El Horror de Dunwich
Howard Phillips Lovecraft
(Novela corta, central en el mundo Lovecraft y lectura obligatoria en los horrores de las aberraciones congénitas que tanto aterraban a H.P.L.)
1
Cuando el que viaja por el norte de la
región central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de
la carretera de Aylesbury nada más pasar Dean’s Corners, verá que se adentra en
una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las
paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso
camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones
excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una
frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los
campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas
diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de
decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a
preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando,
se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos
prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de
verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada.
Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del
camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques
que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y
simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces
pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños
círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las
cimas montañosas.
El camino se halla cortado por barrancos
y gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los
salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el
descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una
honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo
cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar
estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a
danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos.
Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic
adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las
abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.
A medida que el viajero va acercándose a
las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres
coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan
escarpadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero
tiene que seguir adelante pues no hay camino que permita eludirlas. Pasado un
puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el
curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se
maravilla ante aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado,
que hacen pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca
circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar
que la mayoría de las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia
-con el chapitel quebrado- alberga ahora el único y destartalado
establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel
del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una
vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un
ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre
acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel
lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas,
cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas
hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury. Una vez allí, es
posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.
Apenas se ven forasteros en Dunwich, y
tras los horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo
llegar hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de
singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a
artistas ni a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba
por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que
poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la
localidad. Pero en los racionales tiempos que corren -silenciado el horror que
se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el
bienestar del pueblo y del mundo- la gente elude el pueblo sin saber
exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique -aunque no puede
aplicarse a los forasteros desinformados- en que los naturales de Dunwich se
han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda
de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los
vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas
físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio
de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un
apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a
infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local,
representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de
Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de
degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse
tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio da
origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún
enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van
rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las
que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.
Nadie, ni siquiera quienes conocen los
motivos por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a
Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de
los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes
montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales
orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del
interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién
incorporado a su ministerio en la iglesia congregacionalista de Dunwich,
predicó un memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se
cernía sobre la aldea en el que, entre otras cosas, dijo:
No puede negarse que semejantes
monstruosidades integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos
harto conocidos como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la
tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no
hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de las potencias
infernales detrás de mi casa. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y
silbidos que allí se oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de
esos sonidos que sólo pueden salir de recónditas simas que únicamente a la
magia negra le es dado descubrir y al diablo penetrar.
No había pasado mucho tiempo desde la
lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se
supiera más de él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en
Springfield. No había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos
fragores en el interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo
en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hacen referencia a
fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que
coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede
detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos,
mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop
Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni
matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen
un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de
chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos*
que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan al unísono
sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen
atrapar el alma fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a
revolotear al instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven
frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio.
Claro está que dichas historias ya no se
oyen y no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich
es un pueblo increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta
millas a la redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la
chimenea de la antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a
1700 en tanto que las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en
1806, constituyen la pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La
industria no arraigó en Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó
ser de corta duración en la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes
circunferencias de columnas de piedra toscamente labradas que hay en las
cumbres montañosas, pero esta obra se atribuye por lo general más a los indios
que a los colonos. Restos de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior
de dichos círculos y en torno a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill,
apoyan la creencia de que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos
de los indios pocumtuk, aun cuando
numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan disparatada
teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.
2
Fue en el término municipal de Dunwich,
en una granja grande y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a
cuatro millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo
2 de febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se
recuerda porque era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich
curiosamente observan bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos
que se oyeron en la montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que
no cesaron de ladrar en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello
tenga menos importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada
de los Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto
deforme y sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio
enloquecido padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos
rumores sobre actos de brujería. Lavinia Whateley no tenía marido conocido,
pero siguiendo la costumbre de la comarca no hizo nada por repudiar al niño, y
en cuanto a la paternidad del recién nacido la gente pudo -y así lo hizo-
especular a su gusto. La madre estaba extrañamente orgullosa de aquella
criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaba con su
enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina, y cuentan que se la oyó
susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de
que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba.
Lavinia era muy capaz de decir tales
cosas, pues de siempre había sido una criatura solitaria a quien encantaba
correr por las montañas cuando se desataban atronadoras tormentas y que gustaba
de leer los voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos
siglos de existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos
de puro viejos y apolillados. En su vida había ido a la escuela, pero sabía de
memoria multitud de fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el
viejo Whateley le había enseñado. De siempre habían temido los vecinos de la
localidad la solitaria granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y
la inexplicable muerte violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas
contaba doce años no contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre
solitaria y aislada en medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de
entregarse a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares
ocupaciones. Su tiempo libre apenas se veía reducido por los cuidados
domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se
observaban desde hacía tiempo.
La noche en que Wilbur nació pudo oírse
un grito espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña
y de los ladridos de los perros, pero, que se sepa, ni médico ni comadrona
alguna estuvieron presentes en su llegada al mundo. Los vecinos no supieron
nada del parto hasta pasada una semana, en que el viejo Whateley recorrió en su
trineo el nevado camino que separaba su casa de Dunwich y se puso a hablar de
forma incoherente al grupo de aldeanos reunidos en la tienda de Osborn. Parecía
como si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un elemento
subrepticio nuevo se hubiese introducido m su obnubilado cerebro
transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era
persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con
todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su
hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado
años después por quienes entonces escucharon sus palabras.
-Me trae sin cuidado lo que piense la
gente. Si el hijo de Lavinia se parece a su padre, será bien distinto de cuanto
puede esperarse. No hay razones para creer que no hay otra gente que la que se
ve por estos aledaños. Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de
vosotros ni siquiera sois capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan
buen marido como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y
si supierais la mitad de cosas que yo sé no desearíais mejor casamiento por la
iglesia ni aquí ni en ninguna otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis todos al hijo de Lavinia
pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.
Las únicas personas que vieron a Wilbur
durante el primer mes de su vida fueron el viejo Zechariah Whateley, de la rama
aún no degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía
desde hacía años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad
y las historias que contó confirmaron sus observaciones, en tanto que Zechariah
fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le
había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una
larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño
Wilbur que no finalizaría hasta 1928 -es decir, el año en que el horror se
abatió sobre Dunwich-, pero en ningún momento dio la impresión de que el
destartalado establo de Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado. A
ello siguió un período en que la curiosidad de ciertos vecinos de Dunwich les
llevó a subir a escondidas hasta los pastos y contar las cabezas de ganado que
pacían precariamente en la empinada ladera justo por encima de la vieja granja,
y jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares.
Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizá en los insalubres pastos o
transmitida por algún hongo o madera contaminados del inmundo establo, lo que
producía tan crecida mortalidad entre el ganado de Whateley. Extrañas heridas o
llagas, semejantes a incisiones, parecían cebarse en las vacas que podían verse
paciendo por aquellos contornos y una o dos veces en el curso de los primeros
meses de la vida de Wilbur algunas personas que fueron a visitar a los Whateley
creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y
en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.
En la primavera que siguió al nacimiento
de Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales correrías por las montañas, llevando
en sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de
los aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le
ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién
nacido, visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un
ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y
fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus
movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una
ponderación harto singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie
se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con
pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían desaparecido por completo.
Al poco tiempo, exactamente la Víspera de
Todos los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de
Sentinel Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en
medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de
rumores a raíz de que Silas Bishop -de la rama no degradada de los Bishop-
dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña
delante de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. Silas
andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había
llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos
figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente
por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente
desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al
niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con
flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a
Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda
su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o
supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el
escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo
que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre
Dunwich.
Por el mes de enero, entre los rumores
que corrían por el pueblo se hacía mención de que el «rapaz negro de Lavinia»
había comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era
impresionante, tanto porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían
en la región como por la ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos
niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se
ponía a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para
los vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las
sencillas expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga
relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos
silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez,
pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz,
firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos -grandes,
oscuros y de rasgos latinos-, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una
inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero,
rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos
labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus
orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia
él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto
sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado
de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a
pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth,
en medio de un círculo de piedras y con un gran libro abierto entre sus manos.
Los perros se enfurecían ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que
continuamente se veía obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.
3
Entre tanto, el viejo Whateley siguió
comprando ganado sin que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo,
taló madera y se puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la
casa, un espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada
posterior totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta
entonces, las tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja
habían bastado para albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún
una fuerza prodigiosa para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque
a veces murmuraba cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería
demostraba que conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer
Wilbur, tras poner un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se
guardaban los aperos, entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura.
Ahora, al emprender las obras de reparación del abandonado piso superior,
demostró seguir estando en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía
se reflejaba tan sólo en un afán por tapar herméticamente con tablones todas
las ventanas del ala restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de
intentar repararla ya era una locura. Ya se explicaba mejor que quisiese
acondicionar otra habitación en la planta baja para el nieto recién nacido,
habitación ésta que varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás
acceder a la planta superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de
madera. Revistió toda la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el
techo, sobre las cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente
cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de
libros que hasta entonces habían estado amontonados de mala manera en los más
insólitos rincones de la casa.
-Me han sido muy útiles -decía Whateley
mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola
preparada en el herrumbroso horno de la cocina-, pero estoy seguro de que el
chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores
condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.
Cuando Wilbur contaba un año y siete
meses -esto es, en septiembre de 1914- su estatura y, en general, las cosas que
hacía se salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de
cuatro años, hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una
inteligencia bien despierta. Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y
acompañaba a su madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa,
no cesaba de escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los
libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en
medio del silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para
entonces ya habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión
de verlas se preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de
las ventanas del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la
última ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada
a la ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría
construido una sólida rampa de madera para subir hasta ella. Para cuando las
obras estaban a punto de concluir la gente advirtió que el viejo cobertizo de
los aperos, herméticamente cerrado y con las ventanas cubiertas por tablones
desde el nacimiento de Wilbur, volvió a quedar abandonado. La puerta estaba
siempre abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer un día se adentró en su
interior, con ocasión de una visita al viejo Whateley relacionada con la venta
de ganado, se extrañó enormemente del apestoso olor que se respiraba en el
cobertizo; un hedor -según diría posteriormente- que no guardaba parecido con
nada conocido salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los
círculos indios de la montaña, y que no podía provenir de nada sano ni de esta
tierra. Pero también es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de
Dunwich nunca se caracterizaron precisamente por sus buenos olores.
No hay nada digno de destacar en los
meses que siguieron, salvo que todo el mundo juraba percibir un ligero pero
constante aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La
víspera del primero de mayo de 1915 se dejaron sentir tales temblores de tierra
que hasta los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos, y unos meses después,
en la Víspera de Todos los Santos, se produjo un fragor subterráneo
asombrosamente sincronizado con una serie de llamaradas -«ya están otra vez los
Whateley con sus brujerías», decían los vecinos de Dunwich- en la cima de
Sentinel Hill. Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de
que al cumplir cuatro años parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente,
sin ayuda alguna, pero se había vuelto mucho más reservado. Su semblante denotaba
un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente
aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una
jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer
a quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que
mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el
punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser
atacado en sus correrías a través del campo. Y, claro está, su utilización del
arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearle la simpatía
de los dueños de perros guardianes.
Las pocas visitas que acudían a la casa
de los Whateley encontraban con harta frecuencia a Lavinia sola en la planta
baja, mientras se oían extraños gritos y pisadas en el entablado piso superior.
Jamás dijo Lavinia qué podrían estar haciendo su padre y el muchacho allá
arriba, aunque en cierta ocasión en que un jovial pescadero intentó abrir la
atrancada puerta que daba a la escalera empalideció y un pánico cerval se
dibujó en su rostro. El pescadero contó luego en la tienda de Dunwich que le
pareció oír el pataleo de un caballo en el piso superior. Los dientes que en
aquel momento se encontraban en la tienda pensaron al instante en la puerta, en
la rampa y en el ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al
recordar las historias de los años mozos del viejo Whateley y las extrañas
cosas que profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un momento
propicio a ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo podía advertirse que los
perros temían y detestaban la finca de los Whateley con igual furia que
anteriormente habían demostrado hacia la persona de Wilbur.
En 1917 estalló la guerra, y el juez de
paz Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento
local, tuvo grandes dificultades para lograr constituir el contingente de
jóvenes físicamente aptos de Dunwich que habían de acudir al campamento de
instrucción. El gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los
habitantes de la comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos
para que investigaran las causas, los cuales llevaron a cabo una encuesta que
aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se
dio en torno a la investigación puso a algunos periodistas sobre la pista de
los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham
Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de
Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños
volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el
misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la
montaña. Wilbur contaba por entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el
aspecto de un muchacho de quince. Su labio superior y mejillas estaban
cubiertos de un vello áspero y oscuro, y su voz había comenzado ya a
enronquecer.
Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca
de los Whateley acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamándoles
su atención hacia la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según
dijo, era exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo
donde se guardaban los aperos una
vez finalizadas las obras de
reconstrucción, y muy semejante a los débiles olores que creyó percibir a veces
en las proximidades del círculo de piedra de la montaña. Los vecinos de Dunwich
leyeron las historias sobre los Whateley al verlas publicadas en los
periódicos, y no pudieron menos de sonreírse ante los crasos errores que
contenían. Se preguntaban, asimismo, por qué los periodistas atribuirían tanta
importancia al hecho de que el viejo Whateley pagase siempre al comprar el
ganado en antiquísimas monedas de oro. Los Whateley recibieron a sus visitantes
con mal disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer violenta
resistencia o a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que dieran mayor
publicidad al caso.
4
Durante toda una década la historia de
los Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una
comunidad patológicamente enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña
conducta y se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la
Víspera de mayo y de Todos los Santos. Dos veces al año los Whateley encendían
hogueras en la cima de Sentinel Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña
se reproducía con violencia cada vez más inusitada; y tampoco era raro que
tuviesen lugar acontecimientos extraños y portentosos en su solitaria granja en
cualquier otra fecha del año. Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír
ruidos en la cerrada planta alta, incluso en momentos en que todos los miembros
de la familia estaban abajo, y se preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los
Whateley una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la
Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada pues los vecinos
de Dunwich no tenían ninguna gana de que el mundo exterior reparase en ellos.
Hacia 1923, siendo Wilbur Un muchacho de
diez años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el
aspecto de una persona ya madura, se inició una segunda etapa de obras de
carpintería en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la
cerrada planta superior, y por los trozos de madera sobrante que se veían por
el suelo la gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los
tabiques y hasta levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio
abierto entre la planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo habían
demolido la gran chimenea central e instalado en el herrumbroso espacio que
quedó al descubierto una endeble cañería de hojalata con salida al exterior.
En la primavera que siguió a las obras el
viejo Whateley advirtió el crecido número de chotacabras que, procedentes del
barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana.
Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un
día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin.
-Ahora chirrían al ritmo de mi
respiración -dijo-, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi
alma. Saben que pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando
haya muerto sabréis si lo consiguieron o no. Caso de conseguirlo, no cesarán de
chirriar y proferir risotadas hasta el amanecer, de lo contrario se callarán.
Los espero a ellos y a las almas que atrapan pues si quieren mi alma les va a
costar lo suyo.
En la noche de la fiesta de la Recolección
de la Cosecha* de 1924, el doctor
Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, que se
había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad reinante, en el único
caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible
al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró
al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardíaco y una respiración
estertórea que presagiaban un final inminente. La deforme hija albina y el nieto
adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto al lecho mortuorio, mientras
que del tenebroso espacio que se abría por encima de sus cabezas llegaba la
desagradable sensación de una especie de chapoteo u oleaje rítmico, algo así
como de las olas en una playa de aguas remansadas. Con todo, lo que más le
molestaba al médico era el ensordecedor griterío que armaban las aves nocturnas
que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera legión de chotacabras que
chirriaba su monótono mensaje diabólicamente sincronizado con los entrecortados
estertores del agonizante anciano. Aquello sobrepasaba decididamente lo
siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton, que al igual que el resto
de los vecinos de la comarca había acudido de muy mala gana a la casa de los
Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.
Hacia la una de la noche el viejo
Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores,
balbuceo algunas entrecortadas palabras a su nieto.
-Más espacio, Willy, necesita más espacio
y cuanto antes. Tú creces, pero eso
aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par
a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 75l de la edición completa, y luego préndele fuego a la prisión. El
fuego de la tierra no puede quemarlo.
No había duda, el viejo Whateley estaba
loco de remate. Tras una pausa durante la cual la bandada de chotacabras que
había fuera sincronizó sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración
del anciano y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar
en las montañas, aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.
-No dejes de alimentarlo, Willy y ten
presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca demasiado
deprisa para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a
Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen
del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto... Sólo ellos, los
ancianos que quieren volver...
Pero tras las últimas palabras volvieron
a reproducirse los estertores del viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso
grito al ver cómo a griterío que armaban los chotacabras cambiaba para
adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una
hora, al cabo de la cual la garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El
doctor Houghton cerró los párpados sobre los resplandecientes ojos grises del
anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros remitía por momentos
hasta acabar cayendo en el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de
sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó
el débil fragor de la montaña.
-No han conseguido atrapar su alma
-susurró Wilbur con su potente voz de bajo.
Por entonces, Wilbur era ya un estudioso
de impresionante erudición -si bien a su parcial manera-, y empezaba a ser
conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de
remotos lugares en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas
pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de
Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes que todas las sospechas hacían
confluir, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló
para silenciar las investigaciones ya fuese mediante el recurso a la
intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual
que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades
crecientes para la compra de cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser
una persona madura, y su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la
edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite. En 1925, con
ocasión de una visita que le hizo un corresponsal suyo de la Universidad de
Miskatonic, que salió de la reunión que sostuvieron lívido y desconcertado,
medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos.
Con el paso de los años, Wilbur fue
tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta
llegar a prohibirle que le acompañase a las montañas en las fechas de la
Víspera de Mayo y de Todos losantos. En 1926, la infortunada madre le dijo a
Mamie Bishop que su hijo le inspiraba miedo.
-Sé multitud de cosas acerca de él que me
gustaría poder contarte, Mamie -le dijo un día-, pero últimamente pasan muchas
cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni
lo que trata de hacer.
En la Víspera de Todos los Santos de
aquel año, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor, y al
igual que todos los años pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima
de Sentinel Hill. Pero la gente prestó más atención a los rítmicos chirridos de
enormes bandadas de chotacabras -extrañamente retrasados para la época del año
en que se encontraban- que parecían congregarse en las inmediaciones de la
granja de los Whateley. Pasada la medianoche sus estridentes notas estallaron
en una especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y
hasta el amanecer no cesaron en su ensordecedor griterío. Seguidamente,
desaparecieron, dirigiéndose apresuradamente hacia el sur, donde llegaron con
un mes de retraso sobre la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo
nadie lo sabría con certezaa hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso,
aquella noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la
infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.
En el verano de 1927, Wilbur reparó dos
cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y
efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que
en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería.
Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y
daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su
abuelo y él hicieran en la planta superior cuatro años atrás. Se había
instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer tenía un aspecto un tanto
preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba , que sabía algo
acerca de la desaparición de su madre, y eran muy pocos los que se atrevían a
rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces,
Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a
dejar de crecer.
5
Aquel invierno trajo consigo el nada
desdeñable acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de
Dunwich. Pese a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca
Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la
Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en
Arkham, todos sus intentos por hacerse con un libro que precisaba
desesperadamente habían resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre,
acabó por desplazarse en persona -andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar
y aquel nada pulido dialecto que hablaba- a consultar el ejemplar que se
conservaba en Miskatonic, la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho
pies de altura y portando una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de
Osborn, aquel espantajo de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en
Arkham en busca del temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca
de la Universidad de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión
latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás hasta
entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a
Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario.
Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la
entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado
furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba
atado.
Wilbur llevaba consigo el inapreciable,
pero incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su abuelo le había legado, y nada más
le permitieron acceder al ejemplar en latín se puso a cotejar los dos textos
con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones
defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su
propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con
buenos modales al bibliotecario -Henry Armitage, hombre de gran erudición y
licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la
Universidad de Johns Hopkins-, que en cierta ocasión había acudido a visitarle
a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas.
Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica
que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth,
pero las discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la
tarea de su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la
fórmula por la que finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró
involuntariamente por encima del hombro de Wilbur a las páginas por las que
estaba abierto el libro; la que se veía a la izquierda, en la versión latina
del Necronomicón, contenía toda una
retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:
«Tampoco debe pensarse -rezaba el texto
que Armitage fue traduciendo mentalmente- que el hombre es el más antiguo o el
último de los dueños de la tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y
alma se pasea sola por el universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los
Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ello. Se pasean serenos y primigenios en esencia, sin
dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog-Sothoth
conoce la puerta. Yog-Sothoth es la
puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente y
futuro, todo es uno en Yog-Sothoth.
El sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a
hacerlo cuando llegue la ocasión. El sabe qué regiones de la tierra hollaron,
dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en su avance. Los
hombres perciben a veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser
humano puede ver Su semblante, salvo únicamente
a través de las facciones de los hombres engendrados por Ellos, y son de
las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen
del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y
pestilentes por los solitarios lugares donde se pronunciaron las Palabras y se
profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen tremolar el
viento y Sus conciencias trepidar la tierra. Doblegan bosques enteros y
aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano
destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce
a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano
se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la
helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y
moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede
reconocerlos. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
Por su insano olor Los conoceréis. Su mano os aprieta las gargantas pero ni aun
así Los veis, y Su morada es una misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que abre la
puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes
regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. Tras el
verano el invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y
confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra.»
Al asociar el Dr. Armitage lo que leía
con lo que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones, y de
la lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un
nacimiento en circunstancias más que extrañas hasta una fundada sospecha de
matricidio, sintió como si le sacudiera una oleada de temor tan tangible como
pudiera serlo cualquier corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba.
Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel
libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo
parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia
y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de
la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la cabeza
y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en unos
órganos vocales distintos a los del común de los mortales.
-Mr. Armitage -dijo- me temo que voy a
tener que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar
bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no
dejármelo sacar alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego,
señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que
decirle tengo que lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi
versión de Dee en la forma en que...
Se interrumpió al ver la resuelta
expresión negativa dibujada en la cara del bibliotecario, y al punto sus
facciones de chivo adquirieron un aire de astucia. Armitage, cuando estaba ya a
punto de decirle que podía sacar copia de cuanto precisara, pensó de repente en
las consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó
atrás. Era una responsabilidad demasiado grande entregar a aquella monstruosa
criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley,
al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.
-¡Bueno! ¡qué le vamos a hacer si se pone
así! A ver si en Harvard no son tan picajosos y hay más suerte. Y sin decir una
sola palabra más se levantó y salió de la biblioteca, debiendo agachar la
cabeza por cada puerta que pasaba.
Armitage pudo oír el tremendo aullido del
gran perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las
zancadas de gorila de Whateley mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que
podía divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas
historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las
ediciones dominicales del Advertiser,
así como las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de
Dunwich durante su visita a la localidad. Horribles y malolientes seres
invisibles que no eran de la tierra -o, al menos, no de la tierra
tridimensional que conocemos- corrían por los barrancos de Nueva Inglaterra y
acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía tiempo que estaba
convencido de ello, pero ahora creía experimentar la inminente y terrible
presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un prodigioso avance en los
tenebrosos dominios de tan antigua, y hasta entonces aletargada, pesadilla.
Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz
e inidentificable hedor seguía impregnando aún toda la estancia. «Por su insano
olor los conoceréis», citó. Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo
que hacía menos de tres años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó
en Wilbur, en sus siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada
al recordar los rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.
-¿Incestuoso vástago? -Armitage murmuró
casi en voz para sus adentros- ¡Dios mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y
creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich!
Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o no de esta tierra
tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el día de la
Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912, fecha en
que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron
hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror
engendrado el día de la Invención de la Cruz*
se había abatido sobre el mundo en forma de carne y hueso semihumanos?
Durante las semanas que siguieron,
Armitage estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur
Whateley y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich. Se
puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al
viejo Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando detenidamente sobre las
últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba el médico. Una nueva
visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen
del Necronomicón -en concreto, de las
páginas que con tanta avidez había buscado Wilbur- pareció aportar nuevas y
terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno
ser cuya amenaza se cernía difusamente sobre la tierra. Las conversaciones
sostenidas en Boston con varios estudiosos de saberes arcanos y la
correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de los más diversos
lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de Armitage, quien, tras
pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó sumido en un auténtico
estado de intenso temor espiritual. A medida que se acercaba el verano creía
cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir la escalada de terror que
asolaba los valles regados por el curso superior del Miskatonic e indagar quién
era el monstruoso ser conocido entre los humanos por el nombre de Wilbur
Whateley.
6
El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar
entre la fiesta de la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo
el Dr. Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo.
Había oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y
de sus desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba en la biblioteca Widener, de la
Universidad de Harvard. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, pues Armitage
había puesto en estado de alerta a todos los bibliotecarios que tenían a su
cargo la custodia de un ejemplar del arcano volumen. Wilbur se había mostrado
asombrosamente nervioso en Cambridge; estaba ansioso por conseguir el libro y
no menos por regresar a casa, como si temiera las consecuencias de una larga
ausencia.
A primeros de agosto se produjo el cuasi
esperado acontecimiento. En la madrugada del tercer día de dicho mes el Dr.
Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces ladridos
del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto universitario.
Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con desgarradores aullidos y
ladridos, como si el perro se hubiese vuelto rabioso; los ruidos iban en
continuo aumento, pero entrecortados, dejando entre sí pausas terriblemente
significativas. Al poco, se oyó un pavoroso grito de una garganta totalmente
desconocida, un grito que despertó a no menos de la mitad de cuantos dormían a
aquellas horas en Arkham y que en lo sucesivo les asaltaría continuamente en
sus sueños, un grito que no podía proceder de ningún ser nacido en la tierra o
morador de ella.
Armitage se puso rápidamente algo de ropa
por encima y echó a correr por los paseos y jardines hasta llegar a los
edificios universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún
se oían los retumbantes ecos de la alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz
de la luna se divisaba una ventana abierta de par en par mostrando las
abismales tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar
había logrado su propósito, pues los ladridos y gritos -que pronto acabarían
confundiéndose en una sorda profusión de aullidos y gemidos- procedían
indudablemente del interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a
Armitage que cuanto allí sucedía no era algo que pudieran contemplar ojos
sensibles y, con gesto autoritario, mandó retroceder a la muchedumbre allí
congregada al tiempo que abría la puerta del vestíbulo. Entre los allí reunidos
vio al profesor Warren Rice y al Dr. Francis Morgan, a quienes tiempo atrás
había hecho partícipes de algunas de sus conjeturas y temores, y con la mano
les hizo una señal para que le siguiesen al interior. Los sonidos que de allí
salían habían remitido casi por completo, salvo los monótonos gruñidos del
perro; pero Armitage dio un brusco respingo al advertir entre la maleza un
ruidoso coro de chotacabras que había comenzado a entonar sus endiabladamente
rítmicos chirridos, como si marchasen al unísono con los últimos estertores de
un ser agonizante.
En el edificio entero reinaba un
insoportable hedor que le resultaba harto familiar a Armitage, quien, en
compañía de los dos profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta
llegar a la salita de lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos
gemidos. Por espacio de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz,
hasta que Armitage, armándose de valor, dio al interruptor. Uno de los tres
hombres -cuál, no se sabe- profirió un estridente alarido ante lo que se veía
tendido en el suelo entre un revoltijo de mesas y sillas volcadas. El profesor
Rice afirma que durante unos instantes perdió el sentido, si bien sus piernas
no flaquearon ni llegó a caerse al suelo.
En el suelo, encima de un fétido charco
de líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad
bituminosa, medio recostado yacía un ser de casi nueve pies de estatura, al que
el perro había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no
había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su
pecho jadeaba al abominable compás de los estridentes chirridos de las
chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por
toda la estancia podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y
junto a la ventana se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí
aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central había un revólver en el suelo,
con un cartucho percutado pero sin pólvora que posteriormente serviría para
explicar por qué no había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en
el suelo eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la
estancia. Sería harto trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma
humana podría describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría
visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el
perfil en general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes
en nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en
parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto
su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley.
Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente
monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre
la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.
Por encima de la cintura era un ser
cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las
desgarradoras patas del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un
cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y
negro, y recordaba vagamente la escamosa piel de ciertas especies de
serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la
parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo
humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel
estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban
un montón de largo tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían
fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca. Su disposición
era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría
cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera,
hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía
ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le
colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas
anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin
desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las cubría, guardaban
cierto parecido con las extremidades de los gigantescos saurios que poblaban la
tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en unas carnosidades surcadas
de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando respiraba, el rabo y los tentáculos
mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa circulatoria
característica de su verdoso tinte no humano, mientras que el rabo tenía un
color amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, de repugnante
aspecto, en los espacios que quedaban entre los anillos de color violeta. De
sangre no había ni rastro, sólo el fétido y purulento líquido verdoso
amarillento que corría por el piso más allá del pringoso círculo, dejando tras
de sí una curiosa y descolorida mancha.
La presencia de los tres hombres debió
despertar al moribundo ser allí postrado, que se puso a balbucir sin siquiera
volver ni levantar la cabeza. Armitage no recogió por escrito los sonidos que
profería, pero afirma categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés.
Al principio las sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún
lenguaje conocido de la tierra, pero ya hacia el final articuló unos
incoherentes fragmentos que, evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro cuya búsqueda iba a costarle la
muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda Armitage, rezaban así poco más o
menos: «N’gai, n’gha’ghaa, bugg-shoggog,
y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth...», desvaneciéndose su voz en el aire
mientras las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana
expectación.
Luego, se interrumpieron los jadeos y el
perro alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se
produjo en la faz amarillenta y chotuna de aquel ser postrado en el suelo al
tiempo que sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al
otro lado de la ventana, cesó de repente el griterío que armaban los
chotacabras, y por encima de los murmullos de la muchedumbre allí congregada se
oyó un frenético zumbido y revoloteo. Recortadas contra el trasfondo de la luna
podían verse grandes nubes de alados vigías expectantes que alzaban el vuelo y
huían de la vista, espantados sólo de ver la presa sobre la que se disponían a
lanzarse.
De pronto, el perro dio un brusco
respingo, lanzó un aterrador ladrido y se arrojó precipitadamente por la
ventana por la que había entrado. Un alarido salió de la expectante multitud,
mientras Armitage decía a gritos a los hombres que aguardaban afuera que en
tanto llegase la policía o el forense no podrían entrar en la sala.
Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie
pudiera asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo
cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan, que salió a su
encuentro al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien, aguardasen a
entrar en la hedionda sala de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera
cubrirse el cuerpo del ser allí postrado.
Mientras esto ocurría, unos cambios
realmente espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa
describir la clase y proporción de encogimiento y
desintegración que se desarrollaba ante los ojos de Armitage y Rice, pero puede
decirse que, aparte la apariencia externa de cara y manos, el elemento
auténticamente humano de Wilbur Whateley era mínimo. Cuando llegó el forense,
sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa sobre el entarimado suelo, en tanto
que el fétido olor casi había desaparecido por completo. Por lo visto, Whateley
no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos. En algo
había de parecerse a su desconocido progenitor.
7
Pero esto no fue sino simplemente el
prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales,
desconcertadas, llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando
acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la
prensa y el público en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en
Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley
y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A
su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación,
tanto por el fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el
insoportable olor y sonidos -semejantes a un oleaje o chapoteo- que salían cada
vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la
granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del
caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda
crisis de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que
nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida
inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos
que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso
informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre
el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables
Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el
valle regado por el curso superior del Miskatonic.
Un casi interminable manuscrito redactado
en extraños caracteres en un gran libro mayor, y que daba toda la impresión de
una especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de
tinta y caligrafía, desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el
viejo escritorio que hacía las veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una
semana de debates se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con
la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto, para su estudio y
eventual traducción. Pero al poco tiempo hasta los mejores lingüistas
comprendieron que no iba a ser tarea fácil descifrarlo. No se encontró, en
cambio, la menor huella del antiguo oro con el que Wilbur y el viejo Whateley
solían pagar sus deudas.
El horror se desató en el transcurso de
la noche del nueve de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy
intensos aquella tarde y los perros ladraron con fenomenal estrépito durante
toda la noche. Quienes madrugaron el día diez advirtieron un peculiar hedor en
la atmósfera. Hacia las siete de la mañana Luther Brown, el mozo de la granja
de George Corey, situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó
corriendo, presa de una gran agitación, del pastizal de diez acres a donde
había llevado a pacer las vacas. Estaba aterrado de espanto cuando entró a
trompicones en la cocina de la granja, mientras las no menos despavoridas vacas
se ponían a patalear y mugir en tono lastimero en el corral, tras seguir al
chico todo el camino de vuelta tan atemorizadas como él. Sin cesar de jadear,
Luther trató de balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.
-Arriba, en el camino que hay por encima
del barranco, Mrs. Corey... ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo.
Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una
casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor ¡quía! Hay huellas en
el camino, Mrs. Corey... tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa
de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante
por allí, ; sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una
o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas
líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de
palmera -sólo que dos o tres veces más grandes- incrustadas en el camino. Y el
olor era irresistible, igual que el que se respira cerca de la vieja casa de
Whateley...
Al llegar aquí el muchacho titubeó y
parecía como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino se
apoderase de él de nuevo. Mrs. Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más
detalles, se puso a telefonear a los vecinos, con lo que empezó a cundir el
pánico, anticipo de nuevos y mayores horrores, por toda la comarca. Cuando
llamó a Sally Sawyer -ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más
próxima a la de los Whateley-, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el
hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en
dirección a la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de
espanto, tras echar una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la
noche las vacas de los Bishop.
-Sí, Mrs. Corey -dijo Sally con voz
trémula desde el otro lado del hilo telefónico- Chauncey acaba de regresar
despavorido, y casi no podía ni hablar del miedo que traía. Dice que la casa
entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos
de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese una carga de dinamita en
su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja, pero está
enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele
horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera
desparramados. Y en el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas
huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está
lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice
que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra mucho
más grande que un establo totalmente aplastada y que por todos los sitios se
ven vallas de piedra caídas por el suelo.
»Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó
aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos,
muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas
y a casi el resto de las que quedaban les habían chupado la sangre, y tenían
unas llagas igualitas que las que le salieron al ganado de Whateley a partir
del día en que nació el rapaz negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están
las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del mago Whateley.
Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una
vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco
que lleva al pueblo.
»Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay
algo suelto por ahí que no me sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de
Wilbur Whateley -que tuvo el horrendo fin que merecía- está detrás de todo
esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que
lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en
esa casa toda tapiada con clavos. Siempre ha habido seres invisibles merodeando
en torno a Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian
nada bueno.
»La tierra estuvo hablando anoche, y
hacia el amanecer Chauncey oyó a las chotacabras armar tal gritería en el
barranco de Cold Spring que no le dejaron dormir nada. Luego le pareció oír
otro ruido débil hacia donde está la granja del brujo Whateley, una especie de
rotura o crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o
embalaje de madera. Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo
hasta bien entrado el día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se
propone volver a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha
visto más que suficiente, se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque
no presagia nada bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo.
Todo esto es verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios
sabe qué va a pasar.
»¿Le ha dicho algo Luther de la dirección
que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en
este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa,
supongo que deben haber descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían
estar? De siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar
saludable y no me inspira la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas
que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que
pueden oírse extraños ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar
en el lugar apropiado, entre la cascada y la Guarida del Oso.
A eso del mediodía, las tres cuartas
partes de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar una batida por los
caminos y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fuera la finca
de los Whateley y el barranco de Cold Spring, comprobando aterrados con sus
propios ojos las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de
Bishop, toda la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar y
la vegetación aplastada y pulverizada por los campos y a orillas de la
carretera. Fuese cual fuese el mal que se había desatado sobre la comarca era
seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues
todos los árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran
avenida se había abierto por entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba
la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado toda una casa entera,
precipitándola por la enmarañada floresta de la vertiente casi cortada a pico.
Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e
indefinible hedor. No tiene nada de extraño, pues, que los hombres prefirieran
quedarse al borde del precipicio y ponerse a discutir, en lugar de bajar y
meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo. Tres perros
que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer
momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían amedrentados
e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle para comunicar la noticia, pero el director,
acostumbrado a oír las más increíbles historias procedentes de Dunwich, se
limitó a redactar un artículo humorístico sobre el tema, articulo que
posteriormente sería reproducido por la Associated
Press.
Aquella noche todos los vecinos de
Dunwich y su comarca se recogieron en casa, y no hubo granja o establo en que
no se obstruyera la puerta lo más sólidamente posible. Huelga decir que ni una
sola cabeza de ganado pasó la noche en los pastizales. Hacia las dos de la
mañana un irrespirable hedor y los furiosos ladridos de los perros despertaron
a la familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del
barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en decir haber oído afuera una
especie de chapoteo o golpe seco. Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a
los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se
oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer,
el ruido procedía del establo, y fue seguido al punto por escalofriantes
mugidos y pataleos de las vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por
la boca y se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye,
despavoridos de terror. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la
costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir fuera al oscuro corral
significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban
hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación
que les decía que sus vidas dependían de que guardasen absoluto silencio.
Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no pasar de lastimeros mugidos,
seguido de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los
Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no
se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el interior del barranco de Cold
Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los
endiablados chirridos de las últimas chotacabras aún despiertas en el fondo del
barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los
cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.
Al día siguiente, la comarca entera era
presa de un pánico atroz, y podía verse un continuo trasiego de atemorizados y
silenciosos grupos de gente que se acercaban al lugar donde se había producido
el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de
destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye, en tanto
unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y una
fachada del viejo establo pintado de rojo se hallaba tirada por el suelo. De
los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas
de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que
sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en
busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por
estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia a
caballo entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma harto
increíble, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. De
siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y
sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra no tenían nada que
ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.
La noche se hizo, sobre la consternada
comarca de Dunwich, demasiado pasiva para lograr poner en marcha una eficaz
defensa contra la amenaza que se cernía sobre ella. En algunos casos, las
familias con estrechos vínculos se cobijaron bajo un mismo techo para estar ojo
avizor en medio de la cerrada oscuridad nocturna, pero, por lo general,
volvieron a repetirse las escenas de levantamiento de barricadas de la noche
precedente y los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos
mosquetes y colocar las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella
noche no aconteció nada nuevo salvo algún que otro ruido intermitente en la
montaña, y al despuntar el día muchos confiaban que el nuevo horror hubiese
desaparecido con igual presteza con que se presentó. Incluso había algunos
espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición de castigo al fondo
del barranco, si bien no se aventuraron a predicar con el ejemplo a una mayoría
que, en principio, no parecía dispuesta a seguirles.
Al caer de nuevo la noche volvieron a
repetirse las escenas de las barricadas, aunque esta vez fueron menos las
familias que se agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en
la granja de Frye como en la de Bishop pudo advertirse cierta agitación entre
los perros e indefinidos sonidos y fétidos olores en la lejanía, mientras que
los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo, y
recientes, las monstruosas huellas en el camino que orillaba Sentinel Hill. Al
igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados,
indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal
que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir
que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese
salido del barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma
senda. Al pie de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos
treinta pies de anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes
aquello veían no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más
empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese
lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a
pico. Como los expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más
segura, se encontraron con que una vez arriba terminaban las huellas... o,
mejor dicho, daban la vuelta.
Era precisamente allí, en la cumbre de
Sentinel Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y
entonar sus no menos infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en
las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra
constituía el centro de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror
de la montaña, mientras que encima de su superficie ligeramente cóncava podía verse
una masa espesa y fétida de la misma sustancia bituminosa que había en el piso
de la derruida granja de los Whateley cuando el horror se alejó de allí. Los
hombres se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Luego, dirigieron
la mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por
el mismo sendero por el que había ascendido. Toda especulación holgaba. La
razón, la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban
sumidas en el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba
acompañando al grupo, habría sabido apreciar en su justo término la situación o
hallar una posible explicación a todo ello.
La noche del jueves comenzó igual que
casi todas las precedentes, pero acabó bastante peor. Las chotacabras del
barranco no pararon de chirriar ni un momento armando tal estrépito que fueron
muchos los vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño, y a eso de
las tres de la madrugada todos los teléfonos de la localidad se pusieron a
sonar trémulamente. Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz
proferir en todo desgarrador «¡Socorro! ¡Dios mío!... », y algunos creyeron
escuchar un estruendoso ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un
sonido más. Pero nadie se atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se
supo de dónde procedía la llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por
teléfono entre sí, advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los
Frye. La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda
prisa, un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba
en la boca misma del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo
alguno constituía una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas.
La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se
tratase, y entre las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto.
Sólo un insoportable hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había
sido por completo borrada de la faz de Dunwich.
8
Entre tanto, en Arkham, tras la puerta
cerrada de una estancia con las paredes repletas de estanterías, se
desarrollaba otra fase del horror, algo más apacible pero no menos estimulante
desde una perspectiva espiritual. El extraño manuscrito o diario de Wilbur
Whateley, entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción,
había sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y no pocas muestras de
desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del
claustro. Su mismo alfabeto, no obstante la similitud que a primera vista
guardaba con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente
desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los
lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, debiendo
tratarse de criptogramas, aunque ninguno de los métodos criptográficos
normalmente utilizados pudo aportar la menor pista para su desciframiento, no
obstante aplicarse en función de las lenguas que se suponía conocía el autor de
aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio
de los Whateley, si bien presentaban un gran interés y en varios casos
prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y
hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de
ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro
alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes y
guardaba cierta semejanza con el sánscrito. Finalmente, el viejo libro mayor
cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto en atención al especial interés
que había demostrado en el caso Whateley como por sus vastos conocimientos
lingüísticos y experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad y del
medioevo.
Armitage sabía que el alfabeto era
utilizado con fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas
pasadas y que habían adoptado numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes
del mundo sarraceno. Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia
secundaria, pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como
sospechaba, eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua
moderna. Estaba persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de
texto que contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de
utilizar otra lengua que la suya, salvo quizás a la hora de expresar ciertas
fórmulas mágicas o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el
manuscrito partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en
inglés.
Armitage sabía muy bien, tras los
repetidos fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto
resultaría difícil de desentrañar y sería tarea harto dificultosa, por lo que
había que desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de
investigación. La última decena de agosto la dedicó a recopilar todos los
tratados de criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa
bibliografía con que contaba la biblioteca y descifrando noche tras noche los
saberes arcanos que se ocultaban en textos como la Poligrophia de Tritemio, el De
furtivis literarum notis de Giambattista Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere, el Cryptomenysis patefacta de Falconer, los tratados del siglo XVIII
de Davys y Thicknesse y otros de autoridades en la materia tan recientes como
Blair, Von Marten, amén de los escritos de Kluber. Con el tiempo acabó por
convencerse de que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles
e ingeniosos en los que muchas listas de letras separadas y que se corresponden
entre sí se hallan dispuestas como si se tratara de una tabla de multiplicar,
construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas
por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda
bastante más valiosa que las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo
que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin
duda a través de toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces
pareció estar a punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún
obstáculo imprevisto le hacía retroceder en la marcha de la investigación.
Hasta que, prácticamente ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear.
Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del
manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de
manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.
En la tarde del dos de septiembre cayó,
por fin, la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad
del texto, y Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un
pasaje entero de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un
diario, como todo hacía suponer, y estaba redactado en un estilo que mostraba
claramente una mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias
ocultas y de incultura general por parte del extraño ser que lo escribió. Ya el
primer pasaje extenso que logró descifrar Armitage -una anotación fechada el 26
de noviembre de 1916- resultó harto asombroso e intranquilizador. Recordó que
el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio por entonces, si
bien aparentaba ser un adolescente de doce o trece.
Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth (sic), pero no me gustó pues podía
responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me
aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre.
Al ir a morderme maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins, y
Elam dijo que si llegaba a morderme me mataría. Confío en que no lo haga.
Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la
ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra iré a
esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda.
Los del aire me dijeron en el Sabat que la tarea de arrasar la tierra me
llevará muchos años; para entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así
que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de las
superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr. Los
del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre
humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando
hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibn Ghazi, y se parece mucho a
ellos el día de la Víspera de mayo en la Montaña. La otra cara la encuentro
algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no
quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que
podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.
El amanecer encontró al Dr. Armitage
sudoroso y despavorido de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había
levantado los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a
la luz de una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página con temblorosa
mano a medida que descifraba el críptico texto. En medio de semejante estado de
agitación había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir
aquella noche, y cuando a la mañana siguiente le llevó el desayuno a la
biblioteca apenas probó bocado. No paró de leer ni un instante durante todo el
día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez siempre que se hacía
necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le
llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día
siguiente, ya bien entrada la noche se quedó adormecido sobre la silla, pero no
tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles como
la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de descubrir.
La mañana del cuatro de septiembre el
profesor Rice y el Dr. Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un
momento, saliendo de la entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al
anochecer Armitage se fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar
el sueño. Al día siguiente, miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del
manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como
de los ya descifrados. En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un
sillón del despacho, pero antes de que amaneciese ya estaba de nuevo con la
vista sobre el manuscrito. Aún no habían dado las doce cuando su médico, el
doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por su propio bíen, en la necesidad de
que dejase de trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico,
alegando que para él era de vital importancia acabar de leer el diario, al
tiempo que le prometía una explicación más detallada en su debido momento.
Aquella tarde, justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su
alucinante y agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente
exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, le encontró postrado en un
estado casi comatoso, pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente
como para proferir un fenomenal grito, que la hizo retroceder al advertir que sus
ojos se posaban en las notas que había tomado. Levantándose a duras penas de la
silla, recogió las hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en
un gran sobre que guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban
fuerzas para regresar a casa por su propio pie, pero era tan evidente que
precisaba de auxilios médicos que hubo que llamar urgentemente al doctor
Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba
de repetir una y otra vez «Pero, ¿qué
hacer, Dios mío? ¿qué hacer?»
Armitage durmió toda aquella noche, pero
al día siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al
doctor Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa
necesidad de mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien
entendiera sus desvaríos, en los que hacía desesperados llamamientos para que
se destruyera algo que decía se encontraba en una casa herméticamente cerrada
con tablones, al tiempo que hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar
de la faz de la tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y
animal, que se proponía llevar a cabo una terrible y antiquísima raza de seres
procedentes de otras dimensiones siderales. En sus gritos decía cosas tales
como que el mundo estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían
propuesto desmantelarlo y barrerlo del sistema solar y del cosmos de la materia
para sumirlo en otro nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía
billones y billones de milenios. En otros momentos pedía que le trajeran el
temible Necronomicón y el Daemonoletreia de Remigio, volúmenes
ambos en los que estaba persuadido de encontrar la fórmula mágica con la que
conjurar tan aterrador peligro.
-¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos
como sea! -se lanzaba a gritar desesperadamente-. Los Whateley se proponen
abrirles el camino, y lo peor de todo aún está por llegar. Digan a Rice y
Morgan que hay que hacer algo. Es una operación que entraña un gran peligro,
pero yo sé cómo fabricar los polvos... No ha recibido ningún alimento desde el
dos de agosto, el día en que Wilbur vino a morir aquí, y a estas alturas...
Pero Armitage, pese a sus setenta y tres
años, tenía aún una naturaleza resistente y el trastorno se le pasó en el curso
de la noche y no vino acompañado de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado
el día, con la cabeza despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo
que le roía las entrañas y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba
sobre él. El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca
y mantener una reunión con Rice y Morgan; los tres hombres estuvieron
devanándose los sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y
los más alucinantes debates. Sacaron montones de terribles libros sobre saberes
arcanos de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen
recaudo, y estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y
en cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían
visto el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel
mismo edificio, por lo que a ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza
considerar el diario como los delirios de un loco.
Las opiniones sobre la conveniencia de
dar cuenta a la policía de Massachusetts estaban encontradas, imponiéndose la
negativa en última instancia. Había cosas en todo aquello que resultaban muy
difíciles, por no decir imposibles, de creer por quienes no estaban al tanto de
todo lo que allí sucedía, como muy bien se vería tras varias investigaciones
realizadas con posterioridad a los hechos. Ya entrada la noche la sesión se
levantó sin que hubieran trazado un plan definitivo, pero durante todo el
domingo Armitage estuvo ocupado cotejando fórmulas mágicas y haciendo combinaciones
de productos químicos sacados del laboratorio de la universidad. Cuanto más
pensaba en el infernal diario, más dudas le asaltaban sobre la eficacia de
cualquier agente material para destruir al ser que Wilbur Whateley había dejado
tras de sí... el amenazador ser, desconocido para él, que unas horas después
habría de abatirse sobre la localidad y acabaría siendo trágicamente conocido
por el horror de Dunwich.
El lunes apenas difirió de la víspera
para Armitage, pues la tarea en que estaba embarcado requería continuas
búsquedas y experimentos. Nuevas consultas del diario de aquel monstruoso ser
trajeron como consecuencia una serie de cambios en el plan originalmente
trazado, y, con todo, sabía que al final seguiría adoleciendo de grandes faltas
y riesgos. Para el martes ya había esbozado una línea precisa de actuación y
creía que en menos de una semana estaría en condiciones de trasladarse a
Dunwich. Pero con el miércoles vino la gran conmoción. Casi desapercibido, en
una esquina del Arkham Advertiser, podía
verse un pequeño despacho de la agencia Associated Press en el que se comentaba
en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en Dunwich había
producido un monstruo que batía todos los récords. Armitage, sobrecogido ante
la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Hasta bien entrada la
noche estuvieron debatiendo los planes a seguir, y al día siguiente se lanzaron
apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje. Armitage sabía muy bien
que iban a tener que habérselas con pavorosas fuerzas, pero también veía
claramente que era el único medio de acabar con aquel maléfico embrollo que
otros antes que él habían venido a complicar y agravar.
9
El viernes por la mañana Armitage, Rice y
Morgan salieron en automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de
la tarde. Hacía un día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía
presagiarse una inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre
aquellas montañas extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los
profundos y sombríos barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía
divisarse recortado contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las
cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en
la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible
había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la
familia entera de Elmer Frye. Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los
alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con
sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la
casa de los Frye con sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa,
las espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop
y las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El
sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una
significación casi devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la
siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.
Finalmente, los investigadores de Arkham,
enterados de que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury
en respuesta a las primeras llamadas telefónicas dando cuenta de la tragedia
acaecida a los Frye, resolvieron ir en busca de los agentes y contrastar con
ellos sus impresiones sobre la situación. Pero una cosa fue decirlo y otra
hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna parte. Habían venido en
total cinco en un coche, que se encontró abandonado en un lugar próximo a las
ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes de la localidad, que hacía tan sólo
un rato habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como
Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino
a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que
apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.
-¡Dios mío!. -dijo jadeando- ¡Mira que
les advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse
nadie ahí con esas huellas y ese olor y con las chotacabras armando tal
griterío a plena luz del día...
Un escalofrío se apoderó de todos los
congregados -granjeros e investigadores- al oír las palabras del viejo Hutchins,
y todos aguzaron instintivamente el oído. Armitage, ahora que se encontraba por
vez primera frente al horror y su destructiva labor, no pudo evitar temblar
ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la noche sobre la
comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de su cubil para
proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium
perambulans in tenebris... El anciano bibliotecario se puso a recitar la
fórmula mágica que había aprendido de memoria, al tiempo que estrujaba con la
mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa que no había
memorizado. Seguidamente, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto
estado. Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos
que se utilizan para combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el
rifle de caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus
compañeros de que las armas no valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.
Armitage, que había leído el estremecedor
diario de Wilbur, sabía muy bien qué dase de materialización podía esperarse,
pero no quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones
o pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se
enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera. A medida que la
oscuridad fue haciéndose más densa los vecinos de Dunwich comenzaron a
dispersarse y emprendieron el regreso a casa, ansiosos por encerrarse en su
interior pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que pudiese
resistir los embates de un ser de tal descomunal fuerza que podía tronchar
árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al enterarse del
plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en las ruinas de la
granja de Frye próxima al barranco. Al despedirse de ellos, apenas albergaban
esperanzas de volver a verlos con vida a la mañana siguiente.
Aquella noche se oyó un enorme fragor en
las montañas y las chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en
cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring traía un
hedor insoportable a la ya cargada atmósfera nocturna, un hedor como el que
aquellos tres hombres ya habían percibido en una anterior ocasión al
encontrarse frente a aquella moribunda criatura que durante quince años y medio
pasó por un ser humano. Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó ver en
toda la noche. No cabía duda, lo que había en el fondo del barranco aguardaba
el momento propicio, y Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida
intentar atacarlo en medio de la oscuridad nocturna.
Al amanecer cesaron los ruidos. El día se
levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros
nubarrones se acumulaban del otro lado de la montaña, en dirección noroeste. Los
tres científicos de Arkham no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia
arreciase se guarecieron bajo una de las pocas construcciones de la granja de
los Frye que aún quedaban en pie, en donde debatieron la conveniencia de seguir
esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco a la caza de la
monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos y en la
lejanía se oía el fragor producido por los truenos, en tanto que el cielo
resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban, y muy cerca de donde se
encontraban se vio caer un rayo, como si directamente se dirigiese al maldito
barranco. El cielo se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban
que la tormenta, aunque violenta, pasara rápidamente y luego esclareciera.
Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones
el cielo cuando, no haría siquiera una hora, hasta ellos llegó un auténtico
babel de voces que se acercaba por el camino. Al poco, pudo divisarse un grupo
despavorido integrado por algo más de una docena de hombres que venían corriendo,
y no cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente. Uno de los que
marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras sin sentido, sintiendo un
pavoroso escalofrío los investigadores de Arkham cuando las palabras
adquirieron coherencia.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -se oyó decir a
alguien con una voz entrecortada- .Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en estos
momentos! ¡Que el Señor nos proteja!
Tras oírse unos jadeos, la voz se sumió
en el silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía el
primero.
-Hace casi una hora Zeb Whateley oyó
sonar el teléfono. Quien llamaba era Mrs. Corey, la mujer de George, el que
vive abajo en el cruce. Dijo que Luther, el mozo, había salido en busca de las
vacas al ver el tremendo rayo que cayó, cuando observó que los árboles se
doblaban en la boca del barranco -del lado opuesto de la vertiente- y percibió
el mismo hedor que se respiraba en las inmediaciones de las grandes huellas el
lunes por la mañana. Y según ella, Luther dijo haber oído una especie de
crujido o chapoteo, un ruido mucho más fuerte que el producido por los árboles
o arbustos al doblarse, y de repente los árboles que había a orillas del camino
se inclinaron hacia un lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo
en el barro. Pero, aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio
nada.
Luego, más allá de donde el arroyo Bishop
pasa por debajo del camino pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos en el
puente, y dijo que parecía como si fuese madera que estuviese resquebrajándose.
Pero, aparte de los árboles y los matorrales doblados, no vio nada en absoluto.
Y cuando los crujidos se perdieron a lo lejos -en el camino que lleva a la
granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill-, Luther tuvo el valor
de acercarse al lugar donde se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al
suelo. No se veía otra cosa que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la
lluvia que caía empezaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca del
barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas
horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.
Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre
que había hablado en primer lugar.
-Pero eso
no es lo malo; eso fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente y todos
estaban escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían desde la
casa de Seth Bishop. Sally, la mujer de
Seth, no paraba de hablar en tono muy acalorado, acababa de ver los árboles
tronchados al borde del camino, y dijo que una especie de ruido acorchado,
parecido al de las pisadas de un elefante, se dirigía hacia la casa. Luego,
dijo que un olor espantoso se metió de repente por todos los rincones de la
casa y que su hijo Chauncey no cesaba de gritar que el olor era idéntico al que
había en las ruinas de la granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo
esto, los perros no paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.
De repente, Sally pego un fenomenal grito
y dijo que el cobertizo que había junto al camino se había derrumbado como si la tormenta se lo
hubiese llevado por delante, sólo que apenas corría viento para pensar en algo
así. Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía oírse el jadeo
de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally volvió a
proferir un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de la casa
acababa de derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a qué
podría deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar
también a Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo
enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino
algo descomunal que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran
constates, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego… y luego…
El terror podía verse reflejado en todos
los rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos aterrado, tuvo el aplomo
suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.
-Y luego... luego, Sally lanzó un grito
estremecedor y dijo «¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!»… Y desde el otro lado
del hilo pudimos oír un fenomenal estruendo y un espantoso griterío... igual
que pasó con la granja de Elmer Frye, sólo que esta vez peor...
El hombre que hablaba hizo una pausa, y
otro de los que venía en el grupo prosiguió
el relato.
-Eso fue todo. No volvió a oírse ni un
ruido ni un chillido más. Sólo el más absoluto silencio. Quienes lo escuchamos
sacamos nuestros coches y furgonetas, y a continuación nos reunimos en casa de
Corey todos los hombres sanos y robustos que pudimos encontrar, y hemos venido
hasta aquí para que nos aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un
castigo del Señor por nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal
puede escapar.
Armitage comprendió que había llegado el
momento de hacer algo y, con aire resuelto, se dirigió al vacilante grupo de
despavoridos campesinos.
-No queda más remedio que seguirlo,
señores -dijo tratando de dar a su voz el tono más tranquilizador posible-.
Creo que hay una posibilidad de acabar de una vez por todas con lo que quiera
que sea ese monstruo. Todos ustedes conocen de sobra la fama de brujos que
tenían los Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería, y
para acabar con él hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban
ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y examinado algunos de los
extraños y antiguos libros que acostumbraba a leer, y creo conocer el conjuro que
debe pronunciarse para que desaparezca para siempre. Naturalmente, no puede
hablarse de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es invisible
-como me imaginaba-, pero este pulverizador de largo alcance contiene unos
polvos que deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato vamos a
verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero aún hubiese sido mucho peor si Wilbur
hubiese seguido con vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró la
humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que luchar,
pero sabemos que no puede multiplicarse. Con todo, es posible que cause aún
mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora de librar al pueblo de
semejante monstruo.
»Hay que seguirlo, pues, y la forma de
hacerlo es ir a la granja que acaba de ser destruida. Que alguien vaya delante,
pues no conozco bien estos caminos, pero supongo que debe haber un atajo.
¿Están de acuerdo?
Los hombres se movieron inquietos sin
saber qué hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo tiznado por entre la
cortina de lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz suave: «Creo que el
camino más rápido para llegar a la granja de Seth Bishop es atravesar el prado
que se ve ahí abajo y vadear el arroyo por donde es menos profundo, para subir
luego por las rastrojeras de Carrier y los bosques que hay a continuación. Al
final se llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está
del otro lado.»
Armitage, Rice y Morgan se pusieron a
caminar en la dirección indicada, mientras la mayoría de los aldeanos marchaban
lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía indicar que
la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente una
dirección equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se ponía delante para mostrar
el camino. El valor y la confianza de los hombres del grupo crecían por
momentos, aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera casi cortada a pico
que había al final del atajo -por entre cuyos fantásticos y añejos árboles
hubieron de trepar cual si de una escalera se tratase- pusieron tales
cualidades a prueba.
Al final, llegaron a un camino lleno de
barro justo al tiempo que salía el sol. Se hallaban algo más allá de la finca
de Seth Bishop, pero los árboles tronchados y las inequívocas y horribles
huellas eran buena prueba de que ya había pasado por allí el monstruo. Apenas
se detuvieron unos momentos a contemplar los restos que quedaban en torno al
gran hoyo. Era exactamente lo mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni
muerto podía verse entre las ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y
el establo de los Bishop. Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel
hedor insoportable y aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron
instintivamente al sendero de espantosas huellas que se dirigían hacia la
granja en ruinas de los Whateley y las laderas coronadas en forma de altar de
Sentinel Hill.
Al pasar ante lo que fuera morada de
Wilbur Whateley todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y
sus ánimos comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de
algo tan grande como una casa y no lograr verlo, si bien podía respirarse en el
ambiente una maléfica presencia infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las
huellas dejaban el camino podía apreciarse aún fresca la vegetación aplastada y
tronchada a lo largo de la ancha franja que marcaba el camino seguido por el
monstruo en su anterior subida y descenso de la montaña.
Armitage sacó un potente catalejo y se
puso a escrutar las verdes laderas de Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a
Morgan, que gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos instantes por el
aparato Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer
a la vez que le señalaba con el dedo un determinado punto de la ladera. Sawyer,
tan desmañado como la mayoría de quienes no están acostumbrados a utilizar
instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos segundos hasta que
finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar el objetivo. Al
localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de Morgan.
-¡Dios Todopoderoso, la hierba y los
matorrales se mueven! Está subiendo... lentamente... como si reptara... en
estos momentos llega a la cima. ¡Qué el cielo nos ampare!
El germen del pánico pareció cundir entre
los expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra
muy distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y
si fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage
todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna parecía satisfacerles.
Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y
de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia
misma de la humanidad.
10
Al final, los tres investigadores venidos
de Arkham -el Dr. Armitage, de canosa barba, el profesor Rice, rechoncho y de
cabellos plateados, y el Dr. Morgan, delgado y de aspecto juvenil- acabaron
subiendo solos la montaña. Tras instruir con suma paciencia a los aldeanos
sobre cómo enfocar y utilizar el catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo
que se quedó en el camino. A medida que subían aquellos tres hombres, los
aldeanos fueron pasándoselo de mano en mano para poder verlos de cerca. La
subida era ardua, y en más de una ocasión tuvieron que echar una mano a
Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario el gran sendero
abierto en la montaña retumbaba como si su infernal hacedor volviera a pasar
por él con premiosa alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores
cobraban terreno.
Curtis Whateley -de la rama no degenerada
de los Whateley- era quien miraba por el catalejo cuando los investigadores de
Arkham se desviaron del sendero. Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda,
los tres hombres trataban de llegar a un pico inferior desde el que se divisaba
el sendero, en un lugar muy por encima de donde se estaba aplastando la
vegetación en aquellos momentos. Y así fue en realidad, pues los
expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación al poco de que el invisible
monstruo pasara por allí.
Luego, Wesley Corey, que a la sazón
miraba por el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage se había
puesto a ajustar el pulverizador que llevaba Rice, y todo indicaba que algo iba
a ocurrir de un momento a otro. El desasosiego empezó a cundir entre el grupo
del camino, pues, según les habían dicho, el pulverizador debería hacer visible
por unos instantes al desconocido horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos,
en tanto que Curtis Whateley arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia
el punto más distante posible. Puro ver que Rice, desde el lugar de observación
en que se encontraban los expedicionarios -por encima y justo detrás del
monstruoso ser- tenía una excelente oportunidad para intentar diseminar los
potentes polvos de prodigiosos efectos.
El resto de los que estaban en el camino
sólo pudieron ver el fugaz resplandor de una nube grisácea -una nube del tamaño
de un edificio relativamente alto- próxima a la cima de la montaña. Curtis, que
era quien en aquellos momentos miraba por el catalejo, lo dejó caer de golpe
sobre el barro que les cubría hasta los tobillos, al tiempo que lanzaba un
grito aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres
compañeros que le ayudaron y le sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido
era lo único que salía de sus labios.
-¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!... eso... eso...
Luego se organizó. un auténtico
pandemónium, pues todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se
ocupó de recoger el catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis
seguía diciendo incoherencias y ni siquiera respuestas aisladas conseguía dar.
-Es mayor que un establo... todo hecho de
cuerdas retorcidas... tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero
enorme, con docenas de patas... como grandes toneles medio cerrados que se
echaran a rodar... no se ve que tenga nada sólido… es de una sustancia
gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran
pegado... tiene infinidad de enormes ojos saltones... diez o veinte bocas o
trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no
paran de moverse, abriéndose y cerrándose continuamente... todas grises, con
una especie de anillos azules o violetas... ¡Dios
del cielo! ¡y ese rostro semihumano encima...!
El recuerdo de esto último, fuera lo que
fuese, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien perdió el sentido
antes de poder articular una sola palabra más. Fred Farr y Will Hitcbins lo
trasladaron a un lado del camino, dejándole tendido sobre la húmeda hierba.
Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo enfocó hacia
la montaña en un intento de ver qué pasaba. A través del objetivo podían
divisarse tres pequeñas figuras que ascendían hacia la cumbre con la rapidez
con que se lo permitía la abrupta pendiente. Eso era todo cuanto veía, ni más
ni menos. Luego, todos percibieron un raro e intempestivo ruido que procedía
del fondo del valle a sus espaldas, e incluso salía de la misma maleza de
Sentinel Hill. Era el griterío que armaba una legión de chotacabras y en su
estridente coro parecía latir una tensa y maligna expectación.
Earl Sawyer cogió seguidamente el
catalejo y dijo que se veía a las tres figuras de pie en la cumbre más alta,
prácticamente al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía a considerable
distancia de éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía alzar los
brazos por encima de su cabeza a intervalos rítmicos, y al decir esto los demás
creyeron oír un tenue sonido cuasimusical a lo lejos, como si una ruidosa
salmodia acompañara a sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico debía
constituir todo un grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de los
presentes se sentía con humor para hacer consideraciones estéticas.
-Me imagino que ahora están entonando el
conjuro -dijo Wheeler en voz baja al tiempo que arrebataba el catalejo de manos
de Sawyer. Mientras, las chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un
ritmo curiosamente irregular, que no guardaba ningún parecido con las
modulaciones del ritual.
De repente, la luz del sol disminuyó sin
que, a primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno
realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior
de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde
con otro fragor que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los
asombrados hombres buscaron en vano los indicios de la tormenta. La salmodia
que entonaban los investigadores de Arkham llegaba ahora nítidamente hasta
ellos, y Wheeler vio a través del catalejo que levantaban los brazos al compás
de las palabras del conjuro. Podía oírse, asimismo, el furioso ladrido de los
perros en una granja lejana.
Los cambios en las tonalidades de la luz
solar fueron a más y los hombres apiñados en el camino seguían mirando
perplejos al horizonte. Unas tinieblas violáceas, originadas como consecuencia
de un espectral oscurecimiento del azul celeste, se cernían sobre las
retumbantes colinas. Seguidamente, volvió a rasgar el cielo un relámpago, algo
más deslumbrante que el anterior, y todos creyeron ver como si una especie de
nebulosidad se levantara en torno al altar de piedra allá en la lejana cumbre.
Nadie, empero, miraba con el catalejo en aquellos instantes. Las chotacabras
seguían emitiendo sus irregulares chirridos, en tanto los hombres de Dunwich se
preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable
amenaza que parecía rondar por la atmósfera.
De repente, y sin que nadie lo esperara,
se dejaron oír unos sonidos vocales sordos, cascados y roncos que jamás
olvidarían los integrantes del despavorido grupo que los oyó. Pero aquellos
sonidos no podían proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales
del hombre no son capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más
bien se diría que habían salido del mismo averno, si no fuese harto evidente
que su origen se encontraba en el altar de piedra de Sentinel Hill. Y hasta
casi es erróneo llamar a semejantes atrocidades sonidos, por cuanto su timbre, horrible a la par que extremadamente
bajo, se dirigía mucho más a lóbregos focos de la conciencia y al terror que al
oído; pero uno debe calificarlos de tal, pues su forma recordaba, irrefutable
aunque vagamente, a palabras
semiarticuladas. Eran unos sonidos estruendosos -estruendosos cual los fragores
de la montaña o los truenos por encima de los que resonaban- pero no procedían
de ser visible alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más
descabelladas suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los
hombres agrupados al pie de la montaña se apiñaron todavía más si cabe, y se
echaron hacia atrás como si temiesen que fuera a alcanzarles un golpe fortuito.
-Ygnaiih...
ygnaiih... thflthkh’ngha... Yog-Sothoth... -sonaba el horripilante graznido
procedente del espacio-. Y’bthnk...
h’ehye... n’grkdl’lh...
En aquel momento, quienquiera que fuese
el que hablase pareció titubear, como si estuviera librándose una pavorosa
contienda espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el
catalejo, pero tan sólo divisó las tres figuras humanas grotescamente
recortadas en la cima de Sentinel Hill, las cuales no paraban de agitar los
brazos a un ritmo frenético y de hacer extraños gestos como si la ceremonia del
conjuro estuviese próxima a su culminación. ¿De qué lóbregos avernos de terror
propios del diabólico Aqueronte, de qué insondables abismos de conciencia
extracósmica, de qué sombría y secularmente latente estirpe infrahumana
procedían aquellos semiarticulados sonidos medio graznidos medio truenos? De
repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su
máximo, final y más desgarrador frenesí.
-Eh-ya-ya-ya-yahaah-e’yayayayaaaa...
ngh’aaaaa... ngh’aaa... h’yuh... ¡SOCORRO!
¡SOCORRO!... pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!
Eso fue todo. Los lívidos aldeanos que
aguardaban en el camino sin salir de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas que habían
resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había
junto a la asombrosa piedra altar, no volverían a oírlas. Al punto, hubieron de
dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar
la montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen -ya fuese el
interior de la tierra o los cielos- ninguno de los presentes supo localizar. Un
único rayo cayó desde el cénit violáceo sobre la piedra altar y una gigantesca
ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la montaña
bañando la comarca entera. Arboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la
furiosa acometida, y los despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al
pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llegaba a
asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se
oía el furioso ladrido de los perros, en tanto que los prados y el follaje en
general se marchitaban cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo
amarillenta, y los campos y bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.
El hedor desapareció al poco tiempo, pero
la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue
percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen
en las inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo. Curtis Whateley
comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres hombres de Arkham descender
lentamente por la vertiente montañosa bajo los rayos de un sol cada vez más
resplandeciente e inmaculado. Su semblante era grave y calmado, y parecían
consternados por unas reflexiones sobre lo que venían de presenciar de
naturaleza mucho más angustiosa que las que habían reducido al grupo de aldeanos
a un estado de postración y acobardamiento. En respuesta a la lluvia de
preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a sacudir
la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.
-El monstruoso ser ha desaparecido para
siempre -dijo Armitage-. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio y ya
no puede volver a existir. Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en
una mínima parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones
de la palabra. Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a
fundirse con aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro
universo material, en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados
ritos de la malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos
momentos en las cumbres montañosas.
Seguidamente, se hizo un breve silencio,
durante el cual los sentidos dispersos del infortunado Curtis Whateley
volvieron a entretejerse poco a poco hasta formar una especie de continuidad, y
llevándose las manos a la cabeza soltó un sordo gemido. La memoria le devolvió
al momento en que le había abandonado, y volvió a invadirle la horrorosa visión
que le había hecho desfallecer.
-¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro
semihumano... aquel rostro semihumano!... aquel rostro de ojos rojos y albino
pelo ensortijado, y sin mentón, igual que los Whateley... Era un pulpo, un
ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima
de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas...
Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo
entero de aldeanos se le quedaba mirando fijamente con una perplejidad aún no
cristalizada en renovado terror. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a
quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos pero que no había abierto
la boca hasta el momento, dijo en voz alta.
-Hace quince años -se puso a divagar-, oí
decir al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el
nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill...
Pero Joe Osborn le interrumpió para
volver a preguntar a los hombres de Arkham.
-Pero, ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley
llamarle para que acudiera de los espacios?
Armitage escogió sus palabras
cuidadosamente a la hora de contestar.
-Era... bueno, era sobre todo una fuerza
que no pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que
actúa, crece y obedece a otras leyes distintas de las que rigen nuestra
Naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del
exterior, sólo lo intentan las gentes y cultos más abominables. Y algo de ello
puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser
demoníaco y un monstruo precoz, y para hacer de su muerte una escena de
diabólico patetismo. Lo primero que pienso hacer es quemar este maldito diario,
y si quieren obrar como hombres prudentes les aconsejo que dinamiten cuanto
antes la piedra altar que hay en esa cima y echen abajo todos los círculos de
monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así son las que, a
la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los Whateley, unos
seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la faz de la
tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún
lugar execrable para alguna finalidad de naturaleza igualmente execrable.
»Pero por cuanto se refiere al ser que
acabamos de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que
desempeñara un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer.
Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones por las que lo hizo
Wilbur, pero le superó porque contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es innecesario preguntar
por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio... No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a
su padre que él.
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario