La
Noche del Océano
R.H.
Barlow y H.P. Lovecraft
(Relato escrito por R.H. Barlow, en colaboración con H.P.
Lovecraft)
No sólo fui a Ellston Beach
para disfrutar del sol y el océano, sino también para dar descanso a mi
fatigada mente. Como no conocía a nadie en la pequeña ciudad, que bullía de turistas
en verano, no parecía muy probable que fuese molestado. Esto me agradaba, pues
mis únicos deseos se concentraban en contemplar desde mi refugio temporal el
batir de las olas y la gran extensión arenosa de playa que se extendía ante mí.
Mi prolongado trabajo veraniego había sido completado antes de dejar la ciudad,
y el enorme mural estaba correctamente ajustado al contexto pedido. Me había
costado la mayor parte del año terminar el dibujo y, cuando al fin di la última
pincelada sobre el lienzo, estuve dispuesto a rendirme ante la evidencia de mi
mala salud y tomar un descanso, alejándome de todo por un tiempo.
Ciertamente, cuando tan sólo
llevaba una semana en la playa, apenas si me acordaba ya de aquel trabajo que
un poco antes me había parecido de tanta importancia. Y no era más que un viejo
asunto resuelto a base de mezclar colores y formas entre los miedos y
desconfianzas de mi habilidad para crear un meticuloso diseño a partir de una
imagen mental. Y aun así, todavía pienso que aquel suceso en el solitario
acantilado, del cual fui principal protagonista, pudo ser producido por algo
que acecha detrás de los temores y desconfianzas de mi constitución mental.
Pues siempre he sido un observador, un soñador, un creador de paisajes y
fantasías; ¿y quién puede decir sin temor a equivocarse que tal naturaleza no
abre los sentidos a mundos inesperados y distintos cánones de existencia?
Ahora que estoy tratando de
contar lo que vi, soy consciente de un centenar de limitaciones impuestas por
la cordura. Cosas contempladas con una visión interior, fantasías
relampagueantes que nos llegan en la oscuridad del sueño, son muchas veces más
vividas y significativas que la propia realidad. Introduce una pluma
estilográfica en un sueño y el color surgirá de ella. La tinta con la que
escribimos parecerá diluida en algo más que la realidad y nos daremos cuenta
que, después de todo, no podemos delinear los abismos de la memoria. Es como si
nuestro propio interior, separado de los lazos que le unen a la objetividad de la
vida, gozase de emociones ocultas, selladas precipitadamente cuando tratamos de
introducirnos en ellas. En las fantasías y sueños yacen las grandes creaciones
del hombre, pues en ellas no existe ninguna imposición de línea o colorido.
Escenas olvidadas y tierras más lejanas que el dorado mundo de la niñez brotan
en la mente dormida hasta que el amanecer las pone en fuga.
De entre todo esto podemos
rescatar algo de la gloria y alegría que anhelamos: imágenes de sospechada
belleza pero nunca antes vistas, que son para nosotros lo que el Grial para los
sagrados espíritus del mundo medieval. Convertir tales cosas en arte, intentar
traer algún descolorido trofeo de aquella región intangible, velada y sombría,
requiere enorme destreza y memoria. Pues, aunque los sueños acechan en todos
nosotros, pocos pueden sostener sus apolilladas alas sin desgarrarías. Esta
narración no posee tal destreza. Intentaré contar lo mejor posible los
mencionados acontecimientos que percibí tan imprecisamente como aquel que
atisba dentro de una región sin luz y sólo ve formas y movimientos vagos. En el
diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con muchos otros en el edificio
para el que habían sido diseñados, había tratado de bosquejar algún rasgo de
aquel mundo de sombras, y quizá el resultado había sido mejor de lo que pudiera
serlo ahora. El principal motivo de mi estancia en Ellston era el de esperar
las críticas al diseño, y, cuando unos días de comodidad poco corriente
ajustaron mi perspectiva, descubrí que —a pesar de los fallos que el creador
siempre encuentra más fácilmente— había logrado retener en colores y líneas
algunos de los fragmentos contenidos en aquel mundo infinito de imaginación.
Las dificultades del proceso, y el consiguiente esfuerzo de todas mis
facultades, habían minado mi salud, obligándome a recluirme en la playa durante
aquel período de espera. Deseaba estar totalmente solo, y por ello alquilé
(para alegría de su incrédulo propietario) una pequeña casa a corta distancia
del centro de Ellston, el cual, a causa de lo avanzado de la estación, bullía
con una masa moribunda de turistas de poco interés para mí. La casa,
ensombrecida por los vientos marinos y algo desconchada por la falta de
pintura, no entraba dentro de los límites del pueblo, sino que se anclaba en la
costa, como el péndulo inmóvil enganchado al reloj ciudadano, totalmente
solitaria al pie de una duna arenosa cubierta de juncos. Como un gusano en
medio de la nada se agazapaba mirando al mar; sus mudas ventanas negras
acechando sobre una desolada extensión de tierra y cielo y un océano
inconmensurable. Es posible que todo lo dicho hasta ahora no sirva de mucho a
la hora de ir encajando las piezas de una historia que ya es de por silo
suficientemente extraña, sólo quiero decir que cuando vi aquella pequeña casita
tuve consciencia de su soledad, y esto me agradó; era plenamente sensible a su
insignificancia frente a la enormidad del mar.
Tomé posesión de la casa a
finales de agosto, un día antes de lo esperado, y me encontré con un furgón y
dos obreros descargando los muebles suministrados por el casero. Por entonces
no sabía exactamente cuánto tiempo permanecería en la casa, y cuando se fue el
camión que traía los enseres ordené todo mi equipaje y cerré la puerta
(sintiéndome, después de varios meses de alquiler en un cuarto de mala muerte,
como el propietario de una verdadera casa) sobre la duna cubierta de juncos y
la arenosa playa. La vivienda constaba de un solo cuarto rectangular y requería
poca exploración. Dos ventanas, una a cada lado de la entrada, dejaban pasar
generosamente la luz, y algo, que asemejaba ser una puerta, había sido
emplazado en la pared que daba al océano. El edificio tenía tan sólo unos diez
años, pero, debido a la distancia que le separaba de Ellston, su alquiler se
hacía muy difícil, incluso en los meses más activos de verano. Carecía de
chimenea y se encontraba totalmente vacío desde octubre hasta bien entrada la
primavera. Aunque distaba una milla escasa de Ellston, parecía muy lejano, y si
se miraba en dirección al pueblo tan sólo se podían ver ondulantes extensiones
de arena y juncos.
Pasé el resto de aquel
primer día disfrutando del sol y el agua, olvidándome momentáneamente de mis
anteriores preocupaciones laborales. Pero aquello era una reacción natural al
agobiante trabajo que había ocupado mis hábitos y actividades durante tanto
tiempo. La obra estaba terminada y mis vacaciones no habían hecho más que
comenzar. Aquel hecho, aún no aceptado totalmente, acompañó todas mis
sensaciones mientras transcurría la primera tarde desde mi llegada, cambiando
incluso mis viejos modos de actuar. Los rayos de sol incidían sobre un
cambiante océano cubierto de misteriosas olas coronadas de diamantes,
produciendo extraños juegos de luz. Quizá las aguas capturasen las sólidas
masas de luz que flotaban sobre la arena. Aunque el océano tenía su propio
matiz, éste era total e increíblemente dominado por aquel brillante resplandor.
No había nadie por los alrededores, así que disfrutaba del espectáculo sin
ninguna perturbación exterior. Cada uno de mis sentidos se conmovía de forma
diferente; algunas veces, parecía que el batir del mar era simultáneo con la
pulsación de aquel brillante resplandor, como si las olas estuvieran brillando
en lugar del sol; lo hacían con tanta fuerza e insistencia, cada una por
separado de las demás, que el resultado final era de gran coherencia.
Curiosamente, no vi a nadie paseando aquella tarde cerca de mi pequeña casita,
ni tampoco las siguientes; aunque la ondulante costa albergara una amplia playa
bastante mejor que la otra, situada más al norte, donde se practicaba el surf.
No podía imaginarme el porqué de aquella carencia de edificios turísticos, y
máxime cuando en la parte norte se amontonaba gran cantidad de gente mirando al
mar sin apenas verlo.
Estuve nadando hasta la
caída del sol, y después, ya descansado, di un paseo hasta el pueblo. La
oscuridad empezaba a velar el mar cuando me encontré bajo las empañadas luces
que alumbraban calles repletas de gentes incapaces de percibir la inmensa,
tenebrosa existencia que rugía tan cerca de ellos. Había mujeres engalanadas
con falsas joyas y baratijas, hombres aburridos que nunca más serían jóvenes;
una masa de marionetas estúpidas ancladas al borde de un abismal océano,
incapaces de ver y sentir lo que se extendía a su alrededor, en la rutilante
grandeza de las estrellas y en la infinita inmensidad de la noche del océano.
Caminaba por la orilla de aquel oscuro mar mientras volvía a mi pequeña casa,
barriendo con la luz de la linterna su desnuda, impenetrable superficie. Era
una noche sin luna y las cresta de las olas se adivinaban claramente sobre las
inquietas aguas; sentí una emoción indescriptible nacida del estruendo de las
aguas y la percepción de mi pequeñez mientras iluminaba con el pequeño haz de
la linterna una esfera inmensa en si misma, aunque sólo era el negro y delgado
caparazón de las profundidades terrestres. La noche se hacía más profunda y
oscura, y más allá unos barcos, invisibles para mí, navegaban solitarios,
produciendo distantes, agitados murmullos.
Cuando llegué a casa pensé
que no me había tropezado con nadie desde que salí del pueblo, a una milla de
distancia, pero algo me decía que durante todo el recorrido el espíritu del
solitario océano me había acompañado. Era, medité, algo que todavía no se había
mostrado, pero que flotaba silenciosamente más allá del nivel de mi
comprensión; como los actores que esperan tras el escenario hasta que llega su
turno de actuar, aprendiendo las palabras y gestos que más tarde representarán
ante nuestros ojos. Por fin, me sacudía estas fantasías y maniobré la llave en
la cerradura de la casa, cuyas desnudas paredes daban sensación de seguridad.
Mi habitáculo estaba aislado
del pueblo, como si un buen día hubiese empezado a caminar rumbo al sur y
después se negara a volver; y cuando regresaba a casa cada noche después de
cenar no se llegaban a escuchar los ruidos del pueblo. Por lo común, me
demoraba poco en las calles de Ellston, y algunas veces tan sólo iba para darme
un pequeño paseo. En la ciudad había multitud de tiendas de curiosidades y esos
teatros con fachadas falsamente elegantes que tanto abundan en las poblaciones
veraniegas, pero nunca me sentí atraído por ellos; de todo lo que allí había
sólo me interesaban los restaurantes. Es increíble la cantidad de cosas
inútiles que la gente hace.
El tiempo fue soleado los
primeros días de mi estancia. Me levantaba temprano y observaba un cielo
grisáceo con promesas de sol; promesa que siempre se hacía realidad. Aquellos
amaneceres eran frescos, y sus colores deslucidos en comparación con el
uniforme resplandor del día. La luminosa luz, tan visible el primer día, hizo
de los demás una concatenación de páginas amarillas en el libro del tiempo. Me
di cuenta de que a muchos de los veraneantes no les gustaba el sol; yo, en
cambio, lo anhelo. Después de unos grises meses de fatiga, la tranquilidad
inducida por la existencia física en una región gobernada por cosas sencillas
—el viento, la luz, el agua— tuvo un efecto positivo en mi, y, como estaba
ansioso de continuar con aquel proceso curativo, pasaba casi todo el tiempo
fuera de la casa, bajo la luz del sol. Aquello me inculcó un estado de ánimo
tranquilo y relajado, dándome una sensación de seguridad ante la tenebrosa
noche. La oscuridad significaba muerte, la luz vitalidad. A través de millones
de años, cuando el hombre se hallaba más cerca de la madre océano, cuando las
criaturas de las que nos desarrollamos yacían lánguidas en las soleadas y poco
profundas aguas; todavía anhelamos las primeras sustancias que nos cobijaron
antes de aventurarnos al mundo exterior, antes de tener que procurarnos nuestra
propia seguridad con paso vacilante, como la cría del mamífero que aún no se
atreve a caminar por la tierra pantanosa.
La monotonía de las olas me
relajaba, mi única ocupación era observar el devenir de las aguas. Se producían
continuos cambios en la textura del océano: los matices y colores de su
superficie cambiaban con la misma facilidad que la expresión de un rostro; yo
lo percibía con sentidos casi ajenos a la existencia humana. Cuando la mar está
encrespada, trayendo a nuestra mente imágenes de lejanos barcos debatiéndose
entre las olas, nuestros corazones ansían en silencio la desvanecida línea del
horizonte. Cuando está tranquilo, sosegado, nosotros también lo estamos. Aunque
estemos acostumbrados a él desde tiempos primordiales, siempre oculta un halo
de misterio, como si algo, demasiado vasto para tomar forma, estuviese
acechando en ese universo del que el mar es la puerta. En las mañanas, el
océano, brillando con reflejos de blancas brumas y diamantinos vapores, tiene
la mirada de alguien que reflexiona sobre extrañas cosas; su complicada
textura, a través de la cual cientos de peces se zambullen, parece ocultar una
enorme, perezosa entidad que un día logrará salir de entre las aguas
inmemoriales y blancuzcas para caminar sobre la tierra.
Pasé muchos días felices,
contento de haber elegido aquella solitaria casa que descansaba como una bestia
agazapada entre la arenosa extensión de dunas. En medio de aquella placentera
tranquilidad, de aquella vida tan idílica, acostumbraba a dar largos paseos por
la línea de la costa (donde rompían las olas, formando irregulares curvas de
evanescente espuma); a veces encontraba pequeños fragmentos de cosas y
desperdicios desparramados por los volubles rompientes del mar. Había un número
increíble de restos depositados sobre la ondulante playa que se extendía ante
mi casa; deduje que, posiblemente, salían de los canales de desagüe que tenían
su origen en la ciudad y desembocaban en aquel punto. A cualquier hora, mis
bolsillos —cuando llevaba— estaban llenos de baratijas que desechaba a las
pocas horas de haberlas recogido, sorprendido de haberlas conservado tanto
tiempo. Un día, sin embargo, encontré un pequeño hueso que debió pertenecer a
algún misterioso pez; lo guardé, junto con un alargado objeto de metal cuyo
diseño, minuciosamente esculpido, era de lo más insólito. Representaba una
figura pisciforme sobre un fondo de algas marinas, y no era del clásico estilo
geométrico que ahora suele llevarse; aunque muy deteriorado por el continuo
batir de las olas, todavía era claramente visible. Nunca había visto nada
parecido, aunque imaginé que era la representación de una moda, ya pasada, que
había tenido lugar en Ellston años antes.
A la semana de mi estancia
en la playa el tiempo empezó a cambiar gradualmente. La atmósfera se oscurecía
cada vez más, hasta que, finalmente, el día era una mera sucesión de horas
desvaídas de la mañana a la tarde. Esta sensación se acentuaba, más por una serie
de impresiones mentales que por lo que presenciaban mis sentidos, pues la
pequeña casa se alzaba solitaria bajo los cielos grises, batida por los
salitrosos vientos del océano. El sol estaba oculto por densos velos de nubes:
extensiones impenetrables de brumas grises; aunque el astro, allá arriba,
brillase con la misma fuerza de los primeros días, no podía traspasar la
inmensa cortina. La playa estaba prisionera, durante largos períodos de tiempo,
bajo una cripta descolorida, como si un pedazo de noche se demorase en ella.
Mientras el viento ganaba
fuerza y el océano se agitaba en ondulantes remolinos producidos por el errante
golpear de las olas, me di cuenta de que el agua se enfriaba y de que ya no
podía pasar tanto tiempo en ella; de esta forma, adquirí el hábito de dar
largos paseos, que — cuando me sentía incapaz de nadar— reemplazaban el
ejercicio físico que con tanto interés había buscado. Estos paseos me llevaban
bastante más lejos por la extensión de costa que los anteriores y, como la playa
se alargaba millas y millas hacia el sur de la bulliciosa ciudad, muchas veces,
al caer la tarde, me hallaba totalmente solo en una extensa área de infinita
arena. Cuando esto ocurría, retornaba cansinamente por la orilla, siguiendo el
susurrante borde del mar para no perderme tierra adentro. Algunas veces, cuando
estos paseos los llevaba a cabo a horas tardías (lo cual era muy frecuente),
encontraba la casa, que parecía la avanzadilla de la ciudad, por puro instinto.
Insegura bajo los ventosos acantilados, como una negra mancha entre los
mórbidos resplandores del crepúsculo oceánico, parecía hallarse más solitaria
que bajo la diáfana luz del sol; cuando la veía me imaginaba que estaba
esperando impaciente a que yo hiciese algo. Ya he dicho que el lugar estaba
completamente aislado, cosa que, al principio, me complació, pero en aquellos
momentos en los que el sol comienza a declinar, como hirviendo en sangre, y la
oscuridad se arrastra avanzando pesadamente, alargando las sombras, notaba una
especie de vaga inquietud: un espíritu, una sombra, un presagio producido por
el ulular del viento, por la contemplación del inmenso horizonte y de aquel mar
que rompía tenebrosas olas sobre una playa cada vez más extraña. En aquellos
momentos sentía una inquietud indefinible, aunque, debido a mi solitaria
naturaleza, estaba acostumbrado al silencio y a la antiquísima voz de lo
salvaje. Aquellos temores, que entonces no podía definir correctamente, no me
afectaron demasiado; incluso ahora pienso que sólo fue la inmensa soledad del
mar lo que penetró en mis sentidos, una soledad fortalecida por medio de
sutiles insinuaciones — nada más— que traspasaron mi sensibilidad, de por sí ya
predispuesta a tales manifestaciones.
Las bulliciosas,
amarillentas calles del pueblo con su curiosa e irreal actividad, se
encontraban lejos, y cuando iba allí a cenar (desconfiando de mis habilidades
culinarias), me embargaba una preocupación irracional por volver a casa antes
de que la oscuridad se hiciese dueña de la playa; aún así, muchas veces me
entretenía en el pueblo hasta las diez. Posiblemente piensen que tal acción
está por completo falta de juicio, que si realmente temiese tanto a la
oscuridad la habría evitado. Pueden preguntarse por qué no dejé aquel lugar
cuya soledad estaba empezando a deprimirme. No sé qué contestar; tal vez el
cansancio, la extraña sensación que a veces se apoderaba de mí, era producida
por ciertos matices apenas visibles en el oscurecimiento del sol, por las
ráfagas de un viento quebradizo, o por la enormidad del siniestro mar que se
agazapaba como una masa informe tan cerca de mí; era algo que, en cierta
manera, emanaba de mi propio corazón, algo elusivo, algo que no podía definir.
En los siguientes días, llenos de una luz diamantina, con las juguetonas olas
festoneadas de espuma rompiendo en la soleada costa, el recuerdo de aquellas
tenebrosas inquietudes quedaba como algo lejano, aunque, al cabo de una o dos
horas, siempre volvía esa extraña sensación de desasosiego, y me sumergía de
nuevo en el mortecino abismo de la desesperación.
A lo mejor, estas
sensaciones interiores eran el reflejo del estado del océano, pues, aunque la
mitad de lo que percibimos es interpretado por la mente, muchos de nuestros
sentimientos son concebidos, de muy otra manera, por medios extraños o
psíquicos. El mar puede ligarnos a sus múltiples estados de ánimo, mostrándose
con el sutil indicio de una sombra o el destello de la luz sobre las olas,
sugiriéndonos de esta forma su tristeza o alegría. El mar siempre está
recordando cosas del pasado; aunque somos incapaces de comprender, de
percatamos de estas memorias, sentimos su leve roce, su presencia. Al no
trabajar, ni recibir ningún tipo de visitas, me era más fácil, quizá, adivinar
su mensaje críptico; un mensaje que podría pasar desapercibido a otro. El
océano, reclamando una recompensa por la cura que me proporcionaba, dominó mi
vida aquel verano.
Hubo varios casos de
personas ahogadas aquel año; cuando casualmente oía sus gritos de muerte (tal
es nuestra indiferencia ante una muerte que no nos concierne o de la que no
somos testigos), me daba cuenta de que su agonía debía ser horrible. Muchos de
los que se ahogaron —algunos de ellos nadadores expertos— no eran encontrados
hasta después de unos días, y la horrible señal de las profundidades se había
adueñado ya de sus corrompidos cuerpos. Era como si el mar los hubiese
arrastrado a un profundo cubil, triturándolos en la oscuridad hasta que, cuando
ya no le eran de ninguna utilidad, los devolvía a la superficie en un estado
espantoso. Nadie parecía saber la causa de tales muertes. La frecuencia con que
se producían hizo cundir la alarma entre los recelosos, aunque la resaca no era
demasiado fuerte en Ellston y no había noticias de tiburones en sus
proximidades. No sabía exactamente si los cuerpos presentaban huellas de haber
sido atacados, pero el terror a una muerte silenciosa que se cierne sobre las
olas, buscando víctimas solitarias, es algo que todo hombre conoce y teme.
Debería haberse encontrado pronto una razón para tales muertes, incluso aunque
no hubiesen sido producidas por tiburones.
Pero los tiburones eran tan
sólo una suposición que nunca llegué a confirmar. Los nadadores que permanecían
en la playa durante el resto del verano prestaban más atención a las
traicioneras costas que a la existencia de algún animal marino desconocido. El
otoño, desde luego, no se hallaba muy lejos, y mucha gente se valió de esta
excusa para dejar el mar, donde los hombres eran atrapados por la muerte, y
retornar a la seguridad del interior, a sitios en los que nadie escucha el
bramido del océano. Así terminó agosto, y ya habían transcurrido varios días de
mi estancia en la playa. Hacia el cuarto día del nuevo mes hubo un amago de
tormenta y, en el sexto, mientras paseaba azotado por húmedas ráfagas de
viento, una masa informe de nubes, incolora y opresiva, comenzó a desarrollarse
bajo la rizada superficie del mar. El azote del viento, que soplaba sin rumbo
fijo, confería una especie de animación, un matiz de vida, a los elementos de
la tormenta que se cernía.
Almorcé en Ellston y, aunque
los cielos se asemejaban a la tapa negra de un frasco cerrado, me encaminé
hacia el sur de la playa, lejos de la ciudad y de mi casa. Cuando el gris
universal del cielo fue hendido por una franja púrpura del atardecer —que
brilló excepcionalmente luminosa a pesar de la oscuridad—, descubrí que me
hallaba a varias millas de cualquier refugio posible. Esto, sin embargo, no me
preocupó en exceso, pues, a pesar de los siniestros cielos teñidos de presagios
misteriosos, me daba perfecta cuenta de que mis sentidos adquirían una especie
de agudeza, acercándome a los contornos y significados de aquella, hasta
entonces, escondida esencia. Un difuso recuerdo me vino a la memoria, tal vez
sugerido por la semejanza de aquel escenario que me rodeaba con otro que se
describía en un cuento leído en mi niñez. Aquella historia —casi olvidada en
los rincones del tiempo— trataba de la amada de un barbudo rey, dueño de un
reino submarino habitado por seres con forma de pez, que era separada de su
prometido de rubios cabellos por un ser con atributos religiosos y facciones
simiescas. Lo que me vino a la mente era una imagen de los acantilados
submarinos bajo el incoloro, extraño cielo de aquel mundo sumergido; y esta
imagen, aunque ya casi había olvidado la mayor parte del cuento, era
exactamente igual a la que contemplaba en aquellos momentos.
Ambas escenas, la del relato
medio perdida en un mar de impresiones fugaces, mostraban cieno parecido. Tales
recuerdos podían haber atravesado ciertas memorias incompletas que, en un
momento dado, se hicieron patentes a mis sentidos, gracias a la contemplación
de escenas cuya importancia actual es relativamente pequeña. Muchas veces,
cuando vemos algo pasajero, un paisaje (por ejemplo), la ropa tendida en un
recodo del camino al atardecer o la solidez de un árbol añoso bajo el pálido
cielo del amanecer (las condiciones que lo rodean son más importantes que el
objeto en sí mismo), sentimos que encierran algo precioso, una dorada virtud
que tratamos de captar. Con todo, si contemplamos esa misma escena más tarde, o
desde otra perspectiva, nos encontramos con que ha perdido todo su valor o
significado. A lo mejor, esto es debido a que el objeto contemplado no encierra
esa cualidad elusiva, sino que nos sugiere algo diferente que permanece oculto.
La mente, desconcertada, no es capaz de ver la causa de esta repentina aptitud,
sorprendiéndose al no encontrar nada interesante o llamativo en el objeto que
ha causado su excitación.
Esto es lo que me sucedió
cuando contemplé las nubes purpúreas. Me trasmitían la grandeza y el misterio
de las viejas torres monacales bajo la luz del atardecer, pero su aspecto
también se asemejaba al de los acantilados del antiguo cuento de hadas. De
pronto, aquella perdida imagen se abrió paso en mi imaginación, y casi creí
ver, entre el velo de espuma de las olas, que ahora parecían cubiertas por una
sucia capa de cristal, la horrible figura del ser con cara de mono, portando
una mohosa mitra, surgiendo de aquel reino perdido en las profundidades, donde
el cielo es la superficie del agua.
No vi a ninguna criatura
emerger de aquel reino imaginario, pero cuando el viento cambió, rajando los
cielos como un cuchillo susurrante, descubrí en la creciente oscuridad,
neblinosa y acuática, un objeto gris, posiblemente un trozo de madera a la
deriva, meciéndose difuso en la espuma del mar. Se hallaba a considerable
distancia de mí y desapareció con gran rapidez; posiblemente, no era un trozo
de madera, como había imaginado, sino alguna marsopa que había salido a la
superficie. Pronto me di cuenta de que me habla demorado demasiado tiempo
contemplando la tormenta que se cernía, entrelazando mis fantasías con su
grandeza; comenzó a caer una lluvia helada, envolviendo con su manto de
tinieblas la ya de por sí oscura playa. Me apresuré sobre la grisácea arena,
sintiendo en mi espalda las frías gotas; poco después, mi ropa estaba
totalmente empapada.
Eché a correr, al principio,
huyendo de las gotas incoloras que caían a chorros de los invisibles cielos,
pero cuando pensé que estaba demasiado lejos de cualquier refugio y que, de
cualquier forma, llegaría calado a casa, aminoré el paso y comencé a caminar
como si el cielo sobre mi fuera de un límpido azul. Por lo tanto, no había
razón para correr, aunque esta vez no me entretuve tanto como en otras
ocasiones. Las ropas empapadas y frías se pegaban a mi cuerpo y, gracias a la
creciente oscuridad y al viento que soplaba sin descanso del océano, no pude
reprimir un escalofrío. Aun así, y a pesar de la incomodidad que suponía andar
bajo la lluvia interminable, notaba una especie de agitación en las nubes
purpúreas y deshilachadas, y en las reacciones y estímulos de mi propio cuerpo.
De esta forma, con una sensación de extraño placer bajo la lluvia (que ahora resbalaba
por mi cuerpo, llenando mis zapatos y bolsillos), bajo aquellos siniestros,
dominantes cielos que cubrían con un manto negro el eterno mar, caminé por la
grisácea extensión de arena de Ellston Beach. Descubrí la achaparrada casa
entre la oblicua, insistente lluvia mucho antes de lo que esperaba; los juncos
de las dunas se doblaban al compás del viento, como queriendo alegrar su lejano
viaje. Los elementos naturales, el cielo, el mar, no habían sido capaces de
cambiar totalmente aquel paisaje tan familiar, pero el tejado de la casa
parecía combarse bajo el ímpetu de la lluvia. Corrí hacia los inseguros
escalones, penetrando en la húmeda habitación donde, sorprendido
inconscientemente por la ausencia del viento huracanado, permanecí unos
momentos de pie con el agua deslizándose por cada pulgada de mi cuerpo.
Había dos ventanas en la
parte delantera de la casa, una a cada lado de la puerta, que bostezaban sobre
un mar cada vez más tenebroso por la lluvia y la inminente caída de la noche.
Por aquellas ventanas miraba mientras me enfundaba en ropas recias y secas,
cogidas del perchero y de una abarrotada silla. Los muebles y el suelo estaban
cubiertos de una fina capa de polvo que, a causa del poderoso viento, se había
filtrado por las rendijas de la casa. No sabia cuánto tiempo había estado
vagando sobre la arena mojada, ni qué hora podría ser, pero encontré mi reloj
después de una breve búsqueda; afortunadamente, lo habla olvidado en la casa,
por lo cual no se había visto afectado por la humedad que impregnaba mis ropas.
Apenas fui capaz de ver el minutero en la creciente oscuridad que difuminaba
todos los contornos. Mi vista penetró las tinieblas (más profundas en la casa
que en el exterior) y descubrí que eran las 6:45.
La playa estaba totalmente
desierta cuando llegué y, desde luego, no esperaba sorprender a nadie que
aprovechase para nadar en semejante noche. Pero cuando miré de nuevo por la
ventana descubrí algo que parecían ser sombras recortándose en las tinieblas
húmedas de la noche. Pude contar hasta tres figuras moviéndose de una forma muy
extraña, y otra, mas cerca de la casa, que se asemejaba más a un tronco de
madera arrastrado por las embravecidas olas que a un hombre. Me asusté un poco,
pues no sabía cuál era el motivo que había llevado a aquellas intrépidas
figuras a permanecer en la playa bajo la furiosa tempestad. Se me ocurrió que
posiblemente, al igual que a mí, la lluvia les había sorprendido y que, como
yo, se habían entregado al placer de jugar bajo agua. Tras breves instantes,
espoleado por un sentimiento de hospitalidad que superaba mi deseo de estar
solo, salí a la puerta (hecho que bastó para calarme de nuevo, pues la lluvia
cayó furiosa sobre mí) y desde el rellano les hice señas. No sé si se
percataron de mi presencia o no entendieron lo que quise decirles, pero el caso
es que no contestaron a mis señas. Se quedaron quietos en mitad de la noche,
sorprendidos, como esperando que yo hiciese algo. Había un no sé qué en su
actitud que me traía a la mente esa sensación críptica con la que se tintaba la
casa y sus alrededores al caer el mórbido crepúsculo.
De repente se apoderó de mí
un sentimiento extraño, como si de aquellos seres que permanecían inmóviles
bajo la lluviosa noche en una playa desierta emanase una cualidad siniestra y amenazadora.
Cerré la puerta con creciente inquietud, sintiendo un miedo angustioso que iba
apoderándose poco a poco de mi, un espanto devorador que nacía de entre las
sombras de mi consciencia. Un poco después, mientras miraba de nuevo por la
ventana, sólo vila oscura noche que se agazapaba como una alimaña en el
exterior. Confundido, un poco asustado —como la persona que duda cruzar una
calle oscura a pesar de que, aparentemente, no ve nada que pueda temer—, decidí
que, seguramente, no había visto nada, que la tenebrosa atmósfera me había
hecho ver cosas que no eran.
El aura de soledad que
envolvía todo el lugar se incrementó aquella noche; aunque, fuera de mi campo
de visión, al norte de la playa, cientos de casas se erguían bajo las tinieblas
húmedas, con sus amarillentas luces brillando a través de cristales empañados,
como los ojos de un duende reflejándose en las cenagosas aguas de un pantano.
Yo no podía verlas y tampoco podía aventurarme fuera en una noche semejante —no
tenía coche, ni ningún otro medio de abandonar la apelmazada casita, a no ser
caminando bajo la tenebrosa noche—, de forma que me hallaba a merced de lo que
pudiera pasar, totalmente solo ante el melancólico océano que rugía, invisible,
desafiante, en la niebla. La voz del mar emitía un lamento ronco, como el de un
ser herido que tratara de incorporarse.
Espanté la oscuridad que
crecía a mi alrededor con una lámpara de aceite —aún así, las tinieblas que
entraban por las ventanas se recluyeron en los rincones, como una fiera al
acecho—, y me dispuse a prepararme yo mismo la cena, ya que no tenía intención
de ir a cenar al pueblo. No eran más que las nueve cuando me fui a acostar,
pero me parecía increíblemente tarde. La oscuridad se había adueñado de la
playa demasiado pronto, y yo no hacia mas que pensar en los acontecimientos que
habían tenido lugar aquella tarde. En las tinieblas nocturnas que aguardaban
fuera, algo acechaba, algo indefinido, impreciso, algo que me hacía sentir una
especie de tensión, de inquietud; yo era como una bestia salvaje que esperaba
cualquier movimiento del enemigo. El viento continuó aullando durante horas
mientras la lluvia batía sin cesar las desgastadas paredes de la casita. En un
momento de calma en el que pude oír el estruendoso rugido del mar, imaginé que
las enormes y amorfas olas debían superponerse unas sobre otras bajo el
melancólico rugido del viento, arrojando sobre la playa nubes de espuma y
salitre. Y aun así, apenas perceptible entre los rugidos de la naturaleza
desatada, pude distinguir una nota discordante, un sonido seductor, tan
tenebroso e incierto como la noche. El mar siguió pronunciando su estúpido
monólogo y el viento continuó refunfuñando; pero, al poco, los velos de la
inconsciencia se cerraron sobre mi y, por un tiempo, la noche oceánica
desapareció de mi mente dormida.
La mañana trajo consigo un
sol alicaído —como el que verán los hombres, si queda alguno para contarlo,
cuando la Tierra sea vieja—, un sol aún más tenue que el desdibujado cielo. Un
burdo reflejo de su antiguo esplendor, Febo intentaba desgarrar las inciertas,
espesas nubes mientras me levantaba; a veces brillaba con destellos de oro en
la parte nordeste de la casa, otras se difuminaba hasta convertirse en un
simple globo luminoso: un juguete increíble olvidado en la bóveda celeste. El
agua caída —llovió durante toda la noche— había borrado los últimos restos de
aquellas nubes purpúreas que me habían hecho acordarme de los acantilados de mi
vieja historia de hadas. Engañoso, turbio, aquel amanecer parecía el de la mañana
anterior, como si la tormenta hubiese hecho desaparecer toda una jornada,
apoderándose de los cielos durante una larga y oscura tarde. Cobrando fuerza,
el esquivo sol empleó todas sus energías en deshacer la bruma, pudiendo
atravesar al fin la sucia capa de nubes. El día se teñía de azul y las
tinieblas retrocedían, huyendo junto con la soledad que me había rodeado a un
lugar desconocido y extraño donde, agazapadas, pacientes, esperarían el momento
adecuado para volver.
El sol brillaba ahora con su
antiguo esplendor, y de nuevo las olas volvieron a llenarse de reflejos sobre
aquellas juguetonas aguas que habían lamido las costas antes de que apareciese
el hombre, batiendo dichosas y despreocupadas mientras la humanidad yacía,
olvidada, en el sepulcro del tiempo. Influenciado por tales sentimientos, abrí
la puerta y, mientras las sombras retrocedían ante la luminosidad que entraba,
descubrí que la playa estaba limpia de huellas, como si nadie, excepto yo,
hubiese perturbado la suavidad de sus arenas. Con la ligereza de espíritu que
sigue a un período de depresión, sentí —gratamente complacido— cómo mi cerebro
se limpiaba de toda anterior desconfianza, sospecha o miedo, de la misma forma
que la suciedad desaparece en el agua. En el aire flotaba un aroma salobre a
hierba mojada, como el que sale de las páginas mohosas de un viejo libro, un
olor dulce producido por los cálidos rayos del sol al acariciar las praderas
del interior; aquel perfume actuaba sobre mis sentidos como una poción
estimulante, recorría mis venas, como si tratase de comunicarme algo de su
propia naturaleza impalpable, haciéndome flotar en la brisa vertiginosamente.
Y por encima de todo, el
sol, un sol que acariciaba mi piel, rociándome con sus rayos como la noche
anterior lo había hecho la lluvia con su agua; un sol cálido cayendo en
cascadas luminosas sobre la tierra, como tratando de ocultar aquella presencia
ambiental que deambulaba más allá de mi percepción, débilmente atisbada, apenas
sentida, en los rincones más profundos de mi consciencia y en la visión de
oscuros seres deambulando cerca de un solitario océano. Aquel sol, una bola
enfebrecida y aislada en el vórtice del infinito, era como una ráfaga de agujas
clavándose en mi rostro. Un cáliz burbujeante, blanco, portador de un fuego divino
e incomprensible, creador de extraños espejismos. Parecía dibujar vastas
regiones, tranquilas, bellas e inciertas, por donde yo podría vagar si
descubriese la llave para entrar en ellas. Tales imágenes nacen de nuestra
propia naturaleza interior, pues la vida física no permite abrirse a sus
secretos, y sólo la intuición, nuestra capacidad para interpretar estas
sensaciones, puede producirnos ese éxtasis que embota los sentidos, tantas
veces negado por nuestra razón. Pero, aun así, a veces sucumbimos a su engaño,
pensando haber encontrado al fin el negado fruto. Y de esta forma, la fresca
dulzura del aire matinal que sigue a una opresiva oscuridad nocturna (cuya
tenebrosa atmósfera me había intranquilizado más que cualquier amenaza física
sobre mi cuerpo), me susurraba antiguos misterios y placeres ocultos de los que
sólo es posible disfrutar en parte. El sol, el viento, el perfume que
impregnaba todas las cosas, me hablaban de festividades divinas, de dioses
cuyos sentidos son un millón de veces superiores a los del hombre, cuyos
placeres son más sutiles y prolongados. Podría profundizar más en estas
sensaciones si me atreviese a sumergirme plenamente en ellas, pero no lo hacia;
el sol, un dios desnudo y celestial, desconocido, un resplandor que ciega nuestros
ojos, parecía un objeto sagrado bajo la percepción de mis sentidos, nuevamente
despiertos. Del inmaculado astro emergía una especie de halo ante el que todas
las cosas deberían arrodillarse. El ágil leopardo en la selva frondosa se
detendría sorprendido para contemplar sus ardientes rayos, y todas las cosas
que se alimentan de su energía sentirían su mensaje en un día semejante. Y
cuando desaparezca de los confines del Universo, la Tierra no será nada mas que
una negra esfera flotando en abismos sin fondo. Aquella mañana, sintiendo
bullir en mi interior el fuego de la vida, olisqueé en la atmósfera la llegada
de extrañas cosas que no sabría describir.
Mientras caminaba hacia el
pueblo, pensando qué aspecto tendría tras la copiosa lluvia nocturna, descubrí,
entre los amarillentos velos de humedad que el sol levantaba de la tierra, un
pequeño objeto parecido a una mano que reposaba a unos pasos de donde yo
estaba, mecido por el constante devenir de las olas. El miedo y el asco
sacudieron mi mente cuando me di cuenta de que, con toda seguridad, aquel
objeto era un trozo de carne, posiblemente, tal y como había supuesto, una mano
separada del resto del cuerpo. Desde luego, ningún pez tenía aquella forma;
creí ver unos dedos alargados y descompuestos. Empujé aquella cosa con el pie,
teniendo cuidado de tocar lo menos posible aquel repugnante objeto; pero se me
pegó viscosa a la suela, asiéndose a mi zapato con las garras de la
putrefacción. Apenas tenía forma, pero se parecía mucho a lo que había
imaginado en principio. La arrojé de una patada a las complacientes olas, que
la engulleron con una voracidad malsana.
Posiblemente debía haber
dado cuenta de mi descubrimiento, pero su naturaleza era demasiado incierta
como para emprender una investigación. Parecía haber sido mordisqueada por
alguna monstruosidad marina y no creí que fuera lo suficientemente
identificable como para evidenciar su relación con algún accidente o tragedia
desconocidos. Me acordé del gran número de personas ahogadas aquel verano;
también pensé en otras cosas carentes de toda base, muchas de ellas meras
posibilidades. Fuese lo que fuese aquel resto putrefacto: un pez o algún trozo
de animal similar a la mano del hombre, jamás he hablado de él hasta ahora.
Después de todo, nada indicaba que aquella cosa no hubiese sido presa de otra
cosa que la putrefacción.
Llegué a la ciudad asqueado
por el recuerdo de aquel objeto reposando sobre la aparente belleza de la
playa; sin embargo, no era más que una pequeña demostración de la muerte en un
entorno natural en el que se mezclan belleza y corrupción. No escuché ningún
rumor en Ellston acerca de que se hubiese producido recientemente algún caso de
ahogamiento o accidentes en alta mar, tampoco encontré ninguna noticia en los
periódicos locales, que fue lo único que leí durante mis vacaciones. Es difícil
describir el estado de ánimo al que me vi sumido durante los días que
siguieron. Susceptible a las emociones fuertes y mórbidas, a las angustias
producidas por una sucesión de hechos extraordinarios, nacidas en las esquinas
de mi cerebro, me dominaba una especie de sensación abrumadora, más cercana al
asco hacia la horrible y escondida suciedad de la vida que al temor o la
desesperación; en parte, esta aptitud había sido producida por mi propia
sensibilidad, y en parte por la visión de aquel putrefacto objeto que antaño
había sido una mano. En aquellos días, en mi mente se mezclaban un revoltijo de
tenebrosos acantilados e inquietas figuras, como aquellas de mi cuento de
hadas. Sentía, desesperándome por momentos, la gigantesca oscuridad de este
universo abrumador para el cual mis días, y los días de los de mi raza, no
significaban absolutamente nada; un universo en el que toda acción es vana,
donde incluso el dolor es algo insignificante. Las horas dedicadas a recuperar
mi salud, tranquilidad y armonía mental, se tomaban ahora (como si aquellos
días de la primera semana estuviesen definitivamente olvidados) en pasiva
indolencia, como la que adoptaría un hombre al que no le importase vivir. Un
miedo letárgico y lastimoso se había apoderado de mi, sentía que algo
ineludible iba a suceder, me aterraba el odio que mostraban las frías
estrellas, la voracidad con que rompían las enormes olas, como queriendo
engullir mis huesos: la venganza, la indiferencia, la abrumadora majestad de la
noche del océano.
Algo de aquella oscuridad,
de aquella inquietud del mar se había introducido en mi corazón, y yo vivía
sumido en una angustia irracional, aumentada por que no conocía su origen, por
la extraña, inmotivada cualidad de su vampirica existencia. Ante mis ojos se
extendían las nubes púrpuras y quiméricas, aquel extraño objeto plateado, la
espuma del mar, la soledad de mi lóbrega casa, la hipocresía y vanidad del
pueblo veraniego. No volví a la ciudad, su estilo de vivir me parecía una
parodia. Me hallaba, yo y mi alma, solo, ante el tenebroso mar, un mar que
parecía odiarme cada vez más. Y por encima de todas las cosas, malévolo y
corrupto, un ser de rasgos apenas humanos se erguía y acechaba, como esperando.
Este bosquejo del ambiente en el que me hallaba sumergido, nunca podrá definir
totalmente el verdadero horror de toda aquella soledad, una soledad que se
había aposentado profundamente en mi corazón y que me insinuaba cosas horribles
y desconocidas, flotando cada vez más cerca de mi. No estaba volviéndome loco;
simplemente percibía con claridad las tinieblas que se extienden más allá de
esta frágil existencia iluminada por un sol pasajero, tan insignificante como
nosotros mismos; una sensación que pocos llegan a experimentar pero que, silo
hacen, impregnará sus vidas para siempre; un conocimiento que cambia con el
tiempo, como yo mismo que lucho con todas las fuerzas de mi alma, que me dice
que nunca podré entender a este universo hostil, que jamás lograré retener ni un
segundo de la vida que me queda. Tenía miedo de lo que me deparaba la vida, de
lo que encontraría al morir, estaba lleno de un horror indescriptible, pero era
incapaz de abandonar el lugar que lo producía; esperaba pacientemente mientras
aquel miedo que me consumía se extendía por las inmensas regiones que se abren
más allá de la consciencia.
Y de esta forma llegó el
otoño, y el mar seguía quitándome a perdida tranquilidad con que en un
principio me había regalado. El otoño se adueña de la playa de forma melancólica;
no caen las pardas hojas ni existen los típicos signos de la estación. Sólo el
mar, un mar helado e inmutable. Las aguas aún no estaban demasiado frías, pero
ya no me bañaba; la cúpula celeste empezó a oscurecer, como si un enorme manto
de nieve fuera a caer sobre las ígneas olas. Y yo pensaba que cuando aquello
sucediese, la nieve ya no dejaría de caer nunca, seguirla y seguirla, nublando
un sol blanco, amarillo y, por fin, rojo, hasta que aquel último, diminuto rubí
desapareciese en la futilidad de una noche eterna.
Las antaño amigables aguas
me susurraban cosas sin sentido, espiándome; no podría asegurar si era mi
estado de ánimo el causante de aquellas sensaciones, o si tan sólo era un
reflejo de la lóbrega atmósfera. Sobre mí, sobre la playa, había caído una
sombra, como si un ave invisible —un ave de ojos penetrantes— sobrevolase por
encima nuestro y no pudiéramos verla. A finales de septiembre habían cerrado
todos los establecimientos de la ciudad, esos antros frívolos, donde unos seres
llenos de miedos, marionetas hipócritas, habían representado sus ridículas
vacaciones. Los títeres fueron empujados a otro sitio, con una sonrisa forzada
o con rostros serios; en el lugar apenas quedaron un centenar de personas. De
nuevo, las chillonas casas de estuco que bordeaban la costa se alzaron
solitarias al viento. Según avanzaba el mes, crecía en mi interior la certeza
de que algo iba a suceder: una oscura tragedia que aún no había llegado a su
desenlace final. De cualquier modo prefería que aquello acabase pronto a
continuar con esa sensación de angustia contenida, con aquel sentimiento de que
algo monstruoso pululaba entre los recovecos del escenario enorme en el que me
encontraba; con más inquietud que miedo aguardaba el día, que ya parecía cercano,
en el que todo saldría a la luz. Sucedió a finales de septiembre, no sé si el
22 o el 23. Tales detalles quedaron olvidados ante la sucesión de hechos que
tuvieron lugar; unos hechos que insinuaban (nada más que insinuaban) unas
implicaciones nada comunes a la vida cotidiana. La angustia invadió mi
espíritu, e inmediatamente supe que algo iba a suceder. Durante todo el día
aguardé pacientemente la llegada de la noche, con tanta inquietud que el
crepúsculo pareció desvanecerse en un revoltijo momentáneo de colores sobre las
ondulantes aguas.
Ya había transcurrido
bastante tiempo desde que la espantosa tormenta arrojara una sombra sobre la
playa y había decidido, después de breves dudas, dejar Ellston antes de que la
atmósfera se enfriase demasiado, seguro ya de no poder recobrar mi anterior
tranquilidad. Nada más recibir un telegrama (que había estado retenido durante
dos días en las oficinas de la Western Union, hasta que pude ser localizado) en
el que se me comunicaba que mi diseño había sido aceptado, fijé la fecha
definitiva de mi partida. Esta noticia, que a principio de año me habría
causado un gran impacto, no hizo más que aligerar un poco mi apatía. Se me
antojaba ridícula en el ambiente de irrealidad en el que me movía; era como si
el telegrama estuviese dirigido a otra persona que no conocía y yo lo hubiese
recibido por error. Aunque aquél no fue el único motivo, sí hizo que se
reafirmasen mis planes de dejar definitivamente la casa de la playa.
Sólo quedaban cuatro noches
para mi partida cuando tuvo lugar el desenlace que tanto había esperado, un
desenlace que no implicó ninguna amenaza visible, sino más bien una serie de
acontecimientos que bien podrían explicarse como producto del tenebroso
escenario. La noche había caído sobre Ellston y un montón de platos sucios en
el fregadero daban testimonio de mi cena y de las pocas ganas que tenía de
trabajar. La playa se iba oscureciendo cuando me senté ante la ventana que
miraba al mar con un cigarrillo en la boca; un manto de negrura se extendía
gradualmente por el cielo, haciendo brillar más una luna colgante. El apacible
mar rompía en la reluciente arena; la ausencia exterior de árboles, figuras o
seres vivos y la magnitud de aquella orgullosa luna, hicieron que me diera
cuenta de la vastedad que me rodeaba. Sólo unas cuantas estrellas diminutas
brillaban en el cielo nocturno, acrecentando la grandeza de la órbita lunar y
la magnitud de las inquietas, ondulantes aguas.
Permanecí en el interior de
la casa, sin ganas de pasear por la playa en una noche tan informe, escuchando
extraños secretos de un increíble saber. Nacido de un viento invisible, sentía
el soplo de una vida palpitante y extraña: la personificación de todo lo que
habla preconcebido, de todas mis suposiciones, pululando en los abismos del cielo
o bajo las mudas olas. En aquel lugar, mis sensaciones adoptaban una cualidad
de sueño, horrible, antiguo, difícil de describir; como alguien que está cerca
de una persona dormida a la que no quiere despertar, me asomé a la ventana,
sosteniendo en las manos el cigarrillo medio consumido, y contemplé la luna que
se elevaba. Poco a poco la atmósfera fue iluminándose con la luz que emanaba de
la luna, y cada vez me sentía más angustiado ante la espera de algo que sabía
iba a suceder. Las sombras se replegaban sobre la playa, y sentí que todos mis
sentidos estarían fijos en ellas cuando ese algo se hiciese visible. Aún
quedaban lugares cubiertos de negras y tenebrosas sombras; masas de oscuridad
reptando bajo los rayos brillantes y crueles. La infinita belleza de la luna
—que ahora se me antojaba un planeta muerto y tan frío como las sepulturas
inhumanas que salpican su superficie entre un caos de ruina y destrucción por
la sucesión de polvorientos siglos inmensamente más antiguos que la era del
hombre— y el mar, que se agitaba con los vestigios de una vida anterior, me
hicieron frente con una terrible determinación. Me levanté y cerré la ventana,
intentando callar momentáneamente el flujo imparable que adoptaban mis
pensamientos.
Ningún sonido llegó hasta mí
mientras permanecía ante las contraventanas cerradas. Los minutos y las horas
se diluían en un todo. Aguardaba, con el corazón en vilo, ante el escenario
inmutable que se extendía delante mí, a que aquello, fuese lo que fuese, se
manifestase. Había colocado la lámpara sobre un cajón, en la parte oeste de la
casa, pero la luz de la luna era más fuerte y sus azulados rayos invadían los
rincones que la lámpara no alcanzaba a iluminar. El antiguo resplandor del
silencioso planeta se desparramaba sobre la playa como lo había venido haciendo
desde incontables eones; yo esperaba, con creciente inquietud, el desenlace de
los acontecimientos, temeroso de su incierto final.
En el exterior de la pequeña
casita, una luminosidad blanca dibujaba seres vagos, sombras irreales que
parecían burlarse de mí, y unas voces apenas audibles se mofaban de mi atenta
vigilancia. Se sucedieron interminables minutos de espera, como si el péndulo
del Tiempo se hubiese detenido. Y seguía sin ocurrir nada extraño; las sombras
acotadas por la luna eran poco profundas y no podían esconder nada a mis ojos.
La noche permanecía muda —cosa que intuía, ya que te nía las ventanas
cerradas—— y un manto de estrellas colgaba espectral del ominoso cielo. Ninguna
señal, ningún sonido explicaba mi estado de ánimo, el terror que sentía mi
atormentado cerebro dentro de un cuerpo incapaz de romper el silencio, a pesar
de la angustia. Como esperando la muerte, seguro de que nada haría ahuyentar el
peligro interior con el que me enfrentaba, me estremecí con el cigarrillo
olvidado en mi mano. Un mundo silencioso se extendía más allá de las sucias y
baratas ventanas, y en una esquina de la habitación, un par de viejos remos,
que estaban allí antes de mi llegada, eran mudos testigos de mi vigilia. La
lámpara continuaba ardiendo, desparramando una luz tenue y enfermiza. De vez en
cuando, para distraerme, miraba hacia ella y veía cientos de burbujas que
aparecían y desaparecían en el depósito de petróleo. De pronto, la mecha dejó
de arder. Y me vino a la mente la completa seguridad de que la noche, ahí
fuera, no era cálida ni fría, sino extrañamente neutra, como si estuviesen
suspendidas todas las fuerzas físicas y rotas las leyes de la existencia.
Y entonces, con un chapoteo
sordo, aterrador, un ser marino emergió más allá de la serpiente de las olas.
Su forma se asemejaba a la de un perro, pero también podría ser la de un hombre
o la de algo aún más extraño. No pareció verme —-o no le importó—; nadó como un
pez bajo la luz de las estrellas hasta que se sumergió de nuevo en las aguas.
Al poco volvió a aparecer y, al estar más cerca, descubrí que llevaba algo en
los hombros. También me di cuenta de que no podía tratarse de un animal, sino
que era un hombre o algo parecido. Pero nadaba con una facilidad espantosa. Mientras
miraba, impasivo y aterrado, con la aptitud del que espera la muerte y sabe que
no puede hacer nada por evitarla, el nadador se acercó a la costa; pero todavía
estaba muy lejos, hacia el sur, como para descubrir sus verdaderas facciones.
Encorvado, con jirones de niebla colgando de su cuerpo, caminó ágilmente hasta
desaparecer entre las dunas de la playa.
Me invadió una oleada de
repentino pavor. Temblaba como sacudido por el viento, aunque la atmósfera de
la habitación, cuyas ventanas ya no me atrevía a abrir, era sofocante. Pensé
qué horrible sería que algo pudiese entrar por la ventana desde el exterior. Ya
no podía ver aquel ser y empecé a sentir que deambulaba por los alrededores o
me espiaba desde una ventana sin vigilar. Mis ojos angustiados se pasearon por
todos y cada uno de los cristales, esperando tropezarme con la horrible mirada
de ese ser desconocido. Pero aunque estuve horas y horas aguardando, ya no vi a
nadie más vagabundeando por la playa. De este modo fue pasando la noche, y con
ella se fue difuminando la posibilidad de que aquel extraño ser — surgido del
mar como un brebaje maligno del caldero— realmente hubiese vagabundeado por la
playa en un momento de intranquilidad, trayendo consigo de las aguas aquel
desconocido bulto. Como las estrellas que prometen la visión de recuerdos
terribles y gloriosos, incitándonos a adorarías para luego revelarnos sus
secretos, había estado terriblemente cerca de los antiguos secretos que rondan
la mente humana, acechando cautelosamente al borde de lo desconocido. Pero al
final no descubrí nada.
Sólo había podido contemplar
un breve atisbo del furtivo ser (oscurecido por los velos de la ignorancia). No
podía imaginar el poder tan grande que se había mostrado a escasa distancia de
donde yo estaba en la neblinosa imagen de aquel nadador vagabundeando por la
playa. No logro suponer qué podría haber pasado si el brebaje hubiese
sobrepasado los bordes del caldero, derramándose en una cascada de
revelaciones. La noche del océano retuvo el nivel del recipiente. Es lo único
que puedo decir. Aún ahora, desconozco por qué el océano me fascina tanto. Pero
tal vez nadie sea capaz de explicar los hechos; se oponen por naturaleza a
cualquier interpretación. Existen hombres inteligentes que aborrecen el mar,
las ondulantes olas rompiendo en playas de arena amarilla; y aseguran que los
que amamos los misterios de sus profundidades somos gentes extrañas. Pero aun
así, siento una obsesión inexplicable por los encantos del océano. En la
melancolía de la espuma teñida de plata por los rayos de la luna; en las olas
sombrías, silenciosas, eternas, que baten desnudas arenas; en toda esa soledad
solamente quebrada por la aparición de desconocidas existencias que afloran de
abismos tenebrosos. Y cuando observo las terribles olas que arremeten con
interminable poder, siento una fascinación cercana al miedo, y me rindo a los
encantos de su grandeza antes que al odio por sus ondulantes aguas y su
arrebatadora belleza.
Vasto y desolado es el
océano, y se ha dicho que todas las cosas que un día salieron de él volverán
tarde o temprano a su seno. Nadie caminará por la superficie de la tierra
cuando transcurran los ciclos del Tiempo; sólo las aguas eternas continuarán
agitándose bajo la noche. Seguirán desparramando nubes de espuma sobre
tenebrosas playas, y nadie observará, en un mundo muerto y frío, la luz
enfebrecida de la luna, iluminando ondulantes costas de granulada arena. En la
orilla, la espuma de las olas acariciará los huesos de las muertas existencias
que un día poblaron sus aguas. Inmóviles, silentes caparazones golpeados por el
batir del mar: su precaria vida hace tiempo terminada. Todo será negro
entonces, incluso la blanca luna dejará de enviar reflejos sobre las aguas. No
habrá nada, ni por encima ni por debajo de las tenebrosas aguas. Y en ese
último ciclo, cuando todas las cosas hayan desaparecido, el mar seguirá
batiendo y agitándose bajo la negra noche.
Fin
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