Horror
en el Museo
H.
P. Lovecraft y Hazel Heald
(Un relato de H.P. Lovecraft, escrito en colaboración
con Hazel Heald)
1
Fue una desganada curiosidad
lo que llevó en un principio a Stephen jones al Museo de Rogers. Alguien le
había comentado algo acerca del extraño estableci¬miento subterráneo de la
calle Southwark, cruzando el río, donde había estatuas de cera mucho más
horribles que las peores efigies expuestas en el museo de Madame Tussaud, y se
había acercado allí uh día de abril para ver cuánta decepción podía causarle.
Extrañamente, no fue así. Había algo diferente y peculiar allí, después de
todo. Por supuesto, no faltaban los truculentos tópicos: Lan¬drú, el doctor
Crippen, Madame Demers, Rizzio, Lady jane Grey, interminables víctimas
mutiladas de la guerra y la revolución, y monstruos del tipo de Gilles de Rais
y el Marqués de Sade; pero también había otros seres que aceleraron su
respiración y le hicieron quedarse hasta que sonó la campanilla de cierre. El
hombre que había diseñado tal colección no podía ser un vulgar saltimban¬qui.
Había imaginación, incluso genio enfermizo, en algunos de sus trabajos.
Más tarde, había indagado
acerca de George Rogers. El hombre había estado en el equipo del Tussaud, pero
algún problema había hecho que lo abandonara. Se comentaban maledicencias
acerca de su estado mental y chismes sobre su enloquecida forma de trabajar en
secreto, aunque, posteriormente, la prosperidad de su propio museo subterráneo
había embotado el filo de algunas críticas, al tiempo que afilado las
insidiosas pun¬tas de otras. La teratología e iconografía de pesadilla eran sus
pasiones, e incluso él había tenido el tacto de emplazar algunas de sus peores
efigies en una sala espe¬cial reservada a los adultos. Ésa era la estancia que
tanto fascinara a Jones. Había bastardas entidades híbridas que sólo la
fantasía podía incubar, modeladas con dia¬bólica pericia y coloreadas con una
horrible semejanza de vida.
Algunas eran las figuras de
los mitos habituales: gor¬gonas, quimeras, dragones, cíclopes y todos sus
tenebrosos congéneres. Otras estaban
extraídas de ciclos de soterradas leyendas más oscuras y que se mencionaban en
un tono más furtivo; el negro e informe Tsathoggua, el multitentaculado
Cthulhu, el proboscídeo Chaugnar Faugn y otras blasfemias insinuadas en
prohibidos libros, tales como el Necronomicón, el Libro de Eibon, o los
Unaussprechlicben Kulten de Von Junzt. Pero lo peor de todo eran aquellos
seres: completamente nuevos para Rogers, y mostrando figuras que ningún relato
de la antigüedad osó jamás siquiera insinuar. Algunas eran odiosas parodias de
formas de vida orgánicas conocidas mien¬tras que otras parecían extraídas de
febriles sueños sobre otros planetas o galaxias. Las extrañas pinturas de Clark
Asthon Smith podrían sugerir algo de eso... pero nada podía insinuar el efecto
de punzante, espantoso terror provocado por el gran tamaño y el trabajo diabólicamen¬te
hábil, así como las infernales e ingeniosas condiciones de luz bajo las que se
exhibían.
Stephen Jones, como ocioso
degustador de la extra-vagancia en el arte, había visitado al propio Rogers en
su sombría oficina o taller, más allá de la estancia aboveda¬da del museo...
una cripta que causaba espanto a la Vista:
alumbrada débilmente por
polvorientas ventanas emplazadas cómo
troneras horizontales en la pared de ladrillo, al nivel de los antiguos
adoquines de un patio interior. Era allí donde se restauraban las imágenes...
allí, también, era donde se elaboraban.
Brazos, piernas, cabezas y torsos de cera yacían en grotesca mescolanza sobre
varios bancos de trabajo, mientras que en altas estante¬rías se entremezclaban
indiscriminadarnente pelucas enmarañadas, dientes de aspecto hambriento y ojos
de cristal de mirada fija. Vestidos de todas clases pendían de ganchos y, en
una estancia, había grandes pilas de cera color carne, así como estantes
colmados con botes de pintura y pinceles de todos tipos. En el centro de la
habitación había un gran horno usado
para preparar la cera para su moldeado, con el hogar cubierto por un inmenso
recipiente de hierro con bisagras, con un caño que per¬mitía verter la cera fundida
mediante el simple toque de un dedo.
Otras cosas en la deprimente
cripta eran menos des-criptibles: solitarias partes de problemáticas entidades
cuyas formas completas eran los fantasmas del delirio. En otro extremo había
una puerta de pesadas planchas de madera asegurada con un candado insólitamente
grande y un símbolo muy curioso pintado en su superfi¬cie. Jones, que había
tenido acceso, en cierta ocasión, al temible Necronomicón, se estremeció
involuntariamente al reconocerlo. Este empresario, reflexionó, debía ser sin
duda una persona de erudición desconcertantemente amplia en campos oscuros y
dudosos.
Tampoco le defraudó la
conversación de Rogers. El hombre era alto, delgado y bastante desaliñado, con
grandes ojos negros que relumbraban en un semblante pálido y habitualmente
cubierto por una barba de varios días. No le molestó la intrusión de Jones,
antes al contra¬rio, pareció dar la bienvenida a la oportunidad de desa¬hogarse
con alguien interesado. Su voz era singularmen¬te profunda y resonante, y
albergaba una especie de refrenada intensidad que bordeaba lo febril. Jones no
se asombró de que muchos le consideraran un demente.
Mediante sucesivas preguntas
— y las que en semanas sucesivas se convertirían en algo parecido a un hábito-,
Jones había encontrado a Rogers progresivamente comunicativo y abierto. Desde el principio, hubo indicios
de extrañas creencias y prácticas por parte del empresario, y, más tarde, tales
insinuaciones se convirtieron en rela¬tos abiertos cuya extravagancia —a pesar
de una pocas fotografías de prueba— era casi cómica; Fue un día de junio, una
noche que Jones había llevado una botella de buen whisky, cuando replicó a su
anfitrión algo libre¬mente que los relatos resultaban verdaderamente
demenciales. Previamente, hubo salvajes narraciones:
comentarios sobre misteriosos
viajes al Tíbet, al interior de África, al desierto de. Arabia, al valle del
Amazonas, Alaska y algunas islas poco conocidas del Pacífico Sur, además de
jactancias de haber leído algunos libros monstruosos y casi míticos, tales como
los prehistóricos fragmentos Pnakóticos y los cánticos del Dhol, atribuidos a
la maligna e inhumana Leng; pero nada de todo esto había sido tan
inconfundiblemente demencial como lo que había salido a relucir aquella tarde
de junio bajo el influjo del whisky
Para ser sinceros, Rogers
comenzó haciendo vagos alardes de haber descubierto ciertos seres en la
naturaleza que nadie encontrara antes y
haber vuelto con prue¬bas tangibles de tales descubrimientos. Según su
perora¬ta etílica, había llegado más lejos que nadie en la inter¬pretación de
los oscuros y primordiales libros que estu¬diara, siendo encaminado por ellos a
algunos remotos lugares donde se ocultaban extraños supervivientes...
supervivientes de eones y ciclos vitales anteriores a la humanidad, en algunos
casos conectados con otras dimensiones y mundos; una comunicación que era
fre¬cuente en los olvidados días prehumanos. Jones se mara¬villó de las
fantasías que tales ideas podían conjurar y se preguntó también cuál sería el
historial mental de Rogers. Habría sido su trabajo entre los enfermizos
espantajos del Madame Tussaud el inicio de tales vuelos de la imaginación o,
por el contrario, era una tendencia innata, y la elección de su trabajo era
simplemente una de sus manifestaciones? De cualquier forma, el trabajo del
hombre estaba estrechamente ligado a sus ideas. Hasta entonces, no había
confundido la tendencia? de sus sombrías insinuaciones con las monstruosidades
de pesadilla de la velada sala de «Sólo adultos>>. Descuidando el ridículo, intentaba insinuar que no todo
en aquellas anormalidades demoníacas era artificial.
Fue el abierto excepticismo
y diversión de Jones ante tales pretensiones irresponsables lo que cortaron la
cre¬ciente cordialidad. Rogers, evidentemente, se tornaba todo aquello muy en
serio; de ahí en adelante, se tomó parco de palabras y resentido, tolerando a
Jones sólo gracias a una tenaz ansiedad de romper su muro de edu¬cada y
complaciente incredulidad. Continuaron los cuentos estrafalarios y las sugerencias sobre ritos y
sacrificios a los indescriptibles dioses primordiales, y, a cada momento,
Rogers podía guiar a su invitado a una de las odiosas blasfemias de la sala
vedada y mostrar las faccio¬nes difíciles de compaginar con incluso la más
delicada artesanía. Jones continuaba sus visitas impelido por una fascinación,
aunque era consciente de haber perdido la estima de su anfitrión. A veces
intentaba congeniar con Rogers mediante fingidos asentimientos a sus locas
insi¬nuaciones o afirmaciones, pero el enjuto empresario rara vez resultaba
engañado por tales tácticas.
La tensión culminó en
septiembre. Jones se había dejado caer casualmente en el museo una tarde y
deam¬bulaba por los penumbrosos corredores, cuyos horrores le eran ahora tan
familiares, cuando escucho un sonido muy curioso proveniente de la dirección
del taller de Rogers. Otros lo escucharon también y se sobresaltaron
nerviosamente mientras los ecos retumbaban por el gran sótano abovedado. Los
tres empleados cambiaron extra–as miradas, y uno de ellos, un oscuro y
taciturno sujeto de aspecto extranjero que siempre oficiaba como encar-gado de
Rogers, sonrió de una forma que pareció con¬fundir a sus colegas y que hirió
violentamente la sensibi¬lidad de Jones. Era el aullido o el grito de un perro,
y era un sonido lanzado bajo un espanto supremo entremez¬clado con agonía. Su
frenesí desnudo y angustiado era espantoso de escuchar y, en aquel
establecimiento de grotesca anormalidad, resultaba doblemente odioso. Jones
recordó que no se admitían perros en el museo.
Estaba a punto de ir hasta
la puerta que llevaba al taller; cuando el oscuro empleado le detuvo con
palabras y gestos. Mr. Rogers, dijo el hombre, con una suave y ligeramente
acentuada voz, al tiempo apologética y vaga¬mente sardónica, estaba fuera y
había órdenes tajantes de no admitir a nadie en el taller en su ausencia.
Respecto a aquel aullido, sin duda
procedía del patio adjunto al museo. La vecindad estaba llena de chuchos
extraviados, y sus peleas a veces eran impresionantemente ruidosas. No había
perros en ningún lugar del museo. Pero si Mr. Jones deseaba ver a Mr. Rogers,
podría encontrarle justo antes del cierre.
Tras aquello, Jones subió
los viejos peldaños de pie-dra hacia la calle y examinó el mísero vecindario
con curiosidad. Los pobres y decrépitos edificios — antigua¬mente moradas y
ahora, en su mayoría, tiendas y almace¬nes—- eran realmente vetustos. Algunos
de ellos tenían techos a dos aguas que parecían devolver a los tiempos de los
Tudor, y un débil hedor miasmático pendía sobre toda la zona. Junto a la sucia
construcción cuyos sótanos albergaban el museo, había un bajo soportal que daba
paso a un oscuro callejón empedrado, y Jones sintió un vago deseo de encontrar
el patio tras el taller y tranquili¬zar a su mente respecto del asunto del
perro. El patio estaba en penumbra bajo la tardía luz del ocaso, cercado por
paredes traseras, aún más feas e intangiblemente amenazadoras que las
destartaladas fachadas de las malignas y antiguas casas: No había ningún perro
a la vista, y Jones se preguntó cómo podrían las consecuencias de aquel
frenético alboroto desvanecerse tan rápido.
A pesar de la afirmación del
encargado sobre que no había ningún perro en el museo, Jones escrutó
nerviosamente los tres ventanucos del
taller del sótano: angostos rectángulos horizontales; cercanos al pavimento
lleno de hierbas, con hoscos cristales que parecían tan repulsivos e
indiferentes como los ojos de un pez muerto. A su izquierda, un gastado tramo
de escalones guiaban a una gruesa y pesadamente aherrojada puerta. Algún
impulso le llevó a agacharse sobre los húmedos adoquines resquebrajados y
escudriñar, esperando que las gruesas cor¬tinas verde, movidas mediante largas
cuerdas que pendían de un nivel asequible, estuvieran bajadas. La super¬ficie
exterior estaba enturbiada por la suciedad, pero mientras las frotaba con su
pañuelo vio que no había cortinas entorpeciendo la visión.
Tan oscuro estaba el
interior del sótano que no había mucho que ver, pero el grotesco instrumental
de trabajo amenazaba espectralmente a cada momento a Jones, según iba probando
cada ventana. Al principio parecía evidente que no había nadie en el interior,
pero cuando observó por la ventana de la derecha -la más cercana al corredor de
entrada—, vio un resplandor en el extremo más alejado de la estancia que le
hizo detenerse perplejo. No había
ninguna razón para la presencia de esa luz. Era una zona interior de la
estancia y no podía recordar luces de gas o eléctricas en ese lugar. Otra
mirada delimitó el resplandor a un
amplió rectángulo vertical, y un pensamiento brotó en su cabeza. En esa
dirección, siempre se había percatado de la pesada puerta de plan¬chas con el
candado anormalmente grande; la puerta que nunca estaba abierta y sobre la que
estaba cruda¬mente trazado el odioso y críptico símbolo proveniente de los
fragmentarios anales de prohibidas magias pri-mordiales. Debía estar abierta en
aquel instante, y había una luz en su interior. Todas sus primeras
especulacio¬nes acerca de dónde guiaría aquella puerta, y lo que habría tras
ella, se renovaron entonces con multiplicada e inquietante fuerza.
Jones deambuló sin objetivo
alrededor del deprimen¬te vecindario hasta el cierre, a las seis en punto,
momen¬to en que volvió al museo para interrogar a Rogers. Ape¬nas podía decirse
por qué deseaba tan fervientemente ver en aquél momento al hombre, pero debía
tener algu¬nos recelos inconscientes sobre aquel terrible y no ubica¬do grito
canino de la tarde, así como sobre el resplandor en aquel inquietante, y
habitualmente cerrado, portón de pesado candado. Los empleados se habían ido
cuando llegó, y pensó que Orabona —el cetrino encargado de
aspecto extranjero— le había
mirado con algo parecido a una diversión astuta y soterrada. No le gustaba
aquella mirada, aun cuando le había visto dirigírsela a su patrón multitud de
veces.
La abovedada sala de
exhibición resultaba fantasmal al estar desierta, pero él la cruzó rápidamente
y golpeó en la puerta de la oficina y taller. La respuesta se demoró, aunque
hubo pasos en el interior. Finalmente, respon¬diendo a una segunda llamada, el
cerrojo chasqueó, y la antigua puerta de seis paneles crujió abriéndose
renuen-temente, revelando la figura desganada y de ojos febriles de George
Rogers. Desde el principio, resultó evidente que el empresario estaba de un
insólito humor. Una peculiar mezcla de reluctancia y a la vez alegría al
reci¬birle, y, en un instante, su charla sé desvió hacia extrava¬gancias de la
clase más espantosa e increíble.
Supervivientes dioses
primordiales... sacrificios indes¬criptibles... la pretensión de realidad sobre
algunos de los horrores de la sala... todos los alardes habituales, aunque
completados con unas peculiares confidencias en aumento. Obviamente, reflexionó
Jones, la locura del pobre diablo se estaba imponiendo. A veces, Rogers
lan¬zaba miradas furtivas a la pesada puerta interior cerrada con candado, del
extremo de la habitación, o hacia una pieza de tosca arpillera depositada en el
suelo; no lejos de - él, bajo la que parecía yacer algún objeto. Jones fue
poniéndose más nervioso según transcurría el tiempo, y comenzó a tener dudas
sobre la conveniencia de men¬cionar los extraños sucesos de la tarde, tal como
primera¬mente había querido ansiosamente hacer.
La voz de bajo,
sepulcralmente resonante, de Rogers casi se rompió bajo la excitación de su
febril farfullo.
—¿Recuerdas — espetó— lo que
te dije sobre esa ciudad en minas de
Indochina donde vivían los Tcho-Tcho? Tuviste que admitir que había estado
cuando viste las fotografías, aun pensando que yo hice de cera a aquel nadador
ovalado de la oscuridad. Si los hubieras Visto contorsionarse en las piscinas
subterráneas como yo...
»Bueno, esto es aún mayor.
Nunca te hablé de ello, porque quería rematarla antes de hacer ninguna
preten¬sión. Cuando veas la instantánea, sabrás que la geografía no puede haber
sido falsificada, e imagino que tengo otra forma de probar que Eso no es
ninguno de mis pro¬ductos de cera. Nunca la has visto porque los experimen¬tos
no me permitían ponerla en exhibición.
El empresario miró de forma
extraña hacia la puerta cerrada con el candado.
——Todo procede de ese gran
ritual del octavo frag¬mento Pnakótico. Existieron seres en el norte; antes de
la tierra de Lomar — -previos a la existencia de la humani¬dad—-, y esto .es
uno dc ellos. Tuvimos que ir a Alaska y remontar el Noatak desde Fort Morton,
pero la cosa esta¬ba allí donde yo sabía que estaría. Grandes ruinas
ciclópeas, hectáreas de ellas. Quedaba
menos de lo que creía-mos, ¿pero qué se puede esperar después de tres millo¬nes
de años? ¿Y no apuntan las leyendas de los esquima¬les en esa misma dirección?
No pudimos llevar uno de esos infelices con nosotros, y tuvimos que conducir el
tri¬neo todo el camino de vuelta a Nome en busca de ameri¬canos. A Orabona no
le sentaba bien aquel clima.., se volvió hosco e irritable.
»Más tarde te contaré cómo
lo encontramos. Cuando volarnos el hielo de los pilares de la ruina central, la
escalera estaba donde sabíamos que debía estar. Queda¬ban algunas tallas, y no
hubo ningún problema para impedir que los yanquis nos siguieran al interior.
Orabona temblaba como una hoja... nunca
pensarías eso por la forma en que se pavonea ese maldito insolente. Sabía lo
bastante de la Tradición Primigenia para estar apropiada¬mente temeroso. La luz
eterna desapareció, pero nues¬tras antorchas alumbraban lo bastante. Vimos los
huesos de otros que habían llegado antes que nosotros... eones atrás, cuando el
clima era cálido. Algunos de esos huesos pertenecían a seres como jamás has
imaginado. En el ter¬cer nivel subterráneo encontrarnos el trono de marfil
sobre el que tanto hablan los fragmentos... y puedo decirte con conocimiento de
causa que no estaba vacío.
»El ser del trono no se
movía... y supimos que Eso necesitaba un sacrificio. Pero no deseábamos
despertar¬lo. Era mejor llevarlo primero a Londres. Orabona y yo volvimos a la
superficie en busca de -una gran caja, pero cuándo lo hubimos metido no pudimos
subirla los tres tramos de escalones. Aquellos peldaños estaban hechos para
seres humanos, y su tamaño nos estorbaba. De cualquier forma, era diabólicamente
pesado. Tuvimos que traer a los americanos abajo para -sacar a Eso. No estaban
ansiosos de entrar en el sitio, pero, por supuesto, lo peor estaba a salvo
dentro de la caja. Les dijimos que era un lote de tallas de marfil.. muestras
arqueológicas, y, tras ver el trono tallado, probablemente nos creyeron. Es un
prodigio que no se imaginaran la existencia de un tesoro oculto y pidieran una
parte. Habrán contado extraños cuentos en Nome más tarde, aunque dudo de que
volvieran a esas ruinas, incluso -bajo el señuelo del trono de marfil.
Rogers hizo una pausa,
revolvió en su escritorio y exhibió un sobre con fotografías de gran tamaño.
Sacan¬do una y colocándola ante sí boca abajo, tendió el resto a Jones. El
escenario era verdaderamente extraño; colinas cubiertas de hielo, trineos de
perros, hombres envueltos en pieles e inmensas ruinas derrumbadas contra un
telón de nieve.., ruinas cuyos contornos extravagantes e inmensos bloques de
piedra a duras penas podían ser descritos. Una, realizada con flash, mostraba
una increí¬ble estancia interior con extrañas tallas y un curioso trono cuyas
proporciones implicaban que no había sido diseña¬do para ocupantes humanos. Las
tallas de la gigantesca construcción — elevados muros y techos peculiarmente
abovedados— eran totalmente simbólicas e incluían dise¬ños completamente
desconocidos y algunos jeroglíficos oscuramente citados en obscenas leyendas.
Sobre el trono destacaba el mismo símbolo espantoso que ahora estaba pintado en
el taller sobre la puerta de hierro cerra¬da con candado. Jones lanzó una
nerviosa mirada al por¬tal cerrado. Sin duda, Rogers había estado en extraños
lugares y visto extraños seres. Aún así, aquellas demen¬ciales fotografías de
interior podían ser fácilmente un fraude, tomadas en un escenario
inteligentemente dise¬ñado. Uno no debía ser demasiado crédulo. Pero Rogers
estaba prosiguiendo.
-Bueno, embarcamos la caja en Nome y fuimos a
Londres sin ningún problema. Era la primera vez que volvíamos trayendo algo que
tuviera un resto de vida. No lo exhibimos: había cosas mas importantes que
hacer con Eso. Necesitaba el alimento de un sacrificio, ya que Eso era un dios.
Desde luego, yo no podía suministrarle la clase de sacrificio que solían
brindarle en sus días, ya que tales cosas no existen ahora. Pero había otros
seres que podían servir. La sangre es vida, ya sabes. Aún los lemures y los
elementales que son más viejos que la tie¬rra reaparecen cuando la sangre de
hombres o bestias se les ofrece en las condiciones adecuadas.
La expresión del rostro del
narrador estaba volvién-dote progresivamente alarmante y repulsiva, por lo que
¬Jones se removió involuntariamente en su silla. Rogers pareció percatarse del
nerviosismo de su invitado y prosiguió
con una peculiar sonrisa maligna.
— Traje Eso el año pasado, y
desde entonces he esta¬do probando ritos y sacrificios. Orabona no ha sido de
mucha ayuda, ya que siempre estuvo en contra de la idea de despertarlo. Odia a
Eso... probablemente porque tiene miedo de lo que Eso pueda llegar a
significar. Lleva encima una pistola, en todo momento, -para protegerse..
imbécil, ¡como si hubiera alguna protección humana contra ese Ser! Si lo veo
alguna vez usar esa pistola, lo estrangulo. Quiere que lo mate y haga una
efigie con Eso. Pero estoy empecinado en mis propios planes y los llevaré a
cabo, ¡a pesar de todos los cobardes como Ora¬bona y todos los malditos
escépticos sardónicos como tú, Jones! He entonado los ritos, realizado ciertos
sacrificios y la última semana hubo un cambio. El sacrificio fue.... ¡aceptado
y agradecido!
En ese momento, Rogers se
relamió los -labios, mien¬tras Jones permanecía incómodamente rígido. El
empre¬sario se detuvo y se alzó, cruzando la sala hacia la pieza de arpillera
que tan a menudo ojeara. Inclinándose, asió una de las esquinas mientras volvía
a hablar.
— Ya te has reído bastante
de mi trabajo... es el momento de que conozcas ciertos hechos. Orabona me dijo
que escuchaste el aullido de un perro por aquí esta tarde. ¿Sabes lo que eso
significa?
- Jones se sobresaltó. A
pesar de toda su curiosidad, se hubiera contentado con salir sin arrojar más
luz sobre el asunto que tanto le desconcertaba. Pero Rogers fue ine¬xorable y
comenzó a alzar la pieza de arpillera. Bajo ella yacía una exprimida, casi
informe masa que Jones tardó en clasificar. ¿Qué fue aquel ser viviente que
algo había aplastado; exprimiendo su sangre y perforándolo en un millar de
sitios, retorciéndolo en una destrozada y grotes¬ca masa de huesos rotos? Tras
un momento, Jones com¬prendió lo que debía ser. Era lo que quedaba de un perro;
un perro, quizás, de considerable tamaño y color blanquecino. Su raza era
imposible de reconocer, ya que la torsión le había convertido en una
indescriptible y odiosa forma. La mayor parte del pelaje estaba quemado como
por efecto de un fuerte ácido, y la desnuda piel sin sangre estaba plagada de
innumerables heridas o incisiones
circulares. El método de tortura necesario para -cau-sar tal resultado
estaba más allá de la imaginación.
Jones, con una neta aversión
que se impuso a su ascendente desazón, saltó en pie con un grito.
-¡Tú, maldito sádico... demente... haces una
cosa así y te llamas un hombre decente!
Rogers dejó caer la
arpillera con una maligna sonrisa despectiva y encaró a su huésped, que se
aproximaba.. Sus palabras transmitían una calma antinatural.
— ¿Por qué, imbécil, crees
que Yo hice esto? Admita¬mos que el resultado es desagradable para nuestros
limitados criterios humanos. ¿Y qué? Ni
es humano ni preten¬de serlo. El sacrificio simplemente se le ofrece. Entregué
este perro a Eso. Lo sucedido es obra suya, no mía. Necesita alimentarse de lo ofrecido y lo hace a su
propia manera. Pero déjame qúe te enseñe cómo es.
Mientras Jones aguardaba
dudoso, el orador volvió a su escritorio y cogió la fotografía que antes dejara
boca abajo sin mostrar. Ahora se la tendió con una -curiosa mirada. Jones la
tomó y la miró, de forma mecánica. Tras un instante, la mirada del visitante se volvió más atenta
y absorta, ya que la fuerza completamente satánica del ser retratado tenía un efecto
casi hipnótico. Verdaderamente, Rogers se había sobrepasado al modelar la
espantosa pesadilla captada por la
cámara. El ser era una obra de genio puro e infer¬nal, y Jones se preguntó cómo
reaccionaría el público cuando fuera puesto en exhibición. Un ser tan odioso no
tenía derecho a la existencia... probablemente, la simple visión de eso, tras
ser hecho, había completado el desequilibrio
de la mente de su autor, llevándole a adorarlo con brutales sacrificios.
Sólo una fuerte cordura podía resistir la insidiosa sugerencia de que -la
blasfemia era -o había sido— alguna exótica enfermiza forma de vida.
El ser del retrato se
sentaba o estaba sujeto, sobre una hábil reproducción del monstruosamente
tallado trono de las curiosas fotografías anteriores. Describirlo con un
vocabulario ordinario sería imposible, ya que no existía nada, ni siquiera
aproximadamente similar, que se correspondiera con lo que siempre ha llenado la imaginación de la humanidad
cuerda. Representaba algo qui¬zás lejanamente conectado con los vertebrados de
este planeta... aunque no se podía estar muy seguro de eso. Sus dimensiones
eran ciclópeas, ya que, incluso sentado, se alzaba a casi el doble de altura
que Orabona, que esta¬ba retratado al lado. Mirando con atención, se podían seguir
sus similitudes con las formas corporales de los vertebrados superiores.
Tenía un torso casi globular
con seis largos y sinuosos miembros rematados en pinzas de cangrejo. En su
extre¬mo superior, un globo secundario surgía hacia delante como una burbuja;
el triángulo de tres ojos fijos de pesca¬do, sus grandes patas y la
evidentemente flexible trompa, así como un distendido sistema lateral análogo a
las bran¬quias, sugería que era una cabeza. La mayor parte del cuerpo estaba
cubierto con lo que a primera vista parecía ser piel, pero a la que un examen
más detenido mostraba como una densa mata de oscuros y delgados tentáculos o
filamentos de succión, cada uno provisto de una boca que recordaba a la cabeza
de un áspid. En la cabeza, tras la trompa, los tentáculos tendían a ser más
largos y grue¬sos, marcados con listas espirales... sugiriendo el tradicio¬nal
cabello de serpiente de Medusa. Decir que tal ser tenía una expresión parecía
paradójico, aunque Jones sin¬tió que el triángulo de saltones ojos de pez y que
esa obli¬cuamente suspendida trompa desprendían una mezcla de odio, glotonería
y completa crueldad incomprensibles para un ser humano, ya se hallaban
entremezcladas con otras emociones ajenas al mundo o incluso al sistema solar.
En esta bestial anormalidad, reflexionó, Rogers debía haber vertido toda su
demencia maligna y todo su extraordinario genio de escultor. El ser era
increíble.., aun cuando la fotografía probara su existencia.
Rogers interrumpió sus
ensueños.
—Bueno... ¿Qué piensas de
Eso? ¿No preguntas ahora qué es lo que ha aplastado al perro y lo ha exprimido
con un millón de bocas? Necesitaba alimentarse... y vol¬verá a necesitarlo. Es
un dios, y yo soy el primer sacerdo¬te de su postrer culto. ¡Iä!
¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
Jones bajó la foto con
disgusto y piedad.
— Mira, Rogers, esto no
puede ser. Todo tiene sus limites, tú lo sabes. Es una gran obra y todo eso,
pero no es tu dios. Mej6r sería que no la vieras nunca más... deja que Orabona
se deshaga de ella y trata de olvidarla. Y déjame romper esta foto bestial,
también.
Con un graznido, Rogers le
arrancó la foto y la devol¬vió al escritorio.
—Imbécil... tú... ¡tú
todavía crees que todo es un frau¬de! ¡Todavía piensas que hice Eso y que mis
figuras no son otra cosa que cera inerte! ¡Maldito seas, eres aún más patán que
una imagen de cera de ti mismo! ¡Pero te daré pruebas y sabrás! No ahora mismo,
ya que Eso descansa tras el sacrificio.., más tarde. Oh, si... no te quedarán
dudas entonces acerca de su poder.
Mientras Rogers observaba
hacia la puerta interior del candado, Jones tomó sombrero y bastón de un banco
cercano.
—Muy bien, Rogers, lo
dejaremos para más tarde.
Ahora tengo que irme, pero
volveré mañana por la tarde.
Ten en cuenta mi advertencia
y mira si no suena sensata.
Pregunta también a Orabona
lo que piensa.
Rogers enseñó sus dientes como una bestia
salvaje.
— Tienes que irte, ¿eh? ¡Así
que tienes miedo! ¡Miedo a pesar de toda esa palabrería! Dices que las efigies
son sólo cera, pero sales corriendo cuando comienzo a probar que no lo son.
Eres como los tipos que apuestan que son capaces de pasar una noche en el
museo... vienen envalentonados, pero después de una hora ¡están gritan¬do y
aporreando para que les dejen salir! Quieres que pregunte a Orabona, ¿eh?
Vosotros dos... ¡Siempre contra mi! ¡Queréis impedir el próximo reinado
terrenal de Eso!
Jones conservó la calma.
-No, Rogers... nadie está en contra tuya.
Tampoco tengo miedo de tus figuras; de hecho, admiro tu trabajo. Estamos un
poco nerviosos esta noche, pero supongo que algo de descanso nos hará sentir
mejor.
De nuevo, Rogers refrenó la
partida de su invitado.
—No tienes miedo, ¿eh?...
Entonces, ¿por qué estás tan ansioso de marcharte?... ¿Te atreves o no a
quedarte a solas aquí, en la oscuridad? ¿A qué tanta prisa si no crees en Eso?
Alguna nueva idea parecía
haberse despertado en Rogers, yJones le observó atentamente.
— Bueno, no tengo especial
prisa... ¿pero qué ganaría quedándome aquí a solas en la oscuridad? ¿Qué
proba¬ría? Mi única pega es que es poco confortable para dor¬mir. ¿Qué mejor
podemos hacer?
En ese momento, fue Jones
quien tuvo una idea. Continuó en tono conciliador.
— Mira Rogers... te acabo de preguntar qué
probaría quedándome aquí, cuando ambos lo sabemos. Probaría que tus efigies son
sólo eso, y que no debes dejar que tu imaginación te lleve por donde te ha
llevado últimamen¬te. Supón que me quedo. Si aguanto hasta el amanecer,
¿aceptarás tomarte de otra forma las cosas... marcharte tres meses de
vacaciones o así y dejar que Orabona des-truya esa nueva creación? Bueno...
¿Qué te parece?
El rostro del empresario
resultaba difícil de interpre-tar. Era patente que estaba pensando rápidamente
y que, de las diversas emociones en conflicto, el triunfo maligno llevaba las
de ganar. Su voz tuvo una cualidad estreme¬cedora al responder.
— ¡Hecho! Si aguantas,
seguiré tus indicaciones. Pero tienes que aguantar. Iremos a cenar y
volveremos. Te encerraré en la sala de exhibiciones y me iré a casa. Por la
mañana, volveré antes que Orabona él viene media hora antes que los demás— para
ver cómo estás. Pero no digas nada hasta estar totalmente seguro de tu
excepticis¬mo. Otros se han echado atrás... tienes esa opción. Y supongo que
aporrear en la puerta exterior llamará la atención de algún policía. Puede que
no te guste tanto después de un rato... estarás en el mismo edificio, aun¬que
no en la misma habitación, que Eso.
Mientras dejaban la puerta
trasera en el sucio patio interior, Rogers llevó consigo la pieza de
arpillera... las¬trada con su horrible carga. Cerca del centro del patio había
un agujero de alcantarilla cuya tapa quitó silencio¬samente el empresario,
dando una estremecedora impre¬sión de familiaridad con aquella tarea. Con
arpillera y todo, el lastre cayó al’ olvido del laberinto de las cloacas. Jones
se estremeció y casi se encogió ante la enjuta figu¬ra que iba a su lado cuando
salieron a la calle.
De tácito acuerdo, no
cenaron juntos, pero quedaron en reunirse frente al museo a las once.
Jones tomó un coche y
respiró más tranquilo al cruzar el puente de Waterloo y aproxirnarse al
brillantemente iluminado Strand. Cenó en un café tranquilo y, posterior¬mente,
volvió a su casa de Portland Place para bañarse y coger unas pocas cosas.
Ociosamente, se preguntó qué estaría haciendo Rogers. Había oído decir que el
hombre tenía una amplia y sombría casa en Walworth Road, llena de libros
oscuros y prohibidos, útiles ocultistas e imáge¬nes de cera que no se atrevía a
poner en exhibición. Ora¬bona, según se decía, vivía en otra ala de la misma
casa.
A las once, Jones encontró a
Rogers esperando en la puerta del sótano en Southwark Street. Cruzaron pocas
palabras, pero ambos parecían sentir con la amenazado¬ra tensión. Convinieron
en que la sala de exhibición abo¬vedada sería el lugar de la prueba y Rogers no
insistió en que el observador se quedara en la estancia, especial para adultos,
de los supremos horrores. El empresario, habiendo apagado todas las luces con
interruptores manejados desde el taller, cerró la puerta de la cripta con una
de la llaves de su atestado llavero. Sin estrecharle la mano, salió a la calle,
cerró la puerta tras de sí y ascendió los gastados peldaños hacia la calleja
exterior. Cuando dejaron de oírse las pisadas, Jones comprendió que la larga y
tediosa vigilia había comenzado.
2
Más tarde, en la completa
oscuridad de aquel sótano de grandes arcos, Jones maldijo la ingenuidad
infantil que le había llevado allí. Durante la primera media hora había
encendido su linterna a intervalos. Pero ahora, estar sentado en uno de los
bancos para visitantes se había convertido en algo que crispaba los nervios.
Cada cierto tiempo, la luz surgía iluminando algún objeto gro¬tesco y
enfermizo: una guillotina, un indescriptible monstruo híbrido, un rostro de
barba pastosa pletórico de maldad, un cuerpo con torrentes rojos fluyendo de la
garganta cercenada. Jones sabía que no había ninguna realidad siniestra tras
tales seres; pero, tras la primera media hora, prefería no mirarlos.
Por qué se había molestado
seguir la corriente a aquel demente apenas podía imaginarlo. Hubiera sido mucho
más sencillo dejarlo simplemente solo, o haber llamado a un especialista en
perturbaciones mentales. Probable¬mente, reflexionaba, era la camaradería de un
artista hacia otro. Había tanto genio en Rogers, que probaba cada forma
factible de ayudarle a superar su creciente manía. Un hombre capaz de imaginar
y construir aque¬llos increíbles seres con apariencia de vida, tal y como él
había hecho, no estaba, seguramente, alejado de la total grandeza. Tenía la
fantasía de un Sime o un Doré unida a la minuciosa y científica habilidad de un
Blatschkas. De hecho, había realizado con el mundo de pesadilla lo que
Blatschkas, mediante las réplicas maravillosamente exac¬tas de plantas
realizadas en fino hierro forjado y cristal coloreado, había hecho con el mundo
de la botánica.
A medianoche, los toques de
un distante reloj se fil-traron en la oscuridad, y Jones se sintió arropado por
el mensaje de un mundo exterior que aún existía. La above¬dada sala del museo
era como una tumba... espantosa en su total soledad. Aun un ratón sería una
bienvenida com¬pañía; pero Rogers se había jactado de que —por «cierta razón»,
según decía— ni ratones ni insectos se acercaban jamás al establecimiento. Era
muy curioso, pero parecía ser cierto. La quietud mortal y el silencio eran
virtual-mente completos. ¡Si tan sólo hubiera un sonido! Tosió, pero hubo algo
burlón en el coro de reververaciones. Se juró no comenzar a hablar consigo
mismo. Eso significa¬ría la desintegración nerviosa. El tiempo parecía
discurrir anormal y desconcertantemente lento. Hubiera jurado que habían pasado
horas desde que enfocara por última vez la luz sobre su reloj, pero sólo era el
toque de la medianoche.
Deseó que sus sentidos no
estuvieran tan preternatu¬ralmente agudos. Algo en la oscuridad y quietud
parecía agudizarlos, como en respuesta a débiles impulsos que no eran tan
fuertes como para llamarlos impresiones. Sus oídos parecían a veces captar un
débil y elusivo susurro que no podía ser totalmente identificado con el zumbido
nocturno de las míseras calles del exterior, y pensó en algo tan vago e
irrelevante como la música de las esferas y la desconocida e inaccesible vida
de otras dimensiones presionando contra la nuestra. Rogers especulaba bas¬tante
sobre tales cosas.
Las motas de luz que
flotaban ante sus ojos sumidos en la oscuridad parecían crear curiosas
simetrías de perfi¬les y movimientos. A menudo se había preguntado sobre esos
extraños rayos del abismo insondable que centellean ante nosotros en ausencia
de iluminación terrenal, pero nunca había sabido que se comportara así. Les
faltaba el tranquilo sin sentido de las motas de luz ordinarias.., insi¬nuando
alguna voluntad o propósito distante de cual¬quier concepción terrestre.
Luego vino la sugerencia de
extraños movimientos. No había nada abierto, pero, a pesar de la total falta de
corrientes de aire, Jones sintió que el aire no estaba total¬mente en calma.
Había intangibles variaciones de pre¬sión... aunque no lo bastante como para
sugerir el espan¬toso movimiento de invisibles elementales. Era anormal¬mente
frió, además. No le gustaba nada de eso. El aire tenía un regusto salado, como
si estuviera mezclado con la salmuera de oscuras aguas subterráneas y hubiera
un descarnado indicio de algún aroma de inefable hume¬dad. Durante el día nunca
se había percatado de que las figuras de cera tuvieran olor. Aun entonces
sentía a medias que no eran las figuras de cera las que debían oler así. Era
más bien como el débil olor de especimenes en los museos de historia natural.
Curioso, dadas las pre¬tensiones de Rogers acerca de que sus figuras no eran
completamente artificiales... de hecho, era probable que tal pretensión fuera
lo qúe hacia a su imaginación conju¬rar tales sospechas olfativas. Debía
guardarse contra los excesos de la imaginación... ¿No habían enloquecido tales
cosas a Rogers?
Pero la completa soledad de
aquel sitio era espanto-sa. Incluso las distantes campanadas parecían llegar
atra¬vesando abismos cósmicos. Esto hizo a Jones pensar en la demente fotografía
que le mostrara Rogers... la estrafa¬lariamente tallada habitación del críptico
trono, que aquel sujeto pretendía que era parte de unas ruinas con tres
millones de años de antigüedad, emplazadas en las rehuidas e inaccesibles
soledades del Ártico. Quizás Roger había estado en Alaska, pero la fotografía
no era más que un montaje. No podía ser de otra manera, con todas aquellas
tallas y terribles símbolos. Y la monstruosa figura supuestamente encontrada en
aquel trono... ¡Que explosión de fantasía enfermiza! Jones se preguntaba cuán
lejos estaría de la demente obra maestra de cera... quizás estaba tras aquella
pesada puerta de planchas de madera, cerrada con candado, que llevaba más allá
del taller. Pero no debía dejarse obsesionar por una imagen de cera. ¿No estaba
aquella estancia repleta de tales seres, algunos de los cuales eran apenas
menos horribles que el espantoso «Ello»? Y, más allá de una gruesa lona a la
izquierda, estaba la estancia de «Sólo adultos>>, con sus indescriptibles
espejismos del delirio.
La proximidad de las
innumerables formas de cera comenzó a crispar progresivamente los nervios de
Jones mientras pasaba el cuarto de hora. Conocía tan bien el museo que podía
ubicar sus habituales imágenes incluso en la total oscuridad. De hecho, las tinieblas
tenían el efecto de prestar a las recordadas imágenes algún ele¬mento
imaginario sumamente perturbador. La guillotina parecía crujir y el barbudo
semblante de Landrú —que mató a sus quince esposas— se contorsionaba con
expresión de monstruosa amenaza. De la cercenada gar¬ganta de Madame Demers
parecía brotar un gorgoteante sonido, mientras que la descabezada y desmembrada
víctima de un asesino del baúl intentaba aproximarle más y más sus
ensangrentados muñones. Jones comenzó a entornar sus ojos para ver si podía
difuminar las imáge¬nes, sin el menor resultado. De hecho, al entornar los
ojos, el extraño e intencional trasfondo de granos de luz se hacía más
perturbadoramente pronunciado.
Luego, repentinamente,
comenzó a intentar distinguir las odiosas imágenes que primitivamente había
tratado de hacer desvanecerse. Lo hizo porque estaban dando paso a entidades
aún más odiosas. A pesar de sí mismo, su memoria comenzó a reconstruir las
blasfemias total¬mente inhumanas que acechaban las oscuras esquinas, y aquellos
grumosos híbridos brotaban rezumando y ser-penteando hacia él, como tratando de
encerrarle en un círculo. El negro Tsathoggua se modeló a sí mismo, desde una
gárgola de aspecto de rana, en una larga y sinuosa línea con centenares de
rudimentarios pies, y un blando y enjuto ser nocturno extendió sus alas como
para avanzar y sofocar al observador. Jones se forzó a sí mismo para no gritar.
Sabía que estaba volviendo a los tradicionales terrores de su infancia y
decidió utilizar su razón de adulto para mantener a raya los fantasmas. Esto
-le ayudó un poco, según descubrió, al encender de nuevo la luz. Espantosas
como eran las imágenes reveladas, no lo eran tanto como las que había conjurado
su fantasía en la total oscuridad.
Pero había un inconveniente.
Aun a la luz de la linter¬na, no pudo dejar de sospechar un leve y furtivo
temblor en una parte de la lona que mantenía oculta la terrible sala de «Sólo
adultos». Conocía lo que había detrás y se estremeció. Su imaginación conjuró
las impresionantes formas del fabuloso Yog-Sothoth... tan sólo una
aglomera¬ción de globos iridiscentes, pero inmenso en su sugeren-cia de maldad.
¿Qué era esa maldita masa flotando lenta¬mente hacia él y sacudiendo la
partición que estorbaba su camino? Una ligera protuberancia en la lona y a la
derecha insinuaba el afilado cuerno del Gnoph-keh, el peludo ser mítico del
hielo groenlandés, que caminaba a veces sobre dos piernas, otras sobre cuatro y
en ocasiones sobre seis. Para apartar esto de su cabeza, Jones caminó audazmente
hacia la infernal sala con la linterna luciendo constante¬mente. Por supuesto,
ninguno de sus temores era real. Aunque, ¿no ondulaban lenta e insidiosamente
los largos tentáculos faciales del gran Cthulhu? Sabía que eran flexi¬bles,
pero no comprendía que el movimiento de aire cau¬sado por su avance bastase
para agitarlos.
Volviendo a su asiento en el
exterior de la sala, entre-cerró los ojos y dejó que los simétricos puntos de
luz jugaran. El distante reloj lanzó un solitario toque. ¿Seda tan sólo la una?
Enfocó la linterna sobre su reloj y vio que así era. Seda, en efecto, duro
aguardar hasta el alba. Roger volvería sobre las ocho, antes incluso que
Orabo¬na. Habría luz en el exterior en el sótano principal mucho antes de eso,
pero nada de ésta entraría allí. Todas las ventanas de este sótano habían sido
tapiadas, excepto los tres ventanucos que daban al patio. Sería una espera muy
larga, en resumen.
Sus oídos estaban sufriendo
también alucinaciones ahora... ya que podía jurar que oía pisadas sigilosas y pesadas
en el taller del otro lado de la puerta cerrada y asegurada. No tenía sentido
pensar en el no exhibido horror que Rogers llamaba «Eso». El ser era una
contami¬nación... había vuelto loco a su creador, e incluso su retrato evocaba
terrores de la imaginación. No podía estar en el taller... estaba, obviamente,
más allá de la puerta de pesadas planchas y candado. Aquellos pasos eran en
verdad pura imaginación.
Luego creyó escuchar girar
la llave de la puerta del taller. Encendiendo su linterna, no vio nada excepto
el antiguo portón de seis paneles en su posición correcta. De nuevo probó la
oscuridad y cerró los ojos, pero siguió una angustiosa ilusión de crujido; esta
vez no fue la guillotina, sino la lenta y furtiva apertura de la puerta del
taller. No quería gritar. Si gritaba, estaría perdido. Había ahora una especie
de reptar o arrastrar audible y avanzaba lentamente hacia él. Debía retener el
control sobre si mismo. ¿No lo había hecho cuando las indescrip¬tibles formas
del cerebro trataron de acercársele? El arras-trar resonó más cerca y su
resolución desfalleció. No gritó, simplemente barbotó un desafío.
—¿Quién está ahí? ¿Quién es
usted? ¿Qué quiere?
No hubo respuesta, pero el
arrastrar siguió. Jones no sabía qué era lo que más temía... encender la linterna
o permanecer en la oscuridad mientras el ser reptaba hacia él. Este ser era
diferente, lo sabía con certeza, a los otros terrores de la tarde. Sus dedos y
garganta se agita¬ban espasmódicamente. El silencio era imposible, y la espera
en la total negrura comenzaba a ser la más intole¬rable de todas las
condiciones. De nuevo gritó histérica¬mente.
—¡Alto! ¿Quién está ahí?
-Encendió los reveladores rayos de su linterna. Luego, paralizado por lo que
vio, dejó caer la linterna y gritó.., no una, sino muchas veces.
El ser que se arrastraba
hacia él en la oscuridad era la gigantesca y blasfema forma de una negra
entidad que no era totalmente mono ni completamente insecto. Su piel colgaba
flojamente de su estructura, y su rugosa cabeza de ojos muertos se balanceaba
constantemente de un lado a otro. Sus patas superiores estaban extendi¬das con
las garras abiertas, y todo el cuerpo se tensaba con malignidad homicida, a
pesar de la completa ausen-cia de expresión facial. Tras los gritos y la
llegada de la oscuridad, brincó y, en un instante, tenía a Jones sujeto contra
el sueló. No hubo lucha, ya que el observador se había desmayado.
El desvanecimiento de Jones
no pudo durar más de un instante, ya que el indescriptible ser estaba
arrastrán¬dole simiescamente por la oscuridad cuando recobró la consciencia. Lo
que le despertó plenamente eran los sonidos que profería el ser... o mejor
dicho, la voz con la que los profería. Aquella voz era humana, y además
familiar. Sólo un ser viviente podía tener los roncos y febriles acentos con
los que entonaba cánticos a un horror
desconocido.
—¡Iä! ¡Iä! — aullaba—. Ya
voy, oh, Rhan-Tegoth, voy con tu alimento. Largo tiempo has esperado y
malcomi¬do, pero ahora tendrás lo prometido. Esto y más, ya que en vez de
Orabona será uno de los que más han dudado de ti. Lo aplastarás y secarás, con
todas sus dudas, y así -te harás más fuerte. E incluso entre los hombres será
mostrado como un monumento a tu gloria. Rhan-Tegoth, infinito e invencible, soy
tu esclavo y sumo sacerdote. Tienes hambre, yo la aplaco. He leído el signo y
te lo he llevado derecho. Te alimentaré con sangre y tú me ali¬mentarás con
poder. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Retoños!
En un instante todos los
terrores de la noche abando¬naron a Jones como un manto que cae. De nuevo era
dueño de si mismo, ya que sabia que era un peligro totalmente terrenal y
material al que tenía que enfrentar-se. No era ningún monstruo de fábula, sino
un peligroso demente. Era Rogers, vestido con algún disfraz de pesa¬dilla de su
propio y enloquecido diseño, dispuesto a rea¬lizar un espantoso sacrificio al
dios-demonio que había creado en cera. Evidentemente, debía haber entrado al
taller por el patio trasero, se había disfrazado y había avanzado para apresar
a su víctima finamente encerrada y presa del pánico. Su fuerza era prodigiosa,
y si debía ser frustrado habría de actuar rápido. Continuaría alimen¬tando la
creencia del loco en su inconsciencia, mientras la presa fuera relativamente
débil. La sensación de pasar un umbral le dijo que estaba entrando en el taller
negro como la tinta.
Con la fuerza que da el
miedo mortal, Jones dio un brusco salto desde la medio yacente postura en la
que estaba siendo arrastrado. Durante un instante se liberó de las manos del
atónito maniaco, y, en otro instante, una embestida afortunada puso sus manos
alrededor de la garganta extravagantemente disfrazada de su captor.
Simultáneamente, Rogers le aferró a él y, sin mayores pre¬liminares, ambos se
trabaron en una lucha a vida o muer¬te. El entrenamiento atlético de Jones, sin
duda, fue su única salvación, ya que su enloquecido atacante, abando¬nando
cualquier exhibición de juego limpio, decencia o incluso autopreservación, era
una máquina de salvaje destrucción tan formidable como un lobo o una pantera.
Gritos guturales salpicaban
ocasionalmente la terrible lucha en la oscuridad. Saltó la sangre, las ropas se
rasga¬ron, y al fin Jones sintió la garganta del maniaco, libre ya de su
máscara espectral. No dijo una palabra, sino que puso cada gramo de energía en
defender su vida. Rogers pateó, buscó los ojos de su enemigo, dio cabezazos,
mordió, rasgó y escupió... y aún encontró fuerzas para vociferar ocasionales
frases. La mayor parte de su pala¬brería era una jerga ritual llena de
referencias a «Eso» o «Rhan-Tegoth» y, para los crispados nervios de Jones, era
como silos gritos tuvieran respuesta de bufidos y aulli¬dos demoníacos,
provenientes de una infinita distancia. Hacia el final, ambos rodaron por el
suelo, volcando bancos o golpeándose contra los muros y los basamen¬tos de
ladrillo del horno de mezcla del centro. Hasta el fin, Jones no pudo estar
seguro de salvarse, pero el últi-mo lance se inclinó a su favor. Un rodillazo
contra el pecho de Rogers produjo una total relajación y, un ins¬tante después,
supo que había ganado.
A pesar de lo duro que le
resultaba sostenerse, Jones se levantó y tanteó los muros buscando el
interruptor de la luz, ya que había perdido su linterna, junto con la mayor
parte de sus ropas. Mientras palpaba, arrastraba a su desvanecido contrario,
temiendo un repentino ataque cuando el demente volviera en si. Encontrando la
caja, probó hasta hallar el interruptor correcto. Luego, mien¬tras el taller,
salvajemente desordenado, aparecía bajo la repentina luz, volvió para atar a Rogers
con cuantas cuer¬das y cinturones pudo encontrar a mano. El disfraz del sujeto
— o lo que quedaba de él— parecía estar realizado con alguna desconcertante
clase de cuero. Por diversas razones, a Jones se le puso la carne de gallina al
tocarlo, y parecía haber un extraño y oxidado olor en él. En las ropas de calle
de debajo, estaba el llavero de Rogers, y la exhausta víctima lo aferró como su
pasaporte final a la libertad. Las pantallas de las pequeñas ventanas
pareci¬das a troneras estaban bajadas y aseguradas, y así las dejó.
Enjugando la sangre de la
lucha en un recipiente apropiado, Jones buscó las ropas más ordinarias y menos
extravagantes que pudo encontrar en los percheros. Pro¬bando la puerta del
patio, descubrió que estaba asegura¬da con un cerrojo de resorte que no
necesitaba llave desde el interior. Guardó el llavero, no obstante, para
entrar, cuando volviera, con ayuda... ya que, claramente, lo que había que
hacer era llamar a un psiquiatra. No había teléfono en el museo, pero no sería
difícil de encontrar en un restaurante nocturno o en una farmacia de guardia.
Casi había abierto la puerta para salir cuando un torrente de odiosas injurias
del otro lado de la habita¬ción le indicó que Rogers — cuyas heridas visibles
se limitaban a un largo y profundo rasguño en la mejilla izquierda—. había
recobrado la consciencia.
¡Idiota! ¡Desove de Noth-Yidik y efluvio de
K’thun! ¡Hijo de los perros que aúllan en el torbellino de Azat¬hoth! Podrías
haber sido sagrado e inmortal, y ahora trai¬cionas a Eso y a su sacerdote!
¡Cuidado... porque está hambriento! Debiera haber sido Orabona... ese maldito
perro traicionero listo para revolverse contra Eso y contra mí... pero terminé
concediéndote el primer honor. Ahora, ambos debéis temer, ya que Eso no es
agradable sin su sacerdote.
»¡Iä!¡Iä! ¡La venganza se
acerca! ¿Sabes que podrías haber sido inmortal? ¡Mira al horno! El fuego está
listo y hay cera en la olla. hubiera hecho contigo lo que hice con las otras
formas vivientes. ¡Ey! Tú que has jurado que todas mis efigies eran de cera,
¡te habrías convertido en una de ellas! Cuando Eso se hubiera saciado, y fueras
como aquel perro que te mostré, ¡hubiera inmortalizado tus pedazos aplastados y
lacerados! La cera lo hubiera hecho. ¿No decías que soy un gran artista? Cera
en cada poro... cera en cada centímetro cuadrado tuyo... ¡Iä! ¡Iä! Y después el
mundo hubiera podido contemplar tu mutila¬da carcasa ¡y preguntarse cómo podría
yo haber imagina¬do tal cosa! ¡Ey! Y Orabona hubiera sido el siguiente, y otros
tras de él... ¡y todos hubieran acrecentado mi fami¬lia de cera!
«Perro... ¿Aún crees que be
fabricado todas mis efi-gies? ¿No sería mejor decir preservado? Ya sabes los
extra¬ños lugares que he visitado y los extraños seres que he traído.
Cobarde... nunca osarías encarar al destructor cós¬mico cuyo disfraz me coloqué
para darte un susto... su simple presencia viva, o incluso el hecho de
concebirlo, ¡te hubieran matado instantáneamente de miedo! ¡Iä! ¡Iä! ¡Eso
aguarda hambriento la sangre que es vida!
Rogers, sosteniéndose contra
la pared, tironeó de sus ataduras.
— Mira esto, Jones... ¿y si
me sueltas y yo te dejo mar¬char? Hay que ser respetuosos con el sumo sacerdote
de Eso. Orabona bastará para mantenerlo vivo.., y, cuando termine,
inmortalizaré sus pedazos en cera para que el mundo los vea. Debieras haber
sido tú, pero has rehusa¬do tal honor. No te molestaré más. Suéltame y
repartiré contigo el poder que Eso me dará. ¡Iä! ¡Iä! ¡Grande es Rhan-Tegoth!
¡Suéltame! Está hambriento al otro lado de la puerta y, si muere, los
Primordiales nunca volverán. ¡Ey! ¡Ey! ¡Suéltame!
Jones simplemente agitó la
cabeza, a pesar de que la repugnancia hacia los delirios del empresario le
asqueaban. Rogers, ahora mirando salvajemente hacia la puerta de hierro con el
candado, golpeó su cabeza una y otra vez contra el muro de ladrillo y comenzó a
dar puntapiés con sus tobillos fuertemente atados. Jones comenzó a temer que se
lesionaría y avanzó para atarlo más firmemente a algún objeto fijo.
Contorsionándose, Rogers se apartó de él y comenzó a lanzar una serie de
frenéticos aullidos cuya total y monstruosa inhumanidad resultaba espantosa y
cuyo volumen era casi increíble. Parecía imposible que cualquier garganta
humana pudiera producir ruidos tan estrepitosos y penetrantes, y Jones pensó que,
de continuar, no necesitaría teléfono para pedir ayuda. En poco tiempo, algún
policía llegaría a investigar, aun admitiendo que no hubiera vecinos que
pudieran escuchar en aquel desierto distrito de alma¬cenes.
—¡Wza-y’ei! ¡Wza-y’ei! —
aullaba el demente— Y’kaa haa bho... ii, Rhan-Tegotb... Ctbulhujhtagn... ¡Fi!
¡Fi! ¡Fi! ¡Fi!... ¡RhanJegoth, Rban-Tegoth, Rhan-Tegoth!
La estrechamente atada
criatura, que había comenza¬do a serpentear por el sucio suelo, alcanzó la
puerta de planchas con el candado y comenzó a golpear atronado¬ramente su
cabeza contra ella. Jones temió tener que vol¬ver a sujetarle y deseó no estar
tan agotado por la lucha previa. El violento resultado estaba crispando de
forma espantosa sus nervios y comenzó a sentir un rebrote de los indescriptibles
temores que le asaltaran en la oscuri-dad. ¡Todo lo concerniente Rogers y su
museo era tan infernalmente enfermizo y sugerente de negros panora¬mas al otro
lado de la vida! Era odioso el pensar en la obra maestra de cera, fruto del
anormal genio, que en aquel momento debía agazaparse cerca en la oscuridad, más
allá de la pesada puerta del candado.
Luego sucedió algo que envió
un frío adicional por la columna de Jones e hizo que cada pelo -hasta los del
dorso de su mano— se erizaran con un vago espanto más allá de cualquier
clasificación. Rogers había parado bruscamente de gritar y golpear su cabeza
contra la sóli¬da puerta de hierro, y estaba buscando colocarse en una postura
sentada. Tenía la cabeza torcida y escuchaba intensamente algo. Y entonces una
sonrisa de diabólico triunfo iluminó su rostro y comenzó a hablar de forma
inteligible nuevamente.., esta vez en un ronco murmullo que contrastaba
extrañamente con su previo aullar esten-tóreo.
—-¡Escucha, idiota! ¡Escucha
atentamente! Eso me ha escuchado y acude. ¿No puedes oírlo chapotear mientras
sale de su tanque al final del túnel? Lo alojé en las pro¬fundidades porque
nada es demasiado bueno para Ello. Es anfibio, ya lo sabes... viste las
branquias en la foto. Llegó a la tierra procedente del plomizo Yuggoth, donde
las ciudades están bajo los cálidos y profundos mares. Eso no puede erguirse
aquí... demasiado alto... tiene que sentarse o agazaparse. Dame mis llaves..,
debemos dejar¬le salir y arrodillamos ante su presencia. Luego saldre¬mos y
encontraremos un perro o un gato... quizás un borracho... para darle el
alimento que necesita.
No era lo que el loco decía,
sino la forma de decirlo, lo que alteró seriamente a Jones. La total y demente
con¬fianza, y la sinceridad del enloquecido susurro, era con¬denadamente
contagiosa. La imaginación, con tales estí¬mulos, podía -descubrir una amenaza
activa en la diabóli¬ca figura de cera que se agazapaba invisible al otro lado
de la pesada plancha. Mirando a la puerta con atroz fasci¬nación, Jones descubrió
que se producían varios y distin¬tos crujidos, aunque no aparecieron marcas de
violencias en la superficie. Se preguntó cuán grande sería la habita¬ción o
armario del otro lado, y cómo estaría colocada la figura de cera. Aquella idea
del loco sobre un tanque y un túnel era tan delirante como sus otras fantasías.
Después, en un terrible
instante, Jones perdió por completo la respiración. El cinturón de cuero, con
el que había pensado sujetar aún más a Rogers, cayó de sus manos inertes y un
espasmo de terror le sacudió de pies a cabeza. Debiera haber sabido que el
lugar le volvería loco, tal como había sucedido con Rogers; y ya estaba loco.
Estaba loco, ya que sufría alucinaciones más salva¬jes que las que le habían
asaltado anteriormente en la noche. El loco le decía que escuchara el chapoteo
de un monstruo mítico en un tanque del otro lado de la puer¬ta... y entonces,
Dios le ayudara, ¡Lo escuchó!
Rogers observó el espasmo de
horror cubrir el rostro de Jones y convertirlo en una rígida máscara de miedo. Cacareó.
—¡Por fin, loco, crees! ¡Por
fin sabes! Lo escuchas y Eso viene! ¡Dame mis llaves, idiota... debemos
reveren¬ciarle y servirle!
Pero Jones no prestaba
ninguna atención a una voz humana, loca o cuerda. Una parálisis fóbica le
inmovili¬zó sumiéndole en el estupor, con salvajes imágenes recorriendo su
imaginación desamparada. Hubo un cha¬poteo. Hubo un arrastrar o pisar, como de
grandes patas húmedas sobre una superficie sólida. Algo se acercaba. Su olfato
fue asaltado por un hediondo olor animal que brotaba desde las grietas en
aquella puerta de pesadilla, parecido y a la vez diferente al de las jaulas de
mamífe¬ros de Regents Park.
No sabía si Rogers estaba
hablando o no. La realidad se había desvanecido y era una estatua acosada por
sueños y alucinaciones tan antinaturales que se convertían casi en objetivas y
distantes para él. Creyó oir un husmeo o bufido proveniente de los desconocidos
golfos al otro lado de la puerta y, cuando un repentino ruido aullante y
trompeteante golpeó sus tímpanos, no pudo estar seguro de que procediera del
estrechamente atado maniaco cuya imagen rielaba en su enturbiada visión. La
fotogra-fia de aquel maldito e invisible ser de cera insistía en revolotear por
su mente. Tal ser no tenía derecho a exis¬tir. ¿Acaso no le había vuelto loco?
Mientras reflexionaba, una
nueva evidencia de locura le asaltó. Algo, pensó, estaba palpando el pestillo
de la puerta cerrada con candado. Estaba pateando, arañando y empujando la
plancha. Hubo un trueno y la recia madera que se debilitó más y más. El hedor
era espanto¬so. Y entonces el asalto contra la puerta desde el interior se
convirtió en una maligna y decidida embestida, como los redobles de un ariete.
Hubo un ominoso crujido... un astillarse... un hedor cloacal... una plancha
cayendo.. -una pata negra rematada en una pinza como la de un cangrejo..
— jSocorro! ¡Socorro! ¡Dios,
ayúdame!.. ¡Aaaaaaah!
Con intenso esfuerzo, Jones
es capaz, hoy en día, de recordar la súbita ruptura de su parálisis de temor,
des¬cargándose en una frenética huida automática. Aquello debió ser
curiosamente similar a las salvajes y desespera¬das huidas de las
enloquecedoras pesadillas,. ya que parecía haber saltado por la desordenada
cripta en casi un latido de corazón, franqueado la puerta exterior y haberla cerrado
y atrancado tras de si de golpe, saltado sobre los gastados peldaños de tres en
tres y volado, fre¬néticamente y sin rumbo, por el húmedo patio empedra¬do y a
través de las míseras calles del Southwark.
Aquí se detiene su memoria.
Jones no sabe cómo llegó a su casa, y no existe evidencia de que cogiera un
coche. Probablemente hizo todo el camino por ciego ins¬tinto: por el puente de
Waterloo, a lo largo del Strand y Charing Cross y subiendo Haymarket y Regent
Street hacia su vecindad. Todavía vestía la extraña mezcolanza de ropas del
museo cuando recobró la consciencia lo suficiente como para llamar al médico.
Una semana más tarde, el
psiquiatra le permitió aban¬donar la cama y salir al aire libre.
Pero no había contado todo a
los especialistas. Sobre toda la experiencia colgaba un manto de locura y
pesadi¬lla, y sintió que el silencio era el único camino. Cuando estuvo
recuperado, estudió exhaustivamente los periódi¬cos que había coleccionado
desde aquella espantosa noche , sin encontrar referencias a nada extraño en el
museo. ¿Cuánto, después de todo, había sido realidad? ¿Dónde terminaba la
realidad y comenzaba el delirio enfermizo? ¿Había cedido su mente en aquella
oscura sala de exposición y todo, hasta la lucha con Rogers, era un fantasma de
la fiebre? Le ayudada a recobrarse el acla¬rar aquellos puntos enloquecedores.
Debía ver la maldita fotografía de la imagen de cera apodada <<Eso», ya
que ninguna mente, excepto la de Rogers, podía haber con-cebido tal blasfemia.
Transcurrió una quincena
antes de que se atreviera a volver a Southwark Street. Fue en plena mañana,
cuando había mayor adición de sana y cuerda actividad alrede¬dor de las
antiguas y decrépitas tiendas y almacenes. El letrero del museo seguía allí y,
mientras se aproximaba, vio que estaba abierto. El portero cabeceó en
placentero reconocimiento mientras él reunía el valor suficiente para entran,
y, en la estancia abovedada inferior, un empleado tocó su visera animadamente.
Quizás todo fuera un sueño. ¿Se atrevería a llamar a la puerta del taller y
buscar a Rogers?
Enseguida, Orabona avanzó
para darle la bienvenida. Su oscuro y picado semblante aparecía un tanto
sardóni¬co, pero Jones sintió que no era hostil. Habló con algo de acento.
— Buenos días, Mr. Rogers.
Hace tiempo que no le veíamos. ¿Buscaba a Mr. Rogers? Lástima, no está. Tenía
compromisos en América y tuvo que marcharse. Sí, todo fue muy repentino. Ahora
yo estoy a cargo... aquí y en la casa. Trato de mantener los altos niveles de
Mr. Rogers... hasta que vuelva.
El extranjero sonrió...
quizás sólo por amabilidad. Jones apenas sabía qué responder, pero se las
arregló para murmurar unas pocas preguntas sobre el día poste¬rior a su última
visita. Orabona pareció sumamente divertido por las preguntas y tuvo sumo
cuidado al for¬mular las respuestas.
—Oh, sí, Mr. Jones... el 28
del pasado mes. Lo recuer¬do por diversos motivos. Por la mañana... antes de
que llegara Mr. Rogers, ya sabe... encontré el taller algo desordenado. Fue un
gran trabajo el... limpiar.., todo. Hubo... trabajo nocturno, ya sabe. Una
nueva e impor¬tante producción recibió un proceso secundario de coc¬ción. Me
hice cargo de todo al llegar.
»Era un ejemplar difícil de
preparar... pero, por supuesto, Mr. Rogers me ha enseñado bien. Es, ya sabe, un
gran artista. Al llegar, me ayudó a terminar la figura... me ayudó de forma muy
material, se lo aseguro... pero se marchó tan repentinamente que ni se despidió
de la gente. Tal como le digo, le llamaron repentinamente. Había importantes
reacciones químicas involucradas. Hubo fuertes sonidos... de hecho, algunos
camioneros del patio exterior imaginaron que habían oído algunos disparos de
pistola... ¡que idea tan divertida!
Respecto a la nueva obra...
el asunto es muy des-graciado. Es una gran obra maestra... diseñada y
realiza¬da, ya me entiende, por Mr. Rogers. Ya la verá cuando vuelva.
De nuevo, Orabona sonrió.
—La policía, ya sabe. La
pusimos de vigilancia una semana después y hubo dos o tres desvanecimientos. Un
pobre hombre sufrió un ataque epiléptico frente a él. Sabe, es un pelo.., más
fuerte... que el resto. Es más gran¬de de lo normal. Por supuesto, estaba en la
sala de adul¬tos. Al día siguiente, una pareja de Scotland Yard lo exa¬minó y
dijo que era demasiado morboso para ser exhibi-do. Afirmó que teníamos que
quitarlo. Fue una tremenda vergüenza... una obra de arte así... pero no me
sentí justi¬ficado para acudir a los tribunales en ausencia de Mr. Rogers. No
le gustan los problemas con la policía... cuan¬do vuelva.., cuando vuelva...
Por una u otra razón, Jones
sintió una ascendente marea de desazón y repulsión. Pero Orabona proseguía.
-Usted es un entendido, Mr. Jones. Estoy
seguro de no violar la ley brindándole una visita privada. Puede ser..., por
supuesto, según los deseos de Mr. Rogers... que destruyamos el espécimen algún
día... pero será un crimen.
Jones sintió un poderoso
impulso de rechazar la visi¬ta y huir precipitadamente, pero Orabona le llevaba
cogi¬do del brazo con el entusiasmo de un artista. La sala de adultos,
abarrotada de horrores indescriptibles, no tenía visitantes. En el extremo más
alejado sé había tapado un nicho y hacia allá avanzó el sonriente empleado.
-Debe saber, Mr. Jones, que
el título de esta obra es «El Sacrificio de Rhan-Tegoth>>.
Jones se sobresaltó
violentamente, pero Orabona no dio muestras de notarlo.
— El informe y colosal dios
es una réplica de ciertas oscuras leyendas estudiadas por Mr. Rogers. Se supone
que llegó del espacio exterior y vivió en el Ártico hace tres millones de años.
Realizaba sus sacrificios de una forma bastante peculiar y horrible, como podrá
ver. Mr. Rogers lo ha dotado de un diabólico aspecto de vida... aun en el
rostro de la víctima.
Temblando ahora
violentamente, Jones se asió al pasamanos de latón frente al velado nicho. Casi
estuvo por detener a Orabona cuando vio que la cortina comen¬zaba a abrirse,
pero algún impulso contrapuesto le coñ¬tuvo. El extranjero sonrió
triunfalmente.
—¡Vea!
Jones se tambaleó a pesar de
estar agarrado al pasa-manos.
-¡Dios!... ¡Dios mío!
Con sus buenos dos metros y
medio, y a pesar de su actitud confusa y agazapada que expresaba una
maligni¬dad infinitamente cósmica, se mostraba a un increíble horror plantado
frente a un ciclópeo trono de marfil cubierto de grotescas tallas. En el par
central de sus seis patas llevaba un arrugado, aplastado, distorsionado ser sin
sangre, perforado por un millón de punciones y, en ciertos lugares, quemado por
la acción de un activo ácido. Sólo la mutilada cabeza de la víctima, pendiendo
a un lado, revelaba que representaba a algo que fuera humano.
El propio monstruo no
necesitaba presentación para alguien que hubiera visto cierta fotografía
infernal. La maldita instantánea había sido demasiado fiel, aunque no podía
mostrar el pleno horror que subyacía en la gigan¬tesca entidad. El torso
globular.., la burbujeante sugeren¬cia de cabeza... los tres ojos de pescado...
la larga trom¬pa... las agallas protuberantes... el monstruoso pelaje de
ventosas como áspides... los seis sinuosos miembros con sus patas negras y
pinzas de cangrejo... ¡Dios!, ¡la familia¬ridad de la pata negra rematada en
una pinza de can¬grejo!...
La sonrisa de Orabona era
completamente condena-ble. Jones se atragantó y observó fijamente la odiosa
exhibición con creciente fascinación que le aturdía y le perturbaba. ¿Qué
entrevisto horror le sumía y le obligaba a mirar más y buscar detalles. Eso
había vueko loco a Rogers... Rogers, supremo artista... decía que no eran
artificiales.
Luego vio lo que le
perturbaba. Era la aplastada y caída cabeza de cera de la víctima, y lo que
insinuaba. Su rostro no estaba totalmente destruido y era familiar. Era como el
enloquecido semblante del pobre Rogers. Jones observó más de cerca, sin saber
del todo qué le impulsaba. ¿No era natural en un enloquecido ególatra moldear
sus <propias facciones en su obra maestra? ¿Había algo más que la
subconsciente visión había sumido y suprimi¬do bajo el efecto del puro terror?
La cera del rostro mutilado
había sido moldeada con destreza increíble. Aquella incisiones... ¡cuán
perfecta¬mente reproducían la minada de heridas que algo infligiera a aquel
pobre perro! Pero había algo más. En la mejilla derecha podía distinguirse una
irregularidad que desentonaba con el aspecto general... como si el autor
hubiera tratado de cubrir un defecto de su primer modelo. Cuanto más lo miraba
Jones, más misterioso y horrible le parecía... luego, bruscamente, recordó algo
que le llenó de horror. Aquella espantosa noche... la lucha... el demente
atado... y el largo y profundo arañazo en la mejilla izquierda del verdadero
Rogers...
Jones, soltando la
desesperada presa del pasamanos, cayó en un profundo desvanecimiento.
Orabona seguía sonriendo
Fin
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