La
Hechicería de Aphlar
Duane W. Rimel y H.P. Lovecraft
(Un relato de terror del escritor norteamericano Duane W. Rimel, escrito en colaboración con H.P. Lovecraft)
El consejo de los doce,
reunido en el estrado de joyas celestiales, ordenó que Aphlar fuera arrojado
más allá de las puertas de Bel-haz-en. Se sentaba solo demasiado a menudo, decretaron,
y meditaba tristemente cuando el trabajo habría tenido que ser su mayor
alegría. Y en sus oscuras y escondidas investigaciones leyó con demasiada
frecuencia aquellos papiros de edades primitivas que descansan en el santuario
Guothic y sólo suelen ser consultados por raros y especiales propósitos.
La crepuscular ciudad de
Bel-haz-en había vuelto la espalda al conocimiento. No hacía mucho que los
filósofos, sentados en las esquinas de las calles, dirigían sabias palabras a
las gentes, pero ahora la ignorancia y la estupidez reinaban entre los
desmoronados e inmemorialmente antiguos muros. Allí donde la sabiduría de las
estrellas había florecido, sólo la debilidad y la desolación ocupaban ahora su
puesto, extendiéndose como una monstruosa plaga y mamando su asqueroso alimento
de los estúpidos habitantes. Y, surgidas de las aguas del Oll, que se retorcía
desde las montañas de Azlakka hasta atravesar la vieja ciudad, caían muy a
menudo grandes nubes de pestilencia que atormentaban a los afligidos moradores,
haciéndoles empalidecer y llevándoles a la muerte. Todo esto les hizo abandonar
la búsqueda de la sabiduría. Y ahora el consejo expulsaba al último y más
grande de los sabios que había entre ellos.
Aphlar vagabundeó hasta las
montañas, muy lejos sobre la ciudad, y construyó una caverna para protegerse
del calor del verano y los escalofríos del invierno. Allí estudió en silencio
sus rollos y expuso su inmensa sabiduría al viento entre los riscos ya las
aladas golondrinas. Todos los días se sentaba y vigilaba el valle o hacía
extraños dibujos con trocitos de piedra y cantaba para ellos, pero sabia que un
día u otro los hombres buscarían la caverna y le matarían. La astucia de los
doce no podía ser burlada.
¿Acaso no oía desgarradores
gritos por la noche, bajo las dos redondas lunas, clamando por el último de los
arrojados sabios, cuando las gentes pensaban que había logrado escapar a salvo?
¿Acaso no había visto con sus propios ojos las acuchilladas formas de los
sacerdotes flotando sobre las envenenadas aguas? Sabía que ningún león había
matado al viejo Azik, mas dejó que el consejo creyera en su fuerza. ¿Acaso
algún león golpea con una espada y abandona su presa sin devorarla?
A lo largo de muchas
estaciones Aphlar siguió sentado en la montaña, contemplando cómo el fangoso
Oil atravesaba la brumosa distancia que le separaba de la tierra por la que
nunca volvería a aventurarse. Pronunció sus palabras de sabiduría para los
caracoles que se afanaban en la tierra bajo sus pies. Parecían entenderle, y
ondulaban sus viscosas antenas entre ellos antes de desaparecer de nuevo bajo
las arenas. En las noches de luna trepaba a la colina sobre su caverna y hacía
extrañas ofertas al dios-luna Alo; y cuando los pájaros nocturnos oían el
sonido se acercaban y escuchaban los susurros. Y cuando extraños seres alados
revolotearon en el oscurecido cielo y se recortaron confusamente contra la
luna, Aphlar estuvo contento. Aquel a quien se había dirigido se había dignado
enviarle una señal como respuesta. Sus pensamientos habían llegado muy lejos, y
sus plegarias habían sido ofrecidas a las pálidas quimeras del crepúsculo.
Por aquel entonces, un día,
después de la crecida matinal, Aphlar bajó de su silla de tierra y descendió a
grandes pasos por la rocosa ladera de la montaña. Sus ojos no prestaban
atención a la putrefacta y amurallada ciudad, sino que miraban fijamente hacia
el río. Cuando estuvo cerca del lodoso borde se detuvo y contempló el seno de
la corriente. Un pequeño objeto flotaba cerca de los juncos y Aphlar lo rescató
con tierna y curiosa solicitud. Luego, ocultando la cosa entre los pliegues de
sus ropas, volvió de nuevo a su caverna en las colinas. Todos los días se
sentaba y contemplaba el objeto; ya rebuscando una y otra vez entre sus mohosas
crónicas y murmurando terribles sílabas, ya dibujando tenues figuras sobre un
trozo de pergamino.
Esa noche la luna gibosa se
alzó, pero Aphlar no trepó sobre su vivienda; extraños pájaros nocturnos
volaron frente a la boca de la caverna, gorjearon extrañamente, y desaparecieron
de nuevo entre las sombras.
Muchos días pasaron antes de
que el consejo enviara sus mensajeros de muerte; pero, por último, llegó el
momento adecuado, y siete hombres de oscuro ceño subieron a las colinas. Mas
cuando los siete ceñudos enviados alcanzaron la caverna no hallaron al sabio
Aphlar. En cambio, pequeñas matas de hierba habían brotado sobre su silla de
tierra. Todo lo que allí había eran papiros confusos y mohosos, con figuras
indistintas pintadas sobre ellos. Los siete se estremecieron y huyeron en el
acto cuando contemplaron aquellas cosas, pero mientras el último hombre se
retiraba agitadamente vio una cosa redonda y desconocida que yacía sobre el
suelo. La recogió y sus compañeros se aproximaron llenos de curiosidad; mas
sólo vieron sobre ella extraños símbolos que no sabían leer, pero que les
hicieron encogerse y temblar sin saber el motivo.
Entonces el que la había
encontrado la arrojó rápidamente al escarpado precipicio que había junto a
ellos, pero no llegó ningún sonido desde la pendiente por la que debía haber
caído. Y el lanzador tembló, temiendo muchas cosas que no eran conocidas, sino
tan sólo susurradas oscuramente.
Entonces, cuando contó cómo
la esfera que había cogido parecía de piedra salvo por su peso; y cómo se había
quedado flotando en el aire como las semillas de cardo, él y los seis que le
acompañaban huyeron con el rabo entre las piernas de aquel lugar y juraron que
era un lugar maldito.
Pero después de que ellos se
fueron, un caracol se arrastró lentamente desde una hendidura arenosa e intentó
deslizarse hacia donde los matojos de hierba crecían. Y, cuando alcanzó el
lugar, extendió sucesivamente dos viscosas antenas y las inclinó extrañamente
hacia abajo, como si ansiara avizorar eternamente el sinuoso río.
Fin
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