Los
que vigilan fuera del tiempo
H.P.
Lovecraft & August Derleth
(Colaboracion postuma de A.D., luego de
la muerte de H.P.L.: August Derleth
tomó el borrador de un cuento
inconcluso de H.P. Lovecraft, llenó los baches, modificó detalles aquí y
allá, dando como resultado un híbrido narrativo, también inconcluso, pero muy
interesante)
1
Un día de primavera de 1935
llegó a casa de Nicholas Walters, en el condado de Surrey, Inglaterra, una
carta de Stephen Boyle, de Boyle, Monahan, Prescott & Bigelow, 37 Beacon
Street, Boston, Massachusetts, dirigida a su padre, Charles Walters, fallecido
hacía siete años. La carta, redactada en un estilo jurídico bastante anticuado,
intrigó sobremanera a Nicholas, que era un hombre tímido de la misma edad,
casi, que el siglo. El mensaje se refería a una «propiedad ancestral» situada
en Massachusetts que el destinatario de la misiva había heredado hacia siete
años, aunque, debido al delicado estado de salud de un tal Ambrose Boyle de
Springfield —«mi difunto primo»—, no le había sido notificado en su momento.
Ello explicaba la demora de siete años, durante la cual había permanecido
desocupada la propiedad, «una casa y diversos edificios anejos situados al
norte de la región central de Massachusetts y rodeados de unos cincuenta acres
de terreno».
Nicholas Walters no recordaba
que su padre hubiera mencionado jamás dicha finca. Cierto que el viejo Walters
había sido siempre un hombre muy callado y que, desde el fallecimiento de su
esposa, ocurrido unos diez años antes que el de él, se había ido volviendo cada
vez más solitario y arisco, dado a la introspección solitaria y
extraordinariamente poco comunicativo. Lo que más recordaba Nicholas de su
padre era la forma en que le escrutaba las facciones, como con cierta
aprensión, y que solía mover la cabeza de un lado a otro, como si no le gustase
lo que veía, que no seria ciertamente la nariz finamente dibujada, sino tal vez
su boca grande, sus curiosas orejas sin lóbulo o sus ojos grandes y pálidos,
ligeramente saltones, siempre protegidos por las gafas que Nicholas usaba desde
niño -para facilitar su entretenimiento favorito, que era leer. Pero no
conseguía recordar que su padre hubiera hecho jamás referencia a los Estados
Unidos, a pesar de que el propio Nicholas, según le había contado su madre,
había nacido en aquel mismo estado de Massachusetts mencionado en la carta del
procurador.
Reflexionó durante dos días
sobre el asunto. Su perplejidad inicial dio paso a la curiosidad. La desgana
que le inspiraba emprender tan largo viaje fue siendo sustituida por una
curiosa excitación que aureolaba de misterio a aquella imprevista finca
americana y la dotaba de un creciente atractivo. Así, pues, a los tres días de
haber recibido la carta telegrafió a Stephen Boyle anunciándole su llegada. En
el mismo día reservó un billete de avión para Nueva York y en menos de una
semana se presentó en la oficina de Boyle, Monahan, Prescott & Bigelow.
Stephen Boyle, el socio principal, resultó ser un caballero alto y delgado, de
unos setenta años. Tenía el pelo blanco, pero abundante, y largas patillas.
Usaba quevedos, que llevaba atados al extremo de una larga cinta de seda negra,
y poseía un rostro cubierto de arrugas, labios finos siempre fruncidos y ojos
azules de mirada muy penetrante. Su apariencia general denotaba ese estado de
continua preocupación que caracteriza a muchos hombres de negocias, los cuales
dan la impresión de tener tantos y tan graves problemas en la mente que el
asunto presente apenas merece su atención. Sin embargo, sus modales eran
extremadamente corteses. Tras intercambiar los tópicos de rigor, pasó
directamente al tema de la herencia.
—Perdóneme usted, Mr.
Walters, que vaya derecho al grano. De su asunto sabemos muy poco, pues quien
se ocupaba de él era mi primo Ambrose, como creo que le dije en la carta.
Ambrose tenía despacho abierto en Springfield; cuando murió y ordenamos sus
papeles, encontramos, entre los casos que tenía pendientes, el de la finca en
cuestión. En el legajo había una nota según la cual, al fallecer el (parece que
dice) medio hermano de su padre de usted, la finca debía pasar a éste, o sea, a
su padre de usted, cuyo nombre figura en un anejo al documento junto con una
observación redactada en el execrable latín de mi primo, que no hemos
conseguido interpretar satisfactoriamente, pero que parece referirse a un
cambio de nombre, si bien no queda claro de qué nombre se trata. De cualquier
modo, en la zona de Dunwich, que es donde se halla la finca, no muy lejos de
Springfield, se la conoce vulgarmente como la hacienda del viejo Cyrus
Whateley, y el medio hermano (si es que lo era) del padre de usted se llamaba
Aberath Whateley.
—Me temo que esos nombres no
significan nada para mí —dijo Walters—. Según mi madre, yo apenas tenía dos
años de edad cuando nos trasladamos a Inglaterra. No recuerdo que mi padre
mencionara nunca a sus parientes de aquí y apenas mantuvo correspondencia con
ellos, salvo durante su último año de vida. Tengo razones para suponer que
pretendía informarme de algo relativo a nuestros antecedentes familiares, pero
sufrió lo que ahora llaman los médicos un accidente cerebral, que le dejó
paralítico y privado del uso de la palabra. Aunque la expresión de sus ojos
indicaba que quería desesperadamente decirme algo, murió sin haber recuperado
el habla. Y, por supuesto, tampoco pudo dejar nada por escrito.
—Ya veo —Boyle parecía
pensativo, como si quisiera llegar a alguna conclusión antes de proseguir—.
Bien, Mr. Walters, nosotros hicimos algunas averiguaciones pero no hemos sacado
gran cosa en claro. La comarca de Dunwich, que está al norte de la región
central de Massachusetts, como le escribí, es un lugar abandonado y perdido. En
Aylesbury la llaman «la comarca de Whateley» y en muchas de las granjas de por
allí quedan buzones de cartas que todavía conservan los apellidos de esa
familia. Sin embargo, casi todas están abandonadas desde 1928, año más o menos,
por algún conflicto o algo que ocurrió allí, y ahora toda la comarca parece en
plena decadencia. Pero ya lo verá usted por sí mismo. No obstante, la finca de
usted se halla aparentemente en perfecto estado, pues Aberath Whateley murió
hace sólo siete años y, un compañero que vivía allí con él, hace tres. Ambrose
debería haber escrito inmediatamente después de la muerte de Whateley, pero
pasó varios años en muy mal estado de salud antes de morir y supongo que por
eso no se acordó. ¿Tiene usted algún medio de transporte?
—Compré un coche en Nueva
York —dijo Walters—. Ya que he venido hasta aquí, me gustaría hacer algo de
turismo por los Estados Unidos. Me gustaría ver Walden Pond, que está de camino
hacia Springfield.
—Por lo menos en esa
dirección —observó secamente Boyle—. Si podemos hacer algo por usted, no vacile
en hacérnoslo saber.
—Estoy seguro de que podré
arreglármelas —dijo Walters. Boyle pareció titubear un instante.
—¿Qué piensa hacer con la
finca, Mr. Walters?
—Ya decidiré cuando la haya
visto —comentó éste—. Pero vivo en Inglaterra y, francamente, lo que llevo
visto de América no me resulta demasiado alentador hasta ahora.
—Le aconsejo que no se haga
ilusiones de poderla vender, ni siquiera por una fracción de su valor total
dijo entonces Boyle—. Toda la zona está muy deprimida económicamente. Además,
no tiene buena reputación.
El interés de Walters se
avivó inexplicablemente.
—Qué quiere usted decir
exactamente, Mr. Boyle?
El procurador se encogió de
hombros.
—Se cuentan cosas extrañas
de Dunwich. Pero supongo que en todas las regiones atrasadas existen leyendas
análogas. Probablemente se trata de exageraciones.
Walters se dio cuenta de que
Boyle no tenía intención de referirle en concreto ninguna de las habladurías,
si es que las conocía.
—¿Cómo puedo llegar hasta
allí? — se informó.
—Queda lejos de las grandes
carreteras. Tiene que tomar una raqueta que sale de la del Aylesbury Pike, a
considerable distancia de aquí. Es un terreno cubierto de bosques. Muy
pintoresco. Creo que las granjas se dedican sobre todo al ganado lechero. Es
una región muy atrasada, no le exagero. Si quiere pasar por Walden, puede tomar
la carretera del Aylesbury Pike cerca de Concord; o, si pretende ir por Worcester,
puede salir de Boston en dirección Oeste. Una vez en la carretera del Pike,
siga siempre al Oeste. Esté atento a un villorrio llamado Dean’s Comer. Nada
más dejarlo atrás se encontrará usted con un cruce. Tire a la izquierda—. Lanzó
una risita. — Será como viajar al pasado de América, Mr. Walters, a un pasado
muy remoto.
2
Todavía no se había alejado
mucho de la carretera del Aylesbury Pike, por la de Dunwich, cuando Nicholas
Walters comprendió perfectamente lo que había querido decir Boyle al referirse
a aquella región. A medida que se elevaba el terreno, la carretera iba quedando
encajonada entre muros de piedra bordeados de zarzas. Casi todos estaban
desmoronados por varios sitios y sus piedras irregulares yacían desperdigadas
por la maleza. La carretera serpenteaba entre colinas, bosques de árboles
enormes o campos yermos, pero siempre flanqueada por cercas arruinadas
invadidas de zarzas. La región estaba muy poco densamente poblada. De vez en
cuando se veía una granja decrépita. Hasta entonces no se había encontrado con
granjas tan viejas al oeste de Boston. Muchas de ellas tenían un desolado aire
de abandono, a pesar de que para Walters poseían un gran interés
arquitectónico, pues hacía años cultivaba la afición de fotografiar edificios,
y estas granjas, según pudo comprobar en las que se hallaban próximas a la
carretera, aunque miserables, poseían curiosos motivos de decoración que hasta
entonces no había visto en ningún sitio. Algunos de los viejos graneros
ostentaban en la parte superior unos dibujos que sólo podían ser cabalísticos.
Aquí y allá se veían restos de edificaciones menores, cobertizos, establos y
otras dependencias, que se habían hundido con el tiempo. Entre las fincas
abandonadas aparecía de vez en cuando una granja habitada y bien atendida, con
vacas en los prados y campos de maíz que ponían de manifiesto el trabajo de sus
habitantes.
Condujo lentamente. La
atmósfera del país le llenaba de una extraña fascinación, como si ya hubiera
estado antes allí o como si el lugar evocase en él recuerdos ancestrales. ¡Era
imposible que su memoria personal se remontara hasta sus dos primeros años de
vida! Y, sin embargo, había panoramas y revueltas del camino que le producían
una turbadora sensación de familiaridad. Las colinas redondeadas dominaban,
ceñudas, los valles. Los bosques eran sombríos y densos, como si jamás hacha o
sierra hubieran pasado por ellos. Y, de cuando en cuando, divisó curiosos
círculos de altos pilares de piedra en las cumbres de las colinas, que le
recordaron Stonehenge, los Crornlechs de Devon o los de Cornualles. En
ocasiones, las montañas se veían cortadas por profundas gargantas, cruzadas por
toscos puentes de madera, y otras veces se podía distinguir fugazmente por
entre las colinas el curso del río Miskatonic, que, según había visto en el
mapa de carreteras, nacía no lejos de la comarca de Dunwich y serpenteaba a
través del valle para desembocar en el mar junto a Arkham. También divisó
algunos de los pequeños afluentes del Miskatonic, que eran poco más que
riachuelos y que muy probablemente tenían sus fuentes en las colinas. Una vez
percibió la columna blanco-azulada de una cascada.
Aunque las montañas
encajonaban la polvorienta carretera durante casi todo el camino, a veces
dejaban claros que permitían divisar altos páramos y ciénagas y más granjas o
lo que quedaba de ellas. El paisaje era tremendo. Las colinas que lo
circundaban, las altas cumbres lejanas coronadas de pilares, las granjas
desiertas y lúgubres, todo se combinaba para producirle la impresión de que, entre
esta zona y los campos que se extendían a los lados de la carretera del
Aylesbury Pike, debía haber atravesado alguna misteriosa hendidura en el tiempo
y el espacio. En relación con los alrededores de Boston, la comarca de Dunwich
parecía a siglos de distancia. El talante de la región se fue apoderando
también de él. No podría explicar cómo, pero estos campos que iba recorriendo
le atraían y repelían a la vez. Y cuanto más se adentraba en ellos, más
claramente notaba esta sensación. También le fue aumentando el convencimiento
de que ya había estado antes allí, aunque se sonriera de sus propios
pensamientos, los cuales no le inquietaban sino que despertaban en él cierta
remota curiosidad. Sabía que estas sensaciones son comunes a toda la humanidad
y que sólo los ignorantes y supersticiosos leen en ellas significados secretos
y misteriosos. De pronto la carretera desembocó en un valle más amplio, y allí,
en la otra orilla del río Miskatonic, divisó por fin el pueblo de Dunwich,
agazapado entre el río y la Montaña Redonda que se alzaba detrás. Cruzaba el
río un singular puente cubierto, reliquia de aquel remoto pasado a que sin duda
pertenecía también el propio caserío. Al salir del puente vio carcomidos
tejados puntiagudos, casas desiertas y ruinosas dominadas por una iglesia de
roto campanario. Era un lugar de desolación y hasta la gente de la calle
parecía abrumada y envejecida por algo más que por el paso del tiempo.
Detuvo el coche junto a la
iglesia del campanario en ruinas, la cual evidentemente servía ahora de
almacén, y entró a preguntar por la finca que había venido a inspeccionar.
Detrás del mostrador había un individuo de rostro descarnado.
—La granja de Aberath
Whateley. —Repitió el tendero mirándole fijamente y moviendo la boca como si
estuviese masticando la pregunta de Walters—. ¿Es usted familia? ¿Es pariente
de los Whateley?
—Me llamo Walters. Vengo de
Inglaterra.
El tendero pareció no oír.
Estudió a Walters con interés y curiosidad no disimulados.
—Usted se parece a los
Whateley. Walters. Nunca he oído ese apellido por aquí.
La granja de Whateley — le
recordó Walters.
—Lo menos hay veinte granjas
de Whateley por aquí. Pero usted dice la de Aberath. Está cerrada.
—Tengo la llave —insistió
Walters, empezando a perder la paciencia y un tanto irritado por lo que parecía
sonrisa aviesa y burlona del tendero.
—Vuelva a cruzar el puente y
tuerza a la derecha. Está como a media milla. No tiene pérdida. Tiene una cerca
de piedra por la parte que da al río y bosques por los otros tres lados. Pero no
era de Aberath sino de Cyrus Whateley, del viejo Cyrus, que era un hombre leído
y con estudios — dijo con una mueca poco agraciada, y añadió—; usted también es
hombre de estudios. Se le nota por la forma de vestir.
—Oxford —dijo Walters.
—Nunca lo he oído.
Con estas palabras se volvió
hacia el interior del almacén, dando por terminada la conversación. Pero algo
debió quedarle rondando por la mente, porque cuando Walters llegaba al umbral
de la puerta, el tendero se dirigió nuevamente a él:
—Yo soy Tobías Whateley.
Usted parece de los nuestros. Tenga cuidado allí, ¿eh? Nadie vive en la casa,
pero usted tenga cuidado de todas maneras.
El énfasis especial que puso
en la palabra «vive» llenó a Walters de oscuros presagios, pese a que las
supersticiones no formaban parte de su equipaje cultural. Salió del almacén con
el corazón roído por una sutil ansiedad. Siguió las indicaciones de Tobías
Whateley y no le fue difícil dar con la casa. Mientras conducía el coche hacia
la cerca de piedra que bordeaba la desigual carretera, Walters se dio cuenta de
que la casa era muy anterior a la generación de Cyrus Whateley. Debía haber
sido construida a principios del siglo XVIII y poseía unas líneas clásicas que
la distinguían de las desvencijadas casas del pueblo y de las granjas que había
visto junto a la carretera. Era una estructura de madera asentada sobre una
base de piedra arenisca parda y sin duda poseía muros muy gruesos. Tenía una
planta y media de altura, pues el cuerpo central de la casa se elevaba por
encima de las alas laterales. Una amplia galería recorría la fachada delantera
de la parte central, enmarcando una puerta de estilo reina Ana con aldabón de
bronce. La puerta y el montante semicircular que la coronaba estaban rodeados
de motivos ornamentales cuidadosamente tallados en la madera, más estrechos a
los lados y más amplios encima del montante, que contrastaban singularmente con
la severidad de la puerta.
En su día la casa había
estado pintada de blanco, pero ya habían pasado muchos años desde que le dieran
aquella primera mano de pintura: Ahora tenía en general un color parduzco que
denotaba muchos decenios de intemperie. Walters vio algunos edificios menores y
dependencias detrás de la casa, entre ellos una pequeña chabola de piedra que
sin duda había sido construida en torno a un manantial, pues de ella fluía un
riachuelo que atravesaba el prado en dirección al Miskatonic. A la izquierda de
la casa y a unas dos yardas de distancia pasaba un camino que conducía a las
dependencias exteriores y que en su día había sido paso de carruajes. Pero
llevaba tanto tiempo abandonado que en él habían crecido hasta árboles. Al
llegar allí, Walters no pudo seguir adelante y paró el coche. La llave que le
había dado Boyle encajaba en la puerta principal. Le costó algún trabajo
abrirla, lo cual no era de extrañar, pues probablemente llevaba cerrada desde
la muerte de su último residente, que había sido el compañero de Aberath. Por
fin se abrió y Walters penetró en un amplio vestíbulo que debía ocupar toda la
fachada delantera del cuerpo central de la casa. En la pared de enfrente había
dos bellas puertas dobles de caoba. También estaban cerradas, pero encontró las
llaves correspondientes en el llavero que le había proporcionado Boyle.
Al ver la casa; Walters
quedó sorprendido por la falta de señales de saqueo y vandalismo, pese a
hallarse situada tan lejos de las carreteras transitadas. Pero al abrir las
puertas dobles quedó más asombrado aún, pues la estancia estaba perfectamente
amueblada y en perfecto estado, salvo cierta cantidad de polvo y telarañas que
tampoco era excesiva. Daba la impresión de que todo seguía en su sitio;
teniendo en cuenta sobre todo lo apartada que estaba la casa y lo solitario del
paraje, le pareció raro que se hubiera salvado del saqueo y la destrucción
habituales en los edificios abandonados. Además, casi todo el mobiliario era de
época, auténtico, mucho más valioso que las piezas que suelen vender los
anticuarios. Toda la casa estaba construida en torno a esta habitación, que
tenía el techo muy alto, lo cual explicaba la mayor altura del cuerpo central
de la casa. La pared del fondo estaba ocupada por una chimenea enmarcada por
paneles de madera exquisitamente trabajados que, a la derecha, disimulaban un
escritorio empotrado y una vitrina situada encima de él. La pared donde se
abría la chimenea estaba coronada por una gran talla ornamental en cuyo centro
se habla instalado un espejo circular convexo de poco más de un pie de
diámetro. La talla tenía forma triangular y su ángulo superior llegaba casi al
techo. A uno y otro lado de la chimenea se extendía una librería que rodeaba
toda la habitación, excepto las puertas. Walters se dio cuenta en seguida de
que los estantes estaban repletos de libros muy antiguos. Se acercó y examinó
algunos de ellos. Nada posterior a Dickens podía encontrarse entre aquellos
tomos encuadernados en piel, muchos de los cuales estaban en latín u otros
idiomas. Encima de uno de los estantes había un telescopio. Las compactas
hileras de libros se veían interrumpidas de vez en cuando por pequeños adornos,
como tallas, figurillas y ciertos objetos que parecían aparatos antiguos. Sobre
la maciza mesa que ocupaba el centro de la estancia habla papeles, pluma, tinta
y varios gruesos libros de contabilidad, como si los acabaran de dejar ahí para
volverlos a utilizar en seguida.
Walters se preguntó qué
clase de cuentas podía haber llevado el anterior habitante de la casa. Se
acercó a la mesa y abrió uno de los libros. Le bastó una mirada para comprobar
que en ellos no se llevaba contabilidad alguna. Las páginas estaban cubiertas
de menuda caligrafía, tan apretada que cabían dos renglones en cada línea
impresa del libro. Leyó un renglón al azar: «… cogió al muchacho y se fue sin
dejar explicación, pero no importa. Ellos sabrán dónde se ha ido… » Abrió otro
tomo aún más antiguo y leyó: «… no cabe duda de que ella se ha ido y Wilbur
podía decir si él hará lo mismo. Las hogueras de Sentinel Hill y los
chotacabras chillando toda la noche, como cuando murió el viejo.» La presencia
de fechas indicaba que los libros de contabilidad contenían en realidad un
diario de algún tipo. Cerró el libro y se dio la vuelta, cuando de pronto fue
consciente de un leve sonido que — ahora se daba cuenta— había estado presente
en la casa desde un principio. Se trataba del tic-tac de un reloj.
¡Un reloj! ¡Y allí no había
vivido nadie desde hacía tres años, por lo menos! Se había quedado asombrado.
Alguien tenía que haber entrado en la casa para darle cuerda. Miró a su
alrededor y, en un nicho próximo a la puerta por donde había entrado vio un
extraño reloj de pared, de unos tres pies de alto y evidentemente tallado a
mano. La parte delantera de la caja del reloj estaba cubierta de extraños
dibujos: curvas enroscadas como serpientes y criaturas primitivas que parecían
como de alguna era prehumana, completamente ajena a la nuestra. Y, sin embargo,
estas figuras le produjeron el cosquilleo inquietante, casi electrizante, de un
terror que le resultaba familiar. Era como si algún rincón perdido de la
memoria, olvidado entre los tristes años de su infancia, las reconociera y
recordara, pero no pintadas en la caja de un reloj, sino en una realidad vaga y
neblinosa. En cualquier caso, el reloj le dejó fascinado y se estuvo
contemplándolo durante largo rato, hasta que se dio cuenta de que había sido
concebido para algo más que para señalar la hora. En efecto, los números y
letras de la esfera indicaban otra cosa que minutos y horas. O que días, si a
eso vamos. Apartó su atención del reloj y se retiró de la habitación. Había más
cosas que ver en la casa y se puso a explorarla sistemáticamente. Pero si
esperaba encontrar en el edificio alguna otra cosa tan fascinante como la
habitación central, quedó decepcionado. El resto de la casa era normal. Las
habitaciones estaban austeras si no escasamente amuebladas. Había dos
dormitorios, una cocina, una despensa, un comedor y un trastero. Bajo la
techumbre había tres cuartitos abuhardillados, usados también como trasteros o
desván, y un dormitorio. Las habitaciones abuhardilladas resultaban íntimas,
agradables y cómodas. Cada una tenía una ventana diseñada de un modo que él no
había visto nunca y que armonizaba perfectamente con la estructura de las
buhardillas.
Pensó que debía hacer
fotografías de la casa para añadirlas a su extensa colección. Los detalles
arquitectónicos del abuhardillado y las ventanas eran únicos. Pero había otros
aspectos de la casa que también despertaban su interés fotográfico y decidió
que aquélla era una buena ocasión para tomar una secuencia de fotografías antes
de que el sol se hundiera por el cielo de poniente y las sombras de los bosques
se agolparan sobre el edificio. Bajó por la estrecha escalera y salió hasta
donde tenía el coche. Sacó sus cámaras y accesorios y los preparó para el uso.
Empezó por el exterior, fotografiando la casa desde diversos puntos elevados y,
sobre todo, las ventanas de la buhardilla. Luego penetró en el interior y sacó
numerosas fotografías del gran gabinete central, del reloj —entre otras un
primer plano de los extraños dibujos de la caja—y, por fin, del espejo
semiesférico rodeado de la gran talla ornamental que dominaba el paño de la
chimenea. Así se procuró una completa información gráfica para ulteriores
referencias. Para entonces el día tocaba a su fin y Walters tenía que decidir
si se quedaba a dormir en la casa o si se iría a una fonda de algún pueblo
cercano. Teniendo en cuenta lo limpia y cuidada que estaba la casa, parecía
absurdo ir a pasar la noche a otro lugar. Y decidió dormir en el delicioso
dormitorio abuhardillado del piso superior. En consecuencia, subió allí su
equipaje y, cuando se hubo instalado, se dio cuenta de que necesitaba un mínimo
de provisiones: alimentos que no necesitaran mucha preparación, como galletas o
pastas quizá, cereales, leche, pan y mantequilla, junto con algo de fruta, si
la había, y queso. En el pueblo no había visto ninguna casa de comidas ni mucho
menos un restaurante, del que los solitarios habitantes de esta remota zona
rural no tenían evidentemente ninguna necesidad. Y también le hacía falta
petróleo para los quinqués vacíos que había en la despensa, aunque podía usar
las velas que había por las habitaciones y que ya estaban empezadas, además.
Tenía que volver a Dunwich
para hacer estas compras y se sintió como apremiado a hallarse de regreso en la
casa antes de que la noche envolviera los campos. Cerró la casa y partió al
momento. Cuando Walters subió los escalones del almacén se encontró con una
intensa mirada de expectación en el descarnado rostro de Tobías Whateley. Esto
le desconcertó. No cabía duda de que Tobías le estaba esperando, aunque no
consiguió imaginar por qué razón.
—Necesito algo de comida y
petróleo — dijo. Y, sin dar a Whateley ocasión de responder, enumeró
rápidamente todas las cosas que deseaba.
Whateley no se movió. Siguió
escrutando a Walters.
-¿Qué, se queda? — preguntó
por fin.
—Esta noche por lo menos —
respondió Walters— Quizá me quede unos días, hasta que decida qué hacer con la
finca.
—¡Qué hacer con la finca!
—repitió Whateley con asombro manifiesto.
—A lo mejor la pongo en
venta.
Whateley le lanzó una mirada
desconcertada.
—Ningún Whateley se la va a
comprar. Los que tienen estudios, a esos no les interesa ni tienen nada que
hacer en el campo. Y los otros, bueno, los otros ya tienen bastante con sus
tierras. Tendrá que vendérsela a un forastero.
Lo dijo como si la
posibilidad fuese tan remota que no mereciera la pena tomarla en consideración.
Esto picó a Walters, que respondió vivamente.
—Yo soy un forastero.
Whateley emitió un breve
ladrido que pretendía ser un a risita irónica.
—¡Ya lo creo que lo es! Y no
va a quedarse mucho por aquí, me digo yo. A lo mejor la puede vender en
Springfield o en Arkham o en Boston, pero no encontrará comprador por estas
partes.
—La casa está en perfecto
estado, Mr. Whateley.
El tendero le lanzó una
mirada llameante, casi feroz.
—¿Y no se ha preguntado
usted quién la cuida tan bien? En la casa no vive nadie desde que murió
Increase. Nadie ha ido tampoco por allí desde hace tres años. Aquí, primo, ni
para llevarle la compra hasta allí encontrarla a nadie.
Walters quedó un tanto
confuso.
—Tan bien cerrada como
estaba, no es de extrañar que se haya mantenido en buenas condiciones. Tres
años o son muchos. Aberath Whateley murió hace siete.
-¿Quién era Increase?
—Increase Brown decían que
se llamaba— contestó Watheley—. No sé quién era ni qué era — lanzó Walters una
mirada dura, desafiante—. Ni de dónde venía. Era de Aberath.
¡Qué extraña manera de
decirlo! —pensó Walters.
-Un buen día, estaba allí —
prosiguió el tendero—. Y después, todos los días estaba allí. Seguía a Aberath
como un perro. Y luego, otro día ya no estaba allí. Dicen que murió.
—¿Y no vino nadie a reclamar
su cuerpo?
—No — contestó secamente
Whateley.
Cada vez le parecía más
claro a Walters, para gran asombro suyo, que Tobías Whateley le miraba como con
cierto desprecio, como si él, Walters, careciera de determinado conocimiento
básico que debiera poseer. Esto le molestaba, pues Whateley era evidentemente
un palurdo que no debía haber terminado ni la escuela primaría. Resultaba
irritante que le mirara con tan mal disimulado desdén, sobre todo porque notaba
que su actitud no era la del rústico ignorante que siente antipatía instintiva
hacia todo hombre cultivado. Walters se sintió tan perplejo como irritado, y
luego la misma irritación se le fue desvaneciendo a medida que le aumentaba la
perplejidad. Watheley seguía hablando y sus palabras estaban llenas de extrañas
alusiones y referencias misteriosas. De vez en cuando lanzaba una mirada
especial a Walters, como esforzándose en captar algún signo de comprensión que
éste pudiera querer disimular.
Mientras escuchaba a
Whateley, su confusión iba en aumento. De lo que le dijo mientras colocaba en
el mostrador los encargos de Walters, se desprendía que Aberath Whateley, a
pesar de que «tenía estudios», era tan evitado por los Whateley cultivados como
por la rama socialmente degradada de la familia. En lo que respecta a Increase
Brown, era un personaje indefinido que, en el curso del monólogo de Whateley,
sólo quedó descrito como «descarnado» y «muy oscuro de piel», con ojos negros y
manos huesudas. «Nunca le hemos visto comer. Cuando murió Aberath, no vino
nunca a por comida.» Pero «siempre faltaba algún pollo y una vez un cerdo y
otra vez una vaca» y la gente decía «cosas malas». En suma, que Increase Brown
era detestado y temido, y también eludido, si bien no parece que fuera muy
difícil de eludir. Walters no pudo evitar la conclusión de que los habitantes
de Dunwich manifestaban hacia Brown algo más que la hostilidad común de muchos
campesinos ignorantes hacia los forasteros. Pero, cuando Whateley le miraba a
los ojos, disimulada o abiertamente, según los casos, ¿qué buscaba en ellos,
qué reacción esperaba? Whateley consiguió provocar en Walters la profunda e
inquietante convicción de que no sólo esperaba que reaccionara de una forma
determinada, sino que además tenía que reaccionar así. La inquietud no le
abandonó al salir del almacén ni de Dunwich. Cuando detuvo el coche junto a la
casa del bosque, seguía confuso y perplejo.
3
Tras una cena ligera, salió
a dar un paseo vespertino para reflexionar sobre qué, le convenía hacer. Pensó
que era una locura pretender vender la finca en Boston, pues la comarca de
Dunwich está demasiado lejos de este centro urbano y no posee atractivos para
ningún posible comprador que resida en las ciudades costeras. Sería mejor
ponerla a la venta en Springfield, pues Dunwich no está demasiado lejos de esta
ciudad, aunque precisamente por ello también era posible que la mala fama de
Dunwich hubiera llegado hasta allí y disuadiera a los inversores. Pero, incluso
mientras daba vueltas a este problema, él mismo se daba cuenta de su propia
falta de convicción. Todavía no estaba seguro de querer irse tan pronto de
allí. En la casa, y en lo que de ella se contaba, había algo que le interesaba
casi hasta la obsesión. Las insinuaciones y sugerencias de Whateley, añadidas a
las que tan casualmente había dejado caer el abogado Boyle, empezaban a
convencer a Walters de que quedaban muchas cosas por averiguar en la casa antes
de ponerla en venta. Además, la finca era suya y no tenía por qué quitársela de
encima a toda prisa, ni siquiera aunque otra parte de sí mismo estuviera
deseando regresar a Inglaterra.
Mientras paseaba dando
vueltas y más vueltas a estos problemas, el crepúsculo se fue convirtiendo en
noche cerrada y empezaron a brillar las estrellas entre las copas de los
árboles y por encima de la casa. Allí estaban Arturo y Spica, Vega se elevaba
por el nordeste y las últimas constelaciones del invierno se acercaban ya al
horizonte de poniente: Capella y los Gemelos seguían a Taurus y al gran Orión,
acompañado de los Canes, hasta más allá del borde occidental. La noche estaba
perfumada por los aromas del bosque, como por un almizcle vegetal que se mezclaba
con el olor a agua corriente del arroyo cercano y del propio Miskatonic, que
tampoco estaba muy lejos. También percibió como una marea creciente de sonidos
procedentes de los bosques próximos y del círculo de montañas que rodea a
Dunwich. Al principio sólo eran voces de pájaros: cantos y gritos cada vez
menos frecuentes de las aves diurnas, chillidos en aumento de las nocturnas.
Reflexionó sobre lo distinta que es la noche en el campo americano y en
Inglaterra. Aquí, en la zona centro septentrional de Massachusetts, no se oían
cucos ni ruiseñores, pero en cambio vociferaban los chotacabras y de vez en
cuando sonaba en las alturas el grito de alguna especie americana de halcón
nocturno, acompañado del estruendo del viento en sus alas al dejarse caer en
picado y enderezar el vuelo a continuación. Tampoco escaseaban las voces de
batracios, que parecían surgir no sólo del río sino también de cada charco o
marisma de los alrededores, formando un coro de gaitas ululantes típico de
aquella época del año.
Pero, mientras escuchaba,
percibió otros sonidos que no parecían provenir de ave ni de anfibio. Cesaron
los chillidos y el estruendo eólico del halcón nocturno y voces más extrañas
ocuparon su lugar, parecidas a notas de flauta o a cantos de gaita que ciertamente
no procedían de ranas ni de sapos. Se detuvo a escuchar. Y, aunque
distorsionados por la distancia, oyó inconfundibles gritos humanos que venían
de arriba y de lejos. De momento llegó a la conclusión provisional de que
provenían de las cumbres de las colinas; Además, en la cresta montañosa que se
recortaba por detrás de Dunwich sobre el cielo ya negro de la noche se veía el
resplandor de una hoguera. ¿Qué podía estar sucediendo allí? Pero había otros
ruidos extrañamente turbadores, ruidos animales de uno u otro tipo, pero que él
no había oído jamás a pesar de haber visitado parques zoológicos y hallarse
familiarizado con gritos, graznidos y trompeteos de muchos animales ajenos a
las islas Británicas, procedentes de todo el vasto ámbito de la Commonwealth.
Pero estos sonidos de ahora le resultaban absolutamente extraños y llenaban las
tinieblas de sugerencias horribles. En ciertos momentos la intensidad de las
voces parecía ir in crescendo, pero luego volvía a su volumen normal y se
mezclaba con los sonidos nocturnos de los bosques y las ciénagas, armonizando
extrañamente con la llamada incesante de los chotacabras y las ranas.
Por fin llegó a la
conclusión de que las casuales referencias de Boyle a lo raro y remoto que era
Dunwich podían estar relacionadas con algunas costumbres de sus habitantes.
Ejemplo de las mismas podía ser lo que estaba sucediendo aquella noche en las
colinas. Se encogió de hombros, descargándose de toda ulterior preocupación
sobre el tema, y regresó a la casa con intención de revelar las fotografías que
había tomado. Ya tenía planeado pasar así la velada y con esta finalidad había
instalado en ella su material de revelado. En la cocina había una bomba de
cisterna que le proporcionaría el agua necesaria y cualquier habitación de la
casa le serviría de cuarto oscuro, pues la casa estaba aún más oscura que los
bosques, iluminados por el vago resplandor de las estrellas. La falta de
electricidad, sin embargo, dificultaría un tanto sus preparativos. A pesar de
trabajar intensamente, tardó más de lo previsto en terminar la primera tanda de
fotografías y ponerlas a secar. Desde luego, no es que se hubiera olvidado de
revelar fotografías, pero no quedó del todo satisfecho con las que había tomado
en el interior de la casa, sobre todo en el despacho, esa curiosa habitación
central que era como un vértice en torno al cual se había construido el resto
de la casa. Además, en la fotografía que había hecho al motivo ornamental que
coronaba la chimenea encontró algo extraño que le sorprendió. La quitó, todavía
húmeda, de la cuerda y se la llevó a una habitación adyacente para verla con
mejor luz.
La pared y la talla
ornamental habían salido nítidas y muy bellas. Pero en el ojo del espejo habían
aparecido unas extrañas veladuras. Las examinó durante un rato, sintiéndose
cada vez más inquieto. No acababa de creerse lo que imaginaba ver, y lo que
imaginaba ver le producía honda desazón. Regresó al improvisado cuarto oscuro,
localizó el negativo en cuestión y se puso a ampliar la parte correspondiente al
motivo ornamental. Una vez realizado esto, volvió de nuevo a la habitación de
al lado y examinó fijamente el resultado de su trabajo. No había confusión
posible. Las veladuras que le habían llamado la atención eran las
inconfundibles siluetas de dos caras humanas. Una, la de un viejo con barbas,
miraba directamente afuera desde el cristal. La otra, la cara esquelética de
ave de presa, con la piel pegada a los huesos, se asomaba por detrás del
primero, ligeramente inclinada como en signo de sumisión al viejo, aunque en
realidad éste no parecía de más edad que el otro, pese a que llevara barba y el
rostro apergaminado del otro estuviese exento de todo ornamento piloso. El
asombro de Walters no conoció límites: De no tratarse de una fotografía, habría
catalogado tales siluetas entre las ilusiones ópticas. Pero una fotografía no
podía mentir y a él le fue imposible explicarse aquellas siluetas con razones
convincentes. Le extrañó no haberse fijado en ellas cuando estuvo contemplando
el adorno de la pared. Pero quizá su examen había sido demasiado rápido o había
algún reflejo en el cristal que le impidió distinguir las siluetas.
Inmediatamente cogió una de
las lámparas que estaban encendidas y se fue al despacho. Cuando se aproximaba
a las abiertas puertas del mismo su sorpresa aumentó más aún: dentro habla una
luz vacilante, como si se hubiera dejado una lámpara encendida en la
habitación. Sin embargo, no había entrado en ella desde que regresara a la casa
para revelar las fotografías. Dejó en el suelo la lámpara que llevaba, para que
le iluminase desde allí, y avanzó silenciosamente hasta el umbral del despacho,
donde se quedó inmóvil, paralizado. El resplandor provenía del ojo de cristal
que había en el centro del triángulo ornamental que remataba el paño de la
chimenea. El cristal estaba turbio, opalescente, y hervía de movimiento,
derramando una pálida luminosidad por toda la habitación. Parecía como si
alguna fuerza vital encerrada en él se esforzara por — y consiguiera—
manifestarse en el exterior. El cristal, lechoso como una piedra lunar, emitía
destellos ocultos e inesperados de todos los colores, rosa, verde pálido, azul,
rojo, amarillo. Walters permaneció contemplando durante algún tiempo las
cambiantes tonalidades y la nebulosa agitación del ojo de cristal. Luego se dio
la vuelta bruscamente y regresó a donde había dejado la lámpara. La cogió y
volvió a entrar en el despacho. Pero la luz de la lámpara ejerció un efecto
negativo sobre el resplandor del ojo redondo de la pared. Las arremolinadas
nubosidades se serenaron, disminuyó el resplandor, los destellos de colores se
inmovilizaron. Esperó un rato junto a la chimenea, vigilando, pero nada
sucedió. Todo había quedado en calma.
En un rincón de la estancia
había una escalera de mano que sin duda servía para alcanzar los libros de los
estantes más altos de la librería. Walters cruzó la habitación, la cogió y la
apoyó encima de la chimenea. Luego volvió a coger la lámpara y subió con ella
por la escalera hasta quedar casi a la misma altura que el insólito ornamento.
En primer lugar examinó atentamente el propio ojo redondo de la pared. Tras
escudriñarlo durante unos momentos, lo único que habría podido asegurar con
toda certeza es que no se trataba de ningún tipo corriente de espejo. Ni
siquiera estaba seguro de que fuera de cristal. Por su aspecto, y sin contar su
tamaño, podría haber sido un ópalo. Pero tampoco lo era. La talla que lo
enmarcaba era igual de desconcertante. El ojo parecía engastado en el centro
óptico del motivo ornamental, que tenía forma de frontón triangular. A primera
vista, su diseño parecía clásico y convencional. Pero ahora, a la luz de la
lámpara que sostenía Walters, ofrecía una inquietante semejanza con una especie
de pulpo enorme y ultraterreno, cuyo gigantesco ojo central era el espejo
convexo, opaco ya, aunque todavía empañado por una pálida luminosidad que a
veces incluso variaba de un modo muy especial. Todo ello ejercía tan poderosa
fascinación sobre Walters, que le resultaba difícil apartar la vista. Era como
si estuviera seguro de que iba a aparecer algo en el cristal. Y además, siempre
que dejaba deslizar la mirada por las tentaculares líneas de la talla, acababa
por volver al cristal convexo, como si algo fuera a suceder en él. Pero no pasó
nada. Que poseía cierta luminosidad propia era innegable, pero de dónde
procedía esa luminosidad constituía de momento un misterio insoluble.
Walters fue bajando de mala
gana los peldaños. Una vez en el suelo, volvió a contemplar la talla
triangular. Era innegable que los relieves componían una figura como de pulpo,
pero resultaba igualmente evidente que no representaban a un pulpo corriente.
Apagó la luz y esperó a comprobar los efectos de la oscuridad. Al principio
todo quedó tan oscuro que le fue imposible distinguir incluso las paredes. Pero
a los pocos momentos empezó a manifestarse una tenue iridiscencia. Para Walters
no supuso ninguna sorpresa observar que emanaba del ojo convexo situado en el
Centro del ornamento que coronaba la chimenea. Y la habitación volvió a
iluminarse con un leve resplandor, como un momento antes. El ojo convexo se
veía agitado de nuevo; en su interior se removía una especie de nube azotada
por un viento huracanado, que despedía vivos destellos de colores. Mientras
miraba el fenómeno e intentaba encontrar alguna explicación a las portentosas
propiedades del cristal, Walters se fue dando cuenta poco a poco de que,
mezclado a su interés, había cierto grado de compulsión. Era como si la
atención que concentraba en el ojo de la pared no fuera enteramente voluntaria,
como si alguna influencia exterior que no lograba definir le obligase a
mantener la vista fija en él. Al mismo tiempo, sus pensamientos tomaron un
rumbo insólito. Empezó a perder interés en el cristal y en sus curiosas
propiedades y se sintió cada vez más atraído por conceptos vagos, ambiguos,
relativos a vastas dimensiones y espacios desconocidos que existen más allá de
las escenas terrenas que le eran familiares. Y sintió que estaba siendo
arrastrado a un torbellino de sueños y teorías que le producían un profundo
desasosiego. Era como si estuviera cayendo en un pozo sin fondo.
Volvió a encender la
lámpara. Tardó unos momentos en recobrar la serenidad. El resplandor del ojo
convexo había vuelto a desvanecerse y la habitación había recuperado su
apariencia prosaica, si prosaica había podido resultar alguna vez. Sintió un
alivio considerable. Se dio cuenta, además, de que se le habían empezado a
formar en la frente finas gotitas de sudor. Se las enjugó. Cualquiera que fuese
el origen de la experiencia que acababa de vivir, había sido extraordinaria. Se
sentó, tembloroso aún, e intentó reflexionar sobre cómo había sucedido y por
qué. Era evidente que el ojo de la pared no era sólo un adorno. ¿Quién lo había
instalado allí? Volvió a subir por la escalera y, a la luz de la lámpara,
examinó la talla con la máxima atención. No descubrió ningún signo que le
permitiera calcular su edad. El cristal parecía haber sido instalado allí
cuando se construyó la casa. Sería, pues, interesante averiguar detalles sobre
su construcción. Y, como muy probablemente en Dunwich ya no vivía nadie de
aquella época, tendría que investigar por otro lado. También debería averiguar
todo lo que pudiera de sus anteriores habitantes. Quizá hubieran sufrido
experiencias análogas, o incluso más intensas y duraderas que la suya. Esta
posibilidad le llenó de inquietud pero, a la vez, de excitación y curiosidad.
Se le ocurrió entonces
pensar que, si pretendía realizar esa investigación, su estancia en la casa de
Aberath Whateley tendría que prolongarse mucho más de lo previsto en un
principio. Relativamente serenado, volvió a bajar de la escalera. Apartando
resueltamente de sus pensamientos el extraordinario ojo mural, regresó al
cuarto oscuro para echar una mirada a las fotografías que allí se estaban
secando y luego subió al dormitorio abuhardillado donde había decidido pasar la
noche. Ya era muy tarde y estaba cansado. Bajó la mecha de la lámpara y abrió
la ventana. En el exterior todo seguía como antes: los chotacabras, las ranas,
los insólitos gritos y sonidos de los montes sombríos. La ventana miraba hacia
el pueblo de Dunwich. Al asomarse vio que había desaparecido la fogata de la
Montaña Redonda. Pero en cambio había otra hoguera encendida en la cumbre de
una de las colinas del fondo, a la izquierda, detrás de la carretera secundaria
que le habla traído a Dunwich. Los sonidos que tanto le habían llamado antes la
atención provenían ahora de allí.
Se desnudó y se metió en la
cama. Pero a pesar de estar cansado no se pudo dormir. Una multitud de
pensamientos se le aglomeraba en la mente, sumándose al obbligato de los
sonidos que venían del campo. Acaso Tobías Whateley tuviera más cosas que
decirle. Pero si pudiera localizar a alguno de los Whateley «con estudios», sin
duda se enteraría más de la realidad y menos de supersticiones aliñadas con
sugerencias oblicuas e insinuaciones oscuras y desdeñosas. La biblioteca de
Springfield tal vez pudiera proporcionarle datos sobre la edificación de la
casa. En cualquier caso, alguna información contendría sobre la historia de la
familia Whateley, que tanta preeminencia habla mantenido durante generaciones
en la comarca. Mientras yacía tendido en el lecho comenzó poco a poco a
percibir la presencia de la casa, por así decirlo, como si se tratara de una
entidad viva que le tenía a él de huésped y le imponía sus propias condiciones.
El corazón de la entidad estaba situado sin duda en el despacho de abajo, pues
de allí emanaba el ánima que daba ser a la casa. Walters lo sintió como una
fuerza que todo lo arrastrara hacia sí misma y tuvo que efectuar cierto
esfuerzo de voluntad para no abandonar la cama y descender nuevamente a aquella
habitación. ¡Era extraordinario! Se sintió sucesivamente dominado por la
fascinación, los presentimientos, la alarma, el miedo… y por una especie de
consciencia sobrenatural que le hacía sentirse como al borde de algún
descubrimiento trascendental, como si en los próximos momentos fuera a
revelársele un conocimiento supremo que le conferiría cierto tipo de
inmortalidad.
Por fin se durmió a altas
horas de la noche, cuando ya se habían callado los chotacabras. Sólo croaban
unas pocas ranas y la noche era apacible. A partir de medianoche habían cesado
por completo los sonidos de las colinas que tanto le habían intrigado. Pero su
dormir fue perturbado por multitud de sueños extraños, distintos de todos los
que había tenido hasta entonces. Soñó con su primera infancia y con alguien que
era su abuelo en el sueño, pues él no guardaba el menor recuerdo consciente del
padre de su padre. También soñó con vastas construcciones megalíticas, con
paisajes ajenos a todo lo conocido, con gélidos espacios interestelares. Y,
despertando entre sueños, tuvo la constante sensación de que en la casa había
una pulsación, como si sus mismas paredes palpitasen con un latido secreto.
4
Por la mañana cogió el coche
y se fue a Springfield. Después de comer en un restaurante de la ciudad, se
acercó a la biblioteca pública y se dio a conocer al bibliotecario, que era un
caballero de cierta edad llamado Clifford Paul, según rezaba el cartelito
instalado encima de la mesa. Walters le explicó la índole de sus pesquisas.
—Bien — dijo Paul—, ha
venido usted al sitio adecuado, Mr. Walters. Tenemos en archivo datos
referentes a la casa a que usted se refiere y también a los Whateley en
general. Es una familia muy antigua. Y blasonada además. Ahora están en plena
decadencia, según tengo entendido. Pero aquí nos interesa sobre todo el pasado.
El presente, menos.
Fue conducido a la sala de
lectura, y al poco depositaron ante él una historia del condado y varios
voluminosos legajos. Empezó por la historia del condado. Era uno de esos tomos
pesados llenos de artículos auto y biográficos de autores diversos,
generalmente parientes del biografiado, y publicados a expensas de las familias
mencionadas en sus páginas. Casi toda la información que contenía era meramente
factual y desesperadamente prosaica. Encontró una mala reproducción de una mala
fotografía de Cyrus Whateley. Se parecía inquietantemente a alguien que había
visto hacía no mucho, lo cual era un absurdo evidente. Su nota biográfica
resultaba decepcionante, la había heredado de sir Edward Orme, quien la había
adquirido de un tal Dudley Ropes Glover, que a su vez la había heredado de Sir
Edward Orme, quien la había construido en 1703, veinte años antes de
desaparecer tras una larga estancia en Europa. Glover también había vendido la
casa tras estar ausente largas temporadas de ella, también en Europa. Y en
cuanto a la casa, esto era todo. De Cyrus Whateley tampoco decía mucho más:
también había viajado, se habla casado dos veces y había tenido dos hijos, uno
de cada matrimonio; uno de los hijos le había heredado y el otro se había ido
de casa cuando era joven y no se había vuelto a saber de él. Nada se decía
sobre las ocupaciones de Cyrus Whateley, salvo que era «terrateniente» (y
probablemente especulaba con la tierra). No había ninguna nota biográfica de
Aberath Whateley, el hijo de Cyrus que había heredado la finca.
Sin embargo, el legajo
relativo a la familia Whateley era otra cosa muy distinta. En él, si acaso;
había demasiados datos. Se iniciaba con una historia, concisa pero completa, de
la familia Whateley en la comarca de Dunwich, desde su llegada en 1699,
procedente de Arkham, hasta 1920, año en que se había publicado la historia del
condado. Era evidente que la había redactado para incluirla en dicho volumen
pero que luego habían prescindido de ella. Contenía un vasto árbol genealógico
en el que figuraban Aberath y su hermano desaparecido, Charles. También había muchas
biografías breves de miembros de la familia, generalmente en forma de notas
necrológicas, tomadas del Springfield Republican o del Arkharn Advertiser. Pero
había asimismo otros documentos y escritos sin clasificar, y Walters decidió
dedicar más atención a éstos que a las notas necrológicas oficiales, pues quien
se habla ocupado de incluirlos en el legajo poseía mucha más imaginación que el
término medio de los bibliotecarios. Estos documentos trataban de asuntos y
hechos locales relacionados de una u otra forma con los Whateley. En uno de
ellos, por ejemplo, se reproducía un apasionado sermón pronunciado en 1787 por
el reverendo Jeptha Hoag, llegado de Arkham para ponerse al frente de la
Iglesia Metodista de Dunwich: «Dícese de cierta familia de estos contornos que
se han asociado con el diablo y que crían monstruos, así por artes mágicas como
por los pecados de la carne. Pero, ya hace cuarenta años, mi predecesor el
reverendo Abijah Hoadley predicó sobre este terna desde el púlpito de la
Iglesia Congregacionista de este mismo pueblo. Estas fueron entonces sus
palabras: “Admitirán vuestras mercedes que tales Blasfemias, proferidas por una
infernal Hueste de Demonios, son Cuestiones asaz Conocidas que es inútil negar.
Las malditas Voces de Azazel y Buzrael, de Belcebú y Belial, se escucharon como
surgidas de la Tierra y aún viven más de veinte testigos que las oyeron.
Todavía no se han cumplido más de dos semanas desde que yo mismo escuché un
claro Discurso de los Poderes malignos en la Colina que hay detrás de mi Casa,
donde también escuché Repiqueteos y Temores, Quejidos, Chillidos y Silbidos que
no los producen Seres de esta Tierra, sino que provienen de esas Cavernas
secretas que sólo la Magia negra puede descubrir y el Diablo destapar. Yo
también he oído esos ruidos en las colinas y son maullidos y cacofonías que no
vienen de esta Tierra nuestra. ¡Estad avisados, pues sabéis de quién hablo! »
El sermón seguía en este
mismo tono, pero estaba reproducido tan extensamente que, pese a su interés,
Walters se cansó de leerlo. Anexo al mismo documento había un artículo
evidentemente relacionado con él. Era una reseña de la clausura de la Iglesia
Metodista de la localidad, decidida por la mayoría de sus feligreses en vista
de la «imprudencia» cometida por el reverendo Jeptha Hoag, en primer lugar y,
en segundo, por su inexplicable ausencia, ya que el reverendo Hoag parecía
haberse reunido en el limbo con su colega de cuatro decenios antes, el cual
también había desaparecido antes de transcurridos treinta días de haber
pronunciado su sermón contra los poderes de las tinieblas. En un sobre abultado
encontró recortes de índole más o menos humorística sobre «Extraños
Acontecimientos en Dunwich», como anunciaba uno de los titulares. Los recortes
procedían principalmente del Arkharn Advertiser y contenían relatos, escritos
en tono festivo, sobre ciertos «monstruos» a los que habían dotado de vida
ficticia, mediante, conjuros, los borrachines de Dunwich. Walters los leyó con
cierto regocijo, pero no pudo ignorar la evidencia de que en Dunwich realmente
había sucedido algo. Y algo fuera de lo común, pues algún personaje de la
Universidad del Miskatonic había conseguido impedir su acceso a la prensa una
vez que el Advertiser se había divertido con sus lucubraciones sobre el tema.
Asociada con los acontecimientos de Dunwich había también una muerte, la de un
tal Wilbur Whateley, que había tenido lugar inmediatamente antes de que
ocurrieran, pero no en Dunwich sino en el recinto de la propia Universidad del
Miskatonic. No menos divertidos resultaban otros recortes adicionales
procedentes del Aylesbury Transcript, pero tampoco aquí el tono de burla
conseguía ocultar el hecho de que durante el verano de 1928 habían ocurrido en
Dunwich sucesos muy extraños que habían culminado en septiembre del mismo año.
Todavía no hacía siete años,
pensó Walters. En los papeles se mencionaba el nombre de un tal Dr. Henry
Armitage, bibliotecario de la Universidad del Miskatonic, en relación con los
sucesos de Dunwich. Walters anotó mentalmente la posibilidad de explorar si el
Dr. Armitage seguía accesible o en condiciones de ser entrevistado para el caso
de que decidiera seguir por ese lado sus investigaciones sobre los antecedentes
históricos de la familia Whateley. En realidad no había nada concreto en los
«Acontecimientos» ocurridos en la comarca de Dunwich; los únicos hechos
definitivamente establecidos parecían limitarse a la muerte de numerosas
cabezas de ganado y otros animales y a la desaparición de ciertos lugareños,
pero, incluso en lo referente a estos últimos, sus nombres aparecían
modificados e incluso cambiados en las distintas reseñas. Entre ellos, además,
no figuraba ningún Whateley, aunque sí — una vez— un tal Bishop que estaba
emparentado con dicha familia. Tampoco era posible determinar su grado de
parentesco, pues el árbol genealógico de los Whateley abundaba en otros
apellidos, como Bishop, Hoag, Marsh y varios más. Hasta era posible que el
reverendo Hoag, que tan atolondradamente había acusado a una de las familias de
Dunwich — y Walters abrigaba la fuerte sospecha de que el blanco del sermón no
era otro que los Whateley—, fuera algún primo lejano de la familia.
Dirigió su atención al árbol
genealógico y lo examinó con más detalle. Buscó entre sus ramas al reverendo
Jeptha Hoag pero no lo encontró, a pesar de que allí había enumerados una
docena de Hoag. También se advertía con toda claridad que se había producido un
número considerable de matrimonios entre primos, como Elizabeth Bishop con
Abner Whateley, Lavinia Whateley con Ralsa Marsh, Blessed Bishop con Edward
Marsh, etc. Así, la degeneración genética de la estirpe había contribuido a la
decadencia y degradación de la familia o, al menos, de aquella rama de la
familia que tenía costumbre de referirse a los demás como «los que tienen
estudios».
Walters no sabía qué hacer
con toda esta información y se volvió a sentar para reflexionar. En realidad no
había averiguado mucho más que lo que ya sabía por el abogado Boyle: que
Dunwich era un lugar perdido y olvidado, que la familia Whateley se hallaba en
plena decadencia y que se contaban muchas cosas extrañas de Dunwich,
probablemente muy exageradas por los más supersticiosos del vecindario y
ridiculizadas en idéntica medida por los que se consideraban exentos de
creencias supersticiosas. Sin embargo, le daba la impresión de que el material
archivado era de lo más singular — aunque decidió no seguir leyendo, pues sólo
parecía contener variaciones sobre el mismo tema— y de que, por debajo de los
hechos referidos discurría una extraña corriente escondida que le inquietaba
profundamente. Más allá de su propia comprensión consciente, Walters se sentía
irresistiblemente vinculado a lo que acababa de leer. Aunque se dijo a sí mismo
que no podía dedicar más tiempo al legajo Whateley, la realidad es que sentía
una incomprensible repugnancia a seguir leyendo. Cerró el legajo y lo devolvió
al bibliotecario.
—Confío en que le haya sido
de utilidad, Mr. Walters —dijo Paul.
—Desde luego que lo ha sido,
muchas gracias. Si tengo tiempo, quizá venga otro día a examinarlo otro poco.
—Cuando usted quiera —
respondió el bibliotecario y, tras cierta vacilación, añadió—: ¿Debo entender
que es usted pariente de los Whateley?
—He heredado una propiedad
que era suya — dijo Walters— pero, que yo sepa, no tengo ningún parentesco con
ellos.
—Perdóneme — dijo
apresuradamente Paul—. Había pensado que… Bueno, conozco a algunos Whateley y
me había parecido observar en usted cierto parecido superficial con ellos. Pero
supongo que un parecido superficial también se puede encontrar entre personas
que no tengan ningún parentesco.
-Así es, en efecto — convino
amablemente Walters. Pero se sentía molesto y, a la vez, un tanto alterado.
Tobias Whateley no se había preocupado de ocultar su convencimiento de que
existía parentesco: le había llamado «primo», si bien con algún ribete de
menosprecio en la voz. Mr. Paul, en cambio, había formulado con el mayor
respeto su observación y ahora parecía tan contrito que Walters se sintió
inclinado a añadir: —Naturalmente, puede que exista algún lejano lazo familiar.
El árbol genealógico es muy extenso y no estoy al tanto de cómo la finca llegó
a poder de mi difunto padre.
—¿Puedo preguntarle de qué
finca se trata?
—Así es, en efecto — convino
amablemente Walters.
El rostro de Mr. Paul se iluminó.
—Ese Mr. Whateley era…
Walters le interrumpió,
sonriendo.
—No me lo diga. Los
lugareños de Dunwich le habrían catalogado entre los Whateley que «tienen
estudios».
—Eso mismo le iba a decir
replicó el bibliotecario.
—Y veo claramente que tal
circunstancia da una imagen más favorable de ese supuesto parentesco. No lo
niegue, Mr. Paul.
-No lo niego. Realmente se
cuentan cosas terribles de la otra rama, Mr. Walters. Ya las irá descubriendo,
no me cabe, duda. Sé que esos recortes que ha estado usted examinando tratan
muy por encima del tema, pero en ellos hay más o menos dosis de verdad y estoy
convencido de que han ocurrido cosas muy extrañas, e incluso me atrevo a decir
horribles, en algunos puntos remotos de la comarca de Dunwich.
—Como en muchas otras
remotas comarcas del mundo —puntualizó Walters.
Salió de la biblioteca con
una curiosa mezcla de sentimientos. No podía descartar por completo la
posibilidad de estar emparentado con el clan Whateley. Su padre había hablado
poco de sus antecedentes familiares, pero nunca había ocultado que era
americano. La idea no le producía ningún placer especial, pero, por otra parte,
tampoco le parecía viable oponerse a ella. Su actitud ambivalente le producía
desasosiego. Se sentía atraído y repelido a la vez. Nunca hubiera creído que la
Inglaterra que había dejado hacía tan poco tiempo le pudiera parecer ahora tan
lejana. La campiña de Dunwich — hacia donde había puesto rumbo en el coche—
despertaba en él una atracción indefinible, pero no sólo porque la naturaleza
rústica y silvestre de la comarca ofreciera un sombrío atractivo estético, sino
también porque en ella palpitaba algo absolutamente ajeno que le impulsaba,
cada vez más deprisa, cada vez más enloquecidamente, hacia alguna meta inmensa
y desconocida. Meta que, al ritmo acelerado que llevaba la humanidad,
resultaría fatalmente destructiva para la civilización e incluso para el
hombre.
Cuando llegó a la casa, ésta
parecía estarle esperando, como si hubiera estado acechando su regreso. La
extraña presencia era casi tangible, pero no logró identificar su procedencia,
aunque volvía a experimentar la impresión de que la habitación central
constituía el corazón de la casa. Casi esperaba escuchar, de un momento a otro,
la misma singular pulsación que había percibido durante la noche. Esta absurda
impresión pasó, pero, al entrar en la habitación central, sufrió otro
sobresalto. La habitación, ahora que la vela, parecía haber sido arreglada para
recibir compañía. La silla estaba colocada junto a la mesa y encima de ésta se
hallaban dispuestos los falsos libros de contabilidad. Cruzó la estancia y se
sentó ante la mesa. Ya había hojeado anteriormente los libros, pero ahora abrió
la tapa del primero de ellos y descubrió un sobre aplastado en cuya superficie
había escrito: «Para El Que Vendrá».
No estaba cerrado. Lo tomó y
extrajo de él la delgada hoja de papel plegado que contenía.
«Para Charles — leyó— o para
el hijo de Charles o para el nieto de Charles o para El Que Viene Después…
«Lee y sabrás. Así estarás
preparado para esperar a Los Que Vigilan y podrás cumplir lo que te ha sido
destinado.»
No tenía firma y la
caligrafía era desigual e incierta.
Fin
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