primero, y aunque debía
haber más de un centenar de mestizos celebrantes en aquella multitud, los
policías confiaron en sus armas de fuego y se lanzaron resueltos hacia una
nauseabunda batalla. Durante unos cinco minutos el caos y el estruendo
resultantes fueron más allá de toda descripción. Se libró una auténtica batalla
campal y se abrió fuego, si bien muchos de los idólatras se dieron a la fuga.
Pero al final el inspector Legrasse pudo contar hasta cuarenta y siete
detenidos de hosco semblante, a los que obligó a vestirse a toda prisa y formar
entre dos filas de policías. Cinco de los adoradores yacían muertos, y dos más
que habían resultado heridos de gravedad fueron acarreados por sus compañeros
sobre improvisadas camillas. Por supuesto, la efigie que yacía sobre el
monolito fue cuidadosamente retirada y transportada por el propio Legrasse.
Tras un viaje de
extrema tensión y agotamiento, los detenidos fueron interrogados en la jefatura
de policía, resultando ser todos hombres de muy baja extracción social, de
sangre mestiza y enajenados mentales. La mayoría eran marinos. Unos cuantos
negros y mulatos, casi todos de las Indias Occidentales, o Portugueses de
Brava, de las islas portuguesas de Cabo Verde, aportaban una nota de colorido
vudú al heterogéneo culto. Pero bastante antes de que se hubieran realizado
muchos interrogatorios, ya se habla puesto de manifiesto que en todo aquello
había algo mucho más profundo y antiguo que el simple fetichismo negro.
Degradados e ignorantes como eran, aquellas criaturas se aferraban con
sorprendente firmeza a la idea central de su repugnante fe. Tal y como dijeron,
adoraban a los Primigenios que existen desde mucho antes que los hombres, y que
vinieron a este joven mundo desde los cielos. Los Primigenios abandonaron la superficie
del planeta, desapareciendo en el interior de la tierra o bajo las aguas del
mar; pero sus cuerpos sin vida le contaron en sueños sus secretos a los
primeros hombres, que formaron un culto que jamás ha desaparecido. Este era tal
culto, y los prisioneros afirmaban que siempre habla existido y que continuaría
haciéndolo, oculto en lejanas tierras baldías y lugares lúgubres a lo largo y
ancho del mundo hasta el momento en que el sumo sacerdote Cthulhu se alzase
desde su lóbrega casa en la invulnerable ciudad de R'lyeh bajo las aguas, y
volviese a poner la tierra bajo su dominio. Algún día les convocaría a todos,
cuando las estrellas estuvieran en posición. El culto secreto esperaría por
siempre hasta que esto sucediera y poder liberarlo.
Entretanto, nada
más debía decirse. Había algún secreto que incluso la tortura sería incapaz de
extraer. La humanidad no era la única vida consciente del planeta, ya que de
las tinieblas salían figuras para visitar a los pocos feligreses. No se trataba
de Primigenios, a los que ningún hombre había visto jamás. El ídolo esculpido
era una representación del gran Cthulhu, pero nadie sabía decir si los demás
Primigenios eran o no parecidos a él. Nadie era ya capaz de leer las antiguas
inscripciones, pero los mensajes eran transmitidos de viva voz. El cántico
ritual no era el ya mencionado secreto, ya que éste último nunca era
pronunciado en voz alta, sino susurrado. El cántico sólo significaba esto: “En
su morada de R'lyeh el difunto Cthulhu espera soñando.”
Sólo se consideró
a dos de los detenidos lo bastante cuerdos como para ser colgados, y el resto
fue internado en diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los
asesinatos rituales, afirmando que las muertes habían sido producidas por los
Seres de Alas Negras que se habían dirigido hacia ellos desde su inmemorial
templo en el interior del bosque embrujado. No pudo obtenerse ninguna
información coherente acerca de esos misteriosos aliados. Casi todo lo que la
policía pudo averiguar provino, principalmente, de un anciano mestizo llamado
Castro, que decía haber viajado hasta extraños puertos y haber hablado con los
líderes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro
recordaba retazos de una horrible leyenda que hacía palidecer las especulaciones
de los teósofos, y que el hombre y el mundo pareciesen algo de reciente
aparición y de existencia transitoria. Ha habido épocas remotas en que otros
Seres, que vivían en Sus grandes ciudades, gobernaban la Tierra. Castro dijo
que, según le habían contado aquellos chinos inmortales, aún podían encontrarse
vestigios de Aquellos en ciclópeas piedras de las islas del Pacifico. Ellos
murieron muchas eras antes de la aparición del hombre, pero existen ciertas
artes que pueden hacerlos revivir cuando las estrellas estén de nuevo en la
posición propicia dentro del ciclo de la eternidad. Efectivamente, Ellos habían
venido de las estrellas y habían traído consigo Sus imágenes. Estos
Primigenios, continuó Castro, no estaban compuestos del todo de carne o sangre.
Tenían forma, cosa que quedaba demostrada en aquella efigie esculpida en las
estrellas, pero esa forma no estaba hecha de materia. Siempre que las estrellas
estuvieran en posición, podían saltar de un mundo a otro a través de los
cielos; mas cuando las estrellas no eran propicias, Ellos no podían vivir. Pero
aunque no pudieran vivir, tampoco morirían realmente. Todos yacen en moradas de
piedra en la gran ciudad de R'lyeh, protegidos por los hechizos del omnipotente
Cthulhu en espera del día de la gloriosa resurrección en que las estrellas y la
Tierra les sean de nuevo favorables. Llegado ese momento, alguna fuerza del
exterior debe liberar Sus cuerpos. Los hechizos empleados para preservarlos les
impedían intentar todo movimiento inicial, por lo que no podían hacer otra cosa
que yacer despiertos en la oscuridad y pensar mientras transcurrían millones y
millones de años. Ellos estaban al tanto de todo lo que acontecía en el
universo, pues Su forma de comunicación era la transmisión del pensamiento.
Incluso hoy hablaban en Sus tumbas. Cuando, después de infinitas épocas de
caos, llegaron los primeros hombres, los Primigenios hablaron a los más
sensitivos de entre ellos moldeando sus sueños, ya que solamente así podía Su
lengua alcanzar las mentes carnales de los mamíferos.
Entonces,
susurró Castro, aquellos primeros hombres formaron el culto en torno a unos
pequeños ídolos que les mostraron los Grandes Ancianos, ídolos traídos de
épocas distintas desde estrellas sin luz. Ese culto no desaparecerá nunca hasta
que las estrellas vuelvan a estar en posición, y los sacerdotes ocultos
consigan sacar al Gran Cthulhu de Su tumba para que resucite a Sus súbditos y
reanude Su dominio sobre la Tierra. Esos tiempos serán fácilmente reconocibles,
porque entonces la humanidad se habrá vuelto como los Primigenios, libre y
salvaje, más allá del bien y del mal, dejando a un lado la ley y la moral; y
todos los hombres gritarán y matarán, y gozarán era su alegría. Entonces, los
Primigenios liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y de matar, de
solazarse y disfrutar, y la Tierra entera arderá en un holocausto de éxtasis y
libertad. Mientras tanto, el culto, mediante los ritos apropiados, debe
mantener viva la memoria de aquellas antiguas costumbres y escenificar la
profecía de Su regreso.
En tiempos
remotos, hombres elegidos habían hablado en sueños con los Primigenios
sepultados, pero un día, algo sucedió. La gran ciudad pétrea de R'lyeh, con sus
tumbas y monolitos, se hundió bajo las aguas; y las aguas profundas, llenas del
misterio primigenio que ni los pensamientos pueden atravesar, habían cortado
aquella comunicación espectral. Pero el recuerdo nunca moriría, y los sumos
sacerdotes afirman que la ciudad se alzará de nuevo cuando las estrellas estén
en posición. Entonces saldrán de la tierra los negros espíritus que en ella
habitan, enmohecidos y tenebrosos, cargados de rumores siniestros obtenidos en
cavernas situadas bajo el mismo fondo del mar. Pero el viejo Castro prefería no
hablar demasiado acerca de Ellos. Se calló de repente y no hubo persuasión o
sutileza alguna capaz de sacarle una sola palabra más al respecto. Curiosamente
tampoco quiso hablar acerca del tamaño de los Primigenios. Del culto dijo que,
según pensaba, su núcleo yacía en medio de las arenas intransitables del
desierto de Arabia donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e
indemne. La secta no estaba aliada a los cultos Europeos de brujería, y
resultaba prácticamente desconocido más allá de sus propios integrantes. Ningún
libro había siquiera insinuado la existencia de éste, aunque los chinos
imperecederos afirmaron que el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred
contenía ciertos dobles significados que los iniciados podían interpretar a su
antojo, especialmente el tan discutido pareado:
“Que
no está muerto lo que puede yacer eternamente,
y
con los evos extraños aún la muerte puede morir.”
Legrasse,
profundamente impresionado, y no menos perplejo, había intentado informarse en
vano acerca de las afiliaciones históricas del culto. Aparentemente, Castro
había dicho la verdad cuando afirmó que éste era completamente secreto. Las
autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna acerca
de la estatuilla o la secta y, en aquel preciso momento, el inspector había
llegado hasta las máximas autoridades del país para encontrarse únicamente con
el relato de Groenlandia que había contado el profesor Webb. El interés febril
que el relato de Legrasse despertó durante la reunión, corroborado por la
propia estatuilla, quedó reflejado en la correspondencia subsiguiente de los
asistentes, aunque los comentarios que aparecieron en las publicaciones
oficiales de la sociedad fueron más bien escasos. La precaución es la principal
inquietud en aquellos acostumbrados a enfrentarse en ocasiones con charlatanes
e impostores. Legrasse prestó la estatuilla durante algún tiempo al profesor
Webb, pero le fue devuelta al fallecer éste último y permanece hoy en su poder,
tal y como he podido comprobar hace no mucho. Es un objeto auténticamente
terrible, e inequívocamente parecido a la que el joven Wilcox esculpiera en
sueños.
No me extraña
que mi tío se entusiasmase con el relato del escultor, pues ¿qué ideas no le
llegarían a la cabeza, tras lo que Legrasse había aprendido del culto, si
escuchase a un joven sensible decir, no sólo que había soñado con la estatuilla
y los jeroglíficos exactos de la imagen hallada en los pantanos y la tablilla
de Groenlandia, sino que en sueños le habían llegado al menos tres de las
precisas palabras que componían la fórmula pronunciada tanto por los diabólicos
esquimales como por los mestizos de Luisiana? El inicio inmediato por parte del
profesor Angell de una investigación con la mayor minuciosidad resultó
eminentemente natural, aunque yo, personalmente, sospechaba que el joven Wilcox
había oído del culto de alguna forma y que había inventado una serie de sueños
para enfatizar aquel misterio y prolongarlo a expensas de mi tío. No cabía duda
de que las descripciones de sueños y los recortes recopilados por el profesor
venían a corroborar los hechos, pero la racionalidad de mi mente y la
extravagancia de todo este tema me llevaron a adoptar lo que a mi juicio eran
las conclusiones más sensatas. De ese modo, tras estudiar detenidamente una vez
más el manuscrito y correlacionar las notas teosóficas y antropológicas acerca
del culto con el relato de Legrasse, viajé hasta la residencia del escultor en
Providence para echarle la reprimenda que me parecía apropiada por haber
embaucado de manera tan atrevida a un hombre educado y de edad. Wilcox aún
vivía en soledad en el Edificio Fleur-de-Lys de Thomas Street, una horrible
imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII, que ostentaba
una fachada de estuco entre preciosas casas coloniales que ocupaban la antigua
colina, a la sombra de la más hermosa torre georgiana de toda América. Lo
encontré trabajando en su estudio, y hube de admitir que el genio del escultor
era profundo y auténtico nada más ver las obras que allí había repartidas. Creo
que, con el tiempo, será recordado como uno de los grandes artistas de lo
decadente, porque había ya cristalizado en arcilla, y algún día reflejaría en
el mármol pesadillas y fantasías que sólo Arthur Machen evoca en su prosa, y
Clark Ashton Smith plasma en su verso y pintura.
Moreno, delicado,
y de un descuidado aspecto, se volvió lánguidamente al llamar yo a la puerta, y
me preguntó qué quería sin siquiera levantarse. Manifestó cierto interés cuando
le dije quién era, pues mi tío había despertado su curiosidad al investigar sus
sueños, pero nunca le había explicado la razón del estudio. No amplié su
conocimiento acerca del asunto, pero busqué con cierta sutileza la forma de
poder sacarle algo. En poco tiempo pude convencerme de su sinceridad, pues
hablaba acerca de sus sueños de una forma que a nadie podía engañar. Estos
sueños, y los residuos que éstos habían dejado en su subconsciente, habían
tenido una profunda influencia en su arte, cosa que confirmó al mostrarme una
morbosa estatua cuyo contorno casi me hizo estremecer con la potencia de Su
siniestro poder evocativo. Wilcox no pudo recordar haber visto el original de
esa figura, salvo en su propio bajorrelieve, pero el perfil lo habían moldeado
inconscientemente sus propias manos. Se trataba sin duda de la gigantesca
figura sobre la que había desvariado en su delirio. También quedó claro sin
mediar mucho tiempo que realmente no sabía nada de un culto secreto, salvo por
lo que se hubiera dejado caer en sus charlas con mi tío. Una vez más me esforcé
en imaginar cómo habría podido éste llegar a experimentar tan extrañas
sensaciones.
Hablaba de sus
sueños de una extraña y poética forma; haciéndome ver con terrible intensidad
la húmeda ciudad ciclópea de piedra verdosa y cubierta de fango cuya geometría,
comentó curiosamente, era completamente errónea, y consiguiendo que pudiese
escuchar, con pavorosa expectación, la incesante y cuasi mental llamada de las
profundidades: “Cthulhu fhtagn”, “Cthulhu fhtagn”. Estas palabras formaban
parte de aquel terrible ritual que hablaba de la vigilia onírica del difunto
Cthulhu bajo su bóveda pétrea de R'lyeh, y me sentí profundamente estremecido a
pesar de mis creencias racionales. Estoy seguro de que Wilcox había oído hablar
del culto de alguna manera, pero lo había olvidado en medio del montón de sus
no menos extrañas lecturas e imaginaciones. Más tarde, y en virtud de su
predisposición a impresionarse, había hallado una expresión subconsciente de
aquello en sus propios sueños, en el bajorrelieve, y en la terrible estatua que
tenía entonces entre mis manos. El engaño al que había sometido a mi tío era,
por lo tanto, uno inocente e involuntario. El joven tenía un carácter algo
amanerado y antipático a la vez, por el que no podría sentir simpatía, pero me
vi obligado a reconocer tanto su genio como su honestidad. Me despedí de él
amistosamente, deseándole todo el éxito que su genio prometía.
El asunto de la
secta aún continuaba fascinándome, hasta el punto de imaginar que alcanzaría la
fama personal por mis investigaciones acerca de su origen y conexiones. Visité
a Legrasse en Nueva Orleans y charlé tanto con él como con otras personas
acerca de aquella vieja redada, vi la terrorífica efigie, e incluso hice
preguntas a aquellos prisioneros mestizos que aún seguían con vida. Por
desgracia, el viejo Castro llevaba muerto varios años. Aunque no se tratase más
que de una confirmación detallada de lo que mi tío había escrito en sus notas,
lo que entonces estaba comprobé personalmente de manera tan gráfica consiguió
estimularme de nuevo, ya que estaba seguro de andar tras la pista de una
religión auténtica, antiquísima, y absolutamente secreta, cuyo descubrimiento
haría de mí un antropólogo de renombre. Mi actitud, como desearía que
continuara siendo, aún era por aquel entonces una de absoluto materialismo, de
modo que descarté, con una perversidad inexplicable, las coincidencias
existentes entre las notas relativas a sueños y los extraños recortes
recopilados por el profesor Angell.
Algo que empecé
a sospechar, y que me temo ahora sé a ciencia cierta, es que la muerte de mi tío
distó muchísimo de ser natural. Éste se derrumbó en un angosto y empinado
callejón que ascendía desde unos viejos muelles infestados de mestizos
extranjeros, tras un descuidado empellón propinado por un marino negro. No
puedo olvidar la sangre mezclada y la querencia marinera de los sectarios de
Luisiana, y no me sorprendería enterarme en algún momento de la existencia de
ciertos métodos secretos de asesinato tan antiguos como los ritos y creencias
esotéricos. Legrasse y sus hombres no han sufrido daño alguno, pero en Noruega
ha muerto cierto marinero que fue testigo de cosas extraordinarias. ¿Habrían
llegado las pesquisas de mi tío a oídos siniestros tras obtener la información
del joven escultor? Creo que el profesor Angell murió porque sabía demasiado.
Que yo desaparezca de igual manera está aún por ver... porque ahora yo sé
mucho.
3
La
locura que llegó del mar
Si los cielos
quisieran concederme alguna vez un favor, pediría que borrasen para siempre las
consecuencias que derivaron de aquella ocasión en que, de forma casual, fijé la
mirada en un trozo suelto de papel que había sido usado para cubrir un estante.
Era difícil que hubiera tropezado en mi rutina cotidiana con algo así, ya que
no era sino un viejo ejemplar de un periódico australiano, el Sidney Bulletin
del 18 de Abril de 1925. Había escapado incluso a la atención de la agencia de
recortes de prensa que, justo en la fecha de publicación de éste, andaba
recopilando ávidamente material para la investigación de mi tío.
Hacía tiempo que
había abandonado mis pesquisas acerca de lo que el profesor Angell llamaba
“Culto de Cthulhu”, y me encontraba visitando a un amigo que tenía en Paterson,
Nueva Jersey, hombre culto que ostentaba el cargo de conservador del museo
local, además de ser un mineralogista de renombre. Un día, examinando las
muestras de reserva, torpemente almacenadas en los estantes de una habitación
en el almacén del museo, mi atención fue captada por una extraña fotografía que
aparecía en uno de los viejos periódicos desplegados bajo las piedras. Tal y
como he dicho era el Sidney Bulletin, pues mi amigo conocía a gente en todas
partes, y la foto en cuestión era un grabado en sepia de una horrible imagen de
piedra idéntica a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Leí el artículo
en detalle tras quitar impacientemente de encima de la hoja las preciosas
piezas que la cubrían, pero quedé algo decepcionado al ver que su extensión era
algo reducida. Sin embargo, lo que sugería era algo de trascendental
importancia para la búsqueda que había mantenido y que comenzaba por aquel
entonces a languidecer. El artículo, que arranqué cuidadosamente, decía lo
siguiente:
MISTERIOSO
BARCO ABANDONADO HALLADO EN ALTA MAR
Llegada
a remolque del Vigilant de un yate neozelandés armado y desaparejado.
Un
superviviente y un muerto hallados a bordo. Desesperada lucha y muertes en alta
mar.
Marinero
rescatado se niega a dar detalles sobre extraña experiencia.
Encontrado
en posesión de extraño ídolo. Prosiguen las investigaciones.
El carguero
Vigilant de la naviera Morrison, procedente de Valparaíso, atracó esta mañana
en el muelle de Darling Harbour, remolcando al desaparejado y averiado, si bien
fuertemente armado, yate de vapor Alert de Dunedin (Nueva Zelanda), que fue
avistado el 12 de Abril a 34°21' de latitud sur y 152°17' de longitud oeste,
llevando a bordo un superviviente y un muerto.
El Vigilant
zarpó de Valparaíso el 25 de Marzo, y el 2 de Abril se desvió su rumbo
considerablemente hacia el sur, debido a la fortísima tormenta y las enormes
olas. El 12 de Abril fue avistado el barco a la deriva. Aunque en apariencia
estaba desierto, al abordarlo fue hallado el único superviviente en unas
condiciones cercanas al delirio, así como otro hombre que llevaba muerto
claramente más de una semana. El superviviente estaba aferrado a un horrible
ídolo de piedra de unos 30 centímetros de altura y de origen desconocido,
acerca de cuya naturaleza las autoridades de la Universidad de Sidney, la Royal
Society, y el Museo de College Street, se muestran completamente
desconcertadas. El superviviente dice haberla encontrado en el camarote del
yate, en el interior de un pequeño relicario de ordinaria talla.
Éste hombre,
tras recobrar el sentido, relató una extraña historia acerca de piratería y una
sangrienta masacre. Se trata de Gustaf Johansen, noruego de cierta educación,
segundo de a bordo de la goleta Emma de Auckland, que zarpó de El Callao el 20
de Febrero con once hombres. El Emma, según cuenta, se vio retrasado, y
desviado de su rumbo hacia el sur, por culpa de la gran tempestad del 1 de
Marzo, y el 22 del mismo avistó al Alert a 49°51' de latitud sur y 128°34'
longitud oeste, llevado por una extraña tripulación de feroz aspecto formada
por canacos y mestizos. Al ordenársele de forma perentoria que diera media vuelta,
el capitán Collins se negó; momento en que la extraña tripulación comenzó a
abrir fuego sobre la goleta, salvajemente y sin aviso previo, con una batería
pesada dotada de cañones de bronce que formaba parte de su armamento. Según el
superviviente, los hombres del Emma plantaron batalla y, aunque la goleta
comenzó a hundirse debido a los disparos recibidos por debajo de la línea de
flotación, fueron capaces de acercarla a la nave enemiga, para así abordarla, y
lucharon con la salvaje tripulación sobre su misma cubierta. Al final se vieron
forzados a matar a toda la tripulación enemiga, algo superior en número, por su
detestable y desesperada, si bien torpe, manera de luchar.
Tres de los
hombres del Emma resultaron muertos, incluyendo al capitán Collins y al primero
de a bordo Green. Los ocho restantes, con el segundo de a bordo Johansen al
mando, se pusieron al frente del yate capturado, retomando su rumbo original
para averiguar cuál era la razón de haberles ordenado dar media vuelta. Al día
siguiente, según parece, alcanzaron una pequeña isla en la que desembarcaron,
aunque no se sabe de la existencia de ninguna en aquella parte del océano. Seis
de los tripulantes murieron en ella, aunque Johansen da muestras de reticencia
al llegar a esta parte de la historia, y se limita a decir que cayeron por un
precipicio rocoso. Más tarde, según parece, él y el último de sus compañeros
llegaron al yate y trataron de tripularlo, pero se vieron azotados por la
tormenta del 2 de Abril. El hombre recuerda poco de lo sucedido entre ese día y
el 12 de Abril, en que tuvo lugar su rescate, y no recuerda cuándo murió
William Briden, su compañero. La muerte de éste no parece debida a ninguna
causa visible, siendo la excitación y la exposición a los elementos las razones
más probables. Noticias llegadas por cable desde Dunedin informan de que el
Alert es un mercante de cabotaje bien conocido allí, que además gozaba de una
mala reputación en los muelles. Era propiedad de un curioso grupo de mestizos
cuyos frecuentes encuentros y salidas nocturnas en dirección a los bosques
atraían bastante la atención. Éste se había hecho a la mar apresuradamente
justo tras la tormenta y los temblores de tierra que tuvieron lugar el 1 de
Marzo. Nuestro corresponsal en Auckland señala que tanto el Emma como su
tripulación gozaban de una excelente reputación, y describe a Johansen como un
hombre moderado y respetable. El Almirantazgo va a realizar una investigación
del asunto que dará comienzo mañana mismo; en ella se tomarán todas las medidas
necesarias para persuadir a Johansen de que hable con mayor claridad de lo que
ha hecho hasta ahora.
Esto, junto con
la fotografía de la infernal estatua, era todo, ¡pero qué torrente de ideas
comenzó a fluir en mi cabeza! Aquí había un nuevo tesoro de datos en tomo al
Culto de Cthulhu y una clara evidencia de que éste tenía extraños intereses
tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo incitó a la tripulación mestiza a
ordenar dar media vuelta al Emma mientras navegaba en posesión de aquel
horrible ídolo? ¿Cuál era aquella desconocida isla sobre la que murieron seis
de los tripulantes del Emma, y sobre la que el segundo Johansen se muestra tan
reservado? ¿Qué fue lo que sacó a la luz la investigación ordenada por el
Almirantazgo y qué es lo que se sabía en Dunedin acerca del maléfico culto? Y
lo más sorprendente de todo, ¿cuál era la relación, tan profunda como natural,
de aquellas fechas que hacían que tomaran una malévola e innegable
significación los diversos cambios en el curso de los acontecimientos que tan
minuciosamente había anotado mi tío?
El día 1 de
Marzo -es decir, nuestro 28 de febrero según la hora del meridiano de
Greenwich- fue cuando tuvieron lugar la tormenta y el terremoto. El Alert y su
maloliente tripulación salieron disparados de Dunedin como llevados por una
apremiante llamada, mientras que al otro lado del mundo, poetas y artistas
comenzaron a soñar acerca de una extraña y rezumante ciudad a la vez que un
joven escultor moldeaba en sueños la forma del propio Cthulhu. El 23 de Marzo
el desembarco de la tripulación del Emma en una isla desconocida arrojó una
cifra de seis muertos; y en esa misma fecha los sueños de aquellos hombres
especialmente sensibles adquirieron una gran viveza y quedaron oscurecidos por
la persecución de que eran objeto por parte de un monstruo maléfico. Mientras
tanto un arquitecto enloquecía y un escultor se veía inmerso de repente en el
delirio. ¿y qué hay de la tormenta del 2 de Abril, fecha en que cesaron todos
los sueños acerca de la malsana ciudad, y en que Wilcox salió ileso del
suplicio de aquellas extrañas fiebres? ¿Qué deducir de todo ello? ¿y de todas
las insinuaciones del viejo Castro acerca de los Primigenios, sumergidos bajo
las aguas y nacidos en las estrellas, y de su reino que se avecina, el fiel
culto de estos y su dominio de los sueños? ¿Estaba tambaleándome al borde de
horrores cósmicos más allá de la capacidad de asimilación del hombre? Si esto
es así, tales horrores no deben ser sino de la mente, ya que de alguna forma el
2 de Abril puso fin a cualquier monstruosa amenaza que hubiera empezado a
cernirse sobre el alma de la humanidad.
Aquella tarde,
tras un día de apresurados telegramas y preparativos, me despedí de mi
anfitrión y cogí un tren a San Francisco. En menos de un mes me encontraba en
Dunedin, donde comprobé que a pesar de que los miembros de aquel extraño culto
solían pasar el rato en las viejas tabernas del puerto, poco más se sabía
acerca de ellos. Los chismes que escuché en los muelles no merecen mención
especial, aunque corría cierto rumor acerca de un viaje que estos mestizos
habían realizado al interior, durante el cual se pudo apreciar en las lejanas
colinas un apagado tamborileo y un resplandor rojizo. En Auckland averigüé que
tras un superficial interrogatorio en Sidney, que no dio resultado alguno,
Johansen había regresado con su rubia cabellera de color blanco, y que después
había vendido su casita en West Street y marchado en barco con su mujer a su
antigua residencia en Oslo. De aquella pavorosa experiencia no contó a sus
amigos nada más que a los oficiales del Almirantazgo, y todo lo que estos
pudieron hacer fue darme su dirección en Oslo.
Después de
aquello me fui a Sidney donde hablé, sin obtener nada nuevo, con marinos y
magistrados del Vicealmirantazgo. Pude ver el Alert, que había sido vendido
para su uso comercial, en Circular Quay, en Sidney Cove, pero tampoco logré
sacar nada a su reservada tripulación. La figura acurrucada con cabeza de
cefalópodo, alas escamosas y el pedestal cubierto de jeroglíficos, se
conservaba en el Museo de Hyde Park. Durante un tiempo la estuve estudiando,
encontrando en ella la misma exquisita y siniestra hechura, el mismo misterio y
antigüedad, y el mismo material desconocido propios de la versión, un tanto más
reducida, de Legrasse. Según me dijo el conservador del Museo, los geólogos
habían encontrado en ella un monstruoso enigma, ya que llegaron a jurar que en
el mundo no había una roca como esa. Fue entonces cuando pensé con un
escalofrío en lo que el viejo Castro le había dicho a Legrasse acerca de los
Primigenios: “Ellos vinieron de las estrellas, y trajeron Sus imágenes
consigo.”
Estremecido por
una confusión mental como nunca antes había conocido, decidí visitar al segundo
Johansen en Oslo. Embarqué con destino a Londres, donde cogí otro barco en
dirección a la capital noruega; y en un día de otoño desembarqué en los muelles
bien cuidados que había a la sombra del Egeberg. La casa de Johansen, como pude
descubrir, estaba situada en la vieja ciudad del rey Harold Haardrada, quien
conservó el nombre de Oslo en los siglos que la capital estuvo disfrazada como
“Cristiana”. Hice el breve recorrido en taxi y, con el corazón palpitante,
llamé a la puerta de un pulcro y antiguo edificio con fachada de estuco. Una
mujer de gesto triste y vestida de negro fue quien respondió a mi llamada,
quedándome consternado y estupefacto cuando esta me dijo en un inglés
entrecortado que Gustaf Johansen había fallecido.
No vivió mucho
más allá de su regreso, dijo su viuda, ya que los extraños sucesos de 1925 en
alta mar le habían debilitado. No le había dicho a ella más de lo que había
contado públicamente, pero había dejado un largo manuscrito -sobre “asuntos
técnicos”, según dijo él- en inglés, sin duda para protegerla del peligro que
podría suponer un examen casual del mismo. Mientras paseaba por un angosto
callejón cercano al muelle de Gothenburg, un fardo de papeles caído desde la
ventana de un desván le había derribado. Dos marinos de Lascar le ayudaron a
ponerse en pie, pero éste murió antes de que la ambulancia pudiera llegar al
lugar Los médicos no encontraron una causa para la muerte, dictaminando que se
debía a algún problema del corazón y a su débil constitución.
En aquel momento
comencé a sentir un terror royéndome las entrañas que ya nunca me abandonará
hasta el día en que yo muera también, ya sea “accidentalmente” o de cualquier
otra forma. Tras convencer a la viuda de que mi conexión con los “asuntos
técnicos” de su marido era suficiente para darme derecho a tomar posesión del
manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco de regreso a
Londres. Se trataba de algo sencillo e inconexo -un esfuerzo por parte de un
sencillo marino de escribir un diario a posteriori de los hechos-, en el que
quedaba reflejado un afán por recordar lo sucedido día a día en el terrible
último viaje. No puedo intentar transcribirlo palabra por palabra, con todos
sus turbios y redundantes pasajes, pero contaré lo suficiente como para que se
entienda por qué el ruido de las olas rompiendo contra el casco del barco se me
hizo tan insufrible que tuve que taponarme los oídos con algodón.
Johansen,
gracias a Dios, no lo sabía todo a pesar de haber visto la ciudad y a aquel
Ser, pero yo nunca volveré a dormir tranquilo cuando piense en los horrores que
acechan incesantemente a la vida en el tiempo y en el espacio, y en aquellas
blasfemias impías procedentes de antiguas estrellas que sueñan bajo las olas, y
que son objeto de adoración de un culto de pesadilla dispuesto y decidido a
soltarlas por la Tierra cuando quiera que otro terremoto haga emerger su
monstruosa ciudad pétrea de nuevo hacia el aire y la luz de la superficie.
El viaje de
Johansen había dado comienzo tal y como éste le había contado al
vicealmirantazgo. El Emma, con carga de lastre, zarpó de Auckland el 20 de Febrero
y había sufrido en toda su intensidad aquella tormenta provocada por el
terremoto que debió atraer desde el fondo del mar a aquellos horrores que
forman parte de las pesadillas de los hombres. De nuevo bajo control, la
embarcación progresaba a buen ritmo cuando fue detenida por el Alert el 22 de
Marzo, y pude sentir claramente el remordimiento con que Johansen escribió
acerca del bombardeo y hundimiento del Emma. Al referirse a los morenos
sectarios a bordo del Alert lo hace dando clara muestra de horror. Había alguna
cualidad especialmente abominable en aquellos hombres que casi hacía de su
exterminio un deber, dando aquí muestra Johansen de una ingenua extrañeza ante
la acusación de crueldad lanzada contra la tripulación del Emma durante el
proceso que dirigió el tribunal al cargo de la investigación. Llevados por la
curiosidad siguieron el rumbo que llevaban, ahora en el yate capturado y bajo
el mando de Johansen, hasta que al poco avistaron un gran pilar de piedra que
sobresalía del mar, y en un punto situado a 47°9' de latitud sur y 126°43' de
longitud oeste llegaron a un litoral de lodo, fango, y ciclópea mampostería que
no podía ser otra cosa que la sustancia tangible del terror supremo de la
Tierra: la ciudad cadavérica y de pesadilla de R'lyeh, construida hacía
incontables eones por repugnantes figuras que procedían de las estrellas sin
luz. Allí yacían el Gran Cthulhu y Sus hordas, ocultos bajo bóvedas cubiertas
de fango verdoso; enviando de nuevo, tras incalculables ciclos temporales,
aquellos pensamientos que extendían el miedo por los sueños de los más
sensibles, a la vez que apremiaban a sus fieles a lanzarse en pos de un
peregrinaje por su liberación y la restauración de su imperio en la Tierra.
Johansen no sospechaba nada de esto, ¡pero bien sabe Dios que ya vio
suficiente!
Supongo que lo
que realmente llegó a emerger de las aguas no era más que una cima, una
horrible ciudadela coronada por el monolito bajo el que el Gran Cthulhu estaba
enterrado. Cada vez que pienso en cuánto debe estar gestándose allá abajo casi
me entran ganas de poner fin a mi existencia de inmediato. Johansen y sus
hombres sintieron un gran respeto por la majestuosidad de aquella rezumante
Babilonia de antiguos demonios, y debieron haberse figurado por sí mismos que nada
de eso pertenecía a este o cualquier otro planeta saludable. El asombro ante el
increíble tamaño de los verdosos bloques de piedra, la vertiginosa altura del
gran monolito esculpido, y la desconcertante identidad de las colosales
estatuas y bajorrelieves con la extraña imagen encontrada en el relicario a
bordo del Alert quedaba claramente plasmado en cada línea de la aterrada
descripción de Johansen.
Sin tener idea
de lo que era el futurismo, Johansen consiguió alcanzar algo muy parecido a
éste con su forma de hablar de la ciudad ya que, en lugar de describir una
estructura o edificio definidos, se explayaba sólo en dar impresiones generales
acerca de los enormes ángulos y las superficies de piedra... superficies
demasiado enormes para pertenecer a nada normal o propio de la Tierra, e impías
por sus horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono el comentario acerca de los
ángulos porque me recuerda algo que Wilcox me había contado con respecto a sus
terribles sueños. Wilcox dijo que la geometría de aquel lugar onírico que vio
era anormal, no euclidiana y asquerosamente impregnada de sensaciones de otras
esferas y dimensiones distintas de la nuestra. Ahora era un sencillo marino el
que tenía la misma sensación al contemplar la terrible realidad.
Johansen y sus hombres
desembarcaron en la empinada orilla cubierta de lodo de aquella monstruosa
Acrópolis, y treparon por titánicos bloques rezumantes que no parecían en
absoluto escalera humana alguna. El mismo sol del cielo parecía desvirtuado
cuando era contemplado a través del efluvio polarizador que brotaba de aquella
perversión empapada de agua de mar, y una retorcida amenaza o incertidumbre
acechaba lascivamente en aquellos ángulos disparatadamente esquivos de roca
labrada, en los que una segunda mirada mostraba una superficie cóncava allá
donde antes se había visto una convexa.
Algo semejante
al miedo ya se había apoderado de los exploradores antes de que pudieran ver
nada distinto de la roca, el todo, o las abundantes algas marinas. Cada uno de
ellos hubiera huido de no haber temido el desprecio de los otros, y sin
entusiasmo siguieron buscando inútilmente, como pudo comprobarse, algún
recuerdo que poder llevarse del lugar.
Fue Rodrígues,
el portugués, el primero en alcanzar la base del monolito, diciendo a gritos lo
que allí había encontrado. Los demás le siguieron y miraron con curiosidad a la
inmensa puerta esculpida con el ya familiar bajorrelieve a la vez con forma de
cefalópodo y de dragón. Esta era, según palabras de Johansen, como una enorme
puerta de granero; y todos estuvieron de acuerdo en que se trataba de una
puerta por la presencia alrededor de esta de un dintel ornado, un umbral, y
unas jambas, aunque no podrían decir si yacía plana como si se tratara de una
trampilla, o estaba inclinada como la puerta de un sótano. Como Wilcox hubiera
dicho, toda la geometría del lugar era incorrecta. No se podía asegurar que el
mar y la tierra estuviesen en posición horizontal, razón por la que la posición
relativa de todo lo demás era fantasmagóricamente variable.
Briden presionó
sobre varios lugares de la piedra sin resultado alguno. Donovan tanteó
delicadamente por los ,bordes, apretando sobre cada punto a medida que
avanzaba. Éste trepó interminablemente sobre aquella grotesca moldura de piedra
-aunque a aquello sólo se le podía llamar escalada si después de todo la
superficie no estaba en posición horizontal- mientras los demás hombres se
preguntaban cómo una puerta, en todo el universo, podía tener semejantes
dimensiones. Entonces, suave y lentamente, el panel de media hectárea comenzó a
ceder hacia adentro en su parte superior, y pudieron ver que se balanceaba.
Donovan se deslizó o se propulsó de alguna forma hacia abajo o a lo largo de la
jamba, volviendo con sus compañeros, y todos quedaron contemplando el extraño
retroceso de aquel portal monstruosamente labrado. En aquella fantasía de
distorsión prismática la puerta se deslizaba anómalamente en sentido diagonal,
de modo que todas las leyes de la materia y la perspectiva parecían
trastornadas.
La abertura que quedó
estaba negra de una oscuridad casi palpable. Sin embargo, aquella oscuridad
tenía una calidad positiva, ya que ocultaba parte de la muralla interior que de
lo contrario se habría puesto al descubierto. Como si de humo se tratase, esta
oscuridad surgió de su confinamiento de infinitos siglos, eclipsando
visiblemente el sol a medida que escapaba agitando sus membranosas alas hacia
un encogido y contrahecho cielo. El olor que emergía de las recién abiertas
profundidades resultaba insoportable. Al poco rato, Hawkins, que tenía un oído
muy fino, dijo que creía haber oído un asqueroso chapoteo allá abajo. Todos
escucharon con atención, y aún seguían haciéndolo cuando Aquello apareció
rezumante en medio del estrépito, y a tientas coló Su gelatinosa inmensidad
verde a través de la negra puerta en pos del infecto aire de aquella fétida
ciudad de locura.
La letra del
pobre Johansen estuvo a punto de faltar cuando escribía esto. Creía que de los
seis hombres que jamás alcanzaron el barco, dos habían muerto de puro terror en
ese maldito instante. Aquel Ser no podía ser descrito, no hay palabras para
expresar semejantes abismos de inmemorial y delirante locura, tan abominables
contradicciones de toda la materia, la fuerza y el orden cósmico. ¡Una montaña
caminaba y se tambaleaba! ¡Dios del cielo! ¡Qué prodigioso que a través de la
Tierra, enloquezca un gran arquitecto y delire de fiebre el pobre Wilcox en ese
preciso instante telepático! El Ser representado en los ídolos, aquel engendro
verde y mucilaginoso llegado de las estrellas había despertado para reclamar lo
que era suyo. Las estrellas estaban de nuevo en posición, y lo que un culto
milenario había fracasado en conseguir por medio de preparativos, lo había
logrado un grupo de despavoridos marinos por mero accidente. ¡Tras millones de
millones de años el Gran Cthulhu se alzaba de nuevo, ávido de placeres!
Tres de los
hombres fueron apresados por las macilentas garras de la criatura antes de que
nadie pudiera siquiera darse la vuelta. Que Dios les conceda el descanso, si es
que el descanso existe en el universo. Estos fueron Donovan, Guerrera, y
Ångstrom. Los otros tres marinos se lanzaron a una frenética carrera hacia el
bote sobre interminables panorámicas de piedra encostrada de musgosidad verde
en la que Parker resbaló y, según jura Johansen, fue tragado por uno de los
ángulos de la mampostería que no debería estar ahí; un ángulo que era agudo
pero que se comportaba como si fuera obtuso. Así, sólo Briden y Johansen
consiguieron alcanzar el bote y remar desesperadamente hacia el Alert mientras
la descomunal monstruosidad se deslizaba sobre las rocas fangosas, y vacilaba
entre tropiezos al llegar al borde de las aguas.
A pesar de no
haber quedado nadie a bordo después del desembarco, aún seguía saliendo vapor
del Alert, y sólo fueron precisos unos momentos de febriles prisas arriba y
abajo, del timón a los motores, para volver a ponerlo en marcha. Lentamente,
entre los retorcidos horrores de aquella indescriptible escena, el barco
comenzó a remover las mortíferas aguas, al tiempo que en la mampostería de
aquella playa calavernaria que no era de este mundo, el titánico Ser procedente
de las estrellas lanzaba espumarajos y atroces denuestos cual Polifemo
maldiciendo al barco en que huía Odiseo. Fue entonces, más atrevido que el
cíclope épico, cuando el Gran Cthulhu se deslizó hacia las aguas dejando un
rastro de grasa y comenzó a perseguir el barco huido, levantando auténticas
olas con sus brazadas de potencia cósmica. Briden volvió la vista y enloqueció,
riendo de manera estridente, tal y como continuaría haciendo a intervalos hasta
que la muerte fue a buscarle una noche al camarote, mientras Johansen
deambulaba en medio del delirio.
Pero Johansen no
se había rendido aún. Consciente de que el Ser seguramente adelantaría al Alert
antes de que éste alcanzara la máxima velocidad, decidió hacer algo a la
desesperada y, poniendo los motores a toda máquina, corrió disparado por la
cubierta y giró bruscamente el timón. Se formó un fuerte remolino y una
corriente de espuma en aquella fétida salmuera que había por agua, y mientras
aumentaba a cada momento la presión del motor, el valeroso noruego enfiló el
barco en dirección al Ser gelatinoso que les perseguía y que se elevaba sobre
la inmunda espuma de las aguas como si fuera la popa de un galeón demoniaco. La
horrible cabeza de cefalópodo, de retorcidos tentáculos, estaba ya muy cerca
del bauprés del robusto yate, pero Johansen continuó enfilándolo de forma
implacable hacia ella. Hubo un estallido como el de una vejiga que explotase,
una fangosa fetidez como cuando se raja un pez luna, el hedor de mil tumbas
abiertas, y un sonido que el cronista no pudo transcribir al papel. Durante un
instante el barco se vio envuelto por una nube acre y cegadora, y después solo
quedó un mefítico remolino a babor, en mitad del cual -¡Dios nos proteja!- la
dispersa plasticidad del innominable engendro de las estrellas recuperaba
difusamente su odiosa forma original, a una distancia que crecía por momentos a
medida que el Alert ganaba ímpetu aumentando su velocidad.
Así es como
acabó todo. Tras aquel día Johansen no hizo más que obsesionarse con el ídolo y
ocuparse de su sustento y el de aquel maníaco de risa enloquecida que tenía a
su lado. No trató de navegar tras aquella audaz hazaña, pues semejante reacción
le había quitado una parte de su alma y ánimo. Después llegó la tormenta del 2
de Abril, y con ella los turbios nubarrones en que se sumió su consciencia.
Sintió un remolino espectral a través de líquidos abismos de infinidad, de
vertiginosos recorridos por universos giratorios sobre la cola de un cometa, y
de histéricos saltos desde el fondo de los abismos a la luna, y de la luna a
los fondos de los abismos, todo ello animado por un histriónico coro de
retorcidos y jocosos dioses ancianos y de los burlones diablillos de color
verde y con alas de murciélago surgidos del Tártaro.
Tras aquel sueño
vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del vicealmirantazgo, las calles de
Dunedin, y el largo viaje de regreso a su viejo hogar en la casa a la sombra
del Egeberg. No podía contar nada, o de lo contrario le tomarían por loco.
Escribiría sobre aquello que sabía antes de que la muerte le alcanzara, pero su
mujer no debía enterarse de nada. La muerte sería un regalo de los cielos con
tal de que borrase sus recuerdos.
Ese fue el
documento que leí, y que ahora he colocado en una caja de latón junto al
bajorrelieve y los papeles del profesor Angell. Con estos irá también este
testimonio mío, esta prueba de mi sano juicio, donde he reconstruido lo que
espero que nadie vuelva jamás a reconstruir. He contemplado todo el horror que
pueda contener el universo, y después de eso incluso el cielo primaveral y las
flores estivales serán puro veneno para mí. Sin embargo no creo que mi vida
vaya a prolongarse mucho. Igual que se fue mi tío, igual que se fue el pobre
Johansen, un día me iré yo. Sé demasiado y el culto aún sobrevive.
Cthulhu continúa
también con vida, supongo, de nuevo en aquel abismo de piedra que le había
protegido desde que el sol era joven. Su maldita ciudad está de nuevo
sumergida, ya que el Vigilant pasó por esas aguas de nuevo tras la tormenta de
Abril; pero sus pastores en la Tierra todavía rugen y saltan y matan alrededor
de monolitos rematados por ídolos en lugares solitarios. El Gran Cthulhu, sin duda,
debió quedar atrapado por el hundimiento mientras estaba en el interior de su
negro abismo, o de lo contrario el mundo estaría ahora gritando de miedo y
furia. ¿Quién sabe lo que sucederá al final? Lo que ha emergido puede hundirse,
y lo que se ha hundido puede emerger de nuevo. La mayor de las blasfemias
aguarda y sueña en las profundidades, y la decadencia se abre paso entre las
tambaleantes ciudades de los hombres. El día llegará. ¡No quiero ni puedo
pensarlo! Tan solo pido que si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas
antepongan la prudencia a la audacia, y puedan asegurarse de que nadie más
llegue a fijar su atención en él.
Fin
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