El
Verdugo Eléctrico
H.P.
Lovecraft & Adolphe Castro
(No... no es la letra de una canción de Speed o Thrash Metal... es un relato)
Para ser alguien que jamás
se ha visto amenazado por una ejecución legal, siento un horror bastante
extraño hacia la silla eléctrica. De hecho, pienso que el tema me estremece más
que a muchos de quienes han tenido que afrontar tal prueba. La razón está en
que lo asocio con un incidente ocurrido hace cuarenta años… Un suceso muy
extraño me colocó al borde de desconocidos abismos negros.
En 1889 era auditor e
investigador para la Tlaxcala Mining Company de San Francisco, que gestionaba
algunas pequeñas propiedades de plata y cobre en las montañas de San Mateo, en
México. Había habido algún problema en la mina número 3, que tenía un hosco y
escurridizo superintendente llamado Arthur Feldon, y el 6 de agosto la firma
recibió un telegrama informando que Feldon había desaparecido llevándose los
registros de existencias y seguridad, así como la documentación interna,
sumiendo toda la labor administrativa y financiera en la absoluta confusión.
Este suceso fue un duro golpe para la compañía, y a última hora de la tarde el
presidente McComb me llamó A su oficina, ordenándome que recuperara los
documentos a toda costa. Esto tenía, él lo sabía, grandes dificultades. Yo
nunca había visto a Feldon, y sólo disponía de una borrosa fotografía para
identificarlo. Además mi boda estaba fijada para el jueves de la siguiente
semana a tan sólo 9 días, por lo que yo, naturalmente, me sentía poco dispuesto
a lanzarme a una caza del hombre, de duración indefinida, en México. El apuro,
no obstante, era tan grande que McComb se sintió justificado para encomendarme
tal misión, y yo, por mi parte, decidí que aceptar tal misión merecía la pena,
en vista de los beneficios que reportaría a mi posición en la compañía.
Estaba listo para partir esa
misma noche, utilizando el coche privado del presidente para llegar a Ciudad de
México, tras lo que tendría que tomar un ferrocarril de vía estrecha hasta las
minas. Al llegar, Jackson, el superintendente de la número 3, podría darme
detalles y posibles pistas, y entonces comenzaría en serio la persecución… a
tráves de montañas, hacia la costa o entre los callejones de Ciudad de México,
según lo requiera el caso. Partí con la hosca determinación de resolver el
asunto y todas sus implicaciones tan rápido como fuera posible, suavizando mi
enojo con escenas sobre un recibimiento que seria casi una ceremonia triunfal.
Habiendo avisado a mi familia, novia y principales amigos, y tras unos
precipitados preparativos para el viaje, me reuní con el presidente McComb a
las 8 de la tarde en la estación de la Southern Pacific, recibiendo de él
algunas instrucciones escritas y un talonario de cheques, partí en su vagón,
que había sido enganchado al tren transcontienental del este de las 8 y 15. El
viaje consiguiente parecía destinado a la irrelevancia, y tras una noche de
sueño permanecí en el interior del vagón privado que tan generosamente me
habían asignado, leyendo cuidadosamente los informes y esbozando planes para la
captura de Feldon y la recuperación de los documentos. Conocía bastante bien el
estado de Tlaxcala probablemente mejor que el fugitivo, lo que me daba cierta
ventaja en la búsqueda, si éste no había utilizado el ferrocarril.
Según los informes, Feldon
había estado bajo la vigilancia del superintendente Jackson durante cierto
tiempo, ya que actuaba secretamente, trabajando por su cuenta en los
laboratorios de la compañía a horas intempestivas. Había sospechas fundadas de
su complicidad con un capataz mexicano y algunos peones en desvíos de mineral.
Pero aunque los indígenas habían sido despedidos, no había pruebas suficientes
para hacer lo mismo con él, a ojos de su atento superior. En efecto, a pesar de
su secretismo, parecía haber más desafío que culpa en el comportamiento del
hombre. Era altanero y hablaba como si la compañía estuviera a su servicio en
vez de ser al contrario. La abierta vigilancia de sus colegas, escribía
Jackson, parecía enojarle cada vez más, hasta que acabó marchándose con algo de
importancia de la oficina. Sobre su posible paradero, nada podía especularse,
aunque el telegrama final de Jackson sugería las salvajes laderas de la sierra
Malinche, esas altas y místicas cumbres con forma de cadáver tendido, de cuyas
vecindades los nativos sospechosos de robo afirmaban provenir.
En el pasó a las 2 de la
madrugada de la noche siguiente, desconectaron mi vagón privado del
transcontinental para unirlo a una máquina, especialmente encargada por
telegrama, que me llevaría al sur de Ciudad de México. Continué dormitando
hasta el amanecer, y el nuevo día nos sorprendíó en los llanos y desiertos
paisajes de Chihuahua. El Personal me había dicho que estaríamos en Ciudad de
México el mediodía del viernes, pero pronto vi que los incontables retrasos
consumían horas preciosas. Tuvimos retenciones en vía muerta a lo largo de toda
la ruta de un carril y, cada 2 por 3, recalentamientos u otras dificultades
añadían nuevas complicaciones al horario previsto. En Torreón, donde llegamos 6
horas tarde, casi a las 8 en punto de la noche, del viernes sus buenas 12 horas
de retraso, el conductor convino en aumentar la velocidad, en un esfuerzo para
recuperar tiempo. Mis nervios estaban de punta, y no hacía otra cosa que
recorrer el vagón con desesperación. Por fin, descubrí que acelerar había
supuesto un alto coste, ya que en media hora mi propio vagón mostraba síntomas
de recalentamiento; por eso, tras una enloquecedora espera, el personal decidió
que todos los equipos debían ser revisados y avanzamos a un cuarto de la
velocidad hasta la próxima estación con suministros… la ciudad industrial de
Querétaro. Esto supuso el último revés, y estuve a punto de llorar como un
crío. De Momento sólo podía agarrarme y empujar los brazos del sillón, como
tratando de apresurar al tren hacia adelante y sacarlo de su paso de tortuga.
Eran las 10 de la noche
cuando entramos en Querétaro, y pasé una hora terrible en el andén de la
estación mientras mi vagón era llevado a vía muerta y revisado por una docena
de mecánicos del lugar. Por fin, me comunicaron que el trabajo iba para largo,
ya que el eje delantero necesitaba nuevas piezas que solo podían ser obtenidas
en Ciudad de México. Verdaderamente todo parecía confabularse contra mí, y
apreté los dientes al pensar en Feldon ganando progresivamente distancia quizás
hacia el apetecible refugio de Veracruz y embarcar o hacia Ciudad de México con
sus facilidades de conseguir tren mientras nuevos retrasos me mantienen atado e
inerme. Por supuesto que Jackson había avisado a la policía de todas las
ciudades vecinas, pero sabía con pesar cual solía ser su efectividad. Lo mejor
que podía hacer, decidí enseguida, era abordar el expreso nocturno regular que
iba a Ciudad de México por Aguas Calientes y que hacía una parada de cinco
minutos en Querétaro. De cumplir su horario, estaría allí a la 1 de la
madrugada, y yo podría llegar a Ciudad de México a las 5 en punto de la mañana
del sábado. Allí donde adquirí el billete, supe que el vagón sería de
compartimentos europeos, en lugar de los largos vagones americanos con filas de
asientos dobles. Fueron muy usados en los primeros días del ferrocarril
mexicano, siendo la construcción de las primeras líneas obra de compañías
europeas, y en 1889 la Central Mexicana tenía aún en activo un pequeño número
de ellos para trayectos cortos. Normalmente prefiero los coches americanos, ya
que odio tener gente enfrente, pero por esta vez me alegré de contar con
vagones extranjeros. A esa hora de la noche tenía una buena oportunidad de encontrar
un compartimiento para mí solo y en el estado de cansancio y fatiga nerviosa me
congratulaba de la oportunidad… tanto como de los confortables asientos de
reposa-brazos, reposacabezas y cómoda tapicería cómoda tapicería que ocupaba
toda la anchura del vehículo. Compré un billete de primera clase, sacando mi
equipaje del apartado vagón privado, telegrafiando, tanto al presidente McComb
como a Jackson, cuanto había sucedido, y me senté en la estación para esperar
el expreso nocturno tan pacientemente como mis tensos nervios me lo
permitieron.
Por algún milagro, el tren
sólo llegó con medía hora de retraso, aunque, aun así, la solitaria vigilia en
la estación había casi vencido mi resistencia. El revisor, indicándome un
compartimiento, me dijo que esperaba recuperar el retraso y llegar a tiempo a
la capital; me retrepé confortablemente en el sillón que mira hacia delante,
esperando un tranquilo viaje de 3 horas y media. La luz de la lámpara de aceite
sobre mi cabeza era sumamente tenue, y me pregunté si podría descabezar el
sueño, que tanto necesitaba, a pesar de mi ansiedad y tensión nerviosa.
Parecía, mientras el tren arrancaba, que estaba solo, y me sentí agradecido de
corazón por aquella circunstancia. Mis pensamientos iban hacia mi misión, y
cabeceaba con el creciente ritmo del convoy, que iba ganando velocidad.
Entonces, bruscamente, me percaté que no estaba solo después de todo. En la
esquina diagonalmente opuesta a la mía, tan hundido en el asiento que su rostro
era invisible, se sentaba un hombre de rústicas ropas e insólita envergadura, a
quien la tenue luz no había revelado antes. Junto a él, en el asiento, había
una gran maleta abollada y abultada que asía con fuerza, incluso durante el
sueño, con una mano incongruentemente delicada. Mientras la máquina silbaba
agudamente en cada curva o cruce, el durmiente pasó nerviosamente a una especie
de duermevela; alzando la cabeza, mostró un rostro apuesto, barbudo y
claramente anglosajón, de ojos oscuros y brillantes. Al percibir mi presencia,
se espabiló por completo y me asombré ante la salvaje hostilidad de su mirada.
Sin duda, pensé, le molestaba mi presencia cuando había esperado disponer de
todo el comportamiento, tal como a mí me disgustaba encontrar extrañas
compañías en el vagón medio iluminado. Lo mejor que podíamos hacer, no
obstante, era aceptar graciosamente la situación, y comencé a disculparme ante
el hombre por mi intrusión. Parecía ser americano, y nos sentiríamos más
cómodos tras unas pocas cortesías. Luego nos dejaríamos mutuamente en paz para
el resto del viaje. Para mi sorpresa, el extraño no respondió ni una palabra a
mis cortesías. En vez de ello, siguió mirándome con fiereza y casi como
calibrándome, y rechazó mi embarazado ofrecimiento de un cigarro con un
nervioso ademán lateral de su mano libre. La otra estaba todavía tensamente
aferrada a la gran maleta gastada, y su persona parecía irradiar alguna oscura
malignidad. Tras un tiempo, volvió abruptamente el rostro hacia la ventana,
aunque no había nada que ver en la densa oscuridad del exterior. Extrañamente,
parecía mirar tan intensamente como si hubiera algo que ver. Resolví dejarle
con sus caprichos y meditaciones personales sin molestarle más; me recosté en
mi asiento, bajé el ala de mi sombrero sobre el rostro y cerré los ojos en un
esfuerzo por conciliar el sueño con el que medio había contado.
No podía haber dormitado
mucho o muy profundamente cuando mis ojos se abrieron como respondiendo a algún
estimulo exterior. Los cerré de nuevo deliberadamente y traté de echar una
cabezada, aunque sin resultados. Una influencia intangible parecía obligarme a
permanecer despierto; entonces, alzando la cabeza, observé el compartimiento
escasamente iluminado, buscando algo fuera de lo común. Todo parecía normal,
hasta que reparé en que el desconocido del rincón opuesto estaba observándome
con gran atención… atentamente, aunque sin nada de la afabilidad o fraternidad
que implicaría un cambio de su anterior hosquedad. No intenté conversar en esta
ocasión, sino que me removí en mi anterior postura de durmiente, medio cerrando
los ojos como si dormitara una vez más, pero continué observándole con
curiosidad por debajo del ala caída de mi sombrero. Mientras el tren
traqueteaba hacia delante cruzando la noche vi una sutil y gradual
transformación en la expresión del atento individuo. Evidentemente satisfecho
de verme dormido, permitió que su rostro reflejara un curioso cúmulo de
emociones, cuya naturaleza parecía cualquier cosa excepto tranquilizadora.
Odio, miedo, triunfo y
fanatismo se reflejaron a la vez en las comisuras de sus labios y ojos,
mientras su mirada se convertía en un resplandor de ferocidad y avidez
verdaderamente alarmante. Súbitamente, supe que estaba ante un loco y de los
peligrosos. No pretenderé que estaba otra cosa que profunda y totalmente
asustado ante el cariz que tomaban las cosas. Mi cuerpo se cubrió de sudor y
hube de esforzarme en mantener mi actitud de relajación y sueño. La vida
presentaba tantos atractivos justo entonces, que el pensamiento de medirme con
un maníaco homicida presumiblemente armado y desde luego fuerte en sumo grado
era algo terrible y desalentador. Mi desventaja en cualquier clase de lucha era
abrumadora, puesto que el hombre era un verdadero gigante, evidentemente en
excelente forma, mientras yo era más bien débil y estaba casi exhausto de
ansiedad, falta de sueño y tensión nerviosa. Sin duda, era un mal trance, y me
sentí cercano a una muerte horrible al reconocer la furia de la locura de los
ojos del desconocido. Sucesos del pasado desfilaron por mi mente como si los
viera… como cuando la vida entera de alguien que se ahoga vuelve a él en el
último instante, según se dice. Por supuesto, llevaba el revólver en el
bolsillo de mi chaqueta, pero cualquier gesto para buscarlo y sacarlo sería
instantáneamente advertido. Más aun, si pudiera hacerlo, ni decir tiene el
efecto que haría en el maníaco. Aún si le dispara una o dos veces, le restarían
fuerzas para quitarme el arma y hacer de mí cuanto quisiera y, de estar armado,
podría disparar o apuñalar contra mí sin tratar de desarmarme. Uno puede
reducir a un hombre cuerdo encañonándole con una pistola, pero la completa
indiferencia de los dementes hacia las consecuencias de sus actos les provee de
una fuerza y amenaza casi sobrehumana. Aún en aquellos días prefreudianos, yo
tenía una clara idea, fruto del sentido común, sobre el peligroso poder de
alguien que carece de las normales inhibiciones. Que el desconocido del rincón
estuviera a punto de emprender alguna acción homicida, sus ojos ardientes y
contorsionados músculos faciales no me permitían dudarlo un instante.
Repentinamente, escuché su
respiración convertirse en boqueos excitados, y vi su pecho hincharse con
creciente agitación. El momento de la confrontación estaba próximo, y traté
desesperadamente de idear la mejor manera de encararle. Sin interrumpir mi
simulacro de sueño, comencé a deslizar mi mano derecha gradual y
disimuladamente hacia el bolsillo de la pistola, observando atentamente al loco
mientras lo hacía, para ver si detectaba algún movimiento. Desgraciadamente lo
hizo… casi sin darme tiempo de registrar ese hecho en su expresión. Con un
salto tan ágil y brusco que parecía casi increíble en un hombre de su tamaño,
estuvo sobre mí antes que supiera que pasaba; agachándome y retorciéndose como
un ogro gigante de leyenda, me agarró con una poderosa mano mientras con la
otra me registraba buscando el revólver. Sacándolo de mi bolsillo u poniéndolo
en el suyo propio, me dejó libre a sabiendas que su superioridad física me
dejaba totalmente con ojos cuya furia se había tornado bruscamente en una
mirada de despectiva piedad y cálculo espantoso. No me moví, y tras un
instante, el hombre volvió a ocupar el asiento opuesto al mío; esbozando una
horrible sonrisa, abrió su gran maleta abultada y sacó un artefacto de aspecto
peculiar: una especie de jaula de alambre semiflexible tramada como la mascara
del catcher de béisbol, pero con una figura más parecida a la escafandra de un
buzo. El final estaba conectado con un cordón cuyo otro extremo terminaba en la
maleta. Acarició este aparato con evidente cariño, colocándolo en su regazo
mientras me observaba de nuevo y se relamía los labios barbudos con un
movimiento casi felino de su lengua. Entonces, por primera vez, habló… una
profunda y madura voz suave y cultivada, en asombroso contraste con sus ropas
de rústica factura y su aspecto desaliñado.
-Es usted afortunado, señor.
Lo usaré el primero de todos. Entrará en la historia como el primer fruto de un
señalado invento. Vastas consecuencias sociológicas… dejaré brillar mi luz,
como en otros tiempos. Estoy radiando todo el tiempo, pero nadie lo sabe. Ahora
usted lo sabrá. Inteligentes cobayas. Gatos y burros… trabajé incluso con un
burro…
Se detuvo, mientras sus
barbudas facciones experimentaban un convulsivo movimiento perfectamente
sincronizado con un vigoroso giro de toda la cabeza. Era como si tratara de
sacudirse de alguna traba intangible, ya que a los rictus siguió una expresión
más clara y sutil que ocultaba la locura descarnada bajo un aspecto de suave compostura,
tras la que la demencia brillaba sólo débilmente. Aprecié rápidamente la
diferencia y tomé la palabra para ver si podía guiar sus pensamientos hacia
cauces más inofensivos.
-Parece tener usted un
instrumento extremadamente delicado, a mi entender. ¿Puede decirme cómo llegó a
inventarlo?
Él cabeceó.
-Pura reflexión lógica,
querido señor. Estudié las necesidades de la época y obré en consecuencia.
Otros ingenios habrían hecho lo mismo de haber sido más poderosos esto es, tan
capaces de concentración sostenida como el mío. Tenía la convicción… una
valiosa fuerza de voluntad… eso es todo. Comprendí como nadie cuán imperativo
era sacar a todo el mundo de la tierra antes de la vuelta de Quetzalcoatl, y
comprendí también que debía ser hecho elegantemente. Odio la carnicería de
cualquier clase, y la horca es bárbaramente cruda. Usted sabe que el pasado año
los legisladores de Nueva York votaron la adopción de ejecución eléctrica para
los condenados… pero todos los aparatos que se les ocurren son algo tan primitivo
como el “Rocket” de Stephenson o la primera máquina eléctrica de Davenport.
Conozco un método mejor, y así se lo dije, pero no me prestaron ninguna
atención. ¡Dios, que necios! Como si yo no supiera cuánto hay que saber sobre
hombres, muerte y electricidad… estudiante, hombre y niño… tecnólogo e
ingeniero… soldado de fortuna…
Se hizo atrás estrechando
los ojos.
-Estuve en el ejercito de
Maximiliano hace veintitantos años. Iban a hacerme noble. Entonces, esos
malditos mugrosos* le mataron y tuve que Volverme a casa. Después volví atrás y
adelante, atrás y adelante. Vivo en Rochester. N. Y…
Sus ojos se ampliaron con
astucia y se inclinó hacia delante tocando mi rodilla con los dedos de un mano
paradójicamente delicada.
-Volví, como digo, y fui más
allá que ningún de ellos. Odio a los mugrosos pero amo a los mexicanos. ¿Una
paradoja? Escuche, jovenzuelo… ¿piensa que México es verdaderamente español?
¡Dios, si conociera a las tribus que yo conozco! En las montañas… en las
montañas…Anahuac…Tenochtitlan…las antiguas…
Su voz se convirtió en un
aullido cantarín y melodioso.
-¡Ia! ¡Huitziloptchli!...
¡Nahuatlacat! Siete, siete, siete…Xochimilca, ¡Chalca, Tepaneca, Acolhua,
Tlahuica, Tlascalteca, Azteca!... ¡Ia! ¡Ia! He estado en las siete cuevas de
Chicomoztoc, ¡pero nunca nadie lo sabrá! Se lo digo porque nunca podrá
repetirlo…
Se tranquilizó retomando el
tono coloquial.
-Se sorprendería de saber lo
que me han contado en las montañas. Huitzilopotchli esta volviendo. Cualquier
peón al sur de México puede decírselo. Pero no pienso hacer nada al respecto.
Volví a casa, como le dije, una y otra vez, e iba a beneficiar a la sociedad
con mi verdugo eléctrico, pero el maldito parlamento de Albany optó por otro
método. ¡Una burla, señor, una burla! La silla del abuelo…sentado junto al
hogar… Hawthorne.
El hombre se reía entre
dientes en una morbosa parodia de buenas maneras.
-¡Caray! señor, ¡me gustaría
ser el primer hombre en sentarme en su maldita silla y sentir la corriente de
sus dos pequeñas pilas de ácido! ¡No podría mover ni el anca de una rana! Y
esperan matar criminales con eso… el mérito recompensado… ¡del todo! Pero
entonces, jovenzuelo, vi la inutilidad… la lógica sin sentido que tenía… el
matar a unos pocos. Todos somos homicidas… se matan ideas… se roban inventos…
robaron el mío observando y observando…
El hombre se sofocó y se
detuvo, y yo le hablé pausadamente.
-Estoy seguro que su invento
era mucho mejor, y probablemente terminarán adoptándolo.
Evidentemente, mi tacto no
fue lo bastante grande, porque su respuesta mostraba renovada irritación.
-¿Está “seguro”? ¡Amable,
tibia y conservadora aseveración! Malditos sean sus cuidados… ¡pero pronto lo
conocerá! ¡Vaya, maldito sea!, todo lo bueno que pueda haber alguna vez en esa
silla eléctrica será porque me lo hayan robado. El espíritu de Nezahualpilli me
habló en la montaña sagrada. Ellos observaban, observaban…
Se sofocó de nuevo, y
entonces realizó otro de esos gestos en los que parecía sacudir la cabeza y
facciones al tiempo. Esto pareció calmarlo temporalmente.
-Lo que necesita mi invento
es probarlo. Mire… aquí. La capucha de alambre o red de la cabeza es flexible y
se coloca con facilidad. La pieza del cuello asegura sin ahogar. Los electrodos
tocan la frente y la base del cerebelo… todo lo necesario. Detén la cabeza, ¿Y
qué sucedé? Los imbéciles de albano, con sus sillones de roble, piensan que
deben hacer un artilugio de pies a cabeza. ¡Idiotas!... ¿no sabrán que no se
necesita disparar a un hombre en le cuerpo tras romperle el cerebro? He visto
hombres morir en batalla… lo sé muy bien. Y sus estúpidos circuitos de alto
voltaje…dínamos… y todo eso. ¿Por qué no miran lo que he hecho con la batería?
Nadie ha oído hablar de ello… nadie lo sabe… sólo yo conozco el secreto… es por
eso que Quetzalcoatl, Huitzilopotchli y yo gobernaremos el mundo en solitario.
Pero debo tener sujetos para el experimento… sujetos… ¿Sabe usted a quién he
elegido como primero?
Traté de parecer divertido,
tornando rápidamente en una amistosa seriedad, como calmante. Pensé rápido y
las palabras adecuadas pudieron salvarme por el momento.
-Bueno, hay montones de
sujetos apropiados entre los políticos de San Francisco, ¡de donde vengo!
Necesitan su tratamiento. ¡Y yo estaré encantado de ayudarle a presentarlo!
Pero, de verás, pienso que puedo ayudarle de verdad. Tengo cierta influencia en
Sacramento, y si quiere volver a los Estados Unidos conmigo tras resolver mis
negocios en México, veré que sea escuchado.
Respondió sobria y
civilizadamente.
-No… no puedo retroceder.
Juré no hacerlo cuando esos criminales de Albany se echaron sobre mi invento y
enviaron espías para observarme y robármelo. Pero debo tener sujetos
americanos. Esos mugrosos están malditos. Y sería demasiado fácil, y los indios
de pura cepa, los verdaderos hijos de la serpiente emplumada, son sagrados e
inviolables excepto como adecuadas victimas del sacrificio… y aún en ese caso
deben morir de acuerdo con la ceremonia. Debo obtener americanos sin necesidad
de regresar… y el primer hombre que elija será notoriamente honrado. ¿Sabe
quién es?
Gané tiempo
desesperadamente.
-¡Oh! Si ése es todo el
problema, ¡encontraré una docena de especimenes yanquis de primera clase tan
pronto cuando lleguemos a Ciudad de México! Sé donde hay montones de mineros
insignificantes a los que nadie echará de menos durantes días…
Pero él me interrumpió
bruscamente con un nuevo y súbito aire de autoridad que tenía un toque de
dignidad real.
-Basta…ya hemos charlado
bastante. Levántese y póngase derecho como los hombres. Usted es el sujeto
elegido, y me agradecerá tal honor desde el otro mundo, como la víctima del
sacrificio agradece al sacerdote por brindarle la gloria eterna. Un nuevo
principio… ningún otro hombre vino ha soñado una batería de esta clase, y puede
que nunca se haga otra vez aunque pasen un millar de años. ¿Sabe usted que los
átomos no son lo que parecen? ¡Estupidos! ¡Dentro de un siglo algún necio
conjeturará si yo iba a dejar vivir al mundo!
Mientras me levantaba a su
orden, sacó unos treinta centímetros adicionales de cable de la maleta y se
plantó a mi lado con el casco de alambre tendido hacia mí con ambas manos y una
mirada de verdadera exaltación en su curtido y barbudo rostro. Durante un
instante me a pareció un radiante mistagogo o hierofante helénico.
¡-He aquí, oh juventud… una
libación! Vino del cosmos… néctar de los espacios estrellados…
Linos…Iacchus…Ialmenos…Zagreus…Dioniso…Atis…Hilas… engendrado por Apolo y
muerto por los sabuesos de Argos… progenie de Pásmate… niño del sol… ¡Evoë!
¡Evoë!
Estaba cantando de nuevo, y
en este momento su mente parecía retroceder a las memorias clásicas de sus días
de colegio. Desde mi postura erecta me percaté de la cercanía del cordón de
emergencia y especulé si podía alcanzarlo mediante algún ademán de ostensible respuesta
a su disposición ceremonial. Valía la pena intentarlo, y con un grito antifonal
de “¡Evoë!” alcé mis manos hacia él en estilo ritual, esperando dar un tirón
del cordón antes que reparara en el acto. Pero fue inútil. Vio mi intención y
movió una mano hacia el bolsillo derecho de su chaqueta, donde tenía mi
revólver. No hubo necesidad de palabras y permanecimos un instante como figuras
esculpidas. Luego, habló suavemente:
-¡Dése prisa!
De nuevo, mi cabeza acometía
frenéticamente buscando caminos de salida. Las puertas, lo sabía, no están
cerradas en los trenes mexicanos, pero mi acompañante me detendría fácilmente
si trataba de abrir una y saltar. Además, la velocidad era tan grande que una
acción en tal sentido seria tan fatal como el fracaso. Lo único factible era
tratar de ganar tiempo. De las 3 horas y media del viaje, había transcurrido ya
bastante, y una vez llegáramos a Ciudad de México, los guardas y policía de la
estación me brindarían inmediata protección. Había, a mi parecer, dos diferentes
argucias dilatorias. Si podía inducirle a posponer la introducción en la
capucha, pensaba que se ganaría mucho tiempo. Por supuesto, no creía que el
aparato fuera verdaderamente mortal, pero conocía bastante de los locos para
comprender lo que sucedería si fracasaba el intento. A su demencia podría
sumarse la enloquecida atribución del fallo a culpas mías, y el resultado sería
un rojo caos de furia homicida. Por tanto, el experimento debía ser pospuesto
tanto como fuera posible. Y aún había una segunda opción: si planeaba con
inteligencia, podría idear explicaciones para el fallo que captarían su
atención y le llevarían a búsquedas más o menos largas de acciones correctoras.
Me pregunté cuán grande sería su credulidad y cómo podría preparar
anticipadamente una profecía de fallo que me señalara como un profeta, un
iniciado o incluso un dios. Sabía lo bastante sobre mitología mexicana como
para que valiera la pena intentarlo, aunque podía procurar otras argucias
dilatorias primero y dejar que la profecía llegara como una brusca revelación.
¿Me liberaría después de todo si le hacía creer que era un profeta o una
divinidad? ¿Me presentaría como Quezalcóatl o Huitzilopotchli? Cualquier cosa
con tal de llegar hasta las cinco, hora en que debíamos llegar a Ciudad de
México.
Pero mi primer “número” fue
el manido truco de las últimas voluntades. Mientras el maníaco repetía sus
apremios, le hablé de mi familia y mi matrimonio ya fijado, rogándole que me
permitiera dejar un mensaje y disposiciones sobre mi dinero y efectos. Si,
dije, pudiera dejarme algún papel y encargarse de echar al correo lo que
pudiera escribir, moriría en paz y buena disposición tras una reflexión, dio
veredicto favorable y, rebuscando en su maleta, me tendió solemnemente un bloc,
mientras me decidía a sentarme. Saqué un lápiz, rompiendo adrede la punta y
provocando algún retraso mientras él buscaba uno de su propiedad. Tras
entregármelo, tomó mi lápiz roto y procedió a afilarlo con un gran cuchillo de
cachas de cuerno que llevaba al cinto, bajo la chaqueta Evidentemente, una
segunda ruptura de lápiz me reportaría escasa utilidad. Cuando escribí, no creo
poder recordarlo en este momento. Era un completo galímatias compuesto de
recordados fragmentos literarios, elegidos al azar al no poder pensar nada que
poner en su lugar. Hice mi caligrafía tan ilegible como pude sin destruir su
naturaleza de escrito, porque sabía que le gustaría mirar el resultado antes de
comenzar su experimento, y comprendía cómo podría reaccionar a la vista de un
obvio sinsentido. La prueba era terrible, y yo maldecía a cada segundo la
lentitud del tren. En el pasado había incluso silbado vivaces ritmos al compás
del animado traqueteo de las ruedas en los raíles, pero ahora el tempo parecía
lentificarse al de una marcha fúnebre… mi marcha fúnebre, reflexioné
sombríamente. Mi estratagema funcionó hasta que llené unas 4 páginas de 15 x 22
hasta que el demente sacó su reloj indicándome que tenía 5 minutos más. ¿Qué
podía hacer ahora? Estaba pensando la forma de terminar aquel testamento cuando
una nueva idea me alcanzó. Finalizando con una floritura y tendiéndole las
hojas acabadas, que guardó descuidadamente en el bolsillo derecho de su
chaqueta, le recordé mis influyentes amigos de Sacramento, quienes podían estar
sumamente interesados en su invento.
-¿No debería darle una carta
de presentación para ellos? dije. ¿No debiera hacer un esquema y una
descripción de su verdugo para asegurarle una cordial recepción? Pueden hacerle
famoso, sabe… y no tengo la menor duda que adoptarán su modelo en el estado de
California si llega a través de alguien como yo, a quien conocen y en quien
confían.
Basaba mi táctica en la
esperanza que sus ínfulas de inventor defraudado le hicieran olvidar la faceta
de religión azteca durante un rato. Cuando volviera de nuevo sobre eso,
reflexione, podría soltar lo de la “revelación” y la “profecía”. El truco
funcionó, ya que sus ojos fulguraron con ansiosa aprobación, aunque me dijo con
brusquedad que me apresurara. Vació aún más la maleta, sacando un ensamblaje de
células de cristal y bobinas de aspecto extraño, a las que estaba unido el
alambre del casco, y soltó un chorro de erráticos comentarios demasiado
técnicos para seguirle, aunque aparentemente eran bastante plausibles y
honestos. Simulé anotar lo que decía, preguntándome mientras tanto si el
estrambótico aparato no sería después de todo una batería. ¿Podría darme una
pequeña descarga cuando aplicara el artilugio? El hombre hablaba con tanta
seguridad como si realmente fuera un verdadero electricista. La descripción de
su invento le resultaba una tarea obviamente agradable, y vi que ya no estaba
tan impaciente como antes. El esperanzador gris del alba relumbró en rojo en
las ventanillas antes que concluyera, y sentí que por fin mi oportunidad de
escapar se estaba volviendo algo tangible. Pero, también, él vio el amanecer y
comenzó a mirar nuevamente de una forma salvaje. Sabía que el tren debía estar
en Ciudad de México a las 5, y eso podía obligarle a una rápida actuación, de
no ser que distrajera su juicio con nuevas argucias dilatorias. Mientras se
alzaba con aspecto resuelto, colocando la batería en el asiento junto a la
maleta abierta, le recordé que debía hacer el imprescindible boceto y le insté
a colocar la pieza de la cabeza de forma que pudiera dibujarla junto con la
batería. Aceptó y volvió a sentarse, con multitud de advertencias apremiantes.
Tras otro instante, me detuve para pedirle alguna información.
Preguntándole cómo se
situaba la victima para la ejecución y cómo sus presumibles agitaciones eran
contenidas.
-¡Toma! -replicó-, el
criminal es inmovilizado contra un poste. No hay problema por mucho que agite
la cabeza, ya que el casco queda ceñido y se aprieta aún más cuando se conecta
la corriente. Giramos el dial gradualmente… puede verlo aquí, un tema
cuidadosamente solucionado mediante un reóstato. Una nueva forma de demora se
me ocurrió mientras los campos cultivados y el creciente número de casas bajo
la luz del amanecer me indicaba que por fin nos aproximábamos a la capital.
-Pero -dije-, debo dibujar
el casco colocado sobre una cabeza humana tanto como junto a la batería. ¿No
podría ponérselo un instante mientras le hago un boceto con el? Los periódicos
tanto como los técnicos lo querrán, y son bastante pesados con los detalles.
Había, por fortuna, logrado
un blanco mejor de lo planeado, porque, a mi mención de la prensa, los ojos del
demente relampaguearon de nuevo.
-¿Los periódicos? Sí…
malditos sean. ¡Puede hacer que hasta los periódicos me hagan caso! Se rieron
de mí y no quisieron imprimir ni una palabra ¡Vamos, apresúrese! ¡No hay tiempo
que perder!
Se encasquetó la pieza y
observó con especial avidez el vuelo de mi lápiz. La malla de alambre le daba
un aspecto cómico y grotesco, mientras se retrepaba estrujándose nerviosamente
las manos.
-¡Ahora, malditos sean,
imprimirán los dibujos! Revisaré su boceto por si hay algún error… debo
asegurarme a cualquier precio. La policía acabará encontrándole a usted… ellos
dirán cómo trabaja. Noticia de la Associated Press… respaldada por su carta…
fama inmortal… ¡Vamos, rápido… rápido, maldita sea!
El tren traqueteaba por las
maltratadas vías cercanas a la ciudad y nos balanceaba desconcertantemente de
vez en cuando. Con tal excusa, me las ingenié para volver a romper el lápiz,
pero, por supuesto, el loco me tendió de nuevo el mío propio, que había
afilado. Mi primera tanda de trucos se había desgastado y sentí que tendría que
ponerme el casco en un instante. Estábamos aún a un buen cuarto de hora de la
terminal y era el momento de distraer a mi acompañante hacia su faceta
religiosa y lanzar la divina profecía. Reuniendo los retazos de mitología
nahuan-azteca, aparté bruscamente papel y lápiz, y comencé a entonar.
-¡Iä! ¡Iä! ¡Tloquenahuaque,
Que Contienes Todo En Ti Mismo! ¡Tu, también, Ipalnemoan, Por Quien Existimos!
¡Escucho, escucho! ¡Veo, veo! ¡Águila portadora de serpientes, te saludo! ¡Un
mensaje! ¡Un mensaje! ¡Huitzilopotchli, en mi alma resuena un trueno!
Al oír mis cánticos, el
maniaco observó con incredulidad, a través de su extraña mascara, su agradable
rostro mostrando una sorpresa y perplejidad que pronto se trocó en alarma. Su
mente pareció quedar en blanco por un instante, antes de cuajar en otro modelo.
Alzando sus manos, entonó como en un sueño.
-¡Micthanteunctli, Gran
Señor, un signo! ¡Un signo desde las profundidades de la cueva negra! ¿Iä
Tonatiuh-Metzli! ¡Cthulhut! ¡Ordenad y obedeceré!
En todo este galimatías de
respuesta hubo una palabra que pulsó una recóndita cuerda de mi memoria.
Extraña, porque no tiene lugar alguno en la mitología mexicana, aunque me ha
sido confiada más de una vez en temerosos susurros por los peones de las minas
de mi propia firma en Tlaxcala. Parecía ser parte de un ritual sumamente
secreto y muy antiguo, porque eran respuestas murmuradas y características que
había captado aquí y allá, y que eran desconocidas incluso por los eruditos
académicos. Este demente debía haber gastado un tiempo considerable con los
peones de las colonias y los indios, tal como había comentado; porque sin duda
tal conocimiento oculto no podía proceder de algún simple libro divulgativo.
Advirtiendo la importancia que él debía conceder a esa dudosa jerga esotérica,
decidí golpear en su flanco más vulnerable y darle la incomprensible respuesta
que utilizan los indígenas.
-¡Ya –R’lyeh! ¡Ya –R’lyeh!
prorrumpí. ¡Cthulhutl fhtaghn! ¡Niguratl-Yig ¡Yog-Sototl…
Pero nunca tuve oportunidad
de acabar. Galvanizado hasta una epilepsia religiosa por aquella exacta
respuesta que su subconsciente probablemente no había esperado en realidad, el
demente se postró de hinojos en el suelo, balanceando atrás y adelante su
cabeza cubierta por el casco de alambre, una y otra vez, volviéndose a derecha
e izquierda mientras lo hacía. Con cada giro sus reverencias se hacían más y
más marcadas, y puede escuchar de los espumeantes labios el estribillo “matar,
matar, matar”, en un monótono rápidamente creciente. Se me ocurrió que había
ido demasiado lejos y que mi respuesta había desencadenado una ascendente manía
que podía llevarle al extremo del asesinato antes que el tren alcanzara la
estación. Mientras el arco de las genuflexiones del loco aumentaba
gradualmente, el cable que iba de su cabeza a la batería se tensaba,
naturalmente, más y más.
Ahora, en el embriagado
delirio de éxtasis, comenzó a magnificar sus giros a círculos completos, hasta
que el cable rodeó su garganta y comenzó a tirar de su asidero de la batería
sobre el asiento. Me pregunté qué haría cuando sucediera lo inevitable y la
batería arrastrada a un presumible destrucción contra el suelo. Entonces
ocurrió el repentino cataclismo. La batería, llevada hasta el borde del asiento
por un último gesto de orgiástico frenesí del maníaco, terminó cayendo; pero no
pareció haberse roto por completo. De hecho, mientras mi mirada captaba el
espectáculo en un fugaz instante, el impacto incidió sobre el reóstato,
poniendo instantáneamente el dial a plena potencia. Y el maravilloso artefacto
tenía corriente. El invento no era un espejismo de la locura. Vi una cegadora y
fulgurante aurora azul, escuché un aullido más espantoso que cualquiera de los
anteriores gritos de aquel loco y horrible viaje, y olí el hedor nauseabundo de
la carne quemada. Esto fue todo cuanto mi desquiciada consciencia pudo captar,
y caí instantáneamente en la inconsciencia.
Cuando un guardia
ferroviario de Ciudad de México me reanimó, descubrí una multitud en el andén,
alrededor de mi compartimiento. Ante mi grito involuntario, los rostros
expectantes se volvieron curiosos y vacilantes, y me alegré cuando el guardia
los expulsó a todos excepto al doctor que se abrió camino hasta mí. Mi grito
era algo natural, puesto que había sido causado por algo más que el terrible y
esperado espectáculo sobre el suelo del vagón. O debería decir, por algo menos,
ya que, verdaderamente, no había nada en el suelo. No, dijo el guardia, así
estaba cuando abrió la puerta y me encontró inconsciente en el interior. Mi
billete era el único vendido para el compartimiento, y yo era la única persona
hallada en su interior. A mi lado estaba mi maleta, nada más. Había estado solo
todo el camino desde Querétaro. Guardia, doctor y espectadores por igual, se
tocaron la sien significativamente ante mis insistentes preguntas.
¿Fue todo un sueño, o estaba
de verdad loco? Recordé mi ansiedad y mis crispados nervios, y me estremecí.
Dando las gracias al guardia y al doctor, y abriendome paso entre la
muchedumbre curiosa, me introduje en un coche que me llevó a la Fonda Nacional,
donde, tras telegrafiar a Jackson a la mina, dormí hasta el atardecer en un
esfuerzo por recobrarme. Me desperté a la 1 en punto, a tiempo para tomar el
tren de vía estrecha a la zona de la mina; pero, al levantarme, encontré un
telegrama bajo la puerta. Era de Jackson, diciendo que Feldon había sido
encontrado muerto en las montañas aquella mañana y que la noticia había llegado
a la mina sobre las 10 en punto. La documentación estaba íntegramente a salvo,
y la oficina de San Francisco había sido puntualmente identificada. Así pues,
todo el viaje, con su premura nerviosa y su ordalía enloquecedora, ¡había sido
para nada!
Sabiendo que McComb desearía
un informe personal a pesar del transcurso de los sucesos, envié otro cable y
acabé tomando el ferrocarril de vía estrecha. Cuatro horas más tarde estaba,
estremecido y sacudido, en la mina número 3, donde Jackson aguardaba para darme
una cordial bienvenida. Estaba tan inmerso en el trabajo de la mina que no se
percató de mi mudo temblor y desarrapada apariencia. La historia del
superintendente fue sumaría, y me la contó mientras me guiaba hacia la choza de
la ladera de la colina, sobre el arrastre, donde yacía el cuerpo de Feldon.
Feldon, me dijo, había tenido siempre un carácter extraño y solitario, incluso
cuando fuera contratado el año anterior; trabajando en algún secreto ingenio
mecánico y temiendo el constante espionaje, y siendo desazonadoramente familiar
con los trabajadores indígenas. Pero no conocía bien su trabajo, el país y la
gente. Solía realizar largos viajes a las colinas donde vivían los peones y aun
tomar parte en sus antiguas y estremecedoras ceremonias. Insinuaba extraños
secretos y extraños poderes tan a menudo como alardeaba de su habilidad
mecánica. Más tarde se había hundido rápidamente, volviéndose morbosamente
suspicaz respecto de sus colegas e, indudablemente, uniéndose a sus amigos
indígenas en el robo de mineral cuando sus fondos escasearon. Necesitaba
desorbitadas sumas de dinero para esto y lo otro… recibiendo siempre cajas de
laboratorios y talleres en Ciudad de México o los Estados Unidos.
Respecto a la fuga final con
todos los papeles… tan sólo era un estúpido gesto de venganza sobre quienes
llamaba “espías”. Verdaderamente, estaba completamente loco, porque había
cruzado el país hasta la cueva en las inhóspitas laderas de la agreste sierra
de Malinche, donde no vivían hombres blancos, y había realizado cosas extrañas
y portentosas. La cueva, nunca encontrada antes de la tragedia final, estaba
llena de antiguos y espantosos ídolos aztecas y altares, estos últimos
cubiertos de carbonizados huesos de reciente inmolación y dudosa naturaleza.
Los indígenas no decían nada de hecho, juraban no saber nada pero era fácil ver
que la cueva era conocida de antiguo por ellos, y que Feldon había compartiendo
sus prácticas hasta en sus últimos extremos. Los buscadores habían encontrado el
lugar tan sólo por los cánticos y el grito final. Eran cerca de las 5 de la
mañana, y tras toda una noche de acampada, la partida había comenzado a empacar
para volverse con las manos vacías a las minas. Entonces, alguien escuchó
débiles ritmos en la lejanía, y supo que algunos de los antiguos y nocivos
rituales indígenas tenían lugar en algún lugar apartado, en las laderas de las
montañas con forma de cuerpo tendido. Escucharon los mismos viejos nombres
Mictlanteuctli, Tonatiuh-Metzli, Cthulhutl, Ya-R’lyeh y el resto, pero lo más
extraordinario fueron algunos nombres ingleses mezclados con ellos. Inglés de
verdaderos hombres blancos y no de mugrosos.
Guiados por el sonido, se
apresuraban por la ladera infestada de maleza hacia allí, cuando, tras un intervalo
de quietud, el grito explotó sobre ellos. Parecía haber humo también, y un
mórbido y acre aroma. Enseguida dieron con la cueva, con la entrada disimulada
por abigarrados mezquites, pero emitiendo ahora nubes de humo fétido. Estaba
iluminada en el interior, los horribles altares y grotescas imágenes se
vislumbraban el fulgor de velas que debían de haber sido cambiadas menos de
media hora antes, y en el suelo de arenisca yacía el horror que hizo a todo el
grupo tambalearse hacia atrás. Era Feldon, con la cabeza calcinada por un
extraño artefacto que se había colocado en ella: una especie de jaula de
alambre conectada con una especie de batería derribada, que evidentemente había
caído al suelo desde un cercano pie de altar. Cuando los hombres vieron esto cambiaron
miradas, pensando que el “verdugo eléctrico” que siempre se había jactado de
haber inventado Feldon, la cosa que todos habían rechazado, pero tratado de
robar y copiar. Los papeles estaban a salvo en el abierto baúl de Feldon, junto
a él, y una hora más tarde la columna de buscadores volvió a la número 3 con un
espantoso cadáver sobre andas improvisadas.
Eso era todo, pero fue
bastante para hacerme palidecer y vacilar mientras Jackson me guiaba más allá
del arrastre al cobertizo donde decía que yacía el cuerpo. Porque yo no carecía
de imaginación, y demasiado bien sabía en qué infernal pesadilla esta tragedia
engranaba de algún modo con algo sobrenatural. Sabía que debía ver tras esa
puerta entornada, alrededor de la que los mineros se arremolinaban curiosos, y
no me amilané cuando mis ojos encontraron el gigantesco cuerpo, las ropas de
corte basto, las incongruentemente delicadas manos, los restos de la barba
quemada y la infernal máquina… la batería algo rota, la pieza de la cabeza
ennegrecida al chamuscarse lo que contenía. El gran y protuberante baúl no me
sorprendió, y sólo me acobardé ante 2 cosas… el arrugado pliego de papel
asomando del bolsillo izquierdo y el extraño abombamiento del derecho. En un
momento en que nadie miraba, me acerqué y cogí el demasiado familiar fajo,
estrujándolo en mi mano sin atreverme a mirar su contenido.
Debe disculpárseme que una
prueba positiva o negativa de algo… pero para eso aún tenía la opción de
preguntar por el revólver al forense, después que lo sacara del abultado
bolsillo derecho. Nunca tuve el valor de interrogarle sobre eso… porque mi
propio revólver se perdió aquella noche en el tren. Mi lápiz, asimismo,
mostraba signos de un crudo y apresurado afilado distinto del preciso corte que
le había aplicado durante la noche del viernes en el sacapuntas del vagón
privado del presidente McComb. Así que al final volví a casa aún intrigado…
piadosamente intrigado, quizás. El vagón privado estaba reparado cuando volví a
Querétaro, pero mi gran alivio fue el cruce de Río Grande, por El Paso, hacia
los Estados Unidos. El siguiente viernes estaba de nuevo en San Francisco, y la
pospuesta boda se celebró la siguiente semana.
De lo que realmente sucedió
aquella noche… ya lo he dicho, simplemente no me atrevo a especular. Ese tipo,
Feldon, estaba loco de atar, y más brujería popular azteca de la que nadie
debiera conocer. Era realmente un genial inventor, y esa batería fue la prueba
genuina. Escuché más tarde cómo había sido desdeñado en los primeros años por
la prensa, el público y los potentados. Demasiado rechazo no es bueno para los
hombres de cierta clase. De todas formas, alguna desgraciada combinación de
circunstancias había obrado. Había sido realmente, por cierto, soldado de
Maximiliano. Cuando cuento esta historia, la mayoría de la gente me llama
mentiroso a la cara. Otros hablan de alteraciones psicológicas y los cielos
saben que yo estaba sobreexcitado, mientras que aún otros hablan de “proyección
astral” de alguna clase. Mi empeño en capturar a Feldon seguramente envió mis
pensamientos por delante mío y, con todos sus hechizos indios, él habría sido
el primero en reconocerlos y reunirse con ellos.
¿Estuvo él en el vagón de
ferrocarril o estuve yo en la cueva de las montañas con perfil de cadáver? ¿Qué
me hubiera sucedido de no haberlo retrasado como hice? Debo confesar que no lo
sé y no estoy seguro de querer saberlo. Nunca he vuelto a México… y, como dije
al principio, no quiero ni oír hablar sobre ejecuciones eléctricas.
Fin
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