La Trampa
H.P.
Lovecraft & Henry S Whitehead
(Otro de mis relatos favoritos... te sumerge en una mitología nórdica que integra los horrores de Lovecraft)
Cierta mañana, un jueves del
mes de diciembre, creí ver un imperceptible movimiento sobre mi antiguo espejo
de Copenhague, y fue a raíz de este pequeño suceso cuando empezó todo. Una
especie de revoloteo, un reflejo sobre el cristal; eso me pareció, aunque
estaba solo en mis aposentos. Me detuve a mirar con atención y, tras breves
momentos, relegando el suceso a una mera ilusión, continué peinándome el
cabello. Había encontrado aquel añoso espejo, enterrado bajo una densa capa de
polvo y telarañas, en un cobertizo de una casa abandonada de la parte más
norteña de Santa Cruz, un paraje muy poco poblado, y lo había traído a Estados
Unidos desde las Islas Vírgenes. El venerable cristal estaba empañado por los
más de doscientos años que había permanecido expuesto al clima tropical, y los
graciosos arabescos que adornaban la parte superior del marco estaban medio
rotos y mellados. Antes de empaquetarlo con mis demás pertenencias, había
tenido la precaución de juntar todas las piezas y restaurarlo.
Hoy, varios años después, me
hallaba en la escuela privada de mi viejo amigo Browne, mitad haciendo de
huésped mitad de tutor, entre las ondulantes colinas de Connecticut. Tenía a mi
disposición una de las alas abandonadas que era utilizada como dormitorio; mis
aposentos comprendían dos habitaciones y un pequeño vestíbulo. El antiguo espejo,
empaquetado cuidadosamente entre cojines, fue la primera de mis posesiones que
desempaqueté nada más llegar; lo coloqué en un lugar de honor en el cuarto de
estar, encima de una vieja consola de palisandro que había pertenecido a mi
bisabuela. La puerta de mi dormitorio estaba justo enfrente de la del cuarto de
estar, separadas por el vestíbulo; y era curioso, pues al mirar a través podía
ver el enorme espejo al final de las dos puertas, reflejando todas las cosas,
dando una sensación de profundidad, como si allí hubiera un pasillo larguísimo.
Aquella mañana de jueves creí haber visto un imperceptible movimiento en el
pasillo normalmente vacío; pero, como ya he dicho, pronto me olvidé del asunto.
Cuando llegué al comedor me
encontré a todo el mundo tratando de calentarse a causa del frío reinante, y me
enteré que la caldera del colegio estaba momentáneamente estropeada. Soy una
persona especialmente sensible a las bajas temperaturas y no puedo soportar el
frío; así que decidí no pisar ninguna de las gélidas clases aquel día. Por
consiguiente, invité a todos los alumnos de mi clase a que se presentaran en mi
cuarto de estar, donde daría una charla informal al calor del fuego. La idea
fue acogida con gran entusiasmo por todos. Después de la reunión uno de los
chicos, Robert Grandison, me pidió permiso para quedarse, ya que no tenía que
asistir a ninguna clase en la segunda hora. Le dije que claro, que se sintiese
como en su propia casa. Se sentó frente al fuego, en una cómoda silla, y se
puso a estudiar. No mucho después, sin embargo, Robert se cambió de asiento
alejándose un poco del fuego, que ahora ardía con fu ria, y quedó situado justo
enfrente del antiguo espejo. Desde mi asiento, en otro lugar de la habitación,
me di cuenta que cada vez miraba más fijamente el sucio, nebuloso cristal, y,
preguntándome qué era lo que tanto le interesaba, recordé la experiencia que
había tenido por la mañana. El tiempo pasaba y él seguía mirando de vez en
cuando el espejo; sus cejas se curvaban por la concentración.
Por fin, decidí preguntarle,
con mucha tranquilidad, qué era lo que llamaba su atención. Suavemente, con el
ceño fruncido todavía, miró a su alrededor y replicó con cautela:
«Las ondulaciones del
cristal, Mr. Canevin, o lo que quiera que sea eso. Es como si todas saliesen de
un punto determinado. Mire, le enseñaré lo que quiero decir.»
El chico se levantó, se
acercó al espejo y puso el dedo en un punto cercano a la esquina inferior
izquierda.
«Es justo aquí, señor»,
explicó, volviéndose para mirarme con el dedo pegado aún al sitio elegido.
El acto de volverse hacia mí
hizo que apretara un poco más el dedo sobre el cristal. De repente, apartó la
mano con lo que pareció un pequeño esfuerzo, y pronunció una audible expresión
de asco. Después se puso a mirar al espejo con gran asombro.
«¿Qué ocurre?» Pregunté
mientras me levantaba, acercándome a él.
«Pues…» Parecía
desconcertado. «Lo que he sentido…
Bueno, era como si el
cristal absorbiera mi dedo. Ya sé que suena bastante estúpido, señor, pero,
bueno, ésa es la sensación que he tenido.» Robert utilizaba un vocabulario muy
poco corriente para un chico de quince años. Me acerqué y le ordené que me
mostrara el lugar exacto. «Pensará que soy un tonto, señor», dijo avergonzado,
«pero, bueno, en estos momentos no estoy absolutamente seguro. Desde la silla
veía claramente su situación.»
Me senté en la silla que
había ocupado Robert y miré con gran interés el lugar que había seleccionado.
De pronto, todo se dibujó con una claridad enorme. Desde aquel ángulo en particular,
y sin ningún género de dudas, pude ver que todas las ondulaciones del añoso
espejo parecían converger en un punto determinado, como un manojo de cables
extendidos por todos sitios y sujetos por la mitad por una mano. Me levanté
rápidamente y me dirigí hacia el espejo, pero ya no pude ver el curioso punto.
Aparentemente, sólo era visible desde determinados ángulos. Si se miraba
directamente, aquella diminuta porción de espejo tampoco daba una imagen real
pues no podía ver el reflejo de mi cara. Con toda seguridad, me hallaba ante un
pequeño rompecabezas. En esos momentos sonó el timbre de cambio de clases, y el
asombrado Rober Grandison aprovechó para escapar de mis habitaciones, dejándome
solo con mis pequeños problemas de óptica. Descorrí las cortinas de las
ventanas, deambulé por el pasillo y busqué el punto en el reflejo del cristal.
Miré atentamente, hasta que por fin creí haberlo localizado de nuevo. Estiré el
cuello y, finalmente, desde un ángulo de visión determinado, todo aquello
volvió «a estallar ante mis ojos».
Aquella vaga «ondulación»
estaba claramente localizada ahora. Parecía como si se moviese, como si se
doblase, como si ondulara; una vibración producida por una ráfaga repentina de
viento, un remolino en las aguas, una nube de hojas otoñales que se agitan en
círculos sobre la hierba, como un remolino. Era un movimiento doble, como el de
la tierra, girando alrededor de algo y, a la vez, de si misma, como si aquellas
ondulaciones giraran eternamente sobre sí mismas, y sobre algún punto en el
interior del cristal. Fascinado, pensando todavía que aquello sólo podía ser
una ilusión óptica, tuve consciencia de una sensación de succionamiento, y
pensé en las palabras avergonzadas con las que Robert había tratado de explicar
el suceso: «Sentí como si el cristal absorbiera mi dedo. Una especie de tenue
escalofrío recorrió repentinamente mi espina dorsal. Todo este asunto era algo
que merecía la pena investigar. Mientras esta idea se abría paso en mi mente,
recordé la extraña expresión de tristeza que había aparecido en el rostro de
Robert Grandison cuando sonó el timbre y tuvo que volver a clase. Recordé la
forma en que había mirado hacia atrás por encima del hombro mientras salía
obedientemente por el pasillo, y decidí que, fuese cual fuese el carácter de
mis investigaciones sobre este pequeño misterio, le haría partícipe de ellas.
Pero unos acontecimientos inesperados que tenían mucho que ver con el mismo
Robert, hicieron que pronto me olvidase del espejo durante un tiempo. Pasé
fuera toda aquella tarde, y no regresé al colegio hasta las cinco y cuarto,
hora en que sonaba la llamada a «asamblea general», una especie de reunión de
profesores, a la cual estaban obligados a venir todos los muchachos. Iba con la
idea de encontrar a Robert e invitarle a un estudio más detenido del espejo,
por lo que me llevé una pequeña decepción cuando vi que no estaba, también me
produjo asombro este hecho pues no era muy corriente en él. Al anochecer,
Browne me comunicó que el muchacho había desaparecido sin dejar rastro. Habían
buscado en su habitación, en el gimnasio, y en otros lugares que solía
frecuentar, sin resultado positivo; sin embargo, sus pertenencias —incluyendo
su ropa de calle— permanecían perfectamente ordenadas en su sitio.
No había sido encontrado en
el hielo, ni entre los varios grupos de excursionistas que habían salido
aquella tarde; todas las llamadas telefónicas que se hicieron a los distintos
proveedores de la escuela fueron en vano. En definitiva, no había sido visto
desde la última clase, a las dos y cuarto, cuando subía por las escaleras hacia
su dormitorio situado en la habitación número tres. Finalmente se le dio como
desaparecido, cosa que causó un gran impacto en el colegio. Al ser el director
de la escuela, Browne tuvo que cargar con todo el peso de la situación; una
situación que no tenía precedentes en su seria y bien organizada institución, y
que le hizo sumirse en un estado de total aturdimiento. Pronto se supo que
Robert no había vuelto tampoco a su hogar en el oeste de Pensilvania, y que
ninguna de las expediciones de búsqueda compuestas por maestros y alumnos había
hallado ningún rastro de su persona en los alrededores nevados que rodeaban la
escuela. No sabíamos absolutamente nada, simplemente se había desvanecido. Los
padres de Robert llegaron en el atardecer del segundo día desde su
desaparición.
Se tomaron el asunto con
bastante tranquilidad, aunque se les veía deshechos por el inesperado desastre.
Browne había envejecido diez años, pero no había absolutamente nada que se
pudiese hacer. Al cuarto día, la situación había evolucionado de tal forma que
todos en el colegio consideraban la desaparición como un misterio
indescifrable. El señor y la señora Grandison volvieron tristemente a su casa;
la mañana siguiente comenzó el período de diez días de vacaciones de Navidad.
Tanto los maestros como los alumnos comenzaron a dejar el colegio para
disfrutar de las vacaciones; pronto sólo quedamos Browne, su esposa, los
sirvientes y yo como únicos ocupantes de aquel inmenso lugar. Sin los profesores
ni los muchachos el recinto parecía realmente vacío. Aquella tarde me senté
delante de un fuego acogedor pensando en la extraña desaparición de Robert y
desarrollando toda clase de fantásticas teorías que pudieran explicarla. Al
anochecer me sentía un poco malhumorado y tomé una ligera cena, pues se me
había ido el apetito. Después caminé por entre las enormes y heladas moles de
edificios y regresé a mi saloncito, donde continué pensando sobre el asunto. Un
poco después, pasadas las diez en punto, desperté reclinado en mi sillón,
rígido y helado, pues había descuidado el fuego durante varias horas y este
había terminado por apagarse. Sentía una extraña inquietud mental, una especie
de sensación de alerta mezclada con esperanza. Pensé que todo ello tenía algo
que ver con el problema que había estado ocupando mis pensamientos. Me había
despertado de aquella inesperada duermevela con una curiosa, persistente idea,
la inquietante y tenue sensación de que Robert Grandison, apenas reconocible,
había estado desesperadamente intentando comunicarse conmigo. Por fin me fui a
la cama con una disparatada, pero poderosa convicción. Por algún motivo
desconocido, tenía la certeza de que el joven Robert Grandison aún estaba con
vida.
Esta característica de mi
personalidad que aceptaba sin ambages lo considerado oculto, no debiera
sorprender a aquellos que conocen mi larga estancia en las Indias Occidentales
y mis experiencias con ciertos sucesos inexplicables que allí me acontecieron.
No debiera parecer tampoco extraño el que yo tratara de establecer algún tipo
de comunicación mental, mientras dormía, con el muchacho desaparecido. Incluso
los científicos más prosaicos afirman, al igual que Freud, Jung y Adler, que el
subconsciente se halla más receptivo a los estímulos exteriores cuando
dormimos; a pesar de que esos mismos estímulos estén presentes en el estado de
vigilia. Si avanzamos un poco más y creemos en la existencia de fuerzas
telepáticas, llegamos a la conclusión de que tales fuerzas deban hacerse mucho
más poderosas durante el sueño; de forma que, si quería recibir algún tipo de
mensaje de Robert, debía ser durante el período más profundo de mi sueño.
Seguramente, no había sido capaz de captar el mensaje mientras estaba
despierto; pero mi facilidad para retener tales hechos había sido agudizada por
ciertos tipos de disciplina mental que había ido recogiendo en distintos y
tenebrosos lugares del globo.
Debí quedarme dormido casi
al instante, y gracias a presión de realidad con que se realizaban mis sueños
ya la falta de períodos de vigilia, decidí que me hallaba en un estado de sueño
profundo. No desperté hasta las siete menos cuarto y aún permanecían en mi
cerebro ciertas impresiones que achacaba a los vestigios dejados en el cerebro
por mis sueños. En mi mente se debatía una imagen de Robert Grandison
extrañamente transformado, como si hubiese cambiado a un sucio color verde
azul; Robert trataba de comunicarse desesperadamente conmigo a través de un
extraño lenguaje, pero ha una barrera insalvable que le impedía hacerlo. Una
curiosa m ralla espacial que se extendía entre nosotros hacía fútil cualquier
intento, un muro misterioso, invisible, separando totalmente nuestras
existencias. Recordaba haber visto a Robert como a través de una gran
distancia, sin embargo, al mismo tiempo, parecía estar a mi lado. Su figura se
agrandaba y se acortaba, su tamaño variaba directa, en vez de inversamente,
según avanzaba o retrocedía en el curso de nuestra conversación. Es decir, su
figura se agrandaba, en vez de acortarse, cuando se alejaba en la distancia, y
viceversa; como si las leyes de la perspectiva no tuvieran ningún valor o
estuviesen cambiadas. Su aspecto era difuso y aje-no, como si sus contornos no
estuvieran bien definidos; la irrealidad de su color de piel y de sus vestimentas
me causaron gran impresión al principio. En algún momento determinado de mi
sueño, los esfuerzos de Robert por hablar cristalizaron y pudo pronunciar
algunas palabras audibles, aunque lo que dijo sonaba anormalmente bajo y sin
sentido. No fui capaz de entender nada, e incluso en sueños me sentí
atormentado por no poder descubrir dónde estaba, qué era lo que quería decirme
y por qué sus palabras eran tan desvaídas e ininteligibles.
Entonces, poco a poco,
empecé a distinguir palabras y frases; lo primero que fui capaz de entender
hizo que, a pesar de estar dormido, entrase en un estado de febril excitación y
que en mi mente se estableciese una cierta conexión con unas ideas que había
desechado previa-mente por los increíbles condicionantes que implicaban. No sé
cuánto tiempo estuve escuchando estos trozos sueltos de palabras que resonaban
en mi mente, pero debí estar varias horas atendiendo las explicaciones que
aquel extraño orador me dirigía en lo más profundo de mi sueño. Me reveló
ciertos hechos que nadie en su sano juicio habría sido capaz de creer a no ser
que se los mostrases con toda evidencia, hechos que yo sí podía creer –tanto
durante el sueño como una vez despierto – a causa de mis acercamientos a
ciertos sucesos sobrenaturales. El muchacho estaba mirándome, sin duda alguna,
directamente a los ojos, como si buscara algún tipo de reacción; cuando al fin
pude empezar a comprender algunas de las cosas que me decía, descubrí que su
rostro se iluminaba con una expresión de gratitud y esperanza. Ahora que estoy
intentando comunicar el mensaje de Robert, tal y como resonaba en mis oídos al
despertar bruscamente en la fría mañana, debo tener mucho cuidado al elegir mis
palabras para que mi narración no caiga en el ridículo. Todo lo que conlleva es
tan difícil de explicar que uno tiende a confundirse. Ya dije antes que la
revelación daba mayor verosimilitud a algo que yo aún no me había atrevido a
sugerir conscientemente. Esta conexión, no estaba dispuesto a seguir dudando,
tenía mucho que ver con el antiguo espejo de Copenhague, el mismo en el que
había visto un pequeño movimiento y que tanto me había impresionado la mañana
en la que desapareció Robert, cuando ambos vimos esa especie de punto donde
convergían todas las ondulaciones y que nos había hecho sentir un efecto de
succión que habíamos rechazado como una ilusión de ambos.
Decididamente, y a pesar de
que mi conciencia había rechazado previamente lo que me decía la intuición, no
podía seguir cerrando los ojos a aquella asombrosa revelación. Lo que tan sólo
era fantasía en el cuento de «Alicia» se me presentaba como algo serio e
inmediato, real. El cristal del espejo realmente poseía un maligno, anormal
efecto de succión; y la desconsolada figura que hablaba en mis sueños
demostraba fehacientemente que había violado todas las anteriores reglas de la
experiencia humana, y todas las leyes que se habían venido desarrollando acerca
de la tercera dimensión desde hacía siglos. Aquel objeto era algo más que un
simple espejo; era una puerta; una trampa; un sendero a otras regiones
espaciales totalmente desconocidas a los habitantes de nuestro universo
visible, solamente explicables por complejas e intrinca-das fórmulas de las
matemáticas no euclidianas. Y de alguna asombrosa, desconocida manera, Robert Grandison
había lo-grado traspasar aquella barrera y penetrar dentro del espejo, donde
aguardaba, prisionero, la forma de salir. Era muy significativo que al
despertar no abrigara duda alguna sobre la realidad de la revelación. Tenía la
certeza absoluta de que había estado hablando con el mismo Robert, aunque en
una dimensión distinta, y ni por un momento aso-cié su aparición con el deseo
subconsciente de encontrar al muchacho y la ilusión que me había producido el
espejo. Mi certeza era tan absoluta y estaba tan dentro de mí que la
consideraba tan válida como cualquiera de los acontecimientos considerados
comunes. Ante mí se presentaba una situación de lo más increíble y grotesca. La
mañana de su desaparición quedó muy claro que Robert había quedado intensamente
fascinado por el antiguo espejo. Durante las horas de clase, decidió volver a
mi habitación para examinarlo más detenidamente. Vino hacia las dos y veinte,
una vez terminada la jornada escolar, hora en la que yo estaba ausente. Viendo
que yo estaba fuera y que no iba a enterarme de nada, entró en el cuarto de
estar y se dirigió directamente al espejo; allí se quedó paralizado observando
el sitio donde, como ya habíamos descubierto, convergían todas las
ondulaciones.
Entonces, repentinamente, le
acució la urgente necesidad de emplazar su mano en aquel punto central.
Indeciso, pero desoyendo lo que le decía la razón, así lo hizo; nada más
contactar con la fría superficie sintió de nuevo aquella extraña, desagradable
succión que tanto le había asombrado por la mañana. Inmediatamente, y sin aviso
previo, algo tiró de su cuerpo, algo que parecía desgarrar sus huesos y
músculos, algo que destrozaba todos y cada uno de sus nervios; había sido
arrastrado bruscamente y ahora se encontraba en el interior del espejo. Una vez
dentro, la desagradable sensación de dolor que se había adueñado de su cuerpo
desapareció repentinamente. Se sentía, me dijo, como si acabase de nacer de
nuevo, un sentimiento que le acompañó desde entonces en todo lo que hacía; al
caminar, al pararse, cuando se daba la vuelta o trataba de hablar. Todo lo que
concernía a su cuerpo se le antojaba inadaptado. Estas sensaciones no
desaparecieron hasta transcurrido un buen tiempo, durante el cual el cuerpo de
Robert se convirtió en un todo, más o menos organizado, en vez de una serie de
partes que protestaban por su nuevo estado. De todas las formas de expresarse,
el habla era la más difícil de llevar a cabo; sin lugar a dudas, esto era
debido a que es la más complicada, y en ella intervienen un gran número de
diferentes órganos, músculos y tendones. Por otro lado, las piernas y pies de
Robert fueron los primeros en adaptarse a las nuevas condiciones que imperaban
dentro del cristal.
Durante la mañana estuve
reconsiderando todas las implicaciones de la situación; enumeré mentalmente
todo lo que había visto y oído, intentando apartar de mis pensamientos todo el
escepticismo del sentido común, buscando algún posible, extraordinario plan que
liberase a Robert de su increíble prisión. De esta forma, mientras daba vueltas
al asunto, ciertos interrogantes y preguntas extraordinarias comenzaron a
aclararse en mi mente. Por ejemplo, una de las cosas era el colorido que había
adoptado el cuerpo de Robert. Su cara y sus manos, como ya he dicho antes,
tenían un cierto matiz verde azulado, desteñido; su corriente chaqueta de
Norfolk azul se había tomado de un pálido amarillo limón mientras que sus
pantalones seguían siendo de un gris neutro. Cuando reflexioné sobre todo esto
después de levantarme, me di cuenta que todo ello encajaba perfectamente con la
extraña sensación óptica que había tenido respecto a Robert: se alargaba cuando
yo me alejaba y se hacía más pequeño al acercarme. Con los colores sucedía lo
mismo, como una especie de reverso; todos los detalles, todos los tonos de
aquella desconocida dimensión eran exactamente los opuestos, los
complementarios a los colores de la vida real. En física, los colores
complementarios típicos son el azul y el amarillo, el rojo y el verde. Estos
dos pares se oponen entre sí; al mezclarlos todos se produce el gris. El color
natural de Robert es un rosa carne pálido, cuyo opuesto es el verde azulado
desteñido que yo había observado. Su abrigo azul se había convertido en
amarillo, mientras que los pantalones, grises, conservaban su color neutro.
Este hecho me tuvo un poco confundido hasta que recordé que el gris es una
mezcla de diferentes colores opuestos entre sí. No existe ningún color in-verso
al gris; o, mejor dicho, él es el opuesto de sí mismo.
Otro de los puntos que logré
clarificar fue el concerniente al curioso, enmarañado modo de hablar de Robert,
ya la sensación de aturdimiento, como si todas las partes de su cuerpo
estuviesen desunidas entre sí, que comunicaba su figura. Todo ello era una
verdadera maraña indescifrable; pero finalmente, transcurrido un tiempo, di con
la posible solución. De nuevo me basé en esa especie de inversión que afectaba
a las perspectivas y colores. Cualquiera que logre penetrar en la cuarta
dimensión sentirá necesariamente el mismo proceso de inversión; las manos y los
pies, de la misma forma que los colores y perspectivas, sufrirán esa mutación.
Y lo mismo sucederá con todos los demás órganos dobles, como narices, oídos y
ojos. De esta forma, Robert había estado hablando con todos sus aparatos
bucales invertidos, lengua, dientes, cuerdas bucales y demás; es decir, que no
era de extrañar que, en tales condiciones, su voz sonase de aquella manera.
Según fue pasando la mañana, la sensación de irrealidad y de que debía hacer
algo urgentemente se incrementó en vez de decrecer. Me daba cuenta que tenía
que hacer algo de inmediato, aunque también sabía que no podía decir nada a
nadie ni esperar ningún tipo de ayuda. Una historia como aquella –basada en las
revelaciones de un simple sueño – no podía depararme más que el ridículo o la
suposición de que algo no funcionaba del todo bien en mis procesos mentales.
Por otra parte, ¿qué podía hacer, cono sin ayuda, para resolver el problema con
la poca información que había obtenido de mis experiencias nocturnas?
Finalmente decidí que necesitaba saber más antes de tan siquiera pensar en la
manera de liberar a Robert. Solo podía obtener esta información en las
condiciones receptivas que acompañan al sueño, y tenía la corazonada que de
nuevo establecería contacto telepático con Robert en el momento en el que mi
mente se sumiese en el estadio más profundo del sueño.
Después de la comida del
mediodía, durante la cuál tuve que hacer acopio de todo mi control mental para
no revelar al matrimonio Browne la tumultuosa riada de pensamientos que
llenaban mi cerebro, decidí volver a dormirme. Apenas si había cerrado los ojos
cuando empezó a delinearse una débil imagen telepática delante de mí; pronto me
di cuenta, excitado, que era exactamente la misma a la que había visto antes.
Si acaso, parecía incluso más nítida; y cuando empezó a hablar fui capaz de
entender casi todo lo que decía. Durante este sueño se confirmaron todas las
sospechas que había estado barajando por la mañana, aunque nuestra comunicación
se vio interrumpida de improviso, justo un poco antes de despertar. Robert se
mostraba bastante nervioso unos momentos antes de finalizar de forma brusca
nuestra entrevista, aunque había tenido tiempo de confirmarme que,
efectivamente, en su extraña celda en la cuarta dimensión, los colores y las
relaciones espaciales estaban intercambiadas entre sí: lo blanco era negro, el
tamaño se incrementaba con la distancia, y demás alteraciones. También me dijo
que, a pesar de que aún conservaba casi todas las sensaciones físicas de su
cuerpo, la mayoría de las propiedades naturales de la existencia humana
parecían extrañamente suspendidas. Alimentarse, por ejemplo, era totalmente
innecesario; lo cual suponía un fenómeno bastante más singular que la
omnipresente alteración de objetos y atributos, que, dentro de lo que cabe,
conlleva un razonable estado de mutación dentro de las leyes matemáticas. Otra
cosa digna de destacar fue la afirmación de que la única forma de salir era por
el camino de entrada, el cual permanecía perpetuamente invisible y sellado.
Aquella noche, Robert me
visitó de nuevo; seguía teniendo las mismas impresiones, que yo recibía en
bruscos intervalos durante los momentos más receptivos de mi sueño, que le
habían acompañado durante todo su encarcelamiento. Sus esfuerzos para
comunicarse conmigo eran desesperados y, a veces, fútiles; había ratos en los
que el mensaje telepático se trasmitía con claridad, mientras que en otros la
fatiga, excitación o el temor a que se produjera una nueva interrupción hacían
que su voz se desvaneciese en la nada. Intentaré narrar de una sola vez todo lo
que Robert me trasmitió durante los varios encuentros telepáticos que tuvimos;
asimismo, añadiré algunas de las cosas que me comunicó personalmente después de
su liberación. La información telepática fue fragmentaria y a veces
incomprensible, pero durante los períodos de vigilia me dediqué a estudiar
todos los hechos y a sacar mis propias conclusiones, cosa que llevé a cabo
durante tres intensos días; investigué, clasifiqué todas las experiencias con
metódica diligencia, pues era la única forma de que el chico pudiese volver a
nuestro mundo. La cuarta dimensión, en la cual se hallaba el joven Robert, no
era, como pretenden hacernos creer las leyendas, una región infinita y
desconocida llena de extrañas apariciones y fantásticos habitantes, sino, más
bien, un reflejo de ciertas cosas limitadas de nuestro propio entorno terrestre
dentro de una dirección espacial ajena y normalmente inaccesible. Era un mundo
fragmentario, intangible y heterogéneo, una serie de procesos aparentemente
desconectados pero mezclados indistintamente entre sí; sus detalles de
constitución eran totalmente diferentes al objeto que se había dibujado en el
antiguo espejo cuando Robert lo había mirado por primera vez. Estas imágenes
eran como una especie de sueños o mágicas escenas, impresiones elusivas,
visiones de las que el joven, realmente, no formaba parte, pero que componían
una especie de paisaje panorámico, una atmósfera etérea, contra o sobre el cual
se movía.
Él no podía tocar ninguno de
los componentes de esas escenas –muros, árboles, muebles y demás – porque
realmente no eran cosas materiales, o por que retrocedían, desaparecían, cuando
se acercaba; es bastante difícil de determinar. Todas las cosas parecían líquidas,
cambiantes, irreales. Cuando caminaba, creía permanecer sobre una superficie en
donde se desarrollaba la escena –el suelo, la hierba, un camino –, pero al
fijarse mejor siempre llegaba a la conclusión de que cualquier contacto era
mera ilusión. No había nada que diferenciase la fuerza de resistencia de la
superficie que pisaban sus pies –y lo mismo había ocurrido con sus manos cuando
hizo una prueba –, no existía ningún cambio aparente en el material que se
extendía bajo su cuerpo. No sabía cómo describir la sustancia, el plano en el
que se sustentaba, sino como una balanza abstracta que ejercía una presión
igual a la de su gravedad. No sentía ninguna sensación táctil definible, y
parecía existir una especie de fuerza restringida de levitación que se
encargaba de generar distintos planos de elevación. Jamás había encontrado una
escalera, pero en cambio sí había caminado de un nivel bajo a otro más alto. El
paso de una escena definida a otra suponía atravesar una especie de sombría
demarcación, como iluminada por luces borrosas, en la que todos los detalles de
los distintos paisajes se mezclaban curiosamente entre sí. Todas las escenas
eran fácilmente distinguibles por la ausencia de objetos pasajeros y la
indefinida, ambigua aparición de cosas semifugaces, como los muebles o la
vegetación. La iluminación que acompañaba a los paisajes era difusa y extraña,
y siempre conservaba los colores invertidos –hierba roja y brillante, un cielo
amarillo en el que vagaban nubes negras y grises, troncos de árboles blancos, y
ladrillos verdes –, lo cual confería a todos los paisajes un aire grotesco e
increíble. El día y la noche estaban alterados, las horas de luz y oscuridad se
cambiaban según el espejo se encontrase en un determinado lugar de la tierra.
Toda esta caótica diversidad
de escenas mantuvo el asombro de Robert hasta que se dio cuenta que simplemente
eran el reflejo de los distintos lugares en los que se había hallado el antiguo
espejo. Esto explicaba también la rara ausencia de objetos pasajeros, los límites,
generalmente arbitrarios, de los paisajes y el hecho de que todas las salidas
al exterior estuviesen delimitadas por una especie de ventanas o puertas. Era
como si el cristal tuviese el suficiente poder para retener estas escenas
intangibles si estaba expuesto largo tiempo a ellas; aunque no podía absorber
nada corpóreo, como Robert, por ejemplo, a no ser por un proceso diferente y
muy particular. Sin embargo –desde mi punto de vista –, la característica más
increíble de todo este demencial proceso, consistía en la monstruosa alteración
de las leyes espaciales conocidas en relación con las distintas escenas
ilusorias de las regiones terrestres actualmente representadas. Ya he dicho que
el espejo era una especie de almacén de imágenes de estas regiones, pero no es
una definición del todo exacta. En realidad, todas y cada una de las escenas
del espejo formaban una cuarta dimensión real y casi permanente que, a su vez,
se proyectaba sobre las regiones originales; de tal forma que si Robert se
movía en un lugar determinado de una región, como de hecho se movía en la
imagen de mi habitación cuando se comunicaba conmigo telepáticamente, se
hallaba realmente en la imagen de ese mismo lugar en la tierra, aunque en unas
condiciones espaciales que impedían cualquier tipo de comunicación física entre
él y el del lugar. Hablando teóricamente, alguien que estuviese prisionero
dentro del espejo podría en pocos momentos ir a cualquier sitio del planeta; es
decir, a cualquier lugar que se haya reflejado antes en la superficie del
cristal. Probablemente también suceda lo mismo con los sitios donde el espejo
no haya permanecido lo suficiente como para crear una escena ilusoria; estas
regiones terrestres estarán representadas por una zona más o menos sombría y
difusa. Más allá de los paisajes definidos se extendía una región neutra y
vasta, ilimitada, de un gris uniforme, de la que Robert no sabía apenas, pues
no se atrevía a penetrar mucho ya que tenía miedo de no volver a encontrar los
mundos reflejados del espejo.
Entre las primeras
informaciones que me comunicó Robert se hallaba el hecho de que no estaba solo
en su confinamiento. Con él se encontraban algunos más, todos ellos vestidos
con viejas prendas: un corpulento caballero de mediana edad, con pajarita y
pantalones de terciopelo que hablaba fluidamente el inglés con un marcado
acento escandinavo; una preciosa y pequeña niña con un cabello rizado que
aparecía azul oscuro; dos negros aparentemente mudos cuyas facciones
contrastaban grotescamente con la palidez producida por la alteración del color
de su piel, tres muchachos, una joven, un niño muy pequeño, casi un bebé; y un
extraño y siniestro personaje danés de aspecto extremadamente distinguido y una
especie de aire maligno e intelectual. Este último individuo, llamado Axel
Holm, vestía ropas ajustadas de satén, un abrigo con faldones y una enorme
peluca llena de tirabuzones que por lo menos tenía dos siglos de antigüedad;
era un personaje notable en el grupo pues había sido el responsable de la
presencia de todos ellos. Él fue el artesano que, mostrando igual habilidad en
el conocimiento de la magia como en el trabajo del cristal, había fabricado
hacía tiempo la extraña prisión adimensional en la que tanto él, sus es-clavos
y aquellos a los que él había decidido invitar o fascinar se hallaban
encadenados hasta que el espejo fuese destruido. Holm había nacido a comienzos
del siglo diecisiete, y había destacado poderosamente en el trabajo y modelado
del cristal en Copenhague. Todas sus obras, especialmente los alargados espejos
de habitación, habían sido objeto de admiración.
Pero la misma energía mental
que había hecho de él el mejor cristalero de Europa lo llevó a introducirse en
otras ambiciones muy distintas a las del mero trabajo artesanal. Había
estudiado el mundo que lo rodeaba, y aborrecía las limitaciones del
conocimiento y la sabiduría humana. Eligió caminos más oscuros de superar estas
limitaciones, y llegó a obtener más éxitos de los recomendables para un mortal.
Ansiaba disfrutar de una vida eterna, y el espejo fue el objeto que le
proporcionó tal fin. Sus estudios sobre la cuarta dimensión no se parecían en
nada a los de Einstein en nuestro siglo, y Holm, que conocía otros métodos que
los propios de su época, sabía que si lograba introducirse en aquella desconocida
zona espacial evitaría la muerte en el sentido físico normal. Sus estudios le
mostraron que los principios de la reflexión conducían, sin ningún género de
dudas, a la puerta principal que se abría más allá de nuestras familiares tres
dimensiones; en sus manos cayó por casualidad un pequeño y antiguo espejo con
unas propiedades crípticas que creía podían serle de ayuda. Una vez «dentro»
del espejo, y siempre de acuerdo al método que había previsto, sintió que la
«vida», en el sentido de la forma y la conciencia, persistía aparentemente para
siempre, mientras el espejo permaneciese a salvo del deterioro y no se
rompiese.
Holm hizo un espejo
maravilloso, casi una obra de arte a la que cuidó con mucho mimo; se las
arregló para fusionar la extraña configuración elíptica de la reliquia que
había adquirido en la sustancia de su obra. De esta forma preparó su refugio y,
a la vez, su trampa; después, empezó a pensar en el método de entrar en el
espejo y sus condiciones de habitabilidad. Debía tener servidores y compañeros;
envió como conejillos de indias a dos esclavos negros que había hecho traer de
las Indias Occidentales. Las sensaciones que experimentó cuando pudo concretar
por fin con hechos lo que antes era teoría solo podemos imaginárnoslo. Sin
lugar a dudas, un hombre de su conocimiento debía saber que la ausencia del
mundo exterior, en unas condiciones de vida totalmente distintas a las
naturales, significaría la disolución absoluta al primer intento de volver a
ese mundo. Pero, exceptuando que el espejo se rompiese accidentalmente o por
alguna desgracia, aquellos que permanecían dentro vivirían para siempre. Jamás
envejecerían, ni necesitarían ningún tipo de alimento o bebida. Para hacer su
prisión más tolerable envió con anterioridad cantidad de libros, papel y
objetos para la escritura, una mesa y una silla trabajadas a mano y algunas
otras cosas. Sabía que las imágenes que el espejo reflejara, absorbiéndolas, no
eran tangibles, pero serían como una especie de escenario que decora-ría su
existencia. Su propia transición, en 1687, fue toda una experiencia; en ella se
mezclaron sensaciones contradictorias de triunfo y terror. Aunque todo salió
bien, había ciertas posibilidades de perderse en la oscuridad o en un caos de
dimensiones inconcebibles.
Durante cincuenta años
estuvo remiso a aceptar más compañía que la de sí mismo y sus esclavos, pero
poco a poco fue perfeccionando su método telepático de visualización de
pequeñas zonas del mundo exterior cercanas al espejo, y la capacidad de atraer
ciertos individuos a través del extraño umbral del espejo. De esta forma,
Robert, influenciado por una irresistible atracción de presionar la «puerta»,
había sido absorbido al interior. Estas formas de visualización dependen única
y exclusivamente de la función telepática, ya que ninguno de los moradores del
espejo puede ver el mundo exterior. La vida que transcurría para Holm y sus
compañeros, dentro de aquel espejo, era realmente extraña. Robert había sido la
primera persona en atravesar ese limbo desde que el espejo había permanecido
casi un siglo de cara a una sucia pared de piedra, donde yo lo había
encontrado. Su llegada fue todo un acontecimiento, ya que había llevado consigo
multitud de noticias totalmente impensables para la gente que habitaba dentro.
Por otra parte, él mismo –casi un niño – se había sentido anonadado por lo
terrible que suponía el encontrarse y hablar con personas que habían vivido en
los siglos diecisiete y dieciocho. Solo puedo conjeturar acerca de lo horrible
y monótona que debía ser la vida para los prisioneros. Como ya he dicho antes,
la variedad de paisajes y escenas que los rodeaban estaba limitada a los sitios
que habían estado bastante tiempo ex-puestos al reflejo del cristal y muchos de
ellos se habían difuminado por los rigores del clima tropical. Ciertas
localidades o zonas permanecían claras y bellas, y era en ellas donde solían
residir los moradores. Pero ningún paisaje era del todo gratificante; todos los
objetos visibles eran irreales e intangibles, muchas veces difusos e indefinidos.
Cuando llegaba un período de
aburrida oscuridad, se recurría generalmente a los recuerdos, pensamientos o
conversaciones. Cada uno de aquellos extraños, patéticos personajes, había
retenido su propia personalidad, inmutable, ya que en aquel lugar eran inmunes
a los efectos del mundo exterior. Aparte de las ropas de los prisioneros, el
número de objetos inanimados que había dentro del espejo era muy limitado;
consistían poco más que en los objetos traídos por el propio Holm. El sueño y
la fatiga habían sido sustituidos por otros atributos más vitales. Los objetos
inorgánicos que se hallaban presentes parecían encontrase tan libres del paso
del tiempo como los seres vivos. No existía ningún otro tipo de vida animal más
simple. Robert obtuvo la mayor parte de su información de Herr Thiele, el
caballero que hablaba el inglés con acento escandinavo. Este corpulento danés
le había cogido cariño y hablaba con él frecuentemente. El resto también le
había recibido con cortesía y amabilidad; el propio Holm, le había contado
algunas cosas relacionadas con el umbral de la trampa.
El muchacho, como así me lo
afirmó luego, tenía miedo de comunicarse conmigo cuando Holm estaba cerca. Un
par de veces, mientras hablábamos, había visto aparecer a Holm, cesando la
comunicación. En ningún momento pude ver el mundo que se escondía tras el
cristal. La imagen visual de Robert, su figura y sus vestimentas, era como el
aura que irradiaba en imágenes de su voz y la visualización que él tenía de mí
–una pura transmisión telepática; no tenía nada que ver con una verdadera
visión interdimensional. Sin embargo, si Robert hubiese tenido tanta perfección
en el manejo de la telepatía como el propio Holm, podía haber transmitido
algunas imágenes nítidas del entorno que le rodeaba. Durante todo el tiempo que
duraron las comunicaciones yo había estado tratando de idear alguna forma de
liberar a Robert. En el cuarto día –noveno desde su desaparición – creí haber
hallado la solución. Considerando todas las cosas, el laborioso proceso que
había ideado no era tan complicado, pero tampoco sabía cuáles serían los
resultados reales, ya que el proceso implicaba serios riesgos si se cometía el
más mínimo fallo. El plan dependía, básicamente, del hecho de que no hubiera
ninguna salida del interior del espejo. Si Holm y sus compañeros estaban
permanentemente aprisionados dentro, entonces la única forma de liberarlos
sería desde el exterior. Era muy importante recoger a todos los prisioneros, si
alguno sobrevivía, especialmente a Axel Holm. Lo que Robert me había dicho de
él era escalofriante, y yo no tenía ninguna intención de que anduviese libre
por ahí, con la posibilidad de que pusiese de nuevo en práctica sus malignas
cualidades. Los mensajes telepáticos no aclaraban el efecto que tendría lugar
sobre aquellos que habían penetrado en el espejo hacía mucho tiempo su posible
liberación. Existía, también, un pequeño problema final en el caso de que mi
plan tuviese éxito: la vuelta de Robert a la rutina de la vida escolar después
de su paso por lo incomprensible. En caso de fallo, sería realmente difícil
explicar los procesos tomados para la liberación; si todo salía bien, ni tan
siquiera intentaría contar los pasos seguidos. Incluso a mí la realidad me
parecía algo absurdo después de mantener las conversaciones en aquella sucesión
de sueños.
Cuando hube meditado todos
estos problemas tanto como era posible hacerlo, me procuré un gran espejo del
laboratorio del colegio y estudié minuciosamente, milímetro a milímetro, aquel
centro espiraloide que presumiblemente era la marca del antiguo espejo
utilizado por Holm. Incluso con esta ayuda adicional, fui incapaz de distinguir
la diferenciación original entre la zona antigua y la superficie añadida por el
mago danés; pero después de un largo examen creí distinguir una especie de
líneas ovales que señalé débilmente con un lápiz azul. Entonces me acerqué a
Stamford y conseguí una cuchilla cortacristales; pues mi primera idea consistía
en separar la antigua y mágica zona del espejo de su locación ulterior. El
siguiente paso consistió en elegir el mejor momento del día para llevar a cabo
el experimento crucial. Me decidí finalmente por las dos y media de la
madrugada, ya que era la mejor hora para no ser interrumpido, y además por que
Robert posiblemente había entrado en el espejo a las dos y media de la tarde,
justo la hora «opuesta». Esta clase de «oposición» podía o no tener
importancia, pero la hora elegida se me antoja-ha tan buena como cualquier
otra, y, quizá, mucho mejor. Me puse manos a la obra al comenzar la mañana del
undécimo día desde la desaparición, cerrando todas las persianas de mi cuarto
de estar y atrancando la puerta que se abría al corredor. Seguí cuidadosamente
con la cuchilla cortacristales las líneas espirales que había dibujado sobre la
superficie del cristal. El antiguo espejo, de casi una pulgada de espesor,
crujió ruidosamente bajo la cuchilla afilada y uniforme; después de pasar una
vez por el dibujo, volví a repetir el corte, introduciendo el filo un poco más.
Luego, con sumo cuidado, di
la vuelta al pesado espejo y lo coloqué mirando hacia la pared, arrancando dos
tablas claveteadas en su parte posterior. Con el mismo cuidado empecé a
golpetear la zona marcada el corte con el fuerte mango de madera del
cortacristales. A los primeros golpes se desprendió la sección de cristal con
dibujos espirales que yo había cortado, cayendo sobre la alfombrilla de Bokhara
que descansaba debajo. No sabía exactamente porqué, pero me sentía muy nervioso
y aspiré, casi sin darme cuenta, una profunda bocanada de aire. Me arrodillé,
de tal forma que mi nariz quedó a la altura del agujero, y mientras aspiraba
penetró en mis fosas nasales un penetrante olor a polvo, un aroma que jamás
había olido antes. De pronto, todo mi campo de visión se oscureció, tomándose
de un desvaído color grisáceo, a la vez que me sentí embarga-do por una fuerza
invisible que hizo que mis músculos perdiesen toda su capacidad de movimiento.
Recuerdo que empecé a toser de manera horrible y que me agarré a la cortina de
una ventana hasta que se desprendió, cayendo conmigo al suelo. Después me hundí
en las tinieblas del olvido. Cuando recobré la conciencia me hallaba tendido
sobre la alfombra de Bokhara con las piernas levantadas en el aire de una forma
inexplicable. La habitación tenía ese extraño aroma polvoriento, y cuando mis
ojos comenzaron a acostumbrarse a la luz, descubrí que Robert Grandison
permanecía parado ante mí. Él era el que –en su cuerpo físico y con su color
natural – mantenía mis piernas en el aire para que la sangre afluyera a la
cabeza, tal y como le habían enseñado en el cursillo de primeros auxilios. Por
el momento, me hallaba sumido en el mutismo, producido en parte por el
penetrante olor y en parte por la conmoción que nacía ‘de un sentimiento de
triunfo. Entonces, poco a poco, me sentí capaz de moverme y hablar.
Me incorporé con cuidado e
hice una débil seña a Robert.
–Ya estoy bien, compañero
–murmuré –, puedes dejar de sujetarme las piernas. Me siento mejor, creo.
Supongo que ha sido a causa del olor. Abre la ventana… del todo, por favor. Eso
es, gracias. No, deja la cortina corrida.
Fui recobrándome poco a
poco, mientras recuperaba la circulación sanguínea en oleadas, hasta que,
ayudado por el respaldo de una silla, pude mantenerme en pie. Aún me sentía
mareado, pero la corriente de aire fresco que entraba por la ventana me reanimó
enseguida. Me senté en la silla y contemplé a Robert, que se acercaba.
–Lo primero de todo –dije
apresuradamente –, háblame de Holm y los demás, Robert. ¿Qué les ha sucedido
cuando he abierto la puerta?
Robert se paró a medio
camino y me miró gravemente.
–Desaparecieron en la nada,
Mr. Canevin –dijo con solemnidad –; y con ellos, todo lo que había a su
alrededor. ¡Ya no existe nada «dentro», señor, gracias a Dios, y a usted!
El joven, rindiéndose al fin
a la tensión que había ido acumulando durante los once pavorosos días, estalló
como un niño pequeño y comenzó a llorar histéricamente, emitiendo profundos
suspiros. Lo abracé, acostándolo con cuidado en el sofá-cama; eché una manta
sobre su cuerpo, me senté a su lado y le acaricié la frente, tratando de
calmarlo.
–Tranquilízate, muchacho –
dije suavemente.
El natural ataque de
histeria terminó tan repentinamente como había empezado mientras le explicaba
detenidamente mis planes para su reincorporación en la escuela. Lo problemático
de la situación y la necesidad de dar una explicación racional a los extraños
sucesos que habían tenido lugar, hizo que su mente estuviese ocupada, tal y
como yo pretendía; finalmente se irguió, con vivas muestras de interés, y
comenzó a relatarme los pormenores de su liberación y a escuchar las
instrucciones que yo le daba. Parece ser que, cuando yo abrí la puerta, él se
hallaba en el «área proyectada» de mi dormitorio, que fue el sitio donde
apareció, dándose cuenta a duras penas de que estaba «fuera». Escuchó algo que
caía en el cuarto de estar y me encontró tendido sobre la alfombra. Solo
mencionaré de pasada la forma que empleé para hacer que el encuentro de Robert
no pareciese anormal; como lo saqué de mi cuarto por la ventana, embutido en un
viejo sombrero y un raído gabán, llevándolo en mi coche como si yo lo hubiese
recogido. Hice que se aprendiese de memoria el plan que había ideado antes de
comunicar a Browne las noticias de su descubrimiento. Había ido a caminar solo
la tarde de su desaparición; y dos jóvenes lo invitaron a dar una vuelta en su
automóvil. En plan de broma, y a pesar de las protestas de Robert diciéndoles
que no podía ir más lejos de Stamford, pasaron de largo la ciudad. Cuando
pararon en un semáforo, Robert saltó del coche con la intención de llamar por
teléfono y volver a la escuela, pero fue golpeado por un auto que iba al lado.
Despertó diez días después en Greenwich, en casa de la gente que le había
atropellado. Al darse cuenta de la fecha, telefoneó inmediatamente al colegio;
yo era el único que estaba levantado, por lo que me dirigí rápidamente a
buscarlo en mi coche, sin decir nada a nadie.
Browne telefoneó a sus
padres y aceptó mi historia sin preguntar nada; asimismo evitó hacer preguntas
al muchacho debido a su estado de ánimo. Se acordó que permanecería en el
colegió durante un tiempo, al cuidado experto de la señora Browne que era toda
una enfermera. Naturalmente, lo vi con mucha frecuencia durante lo que quedaba
de las vacaciones de Navidad, lo cual me sirvió para completar algunos
fragmentos de la casi soñada experiencia. Incluso ahora no estamos seguros de
lo que ocurrió realmente, y a veces nos preguntábamos si no habíamos estado
bajo los efectos hipnóticos del antiguo espejo, y realmente lo que había
sucedido era la historia del paseo en coche y el posterior accidente. Pero
fuera lo que fuese, ambos teníamos unos recuerdos asombrosos difíciles de
olvidar; yo veía la desvaída figura de Robert, sus tonos cambiados, y escuchaba
su débil voz; Robert pensaba en el desfile de extraños personajes y muertas
escenas que había contemplado. Y el recuerdo de aquel desagradable olor a
polvo… Sabíamos lo que había significado: la disolución instantánea de aquellos
que habían entrado en una dimensión extraña hacía más de un siglo. También
había dos cosas que demostraban la veracidad de nuestra experiencia; una de
ellas la descubrí estudiando los registros correspondientes a un brujo danés,
Axel Holm. Esta persona había dejado a su paso muchas leyendas y vestigios de
su existencia que, después de largas horas en la biblioteca y de ciertas
conversaciones con varios daneses cultos, sacaron a la luz toda una historia de
perversidad. Solo diré que el artesano –nacido en Copenhague, en 1612 – era un notorio
seguidor de Lucifer, y que las persecuciones a las que se le mantuvo, y su
posterior desaparición, fueron motivo de debate durante siglos. En él ardían
las ansias del conocimiento y la superación de todas las artes; para lo cual
había profundizado en el estudio de campos ocultos y prohibidos, incluso desde
temprana edad.
Se decía que había
participado en los aquelarres y en el culto a los poderosos señores de la
mitología escandinava –Loki, el Malicioso, y el maldito Lobo-Fenris –, y que
pronto habían sido un libro abierto para él. Tenía extraños intereses y
objetivos, algunos de los cuales eran evidentes, pero otros dejaban ver una
maldad intolerable. Se dice que sus dos sirvientes negros, antiguos esclavos de
las Indias Danesas Occidentales, se habían quedado mudos poco después de entrar
a su servicio; y que se habían esfumado un poco antes de su propia
desaparición. Cuando se acercaba el fin de su larga vida se le ocurrió la idea
de la inmortalidad que podía proporcionarle el cristal. Adquirió un espejo
encantado de increíble antigüedad; se decía que se lo robó a un hechicero que
le había confiado el secreto. El espejo –siempre de acuerdo a la leyenda
popular, tan fuerte como las de Aegis de Minerva o el Martillo de Thor – era un
pequeño objeto oval, al que se le llamaba «Cristal de Loki». Estaba hecho de un
extraño mineral muy fácil de fundir y tenía propiedades mágicas, como la
adivinación del futuro y el poder de delatar a sus enemigos. Pero nadie con un
poco de sentido común dudaba que, en las manos de un experto hechicero, sus
poderes mágicos se multiplicarían; incluso la gente más culta creyó
aterrorizada los rumores que circulaban sobre que Holm había incorporado el
antiguo espejo a otro más grande para conseguir la inmortalidad.
Entonces, en 1687, el mago
desapareció, y todas sus posesiones y recuerdos fueron borrándose lentamente en
un mar de fantásticas habladurías. Es la típica historia que haría reír a
cualquiera que no creyese en lo imposible; pero para mí, que aún recordaba las
conversaciones en sueños y la posterior confirmación de Robert Grandison, fue
una especie de afirmación de todas las fantásticas experiencias que había
tenido. Como ya he dicho antes, aún falta otro hecho que avala mi historia,
aunque es totalmente distinto del anterior. Dos días después de su liberación,
Robert, que había recuperado casi todas sus fuerzas, estaba en mi habitación
sentado delante del fuego, estudiando, y de pronto noté como una inquietud en
sus movimientos. Fui atacado por una persistente idea. Le pedí que se acercase
a mi mesa y que cogiese un bote de tinta. Así lo hizo, pero lo cogió
inconscientemente con la mano izquierda, a pesar de que él siempre había sido
diestro. Procurando no alarmarlo, lo conminé a que se desabotonase el abrigo y
me dejase escuchar su pulsación cardiaca. Lo que descubrí al apoyar mi oído
sobre su pecho –y que no me atreví a decirle hasta pasado un tiempo – fue que
su corazón golpeteaba en el lado derecho. Cuando entró en el espejo tenía todos
sus órganos en el sitio correcto. Ahora estaban invertidos, cosa que
persistiría, sin ninguna duda, durante el resto de sus días. El intercambio
dimensional no había sido una mera ilusión, ya que estos cambios físicos eran
tangibles y definidos. Si Robert hubiese podido salir con naturalidad del
cristal, se habría producido una reinversión y no se habría producido ningún
cambio, como, de hecho, así había sucedido con su ropa y el color de su piel.
Sin embargo, la manera forzada de su liberación, había hecho que no se
completase el proceso inverso.
No solo había abierto la
trampa de Holm; la había destruido; de tal forma que durante el breve período
que duró la liberación de Robert, ya se habían desvanecido algunas de las
propiedades de inversión. Es significativo el hecho de que Robert no sintiera
al salir el dolor que le produjo la entrada. Me horroriza pensar que, si la
destrucción se hubiese llevado a cabo más deprisa, el muchacho se habría visto
obligado a vivir el resto de su vida con un color de piel monstruoso. Añadiré
que después de descubrir estos hechos, examiné detenidamente la ropa que vestía
Robert en aquellos momentos, y descubrí, como ya me suponía, que tanto los
bolsillos y botones como otros detalles estaban invertidos. En estos momentos
el Cristal de Loki, tal y como se des-prendió del espejo, ahora reconstruido,
sobre mi alfombra de Bokhara, descansa encima de un fajo de papeles, aquí, en
St. Thomas, venerable capital de las antiguas Indias Danesas Occidentales,
ahora llamadas Islas Vírgenes Americanas. Algunos coleccionistas de arte lo han
confundido con un trozo de cristal elaborado a comienzos de la dominación
americana; pero yo sé que mi sujetapapeles es un poco más antiguo y bastante
más artesanal. Sin embargo, no se me ocurre llevar la contraria a juicios tan
entusiastas.
Fin
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