Howard
Phillips Lovecraft
Denys Barry se ha ido a alguna región
remota y espantosa que desconozco. Estuve con él la última noche que pasó
entre los hombres, y ol sus gritos cuando ocurrió; pero los campesinos y la
policía del condado de Meath no llegaron a encontrarle a él ni a los demás,
aunque batieron el terreno hasta muy lejos. Y ahora me estremezco cuando oigo
cantar las ranas en los pantanos, o veo la luna en parajes solitarios.
Conocí bastante bien a Denys Barry en
América, donde se había hecho rico, y le felicité cuando compró nuevamente el
viejo castillo junto al pantano del soñoliento pueblo de Kilderry. Su padre
procedía de Kilderry, y allí era donde deseaba disfrutar de su riqueza, en
medio de escenarios ancestrales. Los hombres de su sangre habían gobernado en
otro tiempo Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero esos
tiempos quedaban ya muy atrás, de modo que durante generaciones, el castillo
permaneció vacío y en ruinas. Después de su regreso a Irlanda, Barry me
escribió a menudo, contándome cómo iba levantándose el castillo gris, torres
tras torre, bajo sus cuidados, y recobrando su antiguo esplendor, cómo la
hiedra comenzaba a trepar lentamente por las restauradas murallas igual que
había trepado hacia muchos siglos, y cómo los campesinos le bendecían por
rememorar los viejos tiempos con el oro procedente del otro lado del océano.
Pero pasado un tiempo, surgieron los problemas, los campesinos dejaron de
bendecirle, y le rehuyeron como a la desgracia. Y fue entonces cuando me
escribió pidiéndome que le visitara, ya que se había quedado solo en el
castillo, y no tenía con quien hablar, salvo los nuevos criados y braceros que
había contratado en el norte.
La causa de dichos problemas estaba en
el pantano, como Barry me contó la noche en que llegué al castillo. Fue un
atardecer de verano cuando puse los pies en Kilderry, momento en que el oro del
cielo iluminaba el verde de los montes y arboledas y el azul del pantano, donde
en un lejano islote resplandecían espectralmente unas ruinas antiguas y
extrañas. El crepúsculo era muy hermoso, pero los campesinos de Ballylough me
previnieron contra él, y dijeron que Kilderry se había convertido en un lugar
maldito, de modo que casi me estremecí al ver los altos torreones del castillo
dorados como el fuego. El automóvil de Barry me esperaba en la estación, ya que
Kilderry quedaba lejos del ferrocarril. Los lugareños se habían apartado del
coche y de su conductor, que era un hombre del norte; pero hablaron conmigo en
voz baja y con cara pálida cuando vieron que iba a ir a Kilderry. Y esa noche,
después de nuestra reunión, Barry me dijo por qué.
Los campesinos se habían ido de Kilderry
porque Denys Barry iba a desecar el gran pantano. A pesar de todo su amor por
Irlanda, América no había dejado de influir en él, y detestaba ver
desaprovechado el hermoso y vasto lugar, cuando podía sacarse turba y roturar
su tierra. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no le conmovieron, y se
rió al principio cuando los campesinos se negaron a ayudarle; luego le
maldijeron, recogieron sus escasas pertenencias, al ver su determinación, y se
marcharon a Ballylough. Barry mandó traer braceros del norte para que ocuparan
sus puestos; y cuando le dejaron sus criados, los sustituyó del mismo modo.
Pero estaba solo entre extraños, y esa era la razón por la que Barry me había
pedido que fuese con él.
Cuando me enteré de cuáles eran los
temores que habían movido a la gente a abandonar Kilderry, me reí como se había
reído mi amigo, porque estos temores eran de lo más vagos, disparatados y
absurdos. Se referían a cierta leyenda ridícula acerca del pantano, y de un
siniestro espíritu guardián que moraba en las extrañas y antiguas ruinas del
lejano islote que yo había visto en el crepúsculo. Corrían historias sobre
luces que danzaban en la oscuridad cuando no había luna, y vientos fríos que
soplaban cuando la noche era cálida; sobre espectros blancos que revoloteaban
por encima de las aguas, y de una imaginada ciudad de piedra que había debajo de
la pantanosa superficie. Pero por encima de todas estas espectrales fantasías,
y única en su absoluta unanimidad, estaba la que hacía referencia a una
maldición que aguardaba a quien se atreviese a tocar o desecar el inmenso
marjal rojizo. Había secretos decían los campesinos, que no debían desvelarse;
secretos que permanecían ocultos desde aquella peste que sobrevino a los niños
de Partholan, en los fabulosos tiempos anteriores a la historia. En el Libro
de los Invasores se cuenta que estos hijos de los griegos fueron enterrados
todos en Tallaght, pero los ancianos de Kilderry decían que una ciudad fue
salvada por su patrona la diosa-luna, de suerte que los montes boscosos la
ocultaron cuando las hordas de Nemed llegaron a Scythia en sus treinta barcos.
Esas eran las fantásticas historias que
habían impulsado a los lugareños a abandonar Kilderry; y al oírlas, no me
extrañó que Denys Barry se hubiese negado a escucharlas. No obstante, él sentía
un enorme interés por las antigüedades, y propuso que explorásemos enteramente
el pantano tan pronto como lo hubiesen desecado. Había visitado con frecuencia
las blancas ruinas del islote; pero si bien era evidente que su antigüedad era
muy remota y su trazado muy distinto de los de la mayoría de las ruinas irlandesas,
estaba demasiado avanzado su deterioro para poder dar una idea de sus tiempos
de esplendor. Ahora, el trabajo de desecación estaba a punto de empezar, y los
braceros del norte estaban dispuestos a despojar al pantano prohibido de su
musgo verde y de su brezal rojizo, y a matar los minúsculos arroyuelos y las
plácidas charcas azules bordeadas de juncos.
Me sentía ya muy soñoliento cuando Barry
terminó de contarme estas cosas; los viajes del día habían sido agotadores, y
mi anfitrión estuvo hablando hasta bien avanzada la noche. Un criado me condujo
a mi aposento, situado en una torre apartada que dominaba el pueblo, la
llanura que se extiende al borde del pantano, y el pantano mismo; así que desde
mi ventana podía contemplar, a la luz de la luna, los mudos tejados de los que
habían huido los campesinos, y que ahora cobijaban a los braceros del norte, y
también la iglesia parroquial con su antiguo campanario; y allá lejos, en
medio de las aguas melancólicas, las ruinas antiguas y remotas del islote
brillando blancas y espectrales. Justo cuando me tumbé en la cama para dormir,
me pareció oír débiles sonidos a lo lejos; sonidos frenéticos, semimusicales,
que provocaron en mi extrañas agitaciones que tiñeron mis sueños. Sin embargo,
al despertar a la mañana siguiente, comprendí que no había sido más que un
sueño, ya que mis visiones fueron mucho más prodigiosas que el frenético sonido
de flautas de la noche. Influido por las leyendas que Barry me había contado,
mi mente había vagado en sueños por una majestuosa ciudad enclavada en un verde
valle, donde las calles y las estatuas de mármol, las villas y los templos,
los relieves y las inscripciones, proclamaban en distintos tonos el esplendor
de Grecia. Cuando le conté mi sueño a Barry, nos reímos los dos. Pero aún me
reí más al ver lo perplejo que tenían a Barry los braceros del norte: era la
sexta vez que se levantaban tarde; se habían despertado con gran torpeza y
lentitud, y andaban como si no hubiesen descansado, aunque sabíamos que se
habían acostado temprano la noche anterior.
Esa mañana y esa tarde vagué a solas por
el dorado pueblo, deteniéndome a hablar de vez en cuando con los abúlicos
labriegos, ya que Barry estaba ocupado con los proyectos finales para acometer
la obra de drenaje. Y comprobé que los labriegos no eran todo lo felices que
podían ser, ya que la mayoría se sentían desasosegados por alguna pesadilla
que habían tenido, aunque no conseguían recordarla. Yo les conté mi sueño; aunque
no se mostraron interesados, hasta que les hablé de los sonidos espectrales que
había creído oír. Entonces me miraron de manera especial, y dijeron que les
parecía recordar sonidos espectrales también.
Al anochecer, Barry cenó y me anunció
que empezaría el drenaje dos días después. Me alegré; porque aunque sentía que
desapareciese el musgo y el brezo y los pequeños arroyos y lagos, sentía un
creciente deseo de conocer los antiguos secretos que el espeso manto de turba
pudiera ocultar. Y esa noche, mis sueños sobre sonidos de flautas y peristilos
de mármol terminaron de forma súbita e inquietante; porque vi descender sobre
la ciudad del valle una pestilencia, y luego una avalancha espantosa de laderas
boscosas que cubrió los cadáveres de las calles, dejando sin sepultar tan sólo
el templo de Artemisa, en lo alto de un pico, donde Cleis, la vieja sacerdotisa
de la luna, yacía fría y muda con una corona de marfil en su cabeza plateada.
He dicho que desperté de repente y
alarmado. Durante un rato, no supe si dormía o estaba despierto, ya que aún
resonaba estridente en mis oídos el sonido de las flautas; pero cuando vi en el
suelo el frío resplandor de la luna y los contornos de una ventana gótica enrejada,
supuse y comprendí que estaba despierto, y en el castillo de Kilderry. A
continuación oí que un reloj, en algún remoto rellano de abajo, daba las dos, y
ya no me cupo ninguna duda. Sin embargo, seguían llegándome aquellos aires
distantes y monótonos de flautas; aires salvajes que me hacían pensar en alguna
danza de faunos en la lejana Maenalus. No me dejaban dormir; así que no
pudiendo más de impaciencia, salté de la cama y di unos pasos. Sólo por
casualidad me acerqué a la ventana norte a contemplar el pueblo silencioso y la
llanura que llega al borde del pantano. No me apetecía contemplar el paisaje, ya
que quería dormir; pero las flautas me atormentaban, y necesitaba mirar o hacer
algo. ¿Cómo podía sospechar que existiese lo que iba a ver?
Allí, a la luz que la luna derramaba en
la amplia llanura, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal podría
olvidar después de presenciado. Al son de unas flautas de caña que resonaban
por todo el pantano, evolucionaba en silencio, misteriosamente, una multitud
confusa de figuras balanceantes, girando con el mismo frenesí que danzarían en
otro tiempo los sicilianos en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha,
junto a Cyane. La ancha llanura, la dorada luz de la luna, las oscuras sombras
agitándose y, sobre todo, el sonido monótono de las flautas, me produjeron un
efecto casi paralizador; sin embargo, en medio de mi temor, observé que la
mitad de todos estos maquinales e infatigables danzarines eran los braceros a
quienes yo creía dormidos, mientras que la otra mitad eran seres extraños y
etéreos de blanca e indeterminada naturaleza, aunque sugerían pálidas y
melancólicas náyades de las fuentes encantadas del pantano. No sé cuánto tiempo
estuve contemplando el espectáculo desde la ventana de mi solitario torreón,
antes de caer en un vacío sopor del que me despertó el sol de la mañana, ya muy
alto.
Mi primer impulso, al despertar, fue
contarle todos mis temores y observaciones a Denys Barry; pero viendo que el
sol entraba ya por la enrejada ventana este, tuve el convencimiento que carecía
de realidad todo lo que creía haber visto. Soy propenso a ver extrañas fantasías,
aunque jamás he sido lo bastante débil como para creer en ellas. Así que en
esta ocasión me limité a preguntar a los braceros; pero se habían despertado
muy tarde, y no recordaban nada de la noche anterior, salvo que habían tenido
sueños brumosos de sones estridentes. Este asunto de la música de flautas
espectrales me atormentaba enormemente, y me pregunté silos grillos habrían
empezado a turbar la noche antes de tiempo, y a embrujar las visiones de los
hombres. Más tarde, ese mismo día, vi a Barry en la biblioteca estudiando los
proyectos para la gran obra que debía empezar al día siguiente, y por primera
vez sentí vagamente aquel temor que había impulsado a marcharse a los
campesinos. Por alguna razón desconocida, me produjo miedo la idea de turbar el
antiguo pantano y sus oscuros secretos, y me representé visiones terribles
bajo las tenebrosas profundidades de la turba inmemorial. Me parecía una
imprudencia sacar a la luz estos secretos, y empecé a desear tener algún
pretexto para abandonar el pueblo y el castillo. Llegué incluso a hablarle a
Barry de este tema; pero cuando se echó a reír no me atreví a continuar. De
modo que guardé silencio cuando el sol se ocultó con todo su esplendor tras los
montes lejanos, y Kilderry resplandeció, completamente rojo y dorado, en una
llamarada portentosa.
Nunca sabré con seguridad si los sucesos
de esa noche ocurrieron en realidad o fueron una ilusión. Ciertamente,
trasciende cuanto soñemos sobre la naturaleza y el universo; sin embargo, no
me es posible explicar de forma normal la desaparición que todos sabemos,
cuando aquello terminó. Yo me había retirado temprano, lleno de temor, y
durante bastante rato no pude conciliar el sueño en el inusitado silencio de la
torre. Reinaba una gran oscuridad; pues aunque el cielo estaba claro, la luna,
muy menguada, no aparecería hasta altas horas de la noche. Tumbado en la cama,
pensé en Denys Barry y en lo que pasaría con ese pantano cuando amaneciera, y
sentí un deseo casi frenético de salir a la oscuridad de la noche, coger el
coche de Barry, huir corriendo a Ballylough y dejar esas tierras amenazadas.
Pero antes de que mis temores cristalizasen en una acción, me había quedado dormido,
y contemplaba en sueños la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de
sombras tenebrosas.
Probablemente fue el estridente sonido
de las flautas lo que me despertó, aunque no fueron las flautas lo primero que
advertí al abrir los ojos. Estaba tendido de espaldas a la ventana este que
dominaba el pantano, por donde se elevaría la luna menguante, de modo que
esperaba ver proyectarse una claridad en la pared que tenía enfrente; pero no
la que efectivamente se reflejó. Un resplandor incidió en los cristales de
enfrente, aunque no era el resplandor de la luna. Fue un haz rojizo,
penetrante, terrible, el que penetró por la gótica ventana, e inundó toda la
cámara de un esplendor intenso y ultraterreno. Mi inmediata reacción fue
extraña en semejante momento, pero sólo en la ficción se comporta el hombre de
manera dramática y previsible. En vez de asomarme al pantano para averiguar
cuál era la fuente de esta nueva luz, mantuve apartados los ojos de la ventana,
completamente dominado por el pánico, y me vestí atropelladamente con la vaga
idea de escapar. Recuerdo que cogí el revólver y el sombrero; pero antes de
que todo terminase había perdido el uno sin haberlo disparado, y el otro sin
habérmelo puesto. Poco después, la fascinación del resplandor rojo se impuso a
mis terrores, me acerqué a la ventana este y me asomé, mientras el sonido
incesante y enloquecedor de las flautas gemía, y se propagaba por el castillo y
por el pueblo.
Sobre el pantano había una riada de luz
resplandeciente, escarlata y siniestra, que brotaba de las extrañas y antiguas
ruinas del islote. No me es posible describir el aspecto de dichas ruinas: debí
de volverme loco, porque me pareció que se levantaban incólumes, majestuosas,
rodeadas de columnas, con todo su esplendor, y el mármol de su entablamento
reflejaba las llamas y traspasaba el cielo como la cúspide de un templo en la
cima de una montaña. Sonaron las flautas estridentes, y comenzó un batir de
tambores; y mientras observaba aterrado, me pareció distinguir oscuras formas
saltando, grotescamente recortadas contra un fondo de resplandores y de
mármoles. El efecto era tremendo, absolutamente inconcebible; y allí habría
seguido, contemplando indefinidamente el espectáculo, de no haber sido porque
la música de las flautas, a mi izquierda, aumentaba cada vez más. Presa de un
terror no exento de un extraño sentimiento de éxtasis, cruce la habitación
circular y me asomé a la ventana norte, desde la que podía verse el pueblo y la
llanura inmediata al pantano. Allí mis ojos se volvieron a dilatar ante un
prodigio insensato, como si no acabase de apartarme de una visión que superaba
la pálida naturaleza; pues en la llanura espectralmente iluminada por el resplandor
rojizo desfilaba una procesión de seres cuyas figuras no había visto más que en
las pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando en el
aire, los blancos espectros del pantano se retiraban lentamente hacia las
quietas aguas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían
alguna antigua y solemne danza ceremonial. Sus brazos balanceantes y traslúcidos,
guiados por los sones detestables de las flautas invisibles, llamaban con ritmo
misterioso a una multitud de campesinos que oscilaban y les seguían dócilmente
con paso ciego, insensatos y pesados, como arrastrados por una voluntad
demoníaca, torpe aunque irresistible. Cuando las náyades llegaron al pantano,
sin alterar su dirección, una nueva fila de rezagados tambaleantes como
borrachos, salió del castillo por alguna puerta al pie de mi ventana, cruzó a
ciegas el patio y la parte del pueblo que se interponía, y se unió a la serpeante
columna de labriegos que andaban ya por la llanura. A pesar de la altura que me
separaba, en seguida me di cuenta de que eran los criados traídos del norte,
ya que reconocí la fea y voluminosa figura de la cocinera, cuya misma
absurdidad resultaba ahora indeciblemente trágica. Las flautas sonaban de
manera espantosa, y otra vez oí el batir de los tambores en las ruinas de la
isla. Luego, silenciosa, graciosamente, las náyades se adentraron en el agua y
se disolvieron, una tras otra, en el pantano inmemorial; entretanto, los seguidores,
sin detener su marcha, siguieron tras ellas chapoteando pesadamente, y
desapareciendo en un pequeño remolino de burbujas malsanas apenas visible bajo
la luz escarlata. Y cuando el último y más patético de los rezagados, la
cocinera, se hundió pesadamente y desapareció en las aguas tenebrosas,
enmudecieron las flautas y los tambores, y la cegadora luz rojiza de las ruinas
se apagó instantáneamente, dejando el pueblo vacío y desolado bajo el
resplandor escuálido de la luna, que acababa de salir.
Mi estado era ahora indescriptiblemente
caótico. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvó un
piadoso embotamiento. Creo que hice cosas ridículas, como elevar plegarias a
Artemisa, a Latona, a Deméter y a Plutón. Todo cuanto recordaba de los
estudios clásicos de mi juventud me vino a los labios, mientras el horror de
la situación despertaba mis más hondas supersticiones. Me daba cuenta de que
acababa de presenciar la muerte de todo un pueblo, y sabía que me había quedado
solo en el castillo con Denys Barry, cuya temeridad había acarreado este destino.
Y al pensar en él, me embargaron nuevos terrores y me desplomé al suelo; aunque
no perdí el conocimiento, me sentí físicamente imposibilitado. Entonces noté
una ráfaga helada que entró por la ventana este, por donde había salido la
luna, y empecé a oir alaridos abajo en el castillo. No tardaron estos gritos en
alcanzar una magnitud y calidad imposibles de describir, y que aún me produ4n
desvanecimiento cuando pienso en ellos. Todo lo que puedo decir es que
procedían de alguien que había sido amigo mío.
En determinado momento de esos instantes
espantosos, el viento frío y los alaridos me hicieron reaccionar, porque lo
que recuerdo a continuación es que corría por las negras estancias y
corredores, cruzaba el patio y salía a la oscuridad de la noche. Me encontraron
al amanecer, vagando insensatamente cerca de BalIylough; pero lo que a mi me
trastornó completamente no fue ninguno de los horrores que había visto y oído.
De lo que hablaba, cuando salí lentamente de las sombras de la inconsciencia,
era de un par de fantásticos incidentes que ocurrieron en mi huida; incidentes
que carecen de importancia, aunque me obsesionan incesantemente cuando estoy a
solas en lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de aquel castillo maldito,
bordeando el pantano, oí un alboroto; un alboroto corriente, aunque distinto a
cuanto había oído en Kilderry. Las aguas estancadas, hasta entonces
desprovistas por completo de vida animal, hervían ahora de ranas enormes y
viscosas que cantaban sin cesar en unos tonos que no guardaban relación con su
tamaño. Brillaban, hinchadas y verdes, a la luz de la luna, y parecían mirar
fijamente hacia la fuente del resplandor. Seguí la mirada de una de ellas, muy
gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder la razón.
Extendiéndose directamente de las
extrañas y antiguas ruinas del islote lejano a la luna menguante, percibí un
rayo de débil y temblorosa luz que no se reflejaba en las aguas del pantano. Y
ascendiendo por el pálido sendero, mi enfebrecida imaginación se representó
una sombra delgada que iba disminuyendo lentamente; una sombra vaga que se
contorsionaba y debatía como si fuese arrastrada por demonios invisibles. En
mi locura, vi en esa sombra espantosa un momentáneo parecido — como una
caricatura increíble y repugnante— , una imagen blasfema del que había sido Denys
Barry.
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario