En las montañas
de la locura
Howard Phillips
Lovecraft
(Que
se puede decir de esta novela corta: Sencillamente es una obra maestra dentro
de la ciencia ficción y el horror cósmico. Sé que dije en mi comentario de
inicio en "El Modelo de Pickman que ese era mi relato favorito..., pero
este escrito rivaliza con la historia del pintor de Ghouls. Aquí se puede
admirar todo lo que representa Lovecraft; por lo menos a mi parecer. Después de
que otros escritores leyeran "En las montañas de la locura", muchos
quisieron imitarlo, pero no logrando ni acercarse a la serie de sensaciones que
te transmite. Una curiosidad es que Lovecraft se baso parcialmente en la única
novela "corta" que escribiera Edgar Allan Poe: La narración de Arthur
Gordon Pym, la cual recomiendo, quien toma una diminuta parte del mismo...,
el extraño canto de un ave que te señala el fin del camino "Tekeli-li,
Tekeli-li"; de verdad hace que te recorra un escalofrió por tu espalda.
Otro que tomó la Antártida como base para un terror desconocido, algo parecido a lo que sucede en el campamento de los protagonistas, pero más
cercano e intimo, fue John W. Campbell con su relato ¿Quién hay ahí? Muchos no reconozcan
este nombre, pero si sus adaptaciones cinematográficas como "El Enigma de
otro mundo" de 1951, o su más conocida "La Cosa" de 1982. Ahora
los dejo "En las montañas de la locura", con el cual finalizo el mes
Lovecraft, disculpándome por no poner los relatos Lovecraftianos. Estos los
dejaré para otro mes en blanco y negro; abríguense bien)
1
Me veo obligado a hablar porque los
hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo sin saber por qué. Va
completamente en contra de mi voluntad exponer las razones que me llevan a
oponerme a la proyectada invasión de la Antártica, con su vasta búsqueda de
fósiles y la perforación y fusión de antiquísimas capas glaciales. Y me siento
tanto menos inclinado a hacerlo porque puede que mis advertencias sean en vano.
Es inevitable que se dude de los
verdaderos hechos tal como he de revelarlos; no obstante, si suprimiera lo que
se tendrá por extravagante e increíble, no quedaría nada. Las fotografías
retenidas hasta ahora en mi poder, tanto las normales como las aéreas, contarán
en mi favor por ser espantosamente vívidas y gráficas. Pero aun así se dudará
de ellas porque la habilidad del falsificador puede conseguir maravillas.
Naturalmente, se burlarán de los dibujos a tinta calificándolos de evidentes
imposturas, a pesar de que la rareza de su técnica debiera causar a los
entendidos sorpresa y perplejidad.
A fin de cuentas, he de confiar en el
juicio y la autoridad de los escasos científicos destacados que tienen, por una
parte, suficiente independencia de criterio como para juzgar mis datos según su
propio valor horriblemente convincente o a la luz de ciertos ciclos míticos
primordiales en extremo desconcertantes, y, por la otra, la influencia
necesaria para disuadir al mundo explorador en general de llevar a cabo
cualquier proyecto imprudente y demasiado ambicioso en la región de esas
montañas de la locura. Es un triste hecho que hombres relativamente anónimos
como yo y mis colegas, relacionados solamente con una pequeña universidad,
tenemos escasas probabilidades de influir en cuestiones enormemente extrañas o
de naturaleza muy controvertida.
También obra en contra nuestra el hecho
de no ser, en sentido riguroso, especialistas en los campos en cuestión. Como
geólogo, mi propósito al encabezar la expedición de la Universidad de
Miskatonic era exclusivamente la de conseguir muestras de rocas y tierra de
niveles muy profundos y de diversos lugares del continente antártico, con la
ayuda de la notable perforadora ideada por el profesor Frank H. Pabodie de
nuestra facultad de ingeniería. No tenía deseo alguno de ser un precursor en
ningún otro campo que no fuera ése, pero sí abrigaba la esperanza de que el
empleo de esa nueva máquina en distintos puntos de rutas anteriormente
exploradas, sacara a relucir material de una especie no conseguida hasta
entonces por los métodos normales de extracción.
La barrena de Pabodie, como el público
sabe ya por nuestros informes, era única y excepcional por su ligereza, su
movilidad y sus posibilidades de combinar el principio de la perforadora
artesiana con el de la pequeña barrena circular de rocas, de tal forma que
permitía taladrar rápidamente estratos de diferente dureza. El cabezal de
acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, el castillete de
perforación desmontable de madera, el equipo para dinamitar, la cordada, la
cuchara para extraer la tierra y la tubería desmontable para efectuar taladros
de cinco pulgadas de diámetro hasta una profundidad de cinco mil pies, todo
ello, junto con los accesorios necesarios, no representaba una carga superior a
la que pudieran transportar tres trineos de siete perros. Esto era posible
gracias a la ingeniosa aleación de aluminio de que estaban hechas casi todas
las piezas metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, construidos
expresamente para las grandes alturas de vuelo necesarias en la meseta
antártica y dotados de dispositivos suplementarios, ideados por Pabodie, para
el calentamiento del combustible y para la rápida puesta en marcha, podían
transportar toda nuestra expedición desde una base situada en el limite de la gran
barrera de hielo, hasta diversos puntos de tierra adentro, desde los cuales nos
bastaría con un número suficiente de perros.
Proyectábamos explorar la mayor
extensión posible de terreno que nos permitiera la duración de una estación
antártica —o más si era absolutamente necesario—, tra-bajando principalmente en
las cordilleras y la meseta si-tuadas al sur del mar de Ross, regiones
exploradas en diversa medida por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Con
frecuentes cambios de campamentos, realizados en aeroplano, y abarcando
distancias lo bastante grandes como para ser significativa desde el punto de
vista geológico, esperábamos desenterrar una cantidad sin precedentes de
material, especialmente de los estratos del período precámbrico, del que tan
pocas muestras se habían conseguido en la Antártida. También queríamos reunir
el mayor número posible de muestras de rocas fosilíferas, pues la historia de
la vida primigenia en este desnudo reino del hielo y de la muerte es de la
máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de
todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta
tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal,
cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y
los pingüinos del borde septentrional. Nuestros deseos eran ampliar esa
información en cuanto a variedad, exactitud y detalle. Cuando una perforación
revelara indicios fosilíferos, agrandaríamos la abertura con explosivos para
conseguir muestras de tamaño conveniente y en buen estado.
Nuestras perforaciones, de profundidad
variable según lo que prometieran las capas superiores de tierra o roca, se
limitarían a superficies donde el suelo quedara casi o totalmente al
descubierto, las cuales habrían de hallarse inevitablemente en riscos o
laderas, pues las tierras más bajas estaban cubiertas por una capa de hielo de
una o dos millas de espesor. No podríamos perder el tiempo perforando
simplemente capas glaciales, aunque Pabodie había proyectado un plan para
introducir electrodos en grupos de perforaciones y fundir así zonas limitadas
de hielo con la corriente generada por una dinamo movida por un motor de
gasolina. Este proyecto —que no podía realizar una expedición como la nuestra
excepto a título de experimento—, es el que piensa llevar a cabo la expedición
Starkweather-Moore, a pesar de las advertencias que he hecho desde que regresé
del continente antártico.
El público tiene conocimiento de la.
expedición mis-katónica por nuestros frecuentes informes radiotelegrá-ficos
enviados al Arkham Advertiser y a la Associated Press así como por los
posteriores artículos de Pabodie y míos. Formábamos el equipo expedicionario
cuatro profesores de la Universidad: Pabodie; Lake, de la Facultad de Biología;
Atwood, de la de Física y también metereólogo, y yo en calidad de geólogo y de
jefe nominal de la expedición, además de dieciséis auxiliares: siete
estudiantes graduados de la Universidad de Miskatonic y nueve mecánicos
especializados. De estos dieciséis, doce eran pilotos de aviación titulados, de
los cuales todos menos dos eran también buenos radiotelegrafistas. Ocho dé
ellos tenían conocimientos de la navegación con brújula y sextante, al igual
que Pabodie, Atwood y yo. Además, naturalmente, nuestros dos barcos —antiguos
balleneros de madera, reforzados para resistir el hielo y dotados de vapor
auxiliar— contaban con una tripulación completa.
La Fundación Nathaniel Derby Pickman, con la ayuda de unas cuantas
donaciones especiales, financió la expedición; por tanto, nuestros preparativos
fueron extremadamente minuciosos, a pesar de que no existiera gran publicidad.
Los perros, los trineos, las máquinas, el equipo necesario para acampar, y las
piezas desmontadas de los cinco aeroplanos fueron transportados hasta Boston,
donde se cargaron los barcos. Ibamos admirablemente bien equipados para
nuestros fines concretos, y en todo lo concerniente a suministros, régimen,
transporte y construcción de campamentos, aprovechamos el excelente ejemplo de
nuestros numerosos y recientes predecesores, excepcionalmente brillantes. Fue
el inusitado número y la fama de estos antecesores lo que hizo que nuestra
expe-dición,. aunque importante, despertara poca atención en el mundo en
general.
Como informaron los periódicos, nos
hicimos a la mar desde el puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y fuimos
navegando apaciblemente costa abajo para atravesar el canal de Panamá y hacer
escala en Samoa y en Hobart, Tasmania, donde cargamos las últimas provisiones.
Ninguno de los miembros del grupo expedicionario había estado hasta entonces en
las regiones polares, por lo cual depositamos nuestra confianza en los
capitanes de los buques, J. B. Douglas, que mandaba el bergantin Arkham y la
expedición marina, y Georg Thorflnnssen, capitán del Miskatonic navío de tres
palos, ambos experimentados balleneros en aguas antárticas.
Conforme íbamos dejando atrás el mundo
habitado, el sol se hundía más y más bajo en el norte y cada día permanecía más
tiempo por encima del horizonte. Cuando alcanzamos los 62 grados de latitud
sur, vimos los primeros icebergs —semejantes a mesas de lados verticales— y
justo antes de alcanzar el círculo polar antártico, que cruzamos el 20 de
octubre con el pintoresco ceremonial habitual, nos vimos bastante perturbados
por el hielo. El descenso de la temperatura me molesté considerablemente
después de la larga travesía tropical, pero traté de cobrar ánimos para hacer
frente a los mayores rigores que se avecinaban. En muchas ocasiones me
fascinaron los curiosos efectos atmosféricos; entre ellos un espejismo
singularmente vívido, el primero que había visto nunca, en el que los distantes
icebergs se convirtieron en cresterías de inimaginables castillos cósmicos.
Fuimos abriéndonos camino entre los
hielos, que afor-tunadamente no ocupaban una gran superficie ni estaban
densamente aglomerados, hasta llegar de nuevo a una zona de aguas poco heladas
a 67 grados de latitud sur y 175 grados de longitud este. En la mañana del 26
de octubre apareció en el sur una ancha faja de tierra, y antes del mediodía
sentimos la emoción de ver una gran cadena de elevadas montañas cubiertas de
nieve que se abría abarcando la totalidad del paisaje que teníamos ante
nosotros. Habíamos llegado al fin a un puesto avanzado del gran continente
desconocido y de su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran
indudablemente los de la Cordillera del Almirantazgo, descubierta por Ross, y
ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando Tierra Victoria
hasta alcanzar nuestra proyectada base de la ribera de la bahía de McMurdo, al
pie del volcán Erebus, situado a 77º 9´
de latitud sur.
La última etapa de la travesía fue
vívida y estimulante para la fantasía. Grandes picos desnudos, envueltos en el
misterio, surgían constantemente hacia el Oeste mientras el bajo sol
septentrional del mediodía, o el sol meridional de medianoche, tan bajo que
rozaba el horizonte, derramaba sus brumosos rayos rojizos sobre la blanca
nieve, el hielo azulado, los cauces de agua y algunos fragmentos negros de la
ladera de granito que quedaban al descubierto. A través de las desoladas cimas
pasaban furiosas e intermitentes ráfagas de terrible viento antártico,- cuya
cadencia hacía pensar a veces, vagamente, en una música salvaje y casi dotada
de sensibilidad. Sus flotas recorrían una prolongada escala que, por alguna
reacción subconsciente del recuerdo, me parecía inquietante e incluso
extrañamente terrible. Algo de aquel paisaje me recordaba las extrañas y
perturbadoras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich y las descripciones, aún
más inquietantes, de la
meseta de Leng, de perversa fama, que
aparecen en el terrible Necronomicón del
árabe loco Abdul Alhazred. Más tarde sentí haber examinado ese monstruoso libro
en la biblioteca de la Universidad.
El 7 de noviembre, perdida de vista por el momento la cordillera
occidental, pasamos ante la Isla de Franklin y a1 día siguiente avistamos los
conos de los montes Erebus y Terror de la isla de Ross, con la larga hilera de
las montañas de Parry alzándose a lo lejos. Ahora se ex-tendía hacia el Este la
línea blanca y baja de la gran barrera de hielo que se elevaba verticalmente
hasta una altura de doscientos pies, como los pétreos acantilados de Quebec,
marcando el limite de la navegación hacia el Sur.. Por la tarde entramos en la
bahía de McMurdo y permanecimos apartados de la costa, a sotavento del humeante
monte Erebus. El pico de escorias se recortaba con sus doce mil setecientos
pies de altura sobre el cielo del Este como un grabado japonés del sagrado Fujiyama,
mientras que más allá se alzaba la cumbre blanca y fantasmal del monte del
Terror, de diez mil novecientos pies de altura y ahora extinto como volcán.
Desde el Erebus llegaban bocanadas
intermitentes de humo y uno de los ayudantes graduados, un muchacho brillante
llamado Danforth, señaló lo que parecía ser lava en la ladera nevada y comentó
que esta montaña, descu-bierta en 1840, había inspirado indudablemente la
metá-fora de Poe cuando éste escribió siete años después:
—las lavas que derraman sin descanso
sus sulfúreas corrientes por el Yaanek
en las más lejanas regiones del Polo—
que gimen al rodar por las laderas del
monte Yaanek
en las tierras del polo boreal.
Danforth era un gran aficionado a la
lectura de libros excéntricos y me había hablado mucho de Poe. A mí me
interesaba este autor por el ambiente antártico de su única narración larga, la
del enigmático e inquietante Arthur Gordon Pym. En la costa desnuda y sobre la
gran barrera de hielo del fondo, millares de grotescos pin-güinos graznaban y
agitaban sus aletas, mientras que en el agua se veía un gran número de gruesas
focas, o bien nadando, o bien tendidas sobre grandes trozos de hielo a la
deriva.
Utilizando botes pequeños, logramos
desembarcar con dificultad en la isla de Ross poco después de medianoche, en la
madrugada del día 9, llevando un cabo de cable de cada barco y preparándonos
para descargar el equipo y las provisiones con ayuda de un andarivel.
Experimentamos profundas y complejas sensaciones al pisar por primera vez la
Antártida, aunque las expediciones de Scott y Shackleton nos habían precedido
en ese preciso lugar. El campamento, situado en la costa helada, al pie de la
ladera del volcán, era sólo provisional, ya que la base de operaciones continuó
a bordo del Arkham. Desembarcamos el equipo de perforación, los perros, los
trineos, las tiendas, los bidones de gasolina, el equipo experimental de fusión
de hielo, las máquinas de fotografía, tanto normales como aéreas, las piezas de
los aeroplanos y demás accesorios, entre ellos tres aparatos portátiles de
radio —además de los que irían en los aeroplanos— capaces de comunicar con el
equipo más potente del Arkham desde cualquier lugar del continente antártico a
que pudiéramos llegar. El equipo del barco, en comunicación con el mundo
exterior, transmitiría nuestros informes de prensa a la potente estación del
Arkham Advertiser situada en Kingsport Head, Massachusetts. Esperábamos dar fin
a nuestra tarea en un solo verano antártico, pero si esto era imposible,
invernaríamos en el Arkham y-enviaríamos el Miskatonic al Norte antes de que se
cerraran los hielos, en busca de provisiones para otro verano.
No es necesario que repita lo que ya ha
publicado la prensa acerca de nuestros primeros trabajos: nuestro as-censo al
monte Erebus, las perforaciones que llevamos a cabo felizmente en diversos
lugares de la isla Ross con el fin de buscar minerales, y la singular velocidad
con que las llevó a cabo el aparato de Pabodie, incluso a través de capas de
piedra maciza; el ensayo provisional de nuestro reducido equipo de fusión de
hielo; la peligrosa ascensión de la gran barrera con trineos y provisiones, y
del montaje final de cinco enormes aeroplanos en el campamento situado en lo
alto de la barrera. La salud de nuestro grupo de desembarco —veinte hombres y
cincuenta y cinco perros de Alaska— era excelente, aunque lo cierto era que aún
no habíamos encontrado fríos ni temporales verdaderamente rigurosos. Por lo
general, el termómetro oscilaba entre los O grados y los 20 ó 25 Fahrenheit y
los inviernos pasados en Nueva Inglaterra ya nos habían acostumbrado a tales
inclemencias. El campamento de lo alto de la barrera era semipermanente y
estaba destinado a almacenar gasolina, provisiones, dinamita y otros
suministros.
Sólo eran necesarios cuatro aeroplanos
para transportar el equipo de exploración; el quinto lo dejamos a cargo de un
piloto y dos hombres de la tripulación, en el depó-sito, como medio de llegar
basta nosotros desde el Arkham en caso de que se perdieran todos los aeroplanos
de exploración. Más adelante, cuando utilizáramos todos los demás aeroplanos
para el transporte del equipo, destinaríamos uno o dos a establecer una especie
de puente aéreo entre el depósito y otra base permanente situada en la gran
meseta, entre 600 y 700 millas en dirección sur, más allá del glaciar de
Beardmore. A pesar de los informes casi unánimes acerca de los terribles
vientos y tempestades que soplaban sobre la meseta, decidimos prescindir de
bases intermedias, arriesgándonos así en beneficio de la economía y de una
probable eficiencia.
Los informes radiotelegráficos hablaron
del impresio-nante vuelo de cuatro horas sin escala que efectuó nues-tra
flotilla el 21 de noviembre por encima del elevado banco de hielo, con enormes
picos alzándose al Oeste mientras ‘los silencios insondables nos devolvían el
eco del sonido de nuestros motores. El viento nos molestaron sólo moderadamente
y las brújulas radiogonométricas nos ayudaron a atravesar la poca niebla opaca
que encontramos. Cuando las imponentes alturas se alzaron ante nosotros, entre
83 y 84 grados de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore,
el mayor del mundo entre los situados en un valle, y que el mar helado daba
ahora paso a una costa adusta y montañosa. Al fin entrábamos en el mundo blanco
de los confines meridionales, muerto durante incontables eones. Al mismo
tiempo, vimos a lo lejos, hacia el Este, la cumbre del monte Nansen que se
elevaba hasta una altura cercana a los quince mil pies La instalación de la
base sur. sobre el glaciar, a 860 7´ de latitud y 174º 23’ de longitud este,
llevada a cabo con toda felicidad, y los rápidos taladros y minados efec-tuados
en varios puntos durante nuestras excursiones en trineo y breves vuelos en
aeroplano, ya han pasado a la historia, así como el duro y feliz ascenso al
monte Nan-sen que llevaron a cabo Pabodie y dos de los estudiantes graduados
—Gedney y Carroll— del 13 al 15 de diciembre. Nos hallábamos a unos ocho mil
quinientos pies sobre el nivel del mar, y cuando! las perforaciones
experimentales revelaron, en ciertos lugares la existencia de tierra firme a
una profundidad de sólo doce pies por debajo del hielo y de la nieve, empleamos
a menudo el pequeño aparato de fusión taladrando y dinamitando en muchos
lugares donde ningún explorador había pensado siquiera en recoger muestras de
minerales. Los granitos precámbricos y los ejemplares de arenisca así
conseguidos, nos afirmaron en la creencia de que la meseta formaba una base
homogénea con la mayor parte del continente que quedaba al oeste, pero era algo
distinta de las zonas que quedaban al este, por debajo de la América del Sur,
zonas que entonces creíamos que constituían un continente aparte y más pequeño
separado del mayor por la unión de los dos mares helados de Ross y Weddell,
aunque Byrd ha demostrado posteriormente lo erróneo de tal hipótesis.
En algunas de las muestras de arenisca,
obtenidas con dinamita y trabajadas a cincel después de que una per-foración
exploratoria revelara su naturaleza, encontramos algunas marcas y fragmentos de
fósiles realmente interesantes, especialmente líquenes, algas, trilobites,
crinoideos y algunos moluscos tales como linguellae y gastrópodos, los cuales
parecían haber tenido gran importancia en la historia primigenia de aquella
región. También descubrimos una extraña marca triangular y estriada, de
alrededor de un pie de diámetro máximo, que Lake recompuso con tres fragmentos
de pizarra extraídos de una profunda abertura dinamitada. Estos fragmentos
procedían de un lugar situado al oeste, cerca de la cordillera de la Reina
Alejandra. Lake, como bi6logo, juzgó estas curiosas marcas enormemente
interesantes y difíciles de explicar, aunque a mí, en cuanto geólogo, no me
parecieron diferentes de algunos efectos ondulados bastante corrientes en las
rocas de sedimentación. Dado que la pizarra no es más que una formación
metamórfica a la que se ha sumado a presión un estrato sedimentario y dado que
esta presión produce extraños efectos deformantes en cualquier marca
anteriormente existente, no vi razón para semejante asombro ante aquella huella
estriada.
El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie,
Daniels, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo, volamos directamente por
encima del Polo Sur en dos grandes aeroplanos, viéndonos obligados en una
ocasi6n a tomar tierra por un fuerte viento que afortunadamente no se convirtió
en un típico vendaval. Como ha dicho la prensa, éste fue uno de los varios
vuelos de observaci6n en que tratamos de descubrir nuevas características
topográficas en regiones no alcanzadas hasta entonces por anteriores
exploraciones. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes respecto a
esto último, aunque sí nos permitieron contemplar algunos magníficos ejemplos
de los engañosos espejismos, enormemente fantásticos, propios de las regiones
polares, fenómenos de los que el viaje por mar nos había proporcionado algún
indicio. Flotaban en el cielo montañas remotas como ciudades hechizadas y a
menudo todo el mundo blanco se diluía en una tierra dorada, plateada y
escarlata, tierra de ensueños dunsanianos y prometedora de aventuras bajo la
mágica luz de un sol de medianoche. En días nublados nos era bastante difícil
volar a causa de la tendencia del cielo y la tierra nevada a fundirse en un
místico vacío opalescente, sin horizonte perceptible que señalara la conjunción
de uno y otra.
Al fin decidimos llevar a cabo nuestro
proyecto inicial de volar quinientas millas hacia el Este con los cuatro
aviones de exploración y establecer una nueva base auxiliar en un punto que,
probablemente, estaría situado en el continente menor o lo que erróneamente
juzgábamos como tal. Las muestras geológicas que allí obtuviéramos nos
servirían para comparar. Nuestra salud hasta entonces continuaba siendo
excelente, pues el zumo de lima compensaba sobradamente el régimen continuo a base
de conservas y alimentos salados, y las temperaturas, generalmente superiores a
cero, nos permitían prescindir de las pieles más gruesas. Estábamos a mediados
de verano, y, si nos apresurábamos, tal vez pudiéramos acabar la tarea para
marzo y evitar la tediosa invernada durante la larga noche antártica. Varias
tormentas huracanadas arremetían contra
nosotros desde el este, pero logramos escapar de ellas ilesos gradas a la
habilidad de Atwood para construir hangares rudimentarios y defensas contra el
viento con grandes bloques de hielo, y para reforzar con más nieve los
principales refugios del campamento. Nuestra eficiencia y buena suerte habían
sido casi milagrosas.
El mundo sabía de nuestro programa y fue
informado también acerca de la tenaz y extraña insistencia de Lake en hacer un
viaje de exploración hacia el oeste, o más bien hacía el noroeste, antes de
nuestro definitivo tras-lado a la nueva base. Parece que había cavilado mucho,
y con una audacia alarmantemente extrema, sobre la marca triangular y estriada
observada en la pizarra, viendo en ella ciertas contradicciones entre su
naturaleza y el período geológico a que pertenecía, contradicciones que habían
despertado al máximo su curiosidad, por lo que deseaba llevar a cabo
perforaciones y voladuras en la región que se extendía hacia occidente y a la
que evidentemente pertenecían los fragmentos desenterrados. Estaba extrañamente
convencido de que aquellas marcas eran la huella de algún organismo voluminoso,
desconocido, inclasificable y de un grado de evolución considerablemente
avanzando, a pesar de que la roca donde aparecieron era de tan remotísima
antigüedad —cámbrica, si no decididamente
precámbrica— que excluía la existencia probable
no sólo de toda dase de vida
evolucionada, sino de cualquier forma de vida superior a la de una etapa
unicelular o a lo sumo de los trilobites. Aquellos fragmentos, con sus extrañas
marcas, debían tener una antigüedad de quinientos a mil millones de años.
2
Supongo que la fantasía popular
respondió activamente nuestros boletines
radiotelegrafiados acerca de la partida de Lake hacia el noroeste para penetrar
en regiones jamás holladas por pies humanos ni imaginadas por el hombre, aunque
no mencionamos sus descabelladas esperanzas de revolucionar toda la ciencia
biológica y geológicas. Su viaje inicial
en trineo con el fin, de llevar a cabo perforaciones, realizado entre el 11 y
el 18 de enero con Pabodie y otros cinco y deslucido por la pérdida de dos
perros en un vuelco al cruzar uno de los grandes caballones de hielo, habían
proporcionado nuevas muestras de pizarra de la era precámbrica y hasta yo me
sentí interesado por la singular profusión de marcas evidentemente fósiles en
aquel estrato de increíble antigüedad. Esas marcas, sin embargo, respondían a
formas de vida muy primitivas y no ofrecían otra paradoja que el hecho de darse
en rocas tan claramente precámbricas como aquéllas parecían ser, por eso seguía
yo sin encontrar razonable la exigencia de Lake de hacer un paréntesis en
nuestro pro-grama, preparado con la intención de ahorrar tiempo. Este
paréntesis exigía la utilización de los cuatro aero-planos, de muchos hombres y
de la totalidad del equipo mecánico de la expedición. Finalmente no veté el
pro-yecto, aunque decidí no acompañar al grupo al Noroeste, a pesar. de que
Lake me había pedido mi asesoramiento como geólogo. Mientras ellos estuvieran
fuera, yo permanecería en la base con Pabodie y cinco hombres más tra zando los
planes definitivos para el traslado hacia el Este. Con vistas a este traslado,
uno de los aeroplanos había empezado ya a transportar una buena cantidad de
gasolina desde la bahía de McMurdo, pero esto podía esperar por el momento. Me
reservé un trineo y nueve perros, pues era imprudente quedarse sin ninguna
posibilidad de transporte en un mundo totalmente deshabitado y muerto durante
muchos eones.
La expedición secundaria de Lake al
interior de lo desconocido envió, como todos recordarán, varios mensajes
utilizando los transmisores de onda corta de los aeroplanos, mensajes que eran
captados simultáneamente por nuestros receptores de la base sur y por el
Arkham, fondeado en la bahía de McMurdo, los cuales los retransmitían al mundo
exterior por longitudes de onda de hacia cincuenta metros. Emprendieron marcha
el 22 de enero a las cuatro de la madrugada y el primer mensaje radiado nos
llegó sólo dos horas después; en él Lake nos comunicaba que había aterrizado e
iniciado una labor de perforación y de fusión del hielo a pequeña escala en un
punto situado a trescientas millas de donde nos encontrábamos. Seis horas más
tarde un segundo mensaje, muy emocionado, nos hablaba del trabajo frenético,
como de castor, con que habían taladrado una perforación, ensanchada luego con
dinamita, y que había culminado en el descubrimiento de fragmento de pizarra
con varias mar-cas aproximadamente iguales a las que habían despertado nuestro
asombro en un principio.
Tres horas después, un breve boletín nos
comunicaba la reanudación del vuelo luchando contra un crudo y penetrante
temporal, y cuando yo envié un nuevo mensaje de protesta oponiéndome al
enfrentamiento con nuevos peligros, Lake contestó secamente que las nuevas
muestras justificaban afrontar cualquier riesgo. Comprendí que el entusiasmo
casi alcanzaba el límite del amotinamiento y que nada podía hacer por evitar el
peligro que pudiera correr ahora el éxito de la expedición, pero me espantó
pensar que Lake se fuera aventurando más y más profundamente en aquella blanca
y traidora inmensidad llena De tempestades y misterios insondables, que se
extendía a largo de unas mil quinientas millas hacia las costas, mitad
conocidas, mitad sospechadas, de las tierras de la Reina María y de Knox.
A1cabo de otra hora y media
aproximadamente nos llegó un mensaje doblemente excitado enviado en vuelo desde
el aeroplano de Lake, que casi me hizo cambiar totalmente de opinión y me
impulsó a desear haberles acompañado:
«10.05 noche. En vuelo. Después tormenta
de nieve avistamos cordillera más elevada que todas las vistas hasta ahora.
Quizá tan alta como Himalaya teniendo en cuenta altitud meseta. Probablemente a
76º 15’ de latitud y 113º 10’ de longitud este. Se extiende hacia derecha e
izquierda hasta donde alcanza la vista. Creo percibir dos conos humeantes.
Todos los picos negros y sin nieve. Vendaval que sopla desde ellos impide
navegación.»
Después de recibir este mensaje,
Pabodie, los hombres y yo permanecimos sin respirar junto a la radio. La
ima-gen de aquella titánica muralla montañosa situada a sete-cientas millas de
distancia inflamó nuestro más hondo sentido de la aventura y nos congratulamos
de que fuera nuestra expedición, aunque no nosotros personalmente, quien la
hubiera descubierto. Al cabo de media hora volvió a llamar Lake:
«Aeroplano de Moulton obligado descender
en meseta al pie de las montañas, pero no hay heridos y quizá podamos
repararlo. Trasladaremos todo lo imprescindible a los otros tres aparatos para
regreso o ulteriores vuelos si son necesarios, pero por ahora no necesitamos
más expediciones de esta envergadura. Montañas sobrepasan todo lo imaginable.
Me dispongo a efectuar vuelo de exploración en aparato de Carroll libre de
carga.
»Imposible imaginar nada semejante. Los
picos más altos deben tener más de 35.000 pies. El Everest no es nada en
comparación con esto. Atwood va a calcular altura con teodolito mientras
Carroll y yo exploramos. Probablemente nos equivocamos acerca conos, pues
formaciones parecen estratificadas. Posiblemente pizarra precámbrica mezclada
con otros estratos. Extrañas siluetas en el horizonte con fragmentos de cubos
adosados a picos más altos. Todo ello maravilloso a la luz dorada rojiza del
sol bajo, como tierra misteriosa vista en sueños o como puerta que da a un
prohibido mundo de maravillas jamás contempladas. Me gustaría estuvieran acá
para estudiarlo.»
Aunque había llegado ya la hora
acostumbrada de dormir ninguno de los que estábamos a la escucha pensamos ni
por un momento en acostarnos. Lo mismo debía de ocurrir en la bahía de McMurdo,
en donde tanto el depósito de materiales como el Arkham recibían también los
mensajes, pues el capitán Douglas nos llamó para felicitarnos a todos por el
importante descubrimiento y Sherman, el encargado del depósito, se adhirió a la
felicitación. Naturalmente, lamentamos lo del aeroplano averiado, pero
esperamos que fuera fácilmente reparado. A las 11 de la noche captamos un nuevo
mensaje de Lake:
«He volado con Carroll sobre las
estribaciones más al-tas. No me atrevo a pasar con este tiempo sobre picos
verdaderamente elevados, pero lo haré después. Difícil subir y difícil volar a
esta altura, pero vale la pena. La gran cordillera es bastante cerrada, lo que
impide ver qué hay del otro lado. Principales picos más altos que el Himalaya y
muy extraños. La cordillera parece de pizarra precámbrica con claros indicios
de otros plegamientos. Equivocado en cuanto a volcanismo. Se extiende en las
dos direcciones más allá de lo que alcanza la vista. Limpia de nieve por encima
de los veinte mil pies.
»Extrañas formaciones en laderas de
montañas más altas. Grandes bloques cuadrados y bajos con lados completamente
verticales y lineas rectangulares de paredes verticales como los antiguos
castillos asiáticos adheridos a las empinadas montañas que aparecen en los
cuadros de Roerich. Impresionantes desde lejos. Volamos cerca de algunos y a
Carroll le pareció estaban formados por trozos separados más pequeños, pero se
trata probablemente de la erosión. La mayor parte de las aristas desmoronadas y
redondeadas como si hubiesen estado expuestas a tempestades y cambios
climáticos desde hace millones de años.
>>Algunas partes, especialmente
las superiores, parecen ser de roca de colorido más claro que los estratos
discernibles en laderas propiamente dichas, lo que indica que son de origen
evidentemente cristalino. Desde más cerca me ven muchas bocas de cuevas, algunas
de contornos extrañamente regulares, cuadradas o semicirculares. Debes venir y
estudiarlo todo. Creo que he visto una pared asentada verticalmente en lo alto
de un pico. La altura oscila entre 30 y 35.000 pies. Volamos a una altitud de
21.500 con un frío endiablado que nos caía hasta los huesos. El viento silba y
aúlla a través de las gargantas y entrando y saliendo de las cuevas, pero hasta
ahora el vuelo no ha revestido peligro alguno.»
A partir de entonces y durante la media
hora siguiente Lake desató una riada de comentarios manifestando su intención
de escalar algunos de los picos. Le respondí que me reuniría con él tan pronto
como pudiera enviar un aeroplano y que Pabodie y yo idearíamos el plan más
adecuado para el abastecimiento de gasolina: dónde y cómo concentrar las
existencias en vista del cambio de programa de la expedición. Evidentemente,
las labores de sondeo de Lake, así como las exploraciones aéreas, exigirían
gran cantidad de combustible en la nueva base que tenía intención de establecer
al pie de las montañas; y entraba dentro de lo posible que, después de todo, no
realizáramos en esta estación el vuelo hacia el este. En relación con esto,
llamé al capitán Douglas y le pedí que desembarcara todos los pertrechos que
pudiese y los transportase más allá de la barrera con el único tiro de perros
que habíamos dejado allí. Lo que teníamos que hacer era establecer una ruta
directa que cruzase la región desconocida que separaba el lugar en que se
hallaba Lake de la bahía de McMurdo.
Lake me llamó más tarde para decirme que
había deci-dido dejar el campamento en el lugar donde se había visto obligado a
aterrizar el avión de Moulton, y donde las reparaciones habían progresado algo.
La costra de hielo era muy fina y dejaba ver aquí y allá trozos de tierra
oscura. Lake pensaba llevar a cabo algunas perforaciones y hacer estallar
algunos barrenos en aquel lugar antes de realizar exploraciones en trineo o de
emprender ningún ascenso. Me habló de la inefable majestuosidad del panorama y de las extrañas sensaciones que le producía
encontrarse al socaire de inmensos y silenciosos picachos que, formando
hileras, se disparaban hacia lo alto como un muro que alcanzase el cielo en el
confín del mundo. El teodolito de Arwood había fijado la altura de los cinco picos
más altos entre los 30.000 y los 34.000 pies. La forma en que el terreno estaba
barrido por el viento inquietaba a Lake, pues auguraba la existencia de
tremendas borrascas de violencia mucho más inusitada que cualquiera de las que
habíamos sufrido hasta la fecha. Su campamento se hallaba a algo más de cinco
millas del lugar en que las estribaciones de las montañas se elevaban
bruscamente. Casi pude percibir un tono de alarma subconsciente en sus
palabras, transmitidas a través de un vacío glacial de setecientas millas,
cuando nos pedía que nos diésemos prisa pera acabar lo antes posible la tarea
en aquella nueva región. Se disponía a descansar después de un día de trabajo,
esfuerzo y resultados sin precedentes.
Por la mañana sostuve una conversación
tripartita por radio con Lake y el capitán Douglas, que se hallaban en sus
respectivas bases, muy lejanas entre sí. Acordamos que uno de los aviones de
Lake vendría a mi base a reco-gernos a Pabodie, a cinco hombres y a mí, y a
llevar también toda la gasolina que pudiera. La cuestión del combustible podía
aguardar unos días más según lo que decidiéramos acerca de la expedición hacia
el este, pues Lake tenía bastante en su campamento para sus inme-diatas
necesidades de calefacción y perforado. En su momento tendríamos que
reabastecer la base del sur, pero si retrasábamos la expedición hacia el este
no la utilizaríamos hasta el próximo verano, y entretanto Lake debía enviar un
aparato para explorar una ruta directa entre sus nuevas montañas y la bahía de
McMurdo.
Pabodie y yo nos dispusimos a cerrar
nuestra base du-rante poco o mucho tiempo, según fuese necesario. Si
invernábamos en el Antártico, volaríamos probablemente en línea directa desde
la base de Lake al Arkham sin regresar a ese lugar. Habíamos reforzado algunas
de las tiendas cónicas con bloques de nieve endurecida y ahora decidimos
completar el trabajo de crear un poblado permanente. Lake tenía todas las
tiendas que podía necesitar aun después de nuestra llegada. Le envié un mensaje
radiado diciendo que Pabodie y yo estaríamos preparados para salir hacia ‘el
Norte después de un día de trabajo y una noche de descanso.
Sin embargo, nuestra tarea no fue muy
continua a partir de las 4 de la tarde, pues Lake comenzó a enviar unos
mensajes extraordinariamente sorprendentes y muy excitados. Su día de trabajo
había comenzado con malos augurios, ya que un vuelo de exploración de las
superficies rocosas que quedaban casi al
descubierto había revelado una ausencia total de los estratos arcaicos y
primigenios que buscaba y que constituían una parte tan considerable de las
colosales cumbres que se elevaban a asombrosa distancia del campamento. La
mayor parte de las rocas entrevistas eran aparentemente areniscas jurásicas y
comanchienses y esquistos pérmicos y triásicos con un afloramiento aquí y allá
de un negro brillante que ‘hacia pensar en antracita o carbón esquistoso. Esto
desalentó un tanto a Lake, cuya aspiración era descubrir muestras de más de
quinientos millones de años. Le resultó patente que para encontrar vetas de
pizarra arcaica como aquellas en que había descubierto las extrañas marcas,
tendría que realizar una larga expedición en trineo desde las estribaciones a
las escarpadas laderas de las gigantescas montañas.
No obstante, había decidido efectuar
algunas perforaciones allí mismo como
parte del programa general de la expedición, por lo que montó la barrena y puso
a trabajar en ella a cinco hombres mientras que los demás acababan de instalar
el campamento y de reparar el aeroplano averiado. Se eligió para el primer
sondeo la roca visible más blanda —una piedra arenisca que se encontraba a un
cuarto de milla aproximadamente del campamento—, y la taladradora hizo
excelentes progresos sin necesidad de muchos barrenos auxiliares. Fue alrededor
de tres horas más tarde, después de la primer explosión auténticamente potente,
cuando se oyeron los gritos del equipo de perforación y cuando Gedney —que
hacia las veces de capataz— llegó corriendo al campamento con la asombrosa
noticia.
Habían topado con una caverna. Al poco
tiempo de comenzar la perforación la piedra arenisca había sido reemplazada por
una yeta de piedra caliza comanchiense, llena de diminutos fósiles de
cefalópodos, corales, equinodermos, braquiópodos y, de cuando en cuando,
indicios de esponjas silíceas y huesos de vertebrados marinos, procedentes
‘estos últimos con toda probabilidad de teleosteos, tiburones y ganoideos. Esto
era ya de por sí suficientemente importante, pues eran los primeros fósiles de
ver-tebrados conseguidos por la expedición; pero cuando poco después el cabezal
de la perforadora acabó de taladrar el estrato para llegar a una oquedad, una
nueva ola de emoción doblemente intensa se apoderó de los perforadores. Un
barreno de buen tamaño había dejado al descubierto el secreto subterráneo; y
ahora, allí, a través de un tortuoso agujero de tal vez cinco pies de diámetro
por tres de grosor, se abría ante los anhelantes exploradores parte de una
oquedad socavada hacia más de cincuenta millones de años por el tenaz discurrir
de aguas subterráneas de un desaparecido mundo tropical.
El estrato en que se abría la oquedad no
tenía más de siete u ocho pies de espesor, pero se extendía indefinidamente en
todas direcciones y se respiraba en ella un fresco vientecillo que hacía pensar
que pertenecía a un extenso sistema subterráneo. Techo y suelo mostraban
abundancia de grandes estalactitas y estalagmitas, algunas de las cuales se
unían formando columnas; pero lo más importante de todo era el vasto depósito
de conchas y huesos que en algunos lugares casi obstruían el paso. Arrastrados
por las aguas desde desconocidas selvas de helechos
arborescentes, hongos mesozoicos,
bosques de cicaidaceas, palmeras de abanico y angiospermas primitivas del
terciario, había en este óseo depósito más ejemplares de especies de animales
del cretaceo, del eoceno y de otras ¿pocas que las que hubiera podido contar y
dasificar el más sabio paleontólogo en un año. Moluscos, caparazones de
crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos primitivos, todos ellos
grandes y pequeños, conocidos y desconocidos. No es de asombrar, pues, que
Gedney volviera al campamento corriendo y gritando, ni debe maravillar que
todos los demás dejaran el trabajo y corrieran desafiando el cortante frío
hacia el lugar donde la torreta señalaba el emplazamiento de la recién
descubierta entrada a los secretos de la tierra interior y de pasados eones.
Cuando Lake hubo satisfecho las primeras
punzadas de la curiosidad, garrapateó un mensaje en su cuaderno de notas y
encargó al joven Moulton que lo llevara inme-diatamente al campamento pára que
lo radiaran. Fue aquélla la primera noticia que tuve del descubrimiento, y en
ella se hablaba de la identificación de conchas primitivas, de huesos de
ganoides y placodermos, de vestigios de laberintodontes y tecodontes, de
grandes trozos de cráneos de mesosaurios, vértebras y pedazos de caparazones de
dinosaurios, de dientes y huesos de alas de pterodáctilos, de restos de aves
primitivas, dientes de tiburón del mioceno, cráneos de aves primitivas y de
otros huesos de mamíferos desaparecidos, como los paleoterios, los xifodones,
los xifoideos, los eopideos, los oredones y los titatoneros. No había nada que
correspondiera a animales
tan recientes como el mastodonte, el
elefante, el verdadero camello, el ciervo o los animales bovinos, por lo que
Lake dedujo que los depósitos más modernos eran del’ oligoceno y que el estrato
excavado había permanecido en su actual estado, seco, muerto e inaccesible,
durante treinta millones de años por lo menos.
Por otra parte, la preponderancia de
formas muy tem-pranas de vida era extraordinariamente curiosa. Aunque la
formación de piedra caliza, a la luz de los fósiles que contenía, tan
característicos como las ventriculitas, era
indiscutiblemente comanchiense y en
ningún modo anterior, entre los fragmentos sueltos que se hallaban en la
oquedad había una proporción sorprendente de organismos considerados hasta
ahora como propios de períodos muy anteriores, entre ellos algunos peces
rudimentarios y moluscos y corales que podían clasificarse como pertenecientes
a períodos tan remotos como el silúrico superior o el ordoviciense. La
inevitable condusión era que en esta parte del mundo había habido un grado de
continuidad excepcional entre la vida de hace más de trescientos millones de años
y la de hace tan sólo treinta millones. Dilucidar hasta qué punto había
persistido esta continuidad después de la era oligocénica, cuando se cerró la
caverna, era algo que estaba, desde luego, más allá de cualquier conjetura. En
cualquier caso, la llegada del terrible hielo del pleistoceno hace unos
quinientos mil años
—poco más que ayer en comparación con la
antigüedad de aquella caverna— debió de acabar con las formas pri-mitivas de
vida que habían logrado sobrevivir más allá del limite general alcanzado por
sus congéneres.
Lake no se contentó con enviar este
primer mensaje, sino que hizo redactar otro boletín y transmitirlo a través de
la nieve hasta el campamento antes que Moulton pudiera regresar. Acto seguido,
Moulton permaneció junto a la radio en uno de los aeroplanos transmitiéndome a
mí —y al Arkham, que transmitía a su vez al mundo exterior— las numerosas
aclaraciones que Lake le enviaba empleando una serie de mensajeros. Quienes
siguieran aquel asunto en la prensa recordarán la excitación que provocaron en
los hombres de ciencia las noticias de aquella tarde, noticias que finalmente
haya dado lugar, al cabo de tantos años, a la organización de la Expedición
Starkweather-Moore, cuyos propósitos tan ardientemente deseo desalentar. Será
mejor que transcriba literalmente los mensajes tal como los envió Lake y como
los tradujo nuestro radiotelegrafista, McTighe, de sus notas taquigráficas
tomadas a lápiz:
«Fowler hace un descubrimiento de la
máxima impor-tancia en los fragmentos de piedra arenisca y caliza del
barreno. Varias huellas estriadas como
las halladas en la pizarra arcaica, demuestran que su fuente sobrevivió desde
hace más de seiscientos millones de años hasta el período comanchiense con
cambios morfológicos moderados y disminución de su tamaño medio. Las huellas de
época comanchiense parecen tan sólo más primitivas o decadentes que las más
antiguas. Destaquen importancia descubrimiento en la prensa. Significará para
la biología lo que Einstein para las matemáticas y la física. Enlaza con mi labor
anterior y amplia sus conclusiones.
»Parece indicar, como yo sospechaba, que
la Tierra ha sido testigo de un ciclo o varios ciclos de vida orgánica
anteriores al que conocemos y que comienza con las células agnostozoicas.
Evolucionó y se especializó no más tarde de hace mil millones de años, cuando
el planeta era joven y, hasta hacia poco tiempo, inhabitable para cualquier
forma de vida o estructura protoplásmica. Surge la pregunta de cuándo, dónde y
cómo aconteció tal desarrollo.»
*
* *
«Más tarde. Al examinar ciertos
fragmentos de esque-letos de grandes saurios terrestres y acuáticos y de
mamífrros primitivos encuentro extrañas ‘heridas o traumatismos locales en la
estructura ósea que no cabe achacar a ningún animal predatorio o carnívoro
conocido de periódo alguno. Son de dos clases, punciones directas y penetrantes
e incisiones más largas y cortantes. Dos o tres casos de huesos limpiamente
seccionados. Pocos ejemplares las muestran. He mandado traer linternas
eléctricas del campamento. Ampliaré la zona exploratoria subterránea cortando
estalactitas.»
*
* *
«Aun más tarde. Hemos encontrado extraño
fragmentos de esteatita de unas seis
pulgadas de ancho y de pulgada y media de espesor completamente diferente de
toda
formación local visible. Es verduzca,
sin características que permitan determinar su antigüedad. Posee una curiosa
tersura y regularidad. Tiene forma de estrella de cinco puntas con los vértices
rotos y muestras de hendiduras en ángulos interiores y en el centro de la
superficie. Pequeña depresión en el centro de ‘la superficie lisa. Despierta
gran curiosidad acerca de su origen y erosión. Probablemente algún capricho
inusitado de la acción del agua. Con el ampliador, Carroll cree que puede ver
marcas adicionales de importancia geológica. Grupos de puntos diminutos
formando unos esquemas regulares. Los perros cada vez más inquietos mientras
trabajamos y parecen aborrecer esta esteatita. Tengo que investigar si tiene
olor especial. Informaré nuevamente cuando’ Milís regrese con las linternas y
podamos comenzar con la zona subterránea.»
*
* *
«10,15 noche. Descubrimiento importante.
Orrendorf y Watkins, cuando trabajaban con luz bajo tierra a las 9,45,
encontraron monstruoso fósil en forma de barril de naturaleza completamente
desconocida; probablemente vegetal, a no ser qué se trate de un ejemplar
hiper-desarrollado de radiado marino desconocido. Los tejidos se han conservado
evidentemente por la acción de sales minerales. Duro como el cuero, pero con
asombrosa flexibilidad en algunas partes. Huellas de partes rotas en los
extremos y en torno a los costados. Mide seis pies de longitud y tres pies y
cinco décimas de diámetro central que disminuye hasta un pie de diámetro en
cada punta. Semejante a un barril con cinco protuberancias abultadas en lugar
de duelas. Rupturas laterales como tallos más bien finos a la mitad de estas
protuberancias. En los surcos entre los abultamientos hay curiosas excrecencias
—grandes crestas o alas que se pliegan y
despliegan como abanicos. Todas están muy deterioradas, menos una, que alcanza
casi siete pies una vez extendida. Su construcción
recuerda a ciertos monstruos de los
mitos primigenios, especialmente a los Primordiales del Necronomicón.
»Las alas parecen ser membranosas,
extendidas sobre una armadura de tubos glandulares. Se perciben diminutos
orificios en la armadura de las puntas de las alas. Extremos del cuerpo
resecos; no dan indicios acerca del interior o de qué es lo que se ha roto
allí. Tengo que diseccionar cuando regrese al campamento. No puedo decidir si
es vegetal o animal. Muchas de sus características son evidentemente de un
primitivismo casi inconcebible. He puesto a todos los hombres a cortar
estalactitas y a buscar más ejemplares. Hemos encontrado más huesos con marcas,
pero éstos tendrán que aguardar. Tenemos dificultades con los perros. No pueden
soportar la presencia del nuevo ejemplar y probablemente lo destrozarían si no
los mantuviéramos a distancia de él.»
*
* *
«11,30 noche. Atención, Dyer, Pabodie,
Douglas. Asun-to de la mayor importancia —yo diría que trascendente—. Arkham
debe retransmitir a la Estación de Kingsport Head inmediatamente. Extraña forma
semejante a barril es el objeto arcaico que dejó las huellas en las rocas.
Mills, Boudreau y Fowler han encontrado un núcleo de otras trece en punto
subterráneo a cuarenta pies de la entrada. Mezclados con trozos de esteatita
curiosamente redondeados y configurados, más pequeños que el encontracio
anteriormente, con forma de estrella pero sin señales ks de rotura excepto en
algunas de las puntas.
»De las muestras orgánicas, ocho parecen
en perfecto estado y con todos los apéndices. Las hemos sacado todas a la
superficie después de alejar a los perros. No pueden soportar su presencia.
Atención a la descripción y repetídnosla
para confirmar. Los periódicos tienen que transcribirla exactamente.
>>Los objetos tienen una longitud
total de ocho pies. El torso, en forma de barril, con cinco protuberancias,
~ide seis pies de longitud, tres pies y cinco décimas de diámetro central y un
pie de diámetro en los extremos. Gris oscuro, flexibles y extraordinariamente
duros. Alas membranosas de siete pies de longitud y del mismo color, que
encontramos plegadas, salen de los surcos entre las protuberancias. La
estructura de las alas es tubular o glandular, de un color gris más claro, con
orificios en las puntas. Las alas extendidas tienen los bordes serrados. En
torno al ecuador, en el centro de cada una de las cinco protuberancias
verticales semejantes a duelas de barril, hay un sistema de brazos o tentáculos
gris claro y flexibles, que encontramos fuertemente plegados contra el torso,
pero se pueden extender hasta una longitud máxima de más de tres pies. Se
asemejan a los brazos de los crinoideos primitivos. Tallos sencillos de tres
pulgadas de diámetro se ramifican a una distancia de unas seis pulgadas en
otros cinco tallos, cada uno de los cuales se subdivide al cabo de ocho
pulgadas en pequeños tentáculos o zarcillos ahusados que dan a cada tallo un
total de veinticinco tentáculos.
»En la parte superior del torso un
cuello romo, bulboso, de color gris claro con indicios de algo que se asemeja a
branquias, sostiene lo que parece ser una cabeza amarillenta con forma de
estrella de mar cubierta por pelillos o cilios muy recios de varios colores
elementales.
»La cabeza, gruesa y como hinchada, mide
unos dos pies de un extremo al otro con tubos amarillentos y flexi-bles de unas
tres pulgadas que salen de cada punta. Hendidura en el centro exacto de la
parte superior, probablemente un orificio de respiración. En el extremo de cada
uno de los tubos, abultamiento esférico en donde la membrana amarillenta se
repliega al tocarla, dejando ver un globo vidrioso irisado y rojizo,
evidentemente un ojo.
»Cinco tubos rojizos algo más largos
salen de los án-gulos internos de la cabeza estrellada y terminan en partes
hinchadas del mismo color, semejantes a bolsas que, al apretarlas, se abren y
muestran orificios con forma de campana de dos pulgadas de diámetro como máximo
recubiertos de salientes afilados, blancos y semejantes a dientes
--probablemente bocas—. Todos estos
tubos, cilios y puntas de la cabeza estrellada los encontramos firmemente
plegados, con los tubos y las puntas fuertemente adheridos al cuello bulboso y
al torso. La flexibilidad es sorprendente a pesar de la extraordinaria dureza.
»En la parte inferior del torso hay una
reproducción más primitiva de la cabeza con funciones distintas. Un falso
cuello bulboso de color gris claro, sin branquias ru-dimentarias, sujeta una
estructura verdosa en forma de estrella de mar de cinco puntas.
»Brazos recios y musculados, de cuatro
pies de largo y de grosor en disminución a partir de un diámetro de siete
pulgadas en la base hasta dos y cinco décimas en los extremos. Adherida a la
punta de cada brazo hay una pe-queña terminación triangular membranosa, con
finas venas, de una longitud de ocho pulgadas y una anchura de seis en el
extremo final. Esta es la membrana, la aleta o seudopata que dejó huellas en
rocas con una antigüedad de entre mil millones y cincuenta o sesenta millones
de años.
»De los ángulos internos de las formas
estrelladas salen tubos de dos pies que van disminuyendo de grosor desde un
diámetro de tres pulgadas en la base a una tercera parte de ese diámetro en el
extremo. Tienen orificios en las puntas. Todas estas partes son correosas y de
enorme dureza, pero extremadamente flexibles. Brazos de cuatro pies de longitud
con membranas interdigitales empleadas indudablemente para moverse en el agua o
en otro medio. Cuando se mueven, muestran lo que parece ser una excesiva
musculatura. Tal como los encontramos, estaban todos fuertemente plegados sobre
el falso cuello y el final del torso, al igual que sus correspondientes
proyecciones del extremo opuesto.
»No puedo decir todavía con toda certeza
si pertenecen al reino animal o vegetal, pero las probabilidades están ahora a
favor de su animalidad. Probablemente representan una evolución increíblemente
avanzada de los radiados, sin pérdida de algunas de sus primitivas
características. El parecido con los equinodermos es indiscutible, a pesar de
la contradictoria morfología de algunas de las partes.
»La estructura alada causa perplejidad
en vista del pro-bable hábitat marino, pero puede que fuera utilizada para la
navegación acuática. La simetría es curiosamente vege-. tal y recuerda la
estructura esencial, propia de los vegetales, de una parte superior y una parte
inferior, en lugar de la estructura animal de una parte anterior y otra
posterior. Fecha fabulosamente temprana de la evolución, anterior a la de los
protozoos más sencillos conocidos hasta ahora, impide cualquier clase de
conjetura acerca de su origen.
»Los ejemplares completos tienen una
semejanza tan impresionante con ciertos seres de los mitos primigenios que
resulta inevitable pensar en su existencia milenaria fuera de la Antártida.
Dyer y Pabodie han leído el Ne-cronomicón y han visto las pinturas de pesadilla
de Clark Ashton Smith basadas en el texto, y comprenderán lo que quiero decir
si ‘hablo de ‘los Primordiales, supuestos creadores de la vida terrestre como
broma o por error. Los estudios siempre han juzgado dicha concepción como
resultado de una interpretadón imaginativa y morbosa de muy antiguos radiados
tropicales. Semejantes también a formas del folklore prehistórico de que ha
hablado Wilmarth: apéndices del culto de Cthulhu, etc.
»Se ha abierto un vasto campo de
estudio. Depósitos probablemente del Cretáceo tardío o del temprano Eoceno, a
juzgar por los ejemplares hallados con ellos. Estalagmitas inmensas depositadas
sobre ellos. Cortarlas ha sido trabajo difícil, pero la dureza de los
ejemplares ha evitado daños. Estado de conservación milagroso, evidentemente
por efecto de la piedra caliza. No hemos hallado más por el momento, pero
reanudaremos la búsqueda más tarde. Lo difícil ahora es ‘llevar catorce enormes
ejemplares al campamento sin los perros, que ladran frenéticamente y no se ‘les
puede dejar cerca de ellos.
»Con nueve hombres —hemos dejado tres
para vigilar a los perros— podremos manejar los tres trineos bastante bien,
aunque el viento es fuerte. Tenemos que establecer comunicación aérea con bahía
de McMurdo y comenzar a enviar material. Pero he de hacer disección de uno de
estos seres antes de enviar los demás. Ojalá tuviera aquí un verdadero
laboratorio. Dyer debiera darse de bofetadas por tratar de impedir mi excursión
al Oeste. Primero las montañas mayores del mundo y luego esto. Si no es la
culminación de la expedición, no sé que podrá serlo. Hemos triunfado
científicamente. Felicito a Pabodie por la taladradora que abrió la caverna.
¿Ahora puede el Arkham repetir la descripción, por favor?»
Lo que Pabodie y yo experimentamos al
recibir este informe es indescriptible, y no le fue a la zaga el entusiasmo de
nuestros compañeros. McTighe, que había traducido apresuradamente los pasajes principales
según se iban recibiendo, escribió ahora todo el mensaje traduciéndolo de ‘la
versión original en taquigrafía y lenguaje telegráfico tan pronto como cerró la
emisora de Lake. Todos se daban cuenta del significado de aquel descubrimiento
que hacía ¿poca, y yo envié mi felicitación a Lake tan pronto como el radio del
Arkham repitió la descripción como se le había pedido, siguiendo mi ejemplo
Sherman, desde su campamento en el depósito de la bahía de McMurdo, y el
capitán Douglas del Arkham. Más tarde, como jefe de la expedición, añadí
algunos comentarios para que se transmitieran desde el Arkham al mundo
exterior. Naturalmente, era absurdo pensar en dormir en medio de tantas
emociones, y mi único deseo era llegar al campamento de Lake lo antes posible.
Fue una gran decepción cuando me mandó decir que una creciente tempestad de
viento que soplaba de las montañas hacía imposible volar por el momento.
Pero al cabo de una hora y media volvió
a aumentar el interés desvaneciendo la desilusión. Nuevos mensajes de Lake
hablaban del feliz traslado de catorce de los grandes ejemplares al campamento.
La tarea había sido dura, pues aquellas «cosas» tenían un peso sorprendente,
pero entre nueve hombres habían logrado hacerlo muy limpiamente. A la sazón,
parte de los que formaban el grupo estaban construyendo apresuradamente con
vallas de nieve, y a segura distancia del campamento, un cercado al que
pu4ieran llevarse los perros para facilitar su alimentación. Los ejemplares
quedaron tendidos sobre la nieve endurecida cerca del campamento, excepto uno
con que Lake estaba realizando burdos ensayos de disección.
Esta disección parecía ser tarea más
ardua de lo que se había supuesto, pues a pesar del calor que proporcionaba una
estufa de gasolina en la tienda-laboratorio recién armada, los tejidos
engañosamente flexibles del ejemplar elegido —robusto e intacto— no perdieron
nada de su correosa dureza. Lake no acertaba con el modo de hacer las
necesarias incisiones sin recurrir a una fuerza bruta que podría alterar los detalles
estructurales que buscaba. Es cierto que disponía de otros siete ejemplares en
perfecto estado, pero eran demasiado pocos para utilizarlos imprudentemente, a
no ser que la caverna suministrara más tarde una cantidad ilimitada de ellos.
Por esta razón sacó el ejemplar en que trabajaba y entró a rastras otro, que,
aunque conservaba trazas de las formas de estrella de mar en sus dos extremos,
estaba aplastado de mala manera y deformado en parte a lo largo de uno de los
dos grandes surcos del torso.
Los resultados, rápidamente comunicados
por radio, fueron desconcertantes y decididamente estimulantes. Era imposible
realizar una disección escrupulosa o exacta con unos instrumentos casi
incapaces de cortar aquellos anómalos tejidos, pero lo poco que se consiguió
nos dejó asombrados y estupefactos. La biología vigente tenía ahora que
revisarse enteramente, pues aquello no era producto de ninguna clase de
evolución celular de que la ciencia tuviera conocimiento. Apenas había habido
sustitución mineral, y a pesar de una antigüedad tal vez de cuarenta millones
de años, los órganos internos estaban completamente intactos. Aquella calidad
correosa, resistente al deterioro y casi indestructible, era un atributo
inherente a la organización de aquel ser y pertenecía a algún ciclo paleógeno
de evolución invertebrada que trascendía nuestra capacidad de especulación. Al
principio, todo lo que Lake encontró estaba seco, pero a medida que el calor de
la tienda dejó sentir sus efectos de fusión. encontró una cierta humedad orgánica
de penetrante y desagradable olor hacia la parte no dañada del ser. No era
sangre, sino un espeso flujo de color verde oscuro que al parecer hacía sus
veces. Para cuando Lake llegó a este punto de su investigación, los 37 perros
estaban ya en el cercado, todavía sin terminar, e incluso a esa distancia,
ladraban furiosamente y mostraban gran inquietud ante aquel olor acre y
penetrante.
Lejos de ayudarnos a clasificar al
extraño ser, esa disec-ción provisional no hizo sino aumentar su misterio.
Todas las suposiciones acerca de sus miembros externos resultaron acertadas, y
en vista de ellas difícilmente podía dudarse de clasificar aquello como animal;
pero el examen interno mostró tantas características vegetales que Lake quedó.
sumido en un mar de confusiones. Tenía sistema digestivo y circulatorio y
evacuaba los residuos naturales por los tubos rojizos de la base en forma de
estrella. Tras un examen rápido, se diría que su sistema respiratorio eliminaba
oxígeno más bien que bióxido de carbono, y se percibían extraños indicios de
cámaras de almacenamiento de aire y métodos de cambiar la respiración de los
orificios externos a, por lo menos, otros dos sistemas de respiración
completamente desarrollados, uno de branquias y otro de poros. Se trataba
claramente de un anfibio y estaba probablemente adaptado también para
sobrevivir durante largos períodos de hibernación sin aire. Parecían existir
órganos vocales conectados con el principal sistema respiratorio, pero éstos
presentaban anomalías insolubles por el momento. El habla articulada, en el
sentido de pronunciación silábica, apenas resultaba concebible, pero era muy
probable que pudieran emitir notas musicales como silbidos de una amplia
escala. El sistema muscular estaba desarrollado casi prematuramente.
El sistema nervioso era tan complejo y
se encontraba tan desarrollado que dejó atónito a Lake. Aunque excesi-vamente
primitivo y arcaico en algunas de sus caracterís-ticas, el ser poseía un
conjunto de centros ganglionares y conjuntivos que suponían un desarrollo
enormemente es pecializado. El cerebro, de cinco lóbulos, mostraba una
evolución sorprendentemente avanzada y se percibían indicios de un equipo
sensorial servido en parte por las cilias, semejantes a alambres, de la cabeza,
lo que suponía la existencia de factores ajenos a cualquier otro organismo
terrestre. Probablemente poseía más de cinco sentidos, por lo que sus hábitos
no podían deducirse por analogía. Lake supuso que debió tratarse de un ser de
fina sensibilidad y funciones delicadamente diferenciadas en su mundo
primigenio —algo muy semejante a las hormigas y las abejas actuales—. Se
reproducía como las plantas criptógamas, especialmente las pteridófitas, tenía
cavidades de esporas en las puntas de las alas y crecía evidentemente de un
tallo o de un gametófito.
Pero darle un nombre concreto en aquella
fase era una pura ‘locura. Parecía un radiado, pero evidentemente era algo más.
Era vegetal en parte, pero poseía tres cuartas partes de las características
esenciales de la estructura animal. Su contorno simétrico y ciertas otras
características indicaban claramente un origen marino, pero no se podía
determinar con exactitud el limite de sus posteriores adaptaciones. Las alas,
después de todo, sugerían constantemente que se trataba de un ser volador. Cómo
pudo sufrir una evolución tan tremendamente compleja en una tierra recién
nacida a tiempo de dejar huellas en rocas arcaicas resultaba tan inconcebible
que llevó a Lake a recordar los mitos primigenios de aquellos «Ancianos» que
bajaron de las estrellas y crearon la vida en la tierra por travesura o por
error, y las caprichosas consejas acerca de unos seres cósmicos, que, llegados
del exterior, habitaron las montañas, contadas por un colega folklorista del
De-partamento de literatura inglesa de la Universidad de Miskatonic.
Naturalmente, consideró la posibilidad
de que las huellas precámbricas se debieran a un antepasado menos evo-lucionado
de los actuales ejemplares, pero descartó rápidamente esta teoría demasiado
sencilla cuando consideró las avanzadas características estructurales de los
fósiles más antiguos. Si algo mostraban los más modernos era decadencia, más
que una mayor evolución. El tamaño de las pseudopatas había disminuido y toda
la morfología parecía más primitiva y simplificada. Además, los órganos y
nervios recién examinados sugerían un
peregrino proceso de regresión a partir de formas todavía más complejas. En
total, poco se podía decir que había quedado resuelto. Lake volvió a la
mitología en busca de un nombre provisional, y denominó jocosamente «Los
Primordiales» a los seres que había encontrado.
A eso de las dos y media de la
madrugada, luego de de-cidir dejar para el día siguiente la continuación de su
trabajo y tratar de tener algún descanso, cubrió el disecado organismo con un lienzo
embreado, salió de la tienda-laboratorio y estudió los ejemplares intactos con
renovado interés. El incesante sol antártico había comenzado a reblandecer
ligeramente sus tejidos, de modo que las puntas de la cabeza y los tubos de dos
o tres de ellos mostraban señales de desplegarse, aunque Lake pensó que no
había peligro de corrupción inmediata en aquel ambiente a menos de cero grados.
Pero si juntó todos los ejemplares no di-secados y los cubrió con la lona de
una tienda de repuesto para protegerlos de los rayos solares directos. Eso
contribuiría también a que los posibles efluvios no llegaran hasta los perros,
cuyo hostil desasosiego estaba empezando a convertirse en problema incluso a la
considerable distancia a que se hallaban, al otro ‘lado de una cerca de nieve
que un equipo reforzado de hombres estaba apresurándose a ‘alzar en torno a la
improvisada perrera. Tuvo que sujetar las esquinas de la lona con grandes
bloques de nieve prensada para que no se moviera a pesar del vendaval que se
estaba levantando, pues las titánicas montañas parecían prepararse a lanzar
bocanadas de viento enormemente fuertes. Revivieron los temores a los
temporales antárticos, y bajo la supervisión de Atwood se tomaron precauciones
para resguardar con nieve las tiendas, el nuevo cercado de los perros y los
toscos cobertizos de los aeroplanos al socaire de las montañas. Estos
cobertizos, que habían comenzado a levantar en momentos perdidos con bloques de
nieve endurecida, no tenían ni con mucho la debida altura, y Lake acabó por
apartar a todos los hombres de otras tareas y ponerlos a trabajar en las
defensas.
Eran las cuatro pasadas cuando Lake se
dispuso a dejar de transmitir y nos aconsejó que nos retiráramos a des-cansar,
como lo harían él y su gente tan pronto como ‘las defensas fueran un poco más
altas. Mantuvo una conversación amistosa con Pabodie a través del aire, y
reiteró su alabanza de las maravillosas barrenas que le habían ayudado a hacer
el descubrimiento. Atwood también transmitió saludos y elogios. Yo felicité a
Lake efusivamente y reconocí que tuvo razón al insistir en ‘hacer la excursión
hacia el Oeste, y, finalmente, todos acordamos ponernos al habla por radio a
las diez de la mañana siguiente si la tempestad había amainado; Lake enviaría
un aeroplano para recoger al grupo de mi base. Justo antes de acostarme envié
un mensaje final al Arkham con instrucciones de que rebajaran el tono de las
noticias del día para el consumo del mundo exterior, pues dar todos los
detalles me parecía que podía levantar una ola de incredulidad hasta que fueran
comprobados.
3
Imagino que ninguno de nosotros durmió
muy profun-damente ni de forma continuada aquella madrugada. Lo impedían, de
una parte, la excitación que nos había producido la noticia del descubrimiento
de Lake y, de otra, la creciente furia del vendaval. Soplaba de un modo tan
salvaje, aun donde nosotros estábamos, que no pudimos por menos de pensar cómo
lo estarían pasando en el campamento de Lake, situado justamente bajo los
inmensos picos desconocidos, donde nacía y se desataba el viento. McTighe ya
estaba en pie a las diez intentando oír a Lake por radio, según habíamos
convenido, pero alguna perturbación eléctrica que había en el aire agitado,
hacia el Oeste, parecía impedir la comunicación. Si pudimos, en cambio,
ponernos al habla con el Arkham, y Douglas me dijo que también había tratado en
vano de establecer contacto con Lake. Douglas no sabía de la tempestad, pues
en la bahía de McMurdo soplaba poco
viento a pesar de su insistente fiereza en donde nos hallábamos.
Nos pasamos el día escuchando con
ansiedad y tratando de enlazar con Lake, pero siempre sin resultado. Hacia
mediodía el viento sopló enloquecido desde el Oeste y nos hizo temer por la
seguridad de nuestro campamento; pero acabó amainando casi totalmente, sin más
que una moderada recaída a las dos de la tarde. Después de las tres la calma
era absoluta y redoblamos nuestros esfuerzos para comunicarnos con Lake.
Pensábamos que por tener cuatro aeroplanos, dotados cada uno de un excelente
equipo de onda corta, era improbable que un accidente ordinario pudiera haber
inutilizado simultáneamente todos los aparatos. Pero lo cierto era que
continuaba el silencio total, y cuando pensábamos en la fuerza delirante que el
viento debía haber alcanzado en su campamento no podíamos alejar de nuestra
imaginación los más ominosos presagios.
Para las seis nuestros temores eran ya
más vivos y concreto, y después de
consultar por radio con Douglas y Thorfinnssen, decidí tomar las medidas
necesarias para realizar una investigación. El quinto aeroplano, el que
hablamos dejado en el depósito de la bahía de McMurdo con Sherman y dos
marineros, estaba en buenas condiciones y listo para su empleo inmediatamente;
parecía haberse presentado la emergencia para la cual lo habíamos reservado.
Llamé a Sherman por radio y le ordené que acudiera con el aeroplano y los dos
marineros a la base Sur tan pronto como pudiera, pues las condiciones
meteorológicas parecían ser muy propicias. Hablamos luego del personal que
realizaría la investigación, y decidimos incluir a todos los hombres, llevando
además el trineo y los perros que yo había conservado. Aunque muy considerable,
la carga no sería excesiva para uno de aquellos enormes aeroplanos que habían
sido construidos, según nuestras instrucciones, para el transporte de
maquinaria pesada. De cuando en cuando volví a tratar de comunicarme con Lake,
pero todo fue en vano.
Sherman, con los marineros Gunnarsson y
Larsen, des-pegó a las siete y media e informó desde varios puntos del
recorrido que las condiciones de vuelo eran buenas. Llegaron a nuestra base a
medianoche, y todos procedimos inmediatamente a discutir qué haríamos a
continuación. Era arriesgado volar sobre la Antártida con un solo aparato y sin
contar con una línea de bases de apoyo, pero ninguno vaciló ante lo que parecía
ser un caso de absoluta necesidad. Nos retiramos a las dos para descansar
brevemente después de realizadas las operaciones preliminares de carga, pero
cuatro horas más tarde ya estábamos otra vez en pie para terminar de cargar el
aeroplano y empaquetar el resto de las cosas.
A las siete y cuarto de la mañana del 25
de enero ini-ciamos el vuelo hacia el noroeste con McTighe como piloto, más
diez hombres, siete perros, un trineo, provisión de víveres y combustible, y algunas
otras cosas, entre ellas la radio del aeroplano. La atmósfera estaba clara y
casi en calma, y la temperatura era relativamente suave. Calculamos que
encontraríamos pocas dificultades para llegar a la latitud y longitud que Lake
nos había dado como coordenadas de su campamento. Nos horrorizaba pensar en lo
que pudiéramos encontrar, o no encontrar, al final del viaje, pues el silencio
seguía siendo la única respuesta a nuestras insistentes llamadas al campamento
Guardo indeleblemente grabados en la memoria todos los incidentes de aquel
vuelo de cuatro horas y media, por tratarse de un momento crucial en mi vida,
que marca la pérdida, a mis cincuenta y cuatro años, de toda la paz y
equilibrio mental resultantes de la aceptación de un concepto habitual de la
naturaleza y de sus leyes. A partir de entonces, los diez —pero sobre todo un
estudiante, Danforth, y yo— íbamos a enfrentarnos con un mundo espantosamente
ampliado de horrores en acecho que nada puede borrar de nuestra memoria, y que
si pudiéramos nos abstendríamos de compartir con la humanidad en general. Los
periódicos han publicado los boletines que enviamos desde el aeroplano en vuelo
y que describían nuestro viaje sin escalas, las dos luchas que mantuvimos con
traidores vendavales en la atmósfera superior, nuestra visión de la superficie
rota donde Lake había hundido tres días antes la perforadora a mitad de su
viaje, y cómo encontramos un grupo de esos extraños cilindros algodonosos de
nieve, observados por Amundsen y Byrd, y que el viento hacia rodar sobre
interminables leguas de la helada meseta. Pero llegó la hora en la que no
pudimos expresar nuestras sensaciones con palabras que la prensa hubiera podido
entender, y otro momento posterior en el que tuvimos que adoptar una verdadera
norma de estricta censura.
Larsen, uno de los marineros, fue el
primero que des-cubrió la linea dentada de cumbres cónicas y picos de
apariencia maligna que teníamos delante en la distancia, y sus gritos nos
impulsaron a todos a mirar por las venta-nillas de la espaciosa cabina del
avión. A pesar de nuestra velocidad, tardaron mucho en destacarse sobre el
fondo, por lo que dedujimos que se encontraban a una distancia infinita y que
eran visibles solamente a causa de su extraordinaria altura. Pero poco a poco
fueron irguiéndose amenazadoras en el horizonte, hacia poniente, y pudimos ver
varias cumbres desnudas, yermas y negruzcas y captar la curiosa sensación de
fantasía que inspiraban vistas a la rojiza luz antártica sobre el sugestivo
fondo de unas nubes iridiscentes de polvo de hielo. Todo el espectáculo estaba
saturado de la insinuación pertinaz y penetrante de algún asombroso secreto de
posible revelación. Era como si aquellas enhiestas torres de pesadilla fuesen
pilones que enmascarasen una temible puerta de acceso a prohibidas esferas del
ensueño, enigmáticas simas de remotos tiempos y espacios ultradimensionales. No
pude eludir la impresión de que eran cumbres malignas —montañas de locura cuyas
más lejanas laderas se asomaban a algún detestable abismo final—. Aquella nube
al fondo, trémula y medio luminosa, despertaba sugerencias indecibles, más que
de un espacio terrestre de un más allá vago y etéreo, y daba aterradoras
advertencias de la naturaleza totalmente remota, apartada, desolada y muerta
desde hacía muchos eones de ese mundo austral insondable y jamás hollado.
Fue Danforth quien nos llamó la atención
acerca de la curiosa regularidad de las montañas más altas, regularidad como de
fragmentos adheridos de cubos perfectos, a los que Lake había aludido en sus
mensajes y que efectivamente justificaban su comparación con las imágenes, como
soñadas, de ruinas de templos primitivos sobre las cimas nubosas de Asia, que
tan sutil y extrañamente pintara Roerich. En verdad había algo obsesionante,
que evocaba a Roerich en todo este continente sobrenatural, de montañas
misteriosas. Lo experimenté en octubre, cuando divisamos por primera vez Tierra
Victoria, y lo volví a experimentar ahora. Sentí también otra oleada de
inquietante percepción de semejanza con los mitos arcaicos, de la forma
sospechosa en que estas tierras letales correspondían a la meseta de Leng, de
siniestro renombre, que aparece en los escritos primitivos. Los mitólogos han
situado Leng en el Asia Central, pero la memoria racial del hombre
—o de sus predecesores— es larga y bien
pudiera ser que ciertas consejas hubieran llegado desde tierras, montañas y
templos del horror anteriores a Asia y anteriores a cualquier mundo humano
conocido. Algunos místicos audaces han insinuado que los fragmentarios
manuscritos Pnakóticos tienen un origen anterior al pleistoceno, y han supuesto
que los fieles de Tsathoggua estaban tan lejos de ser humanos como el propio
Tsathoggua. Leng, dondequiera que estuviera situada espacial o temporalmente,
no era una región en la que yo deseara encontrarme, ni me agradaba tampoco la
proximidad de un mundo que dio el ser a las ambiguas y arcaicas monstruosidades
que Lake había mencionado. En aquel momento deploré haber leído el aborrecido
Necrornomicón y haber hablado tanto con Wilmarth, el folklorista de la
Universidad, versado en tan desagradables temas.
Este estado de ánimo sirvió
indudablemente para agra-var mi reacción ante el extraño espejismo que se
desató sobre nosotros, desde un cenit cada vez más opalescente, según nos
aproximábamos a las montañas y comenzábamos a divisar las ondulaciones
acumuladas de sus estribaciones. Durante las semanas anteriores habíamos visto
docenas de espejismos polares, algunos de ellos de un realismo tan misterioso y
fantástico como el actual, pero éste tenía una calidad de simbolismo amenazador
completamente nueva y misteriosa, y me estremecí cuando el trémulo laberinto de
muros, torres y minaretes fabulosos surgió de entre los turbulentos vapores
helados que se cernían sobre nosotros.
El efecto que producía era el de una
ciudad ciclópea de arquitectura no conocida ni imaginada por el hombre, con
inmensas masas de mampostería, negras como la noche, que suponían monstruosas
desviaciones de las leyes geométricas. Había conos truncados, a veces en
escalones o estriados, que terminaban en altas columnas cilíndricas
interrumpidas aquí y allá por abultamientos bulbosos, y a menudo coronadas por
hileras de finos discos ondulados, así como grotescas estructuras prominentes y
lisas que hacían pensar en amontonamientos de numerosas losas rectangulares,
planchas circulares o estrellas de cinco puntas que se cubrieran parcialmente
unas a otras. Había pirámides y conos compuestos, aislados o coronando
cilindros, cubos o pirámides y conos truncados más chatos, y también torres
aguzadas como alfileres en curiosos haces de cinco. Todas estas febriles
estructuras parecían estar unidas por puentes tubulares que cruzaban de las
unas a las otras a través de vertiginosos abismos, y la escala implícita en
todo el conjunto era aterradora y opresiva por sus desmesuradas dimensiones. El
espejismo, en líneas generales, no era muy distinto de algunos de los más
caprichosos observados y dibujados por el ballenero ártico Scoresby en 1820,
pero en aquel lugar y momento, con aquellos picos oscuros y desconocidos que se
elevaban pro-digiosamente ante nosotros, aquel descubrimiento anómalo de un
mundo anterior en nuestras mentes y el presagio de un probable desastre que
habría afectado a la mayor parte de la expedición, todos creímos percibir en él
un matiz de latente perversidad y un augurio infinitamente aciago.
Sentí alivio cuando el espejismo comenzó
a desvane-cerse, aunque en el proceso de disolución los diversos conos y torres
de pesadilla adoptaron temporalmente formas distorsionadas aún más horrorosas.
Cuando todo aquel engañoso espectáculo se desvaneció para sofocarse en
ebullente opalescencia, comenzamos a mirar otra vez hacia tierra, y advertimos
que no estaba lejos el fin de nuestro viaje. Las desconocidas montañas que
teníamos ante nosotros se elevaron vertiginosamente como imponente muralla
ciclópea dejando ver con sorprendente claridad sus curiosas regularidades aun
sin ayuda de prismáticos. Ya volábamos sobre las estribaciones más bajas y
podíamos distinguir entre la nieve, el hielo y los retazos desnudos de la
meseta principal un par de puntos oscuros que supusimos eran el campamento de
Lake y las perforaciones hechas por éste. Las estribaciones más altas se
elevaban a unas cinco o seis millas de distancia formando una cadena casi independiente
de la aterradora cordillera del fondo, con picos más altos que el Himalaya. Al
fin, Ropes —el estudiante que había relevado a McTighe en los mandos del
aparato— comenzó a descender hacia el punto oscuro de la izquierda, cuyo tamaño
hacía suponer que se trataba del campamento. Mientras lo hacía, McTighe
transmitió el último mensaje no censurado que el mundo iba a recibir de nuestra
expedición.
Todos, naturalmente, han leído los
breves e insuficientes boletines del resto de nuestra permanencia en la
An-tártida. Algunas horas después del aterrizaje enviamos un cauteloso informe
acerca de la tragedia que habíamos encontrado, y anunciamos al mundo con dolor
que todo el grupo de Lake había sido exterminado por el terrible viento del día
anterior, o de la noche que le precedió. Once muertos seguros y Gedney
desaparecido.
Se nos perdonó nuestra confusa falta de
detalles por comprender el estado de ánimo en que debió sumirnos el triste
suceso, y se nos creyó cuando dijimos que los tremendos destrozos causados ¿por
el viento habían dejado los once cadáveres en un estado que hacía imposible su
traslado. Realmente, me halaga que en medio de la angustia, del total
desconcierto y del antenazante horror apenas nos desviáramos de la verdad en
ningún momento. Lo tremendamente significativo es lo que no nos atrevimos a
relatar, lo que aun hoy no mencionaría si no fuera por la necesidad de advertir
a otros para que se mantengan alejados de terrores sin nombre.
Ciertamente que el viento había causado
daños terribles. Es muy dudoso que todos hubieran podido sobrevivir a sus
efectos, aunque no hubieran ocurrido otros aconte-cimientos. La tempestad, con
su furor de partículas de hielo disparadas con fuer.za infernal, tuvo que ser
algo infinitamente peor que todo lo que la expedición había encontrado hasta
entonces. Uno de los cobertizos de los aviones —todos, al parecer, habían
quedado muy débiles y poco resistentes— estaba casi pulverizado, y la torre de
perforación, a alguna distancia, había quedado totalmente destrozada. Las
partes metálicas expuestas al viento de los aviones y del equipo de sondeo
estaban pulimentadas por la infinidad de golpes recibidos, y dos de las tiendas
pequeñas aparecían aplastadas a pesar de los muros de nieve alzados para su
protección. Las superficies de madera azotadas por el vendaval estaban
despintadas y llenas de agujeros, y de la nieve habían desaparecido toda clase
de huellas. También es verdad que no encontramos ninguno de los ejemplares
biológicos arcaicos en condiciones de poderlo transportar entero. Recogimos
algunos minerales de un gran montón esparcido, entre ellos varios de los trozos
verduscos de esteatita, cuya rara forma de estrella de cinco puntas y casi
imperceptible dibujo de puntos agrupados había dado motivo para tantas dudosas
comparaciones, y también algunos ‘huesos fósiles, entre los cuales se hallaban
algunos de los más característicos de los ejemplares curiosamente dañados.
No habla sobrevivido ninguno de los
perros y el cercado de nieve, apresuradamente construido cerca del cam-pamento,
estaba destruido casi totalmente. Es posible que fuera obra del viento, aunque
una mayor destrucción en la parte próxima al campamento, que no era la de
barlovento, hacía pensar en una arremetida de los propios animales impulsados
por el frenesí. Los tres trineos hablan desaparecido, y hemos tratado de
explicar que es posible que .el viento los arrastrara lejos de allí. La
perforadora y el equipo de fusión de hielo que hallamos junto a la perforación
estaban demasiado destrozados para pensar en salvarlos, por lo que los
utilizamos para cegar aquella puerta de acceso al pasado, sutilmente
inquietante, que Lake había abierto con dinamita. También dejamos en el
campamento dos de los aeroplanos más averiados, puesto que entre nuestro equipo
de supervivientes solamente había cuatro verdaderos pilotos —Sherman, Danforth,
McTighe y Ropes—, y Danforth se encontraba en un estado de nervios poco a
propósito para pilotar. Recogimos todos los libros, equipo científico y
accesorios que pudimos encontrar, aunque muchos de ellos habían desaparecido
inexplicablemente por causa del viento. Las tiendas de repuesto y las pieles o
habían desaparecido o se encontraban en muy mal estado.
Eran aproximadamente las cuatro de la
tarde cuando, después de un vuelo de reconocimiento muy prolongado, nos vimos
obligados a dar a Gedney por perdido, y a esa hora transmitimos al Arkham un
cauteloso mensaje; creo que hicimos bien en darle el tono tranquilo y poco
comprometedor con que conseguimos revestirlo. Si hablamos de agitación fue con
respecto a los perros, cuyo frenesí ante la proximidad de los ejemplares
biológicos era de esperar en vista de los informes del pobre Lake. Creo que no
mencionamos sus semejantes muestras de inquietud al olfatear los extraños
trozos de esteatita verdosa y algunos otros objetos de la desordenada zona,
entre ellos instrumentos científicos, aeroplanos y maquinaria, que se
encontraban tanto en el campamento como en la perforación, y cuyas piezas
habían sido aflojadas, movidas o manipuladas por el viento, el cual debía estar
dotado de singular curiosidad y deseos de investigar.
de Debe
perdonársenos que nos mostráramos vagos acerca los catorce ejemplares
biológicos. Dijimos que los únicos que hallamos estaban muy maltrechos, aunque
quedaba lo bastante de ellos para demostrar que la descripción de Lake había
sido completa e impresionantemente exacta. Fue difícil mantener las emociones
personales al margen de todo aquello; no dimos números, ni dijimos cómo
habíamos encontrado lo que pudimos hallar. Para entonces ya habíamos convenido
no transmitir nada que pudiera sugerir que la locura se había apoderado de los
hombres de Lake, aunque evidentemente parecía obra de dementes qije seis de las
monstruosidades estuvieran cuidadosamente enterradas en posición vertical en
tumbas de nueve pies de profundidad bajo montículos en forma de estrella de
cinco puntas cubiertos de puntos hechos con algún ins-trumento punzante,
formando dibujos exactamente iguales a los que mostraban los extraños trozos de
esteatita color verdoso del período mezosoico o terciario. Los ocho ejemplares
en perfectas condiciones que Lake había mencionado habían desaparecido
totalmente arrastrados por el viento.
También tuvimos cuidado de no alterar la
tranquilidad del público, razón por la cual Danforth y yo apenas ha-blamos del
terrible vuelo del día siguiente sobre las mon-tañas. El hecho de que solamente
un aeroplano radical-mente aligerado de peso podría sobrevolar una cordillera
de tan gran altura fue lo que afortunadamente limitó a nosotros dos el número
de participantes en la expedición. Cuando regresamos a la una de la madrugada,
Danforth estaba a punto de derrumbarse vencido por los nervios, pero se dominó
de manera admirable. No fue necesario violentarle para que prometiera no
mostrar los dibujos que habíamos hecho y el resto de las cosas que trajimos en
los bolsillos, ni para que dijera a los demás sólo lo que habíamos convenido
que transmitiriamos al exterior y escondiera las películas de fotografías
tomadas con el fin de revelarías posteriormente en secreto; por ello, esta
parte de mi narración será tan nueva para Pabodie, McTighe, Ropes, Sherman y
los demás como para el mundo en general. En realidad, Danforth es más reservado
que yo, pues él vio, o cree que vio, algo que ni siquiera a mí ha querido
decirme.
Como todos saben, en nuestro informe
confirmábamos la opinión de Lake de que los grandes picos eran de pizarra
precámbrica y de otros estratos arcaicos que habían permanecido inalterables
por lo menos desde mediados del Comanchiense; comentábamos la regularidad de
las formaciones de murallas y cubos adheridos, decidíamos que las bocas de
cavernas indicaban la presencia de venas calcáreas disueltas, conjeturábamos
que ciertas laderas y desfiladeros permitirían escalar y cruzar la cordillera a
escaladores experimentados; y comentábamos que en la otra vertiente misteriosa
existía una elevada e inmensa supermeseta tan antigua e inmutable como las
propias montañas, todo ello mientras narrábamos un duro ascenso hasta veinte
mil pies de altitud, con grotescas formaciones rocosas que sobresalían de una
fina capa glacial y con bajas estribaciones entre la superficie general de la
meseta y los precipicios cortados a pico de las cumbres más altas.
Este conjunto de datos es exacto en
todos los sentidos y satisfizo completamente a los hombres del campamento.
Achacamos el ‘hecho de no haber regresado hasta pasadas dieciséis horas —un
tiempo superior al que dijimos que habíamos permanecido volando, aterrizando,
reconociendo el terreno y recogiendo rocas— a imaginarios vientos adversos, y
dimos noticia verdadera de nuestro aterrizaje en las estribaciones más lejanas.
Afortunadamente el relato parecía auténtico y lo suficientemente trivial como
para no tentar a otros a emular el vuelo realizado. Si alguien. hubiese tratado
de imitarnos, yo hubiera empleado todos mis poderes de persuasión para
disuadirlo —y no sé lo que Danforth hubiera hecho—. Mientras estuvimos ausentes
Pabodie, Sherman, Ropes, McTighe y Williamson trabajaron incansablemente en
los’ dos mejores aeroplanos de Lake, dejándolos en estado de funcionamiento a
pesar de los inexplicables destrozos que se habían producido en su mecanismo.
Decidimos cargar todos los aeroplanos a
la mañana si-guiente y salir para nuestra antigua base lo antes posible. Aunque
esta ruta no era la directa, era la más segura para llegar a la bahía de
McMurdo, pues volar en línea recta través de desconocidas extensiones del
continente, muerto durante eones, supondría añadir muchos peligros. Apenas
resultaba posible realizar más exploraciones, en vista de las trágicas bajas
que habíamos tenido y del daño sufrido por el equipo de perforación. Las dudas
y los horrores que nos rodeaban, y que no revelamos, solamente nos hacían
desear escapar lo más rápidamente posible de aquel mundo austral de desolación
y sobre el cual se cernía la locura.
Como sabe el público, nuestro regreso al
mundo civi-lizado se logró sin más desastres. Todos los aeroplanos llegaron a
la antigua base en la tarde del día siguiente —27 de enero-, después de un
rápido vuelo sin escalas; el 28 llegamos a la bahía de McMurdo tras dos etapas
de vuelo la única escala, muy breve, fue debida a la avería de un timón
provocada por el tremendo viento que soplaba por encima de la muralla de hielo
una vez atravesada la gran meseta. A los cinco días, el Arkham y el Miskatonic,
con toda la tripulación y todo el equipo a bordo, nos alejamos de los mantos de
hielo cada vez más espesos y navegamos rumbo al Norte por el mar de Ross con
las burlonas alturas de Tierra Victoria desco-llando contra un alborotado cielo
antártico hacia el Oeste y desfigurando los gemidos del viento hasta
convertirlos en silbos musicales que abarcaban una amplia escala y que me
helaron el alma hasta lo más hondo. Menos de dos semanas después dejamos atrás
el último indicio de regiones polares y dimos gracias al cielo por haber salido
de un territorio embrujado y maldito en que la vida y la muerte, el espacio y
el tiempo habían formado oscuras y blasfemas alianzas en las épocas ignotas en
que la materia serpenteó primero y nadó después sobre la corteza apenas
enfriada del planeta.
Desde nuestro regreso, todos hemos
procurado disuadir a los posibles exploradores de la Antártida, reserván-donos
ciertas dudas y suposiciones con espléndida una-nimidad y fidelidad. Incluso el
joven Danforth, pese a su crisis nerviosa, no ha flaqueado ni ha hecho
revelaciones importunas a sus médicos —y eso que, como he dicho, ‘hay algo que
cree haber visto solamente él y que ni a mí quiere contarme, aunque creo que
mejoraría su estado psíquico si consintiera en hacerlo. Su revelación
podría explicar y mejorar muchas cosas,
aunque bien pudiera ser que no se tratara sino de imaginaciones, consecuencia
de la anterior impresión. Esa es la sensación que me de jan esos escasos
momentos de irresponsabilidad en que me susurra cosas incoherentes, cosas que
niega con vehemencia tan pronto como recobra el dominio de si mismo.
Será difícil disuadir a otros de que se
dirijan hacia la inmensa blancura del Sur, y algunas de nuestras tenta-tivas
puede que perjudiquen directamente nuestra causa al estimular el deseo de
saber. Debimos suponer desde un principio que la curiosidad humana. no muere y
que los resultados que dimos a conocer bastarían para servir de acicate a otros
y lanzarlos a la misma búsqueda milenaria de lo desconocido. Los informes de
Lake acerca de aquellas monstruosidades biológicas habían enardecido en grado
máximo a los naturalistas y a los paleontólogos, aunque tuvimos la prudencia
suficiente como para no mostrar los trozos separados que habíamos tomado de los
ejemplares enterrados, ni las fotografías de esos mismos ejemplares tal como
fueron hallados. También nos abstuvimos de enseñar los huesos dañados y los
trozos de esteatita verdosa, mientras que Danforth y yo hemos mantenido
celosamente guardadas las fotografías que tomamos y los dibujos que hicimos en
la altiplanicie de allende la cordillera y las cosas arrugadas que alisamos,
estudia-mos con horror y nos llevamos en los bolsillos.
Pero ahora se está organizando la
expedición Stark-weather-Moore, y con una minuciosidad muy superior a la que
nuestro equipo trató de conseguir. Si no los disuadimos llegarán hasta el mismo
núcleo de la Antártida y derretirán y taladrarán hasta sacar a la luz lo que
nosotros sabemos que puede acabar con el mundo. Así pues, he de poner fin al
silencio y hablar incluso de aquella postrera cosa sin nombre que se encuentra
más allá de las montañas de la locura.
4
Sólo con enorme vacilación y repugnancia
permito a la memoria que vuelva al campamento de Lake y a lo que allí
encontramos verdaderamente —y a aquella otra cosa que se encuentra más allá de
las montañas de la locura. Siento la constante tentación de rehuir los detalles
y dejar que las insinuaciones ocupen el lugar de los hechos y de las
inevitables deducciones. Espero haber dicho ya lo suficiente para que se me
permita mencionar apresuradamente lo demás, es decir, el horror del campamento.
He hablado del terreno devastado por el viento, de los cobertizos dañados, del
desorden de la maquinaria, de la inquietud de los perros, de la desaparición de
trineos y otros objetos, de la muerte de hombres y perros, de la desaparición
de Gedney y de los seis ejemplares biológicos enterrados de forma que dijérase
obra de un loco, procedentes de un mundo muerto hacía cuarenta millones de años
y con sus tejidos extrañamente incólumes a pesar de todos los daños de la
estructura. No recuerdo si he dicho que cuando contamos los cadáveres de los
perros advertimos que faltaba uno. No pensamos mucho en ello hasta más tarde —y
en realidad solamente lo hemos hecho Danforth y yo.
Lo principal que he venido callando
tiene que ver con los cadáveres y con ciertos detalles sutiles que pueden dar o
no una especie de explicación horrenda e increíble del aparente caos. En su
momento, traté de mantener la mente de todos alejada de estas cosas, pues era
mucho más sencillo —y mucho más normal— achacarlo todo a uA ataque de locura de
algunos de los hombres del grupo de Lake. Por el aspecto que ofrecía todo, el
viento demoníaco llegado desde las cumbres debió bastar para enloquecer a
cualquiera que se hallara en aquel centro de todo el misterio y toda la
desolación de la tierra.
La anomalía que lo remataba todo era,
naturalmente, las condiciones en que se hallaban los cadáveres, tanto los de
los hombres como los de los perros. Todos se habían visto envueltos en una
especie de lucha terrible y estaban desgarrados y despedazados de manera
diabólica y completamente inexplicable. Por lo que pudimos colegir, la muerte
había sobrevenido por lesiones o estrangulación. Era evidente que fueron los
perros los que iniciaron la lucha, pues el estado de su primitivo cercado
demostraba que se había roto desde dentro. Lo habían situado a cierta distancia
del campamento por el odio que inspiraban a los animales aquellos infernales
organismos arcaicos, pero esta precaución parece que resultó inútil. Cuando los
dejaron solos en medio de aquel viento monstruoso, tras unos endebles muros de
insuficiente altura, los perros debieron salir de estampía, no sé si a causa
del mismo viento o excitados por un sutil olor que emanaba en cantidad
creciente de aquellas criaturas de pesadilla.
Pero lo ocurrido era en cualquier caso horrendo
y re-pugnante. Tal vez sea mejor que deje a un lado los escrú-pulos y diga al
fin lo peor, aunque manifieste categórica-mente la opinión de que, a juzgar por
las observaciones directas y las rigurosas deducciones que hicimos tanto
Danforth como yo, el por entonces desaparecido Gedney nada tuvo que ver con los
abominables horrores que encontramos. He dicho que los cadáveres estaban
espantosamente destrozados, pero ahora debo añadir que algunos de ellos
mostraban incisiones muy curiosas, hechas a sangre fría y de la manera más
inhumana. Me refiero tanto a los perros como a los hombres. Los cuerpos más
sanos y gruesos de cuadrúpedos y bípedos estaban despojados de las partes más
carnosas, como si hubieran pasado por manos de un hábil carnicero; y en torno
suyo había sal esparcida, procedente de las cajas de provisiones que se
hallaban en los aeroplanos y que habían sido saqueadas, lo que evocaba las más
horribles imágenes. Todo había ocurrido en uno de los rudimentarios cobertizos
del cual habían sacado uno de los aeroplanos; los vientos habían borrado
después todas las huellas que hubieran podido servir de base una teoría
plausible. Los trozos de ropas que estaban esparcidos, arrancados brutalmente
de los cuerpos que mostraban las incisiones, no ofrecían ningún indicio. De
nada sirve sacar a relucir aquí las huellas que hallamos débilmente marcadas
sobre la nieve en una esquina resguardada del destrozado cercado, pues no
tenían nada que ver con huellas humanas, sino que estaban claramente
relacionadas con aquellas huellas fosilizadas de las que el pobre Lake había
estado hablando las semanas anteriores. Era necesario frenar la imaginación al
socaire de aquellas ensombrecedoras montañas de locura.
Como ya he dicho, resultó que Gedney y
uno de los perros habían desaparecido. Al descubrir aquel terrible cobertizo,
habíamos echado de menos a dos perros y a dos hombres, pero la tienda de
disección, poco dañada, en la que entramos después de investigar las
monstruosas tumbas, tenía algo que revelarnos. No estaba como Lake la había
dejado, pues los trozos cubiertos de aquella monstruosidad primigenia ya no se
hallaban sobre la improvisada mesa de disección. De. hecho, ya nos habíamos
percatado de que uno de esos seis seres imperfectos y demencialmente inhumados que
habíamos encontrado —el que conservaba vestigios de un olor singularmente
odioso- debía corresponder al conjunto de los trozos del ente que Lake había
tratado de estudiar. Sobre la mesa del laboratorio, y alrededor de ella, había
esparcidas otras cosas, y no tardamos en adivinar que eran los trozos,
minuciosa pero extraña y torpemente diseccionados de un hombre y un perro.
Callaré el nombre de aquella persona en atención a los sentimientos de sus
familiares. Habían desaparecido los instrumentos de cirugía de Lake, pero sí
había señales de que habían sido limpiados cuidadosamente. También se había
esfumado la estufa de gasolina, aunque si encontramos un curioso revoltijo de
cerillas. Enterramos los restos humanos junto a los otros diez hombres, y los
restos de los perros, junto a los cadáveres de los otros treinta y cinco
animales. En cuanto a las extrañas manchas de la mesa del laboratorio y el
desordenado montón de libros ilustrados, violentamente manoseados, que había a
su lado, nos encontrábamos demasiado aturdidos para hacer conjeturas sobre
ello.
Esto era lo peor del campamento, pero
había otras co-sas que no causaban menor perplejidad. La desaparición de
Gedney, de uno de los perros, de los ocho ejemplares biológicos indemnes, de
los tres trineos y de ciertos instrumentos, libros técnicos y científicos,
material de escritura, linternas con sus correspondientes pilas, provisiones y
combustible, aparatos de calefacción, tiendas de repuesto, trajes de pieles y
cosas semejantes, estaban más allá de cualquier hipótesis razonable; como no
había explicación tampoco para los borrones de tinta hallados en ciertos
pedazos de papel ni para las pruebas evidentes de que los aeroplanos y otros
instrumentos mecánicos, tanto en el campamento como junto a las perforaciones,
habían sido manipulados ineptamente. Los perros parecían no poder soportar la
maquinaria tan extrañamente desordenada. Luego estaba también el asalto a la
despensa, la desaparición de ciertos alimentos de primera necesidad, y las
latas cómicamente apiladas y abiertas por los procedimientos y lugares más
increíbles. La abundancia de fósforos esparcidos, intactos, rotos o gastados
constituía otro enigma menor, así como dos o tres lonas de tienda y algunos
abrigos de pieles que encontramos tirados en el suelo con cortes ‘hechos, al
parecer, al azar, pero que posiblemente se hicieron al tratar de adaptar unas y
otros a usos difíciles de imaginar. El mal trato dado a los cuerpos humanos y
caninos y la demente inhumación de los ejemplares arcaicos, encajaban con
aquella aparente locura destructora. Con vistas a una eventualidad como la que
estamos viviendo ahora, fotografiamos cuidadosamente todas las muestras de
vesánico desorden perceptibles en el campamento; utilizaremos las
reproducciones para apoyar nuestros ruegos de que no parta la proyectada
expedición de Starkweather-Moore.
Lo primero que hicimos cuando
encontramos los cuer-pos en el cobertizo, fue fotografiar y abrir la fila de
tumbas cubiertas con montículos de nieve en forma de estrella. No pudimos sino
advertir la semejanza que había entre aquellos monstruosos montones de nieve,
con sus conjuntos de puntos agrupados, y la descripción que nos había hecho el
desgraciado Lake de los insólitos pedazos ¿e esteatita verdosa, y cuando
encontramos algunos de estos pedazos en el gran montón de minerales, advertimos
que ‘la semejanza era, efectivamente, muy grande. He de decir claramente que
toda aquella configuración recordaba abominablemente la cabeza en forma de
estrella de aquellos seres arcaicos y todos estuvimos de acuerdo en que esta
semejanza debió de ejercer una poderosa influencia en la mente de los hombres
de Lake, hipersensibilizados por el cansancio.
Porque la locura —centrada en Gedney
como único posible superviviente— fue la explicación espontánea-mente adoptada
por todos, al menos en cuanto a lo que se expresó verbalmente, aunque no
incurriré en la inge-nuidad de negar que cada uno de nosotros probablemente
abrigaba las más descabelladas explicaciones que la cordura nos impidió
formular. Sherman, Pabodie y McTighe realizaron aquella tarde un largo vuelo
sobre el territorio de los alrededores y escudriñaron el horizonte con
prismáticos en busca de Gedney y de los varios seres desaparecidos, pero nada
se pudo averiguar. El trío explorador informó que la cordillera se extendía
interminablemente hacia la derecha y hacia la izquierda sin disminuir de altura
ni mostrar cambio esencial de la estructura. En algunos de los picos, sin
embargo, las formaciones de cubos y bastiones eran más claras y acusadas, y
presentaban se-mejanzas doblemente fantásticas con las ruinas de las tierras
altas de Asia pintadas por Roerich. La distribución de las crípticas bocas de
cueva en las negras cimas des-provistas de nieve parecía más o menos regular
hasta donde la vista podia alcanzar.
A pesar de todos los horrores presentes,
conservamos celo científico y curiosidad suficientes como para preguntarnos
acerca de las regiones desconocidas que se hallarían al otro lado de las
misteriosas montañas. Como dijimos en nuestros partes, siempre cautelosos,
descansamos a medianoche, después de un día de espanto y desconcierto, mas no
sin antes pergeñar un plan provisional para sobrevolar una o varias veces más
la cordillera con un aeroplano poco cargado, máquina de fotografías aéreas y equipo
de geología, a partir de la mañana siguiente. Se decidió que Danforth y yo
hiciéramos la primera tentativa, y con el propósito de despegar temprano nos
levantamos a las siete, pero el fuerte viento, mencionado en nuestro sucinto
boletín para el mundo exterior, retrasó la partida hasta casi las nueve.
Ya he repetido el relato no
comprometedor que hicimos a los hombres
del campamento y que retransmitimos al exterior a nuestro regreso, dieciséis
horas después de nuestra partida. Ahora me incumbe el tremendo deber de ampliar
ese informe rellenando los vacíos que he callado por piedad con insinuaciones
de lo que verdaderamente vimos en el oculto mundo ultramontano, insinuaciones
de las revelaciones que finalmente han conducido a Danforth a una crisis nerviosa.
Quisiera que él añadiera unas palabras sinceras acerca de lo que cree que él
sola-mente vio —aunque se trata probablemente de una figuración provocada por
los nervios— y que fue tal vez la gota que colmó el vaso dejándole en el estado
en que se encuentra, pero se muestra firme en contra de eso. Lo único que puedo
hacer es repetir sus incoherentes susurros Posteriores acerca de lo que le
llevó a prorrumpir en gritos mientras el avión regresaba por el desfiladero
azotado por el ventarrón después de la impresión verdadera y tangible que
compartí con él. No diré más. Si las claras señales que haya en lo que revele
de remotos horrores supervivientes no bastan para impedir que otros se adentren
en la Antártida interior —o al menos para que no curioseen demasiado
profundamente bajo la superficie de ese supremo yermo de prohibidos arcanos y
desolación inhumana maldita durante eones—, la responsabilidad de males
indecibles y tal vez incalculables no será mía.
Danforth y yo, al estudiar las notas
tomadas por Pabo-die en su vuelo de la tarde y hacer algunas comprobacio-nes
con el sextante, habíamos calculado que el paso más bajo que ofrecía la
cordillera se encontraba a nuestra derecha, a la vista del campamento y a una
altura de veintitrés o veinticuatro mil pies sobre el nivel del mar. Partimos,
pues, rumbo a ese lugar en el aligerado aeroplano a iniciar nuestra expedición
de descubrimiento El campamento, situado en unas estribaciones que se alzaban
sobre una elevada meseta continental, se hallaba a una altura de alrededor de
unos doce mil pies; por tanto, lo que necesitábamos subir no era tanto como a
primera vista pudiera parecer. No obstante, a medida que ganábamos altura nos
dimos cuenta de que el aire se enrarecía, pues, a causa de ‘las condiciones de
visibilidad, tuvimos que dejar abiertas las ventanillas de la carlinga.
Naturalmente, llevábamos puestas ‘las pieles de mayor abrigo.
A medida que nos aproximábamos a las
adustas cum-bres, que se elevaban oscuras y siniestras por encima de la nieve
hendida por los desfiladeros y los glaciares que rellenaban las quebradas,
fuimos percibiendo más y más de aquellas formaciones extrañamente regulares que
se adherían a las laderas y volvimos a pensar en las estrambóticas
pinturas asiáticas de Nicholas Roerich.
Los antiquísimos estratos rocosos erosionados por los vientos confirmaron
plenamente todos los boletines de Lake, y vinieron a demostrar que aquellos
picos se habían alzado allí exactamente del mismo modo desde eras
sorprendentemente tempranas de la historia de la Tierra, quizá durante más de
cincuenta millones de años. Sería yana ocupación tratar de calcular a qué
altura llegaron, pero cuanto se percibía en tan extraña región hacia pensar en
oscuras influencias atmosféricas contrarias a las mudanzas y calculadas para
dilatar ‘los usuales procesos climáticos de desintegración de las rocas.
Pero lo que más nos fascinó e inquietó
fue el revoltijo de cubos regulares, de bastiones y de bocas de cueva que vimos
en las laderas. Los estudié con la ayuda de los prismáticos y los fotografié
mientras Danforth pilotaba; de vez en cuando le relevaba —aunque mi pericia
como aviador no pasaba de ser la de un aficionado— para per-mitirle que
utilizara ‘los prismáticos. Podíamos ver sin di-ficultad que gran parte de los
cubos eran de cuarcita ar-caica más bien arenosa, distinta de todo cuanto
podíamos ver en grandes extensiones de terreno de la superficie general; y
también que su regularidad era muy grande y misteriosa hasta un punto que el
pobre Lake apenas había podido sugerir.
Como él había dicho, tenían los bordes
desmoronados redondeados debido a incontables eones de erosión salvaje pero su inexplicable solidez y la dureza del
material de que estaban formados habían logrado que perduraran a pesar de todas
las inclemencias. Muchas de sus partes, especialmente las más cercanas a las
laderas, parecían ser de sustancia idéntica a la de la superficie rocosa que
las rodeaba. Todo ello recordaba las ruinas de Machu Pichu en Los Andes, o los
primitivos muros de los cimientos de Kish excavados por la expedición del Field
Museam de Oxford en 1929; y tanto Danforth como yo tuvimos esa misma impresión
de que se trataba de bloques ciclópeos separados que Lake había atribuido a
Carroll, su compañero de vuelo. No me era posible, la verdad sea dicha,
explicar ‘la presencia de tales cosas en aquel lugar y me sentí extrañamente
humillado como geólogo. Las formaciones ígneas, como son las volcánicas,
presentan con frecuencia extrañas regularidades, como la afamada Calzada de los
Gigantes de Irlanda, pero esta sobrecogedora cordillera, pese a las primeras
suposiciones de Lake acerca de’ la existencia de conos volcánicos humeantes,
tenía por encima de todo una estructura que, evidentemente, no era volcánica.
Las curiosas bocas de cueva, en cuyas
cercanías parecían abundar más las insólitas formaciones, presentaban por su
regularidad otra incógnita, aunque menos que la primera. Como había dicho el
boletín de Lake, eran aproximadamente cuadradas o semicirculares, como si una
mano mágica hubiera dotado de una mayor simetría a los orificios naturales. Su
abundancia y distribución eran notables, y hacían pensar si toda la zona
estaría, a modo de panal, llena de túneles labrados en la piedra caliza por la
tenacidad de las aguas. Nuestras miradas no pudieron penetrar muy profundamente
en ‘las cuevas, pero sí vimos que no había estalactitas ni estalagmitas. Fuera,
la parte de las laderas inmediatamente próximas parecía invariablemente lisa y
regular, y Danforth tuvo la impresión de que las pequeñas grietas y hoyos
producidos por la erosi6n tendían a mostrar insólitas configuraciones. Influido
como estaba por los horrores y misterios encontrados en el campamento, me dio a
entender que aquellos hoyos recordaban vagamente los grupos de puntos que
salpicaban los primigenios trozos de esteatita verdosa, tan atrozmente copiados
en los túmulos de nieve, dementemente concebidos, que cubrían las seis
monstruosidades enterradas.
Habíamos ascendido gradualmente al volar
sobre las es-tribaciones más altas y a lo largo de la garganta relativamente
baja que habíamos elegido. A medida que avanzábamos, mirábamos algunas veces
hacia la nieve y el hielo del camino por tierra, y nos preguntamos si
hubiéramos podido tratar de llevar a cabo la expedición con el equipo más
sencillo de épocas anteriores. Y vimos con sorpresa que el terreno no era
difícil en la medida que suele ser en esos lugares, y que, pese a las grietas
de los glaciares y a otros obstáculos duros de vencer, no era probable que la
dificultad del terreno hubiese detenido los trineos de un Scott, un Shackleton
o un Amundsen. Algunos de los glaciares parecían llevar a gargantas que los
vientos limpiaban de nieve con rara continuidad, y cuando llegamos al paso que
habíamos elegido, vimos que éste no constituía una excepción.
La tensa expectación que experimentamos
cuando nos disponíamos a rodear la cima y asomarnos a un mundo jamás hotlado,
apenas cabe describirse por escrito, aunque io teníamos motivo alguno para
pensar que las tierras que se extendian al otro lado de las montañas fueran
esencialmente distintas de aquellas q* ya habíamos visto y atravesado. El aire
de maligno misterio de aquella barrera montañosa, y del incitante mar de cielo
opalescente fugazmente entrevisto entre las cumbres, era algo tan tenue y sutil
que no cabe explicarlo con palabras. Se trataba más bien de una cuestión de
difuso simbolismo psicológico y de asociaciones estéticas, un algo antes
mezclado con pinturas y poemas exóticos y con mitos arcaicos que acechaban en
libros rehuidos y prohibidos. Incluso la fuerza del viento conllevaba una
extraña tensión de malignidad consciente; y durante un segundo pareció que en
su sonido compuesto había un extravagante silbo musical o fino tono de gaita
que se extendiera a lo largo de las notas de una amplia escala cuando el
poderoso hálito del viento entraba en ‘las omnipresentes bocas de las cuevas
para luego salir de ellas con ímpetu sonoro. Había en estos sonidos una nota
vaga que repelía, tan compleja e imposible de identificar como cualquiera de
las otras oscuras impresiones del día.
Nos encontrábamos ahora, después de la
lenta ascen-sión, a una altura de veintitrés mil quinientos setenta pies, según
el barómetro, y habíamos dejado atrás definitivamente las regiones de suelos
cubiertos de nieve. Allá arriba solamente se veían oscuras y desnudas laderas
de roca y el nacimiento de glaciares de ásperas aristas, pero aquellos
inquietantes cubos, bastiones y bocas de cueva resonantes añadían un algo
portentoso, antinatural, fantástico, semejante a un sueño. Mirando a lo largo
de la hilera de elevadas cumbres, creí ver la mencionada por el desgraciado
Lake, un pico coronado por un bastión que se elevaba sobre la misma cima.
Parecía estar medio envuelto en una extraña neblina antártica —una neblina que
probablemente sugirió a Lake la idea de volcanismo—. La garganta se abría
inmediatamente ante nosotros, lisa y barrida por el viento entre abruptas
elevaciones de maligno ceño. Más allá se veía un cielo perturbado por
torbellinos de vapores e iluminado por el bajo sol polar, el cielo de los
miste-riosos reinos de un más allá que, según creíamos, jamás había sido visto
por ojos humanos.
Unos pies más de altura y veríamos esos
reinos. Dan-forth y yo, incapaces de hablarnos, excepto a gritos, en medio de
aquel viento veloz que rugía y ululaba en la gar-ganta sumándose al estruendo
de los motores sin silenciador, intercambiamos elocuentes miradas. Y luego,
tras ascender aquellos pies más, miramos por encima de la vertiente divisoria
hacia los secretos no desentrañados de una tierra más antigua y totalmente
extraña.
5
Creo que los dos gritamos
simultáneamente de pavor, de asombro, de terror y de incredulidad de los
sentidos, cuando al fin salimos del desfiladero y vimos ‘lo que había más allá.
Por supuesto, alguna teoría natural debió alentar en el fondo de nuestra mente
calmando nuestras facultades en aquel momento. Probablemente pensamos entonces
en las piedras del Jardín de los Dioses en Colorado, grotescamente modeladas
por el tiempo, o en las rocas fantásticamente simétricas esculpidas por el
viento en el desierto de Arizona. Puede que incluso pensáramos que lo que
veíamos era un espejismo, como el que habíamos visto la mañana anterior al
acercarnos por primera vez a aquellas montañas de locura. A estas ideas
normales tuvimos que recurrir cuando nuestras miradas recorrieron la
interminable altiplanicie marcada por las cicatrices de las tempestades y
cuando percibimos el casi infinito laberinto de masas rocosas, colosales,
regulares y geométricamente eurítmicas que alzaban sus desmoronadas crestas,
llenas de hoyos como de viruelas, por encima de una costra de hielo de grosor
no superior a los cuarenta o cincuenta pies en sus partes más espesas, y
evidentemente más delgada en otras.
El efecto que causaba aquel monstruoso
panorama era indescriptible, pues desde el primer momento pareció evidente una
demoníaca violación de las leyes naturales conocidas. Allí, sobre una
altiplanicie diabólicamente antigua, a veinte mil pies cumplidos de altura, y
en medio de un clima mortífero desde una era anterior a la humanidad de por lo
menos quinientos mil años de antigüedad, se extendía hasta donde alcanzaba la
vista un conjunto ordenado de piedra que solamente la defensa instintiva y
desesperada de la razón podía atribuir a otra cosa que no fuera una causa
consciente y artificial. Habíamos ya desechado como ajena a la razón la teoría
de que los cubos y los bastiones de las laderas tuvieran un origen no natural.
¿Cómo podía haber sido de otro modo, si el hombre apenas se diferenciaba del
mono cuando aquella región sucumbió al actual reino perpetuo de la muerte
glacial?
Y, sin embargo, ahora el dominio de ‘la
razón parecía irrefutablemente vencido, pues aquel ciclópeo laberinto de
bloques cuadrados, corvos y angulosos tenían características que privaban de
todo refugio mental. Era, muy claramente, la ciudad blasfema del espejismo
trocada en realidad desnuda, objetiva e ineludible. Aquel portento maldito
tenía después de todo una base real —algún estrato horizontal de polvo de hielo
se había formado en la atmósfera superior y el abominable conjunto
superviviente de piedra había proyectado su imagen por encima de las montañas
de acuerdo con las sencillas leyes de la reflexión—. Naturalmente, el espejismo
había desfigurado y exagerado mostrando cosas ajenas al paisaje real, pero
ahora que contemplábamos éste lo
encontramos todavía más horrendo y amenazador que su distante imagen.
Solamente la increíble e inhumana
solidez de estas vastas torres y de muros había salvado al amedrentado conjunto
de su total destrucción en los centenares de miles —quizá en los millones— de
años que había permanecido muerto en medio de los feroces vientos de una
altiplanicie yerta. «Corona Mundi» —«el Techo del Mundo»—. Toda clase de frases
fantásticas acudieron a nuestros labios mientras mirábamos con vértigo el
increíble espectáculo. Pensé una vez más en los primeros mitos ultraterrenos
que tan persistentemente me habían venido a la mente, y obsesionado desde que
vi por primera vez ese muerto mundo antártico
—los mitos de la diabólica meseta de
Leng, del Mi-Go o abominable hombre de las nieves del Himalaya, de los
manustcritos pnakóticos con sus implicaciones prehumanas, del culto de Cthulhu,
del Necronomicón, de las leyendas hiperbóreas del informe Tsathoggua y del
engendro estelar peor que informe asociado con esa semientidad.
Durante millas sin límite, aquello se
extendía en todas direcciones sin atenuación; al seguir con la mirada todo
aquel conjunto hacia la derecha y hacia la izquierda, a lo largo de la base de
las estribaciones que lo separaban de la montaña, decidimos que no podíamos
apreciar disminución alguna en su densidad, exceptuando un claro situado a la
izquierda del desfiladero por el que habíamos entrado. Habíamos topado, por
casualidad, con una parte limitada de algo de incalculable extensión. Las
faldas de las montañas estaban salpicadas algo más parcamente de pétreas
estructuras grotescas, que unían la terrible ciudad a los ya bien conocidos
cubos y muros, que constituían evidentemente sus avanzadillas. Estos últimos, y
también las extrañas bocas de cavernas, abundaban tanto en la vertiente
interior como en la exterior de las montañas.
El pétreo laberinto sin nombre consistía
en su mayor parte de muros de diez a cincuenta pies de altura y entre cinco y
diez pies de grosor. Estaba formado principalmente por prodigiosos bloques de
oscura pizarra primordial, esquistos y piedra arenisca, bloques en algunos
casos de hasta 4 x 6 x 8 pies, aunque en varios lugares parecía estar labrado
en un lecho desigual y macizo de roca de pizarra precámbrica. Los edificios
estaban lejos de ser de igual tamaño, pues había innumerables configuraciones
de enorme extensión semejantes a panales y otras más pequeñas y aisladas. La
forma general de esas configuraciones tendía a ser cónica, piramidal o
escalonada, aunque había salpica-dos aquí y allá cilindros perfectos, cubos
perfectos, grupos de cubos y de otras formas rectangulares y raros edificios
angulares, cuyo plano de cinco puntas daba una idea aproximada de modernas
fortificaciones. Los constructores habían hecho uso constante y experto del
principio del arco, y es probable que en sus tiempos de apogeo la ciudad
tuviera bóvedas.
Todo el conjunto estaba monstruosa4nte
afectado por la erosión, y la superficie helada de la que surgían las torres
estaba llena de bloques caídos y de escombros de antigüedad incalculable. Allí donde la capa de hielo era
transparente pudimos ver bases de gigantescas columnas y puentes de piedra,
conservados por el hielo y que unían las distintas torres a diversas distancias
del suelo. En los muros que quedaban a la vista pudimos distinguir vestigios de
otros puentes más altos de la misma clase, ya desaparecidos. Una inspección más
detenida reveló incontables ventanas de buen tamaño, algunas de las cuales estaban
cerradas por un material petrificado que había sido madera, aunque las más de
ellas bostezaban abiertas de un modo siniestro y amenazador. Naturalmente,
muchas de las ruinas carecían de tejado y mostraban gabletes desiguales redondeados por el viento, en tanto que
otras, de tipo más acentuadamente cónico o piramidal, o protegidas por edificios más altos, conservaban intacta su
silueta a pesar del omnipresente derrumbamiento y corrosión. Utilizando los
prismáticos apenas pudimos distinguir lo que parecían ser decoraciones
esculpidas formando franjas horizontales—entre ellas curiosos grupos de puntos,
cuya presencia en la antigua esteatita ahora cobraba una importancia
inmensamente mayor.
En muchos lugares los edificios estaban
completamente en ruinas y la capa de hielo profundamente hendida por varias
causas geológicas. En otros la piedra estaba desgastada hasta el mismo nivel de
la superficie helada. Una amplia franja, que se extendía desde el interior de
la meseta hasta una hoz situada en las laderas de las estribaciones, como a una
milla del desfiladero que habíamos atravesado, estaba totalmente libre de
edificaciones. Dedujimos que probablemente se trataba del cauce de algún
caudaloso río que en la era Terciaria, hace millones de años, fluyó a través de
la ciudad hasta caer en algún prodigioso abismo subterráneo de la gran
cordillera. Desde luego, era aquella sobre todo una región de cavernas, simas y
secretos soterráneos que estaban más allá de la comprensión del hombre.
Recordando lo que sentimos entonces y
nuestra confu-sión al ver aquel monstruoso conglomerado superviviente de eras
remotísimas que habíamos creído anteriores a la humanidad, únicamente me cabe
maravillarme de que conserváramos una actitud semejante al equilibrio, pero así
fue. Naturalmente, sabíamos que algo —la cronología, las teorías científicas o
nuestra propia conciencia— andaba deplorablemente equivocado. Y, sin embargo,
conservamos la serenidad suficiente para pilotar el aeroplano -y hacer
cuidadosamente una serie de fotografías que quizá puedan servirnos y puedan
servir al mundo para bien. En mi caso puede que me ayudaran arraigados hábitos
científicos, pues por encima de todo mi desconcierto y de la sensación de
peligro, dominaba la ascendente curiosidad de profundizar más en ese secreto
milenario, de saber qué clase de seres habían edificado y habitado este lugar
incalculablemente gigantesco y qué relación con el mundo de su época o de otros
tiempos había podido tener tan excepcional concentración de vida.
Pues aquello no había podido ser una
ciudad corriente. Tuvo que constituir el núcleo primordial y el centro de algún
arcaico e increíble capítulo de la historia terrenal, cuyas ramificaciones
exteriores, sólo vagamente recordadas en los mitos más oscuros y deformados, se
habían desvanecido totalmente en medio del caos de las convulsiones terrestres,
mucho antes de que cualquier raza humana conocida saliera con paso vacilante
del mundo de los simios. Aquí se extendía una megalópolis paleógena, en
comparación con la cual las fabulosas Atlantis y Lemuria, Commoriom y
Uzuldarum, y la Olathos de la tierra de Lomar son cosas recientes de hoy, ni
siquiera de ayer; era una megalópolis comparable a blasfemias prehumanas dichas
susurrando, blasfemias tales como Valusia, R’lyeh, Ib en la tierra de Mnar, y
la Ciudad sin Nombre de la Arabia Desierta. Mientras volábamos sobre aquel
laberinto de titánicas torres desnudas, mi imaginación escapaba en ocasiones a
todo freno y vagaba sin norte por reinos de fantásticas asociaciones de ideas, llegando a tejer lazos
entre este mundo perdido y algunas de mis figuraciones más insensatas acerca
del vesánico horror del campamento.
El depósito de gasolina del aeroplano se
había llenado sólo en parte para aligerar el peso todo lo posible, por lo que
teníamos que tener cuidado en nuestra exploración. Aún así recorrimos una
enorme extensión de terreno —o, mejor dicho, de aire— después de bajar
planeando hasta una altura en la que el viento casi dejó de soplar. La
cordillera parecía no tener límites, al igual que la aterradora ciudad de
piedra que bordeaba sus laderas. Un vuelo de cincuenta millas en las dos
direcciones no reveló cambio sustancial en el laberinto de rocas y edificios
que surgían rasgando el eterno hielo como un cadáver. Había, sin embargo, algunas
variaciones fascinantes, como lo esculpido en el cañón por el que el caudaloso
río atravesara antaño las laderas para llegar al lugar en que se hundía en la
tierra de la gran cordillera. Las alturas que daban entrada al cañón habían
sido audazmente esculpidas hasta formar dos columnas ciclópeas, y algo tenía el
desigual tallado en forma de barril que nos trajo a la memoria a Danforth y a
mí semirrecuerdos extrañamente vagos, odiosos y confusos.
Vimos también varios espacios abiertos
en forma de estrella, evidentemente plazas públicas, y percibimos varias
ondulaciones en el terreno. Allí en donde se alzaba repentinamente una loma,
ésta estaba ahuecada para construir con ella un destartalado edificio de
piedra; pero había a lo menos dos excepciones. De ellas, una estaba demasiado
arruinada por la erosión para permitir adivinar qué hubo en la cima del cerro,
en tanto que la otra todavía ostentaba un fantástico monumento cónico tallado
en la roca viva y que se asemejaba ligeramente a construcciones como la conocida
Tumba de la Serpiente en el antiguo valle de Petra.
Volando tierra adentro desde las
montañas, descubrimos que la ciudad no era de una anchura infinita, aunque su
longitud a lo largo de las estribaciones parecía no tener fin. Al cabo de unas
treinta millas, los grotescos edificios de piedra comenzaron a disminuir en
número, y diez millas más allá llegamos a una desnuda planicie casi sin señales
de edificio alguno. El cauce del río parecía marcado más allá de la dudad por
una ancha franja hundida, en tanto que el terreno se hacía más escarpado y
parecía elevarse gradualmente conforme se extendía hacia el Oeste arropado por
la neblina.
Hasta entonces no habíamos efectuado
ningún aterri-zaje, pero abandonar la meseta sin hacer tentativa alguna de
entrar en algunos de los inauditos edificios parecía in-concebible. Así que
determinamos buscar algún lugar llano en las laderas cercanas a la garganta,
aterrizar en él y prepararnos para hacer una exploración a pie. Aunque aquellas
suaves laderas estaban cubiertas en parte por las ruinas diseminadas por ellas,
pronto encontramos buen número de posibles lugares de aterrizaje. Luego de
elegir el más cercano al desfiladero, pues habíamos de volar a través de la
gran cordillera de regreso al campamento, a eso de las 12,30 del mediodía
pudimos aterrizar en una explanada de nieve endurecida completamente libre de
obstáculos y adecuada para efectuar después un despegue rápido y favorable.
No nos pareció necesario proteger el
aeroplano con ta-ludes de nieve para tan poco tiempo y en vista de la ausencia
de viento en aquellas alturas; todo lo que hicimos fue asegurarnos de que los
patines de aterrizaje quedaran firmemente sujetos y de que las partes vitales
del aeroplano estuviesen resguardadas del frío. Para la expedición a pie
descartamos las prendas de vuelo muy gruesas y forradas de pieles, y llevamos
con nosotros un pequeño equipo, consistente en una brújula de bolsillo, una
máquina de fotos, algunas provisiones, gruesos cuadernos y papel en abundancia,
martillo y escoplo de geólogo, bolsas para las muestras de mineral, un rollo de
cuerda de montañero y potentes linternas eléctricas con pilas de repuesto;
llevábamos este equipo en el aeroplano por si se nos presentaba ocasión de
aterrizar, tomar fotografías en tierra, hacer di-bujos y trazar planos
topográficos, además de recoger muestras de rocas en algunas de las desnudas
laderas o en una cueva. Por fortuna, disponíamos de papel en abundancia para
romper, meter en un saco y utilizarlo como en el tradicional deporte de «la
liebre y los sabuesos» con el fin de dejar señales de nuestro recorrido en
cualquiera de los laberintos anteriores en los que pudiéramos adentrar-nos. Lo
llevábamos para el caso de que encontráramos una serie de cuevas en las que el
aire estuviera lo bastante en calma como para permitirnos emplear este rápido y
sencillo método en lugar del habitual de dejar en las rocas señales hechas con
un escoplo.
Mientras bajábamos cautelosamente la
pendiente de nieve encostrada hacia el asombroso laberinto de piedra que se
alzaba amenazador contra el fondo de un Oeste opalescente, tuvimos una
sensación casi tan aguda de estar a punto de experimentar maravillas como
cuando, cuatro horas antes, nos habíamos aproximado al insondable paso de la
cordillera. Es cierto que nuestros ojos se habían familiarizado con el
increíble secreto oculto por la barrera de cumbres, y, sin embargo, la
perspectiva de adentramos entre paredes primordiales alzadas por seres
conscientes hacía tal vez millones de años —antes que pudiera haber existido
ninguna raza humana conocida— no resultaba menos amedrentadora y posiblemente
terrible por lo que suponía de anormalidad cósmica. Aunque la finura del aire a
aquella prodigiosa altura hacía los esfuerzos más difíciles de lo corriente,
tanto Danforth como yo vimos que lo so-portábamos muy bien, y nos sentimos
capaces de casi cualquier tarea que pudiera caemos en suerte. Solamente
tuvimos que dar algunos pasos para
llegar hasta unas ruinas informes que la erosión había dejado al ras del suelo,
mientras que unas diez o quince varas más allá se alzaba un enorme bastión
descubierto que todavía mostraba su gigantesca estructura de cinco puntas
alcanzando una altura irregular de diez u once pies. Nos dirigimos hacia él, y
cuando al fin pudimos llegar a tocar sus ciclópeos bloques tuvimos la sensación
de haber establecido un eslabón sin precedentes, casi blasfemo, con olvidados
eones normalmente arcanos para nuestra especie.
Este bastión, en forma de estrella,
medía tal vez tres-cientos pies de punta a punta y estaba construido con
bloques de arenisca jurásica de irregular tamaño, de caras que medían por
término medio seis pies por ocho. A lo largo de las puntas de la estrella y de
sus ángulos interiores se abría, a distancia casi simétrica, una fila de arcos
o ventanas de unos cuatro pies de anchura y cinco de altura, cuyo extremo
inferior quedaba como a cuatro pies de la superficie helada del suelo. Mirando
a través de estos arcos y ventanas pudimos ver que el espesor de los muros era
de cinco pies cumplidos, que en el interior no quedaba tabique alguno y que se
percibían restos de franjas talladas o bajorrelieves en las paredes internas
—hechos que, desde luego, ya habíamos adivinado al volar a poca altura por
encima de ese bastión y de otros parecidos—. Aunque debieron existir en un
principio partes bajas, todo vestigio de ellas estaba completamente oculto en
aquel lugar por una espesa capa de nieve y hielo.
Entramos a gatas por una de las ventanas
y tratamos en vano de descifrar los dibujos murales casi borrados, pero no
tratamos de perturbar el helado suelo. Los vuelos de orientación nos habían indicado que muchos
de los edificios de la ciudad
propiamente dicha estaban menos tapados por el hielo y que tal vez podríamos
encontrar interiores completamente despejados que nos permitieran llegar al
verdadero piso bajo si entrábamos en un edificio que aún conservara tejado.
Antes de abandonar el bastión lo fotografiamos minuciosamente y estudiamos con
verdadero asombro su ciclópea obra de mampostería sin argamasa. Hubiéramos
deseado tener allí a Pabodie, que con sus conocimientos de ingeniería quizá nos
hubiera ayudado a comprender cómo pudieron manejarse aquellos bloques titánicos
en época increíblemente lejana en que habían sido edificados la ciudad y sus alrededores.
Aquel recorrido de media milla cuesta
abajo hasta la verdadera ciudad, mientras el viento de las alturas gemía en
vano y salvajemente a través de los picos que se alzaban hacia el cielo al
fondo, es algo que quedará grabado para siempre en mi mente con sus más ínfimos
detalles. Solamente en fantásticas pesadillas podía un ser humano, excepto
Danforth y yo, concebir tales efectos ópticos. Entre nosotros y los agitados
vapores del Oeste se extendía aquel monstruoso revoltijo de hoscas torres de piedra,
cuyas increíbles e improbables formas nos impresionaban renovadamente cada vez
que las veíamos desde un ángulo distinto. Era un espejismo en piedra maciza, y,
a no ser por las fotografías, todavía dudaría qué podía ser aquello. El tipo
general de construcción era idéntico al del bastión que habíamos examinado,
pero las formas extravagantes que revestían aquellas edificaciones en su
manifestación urbana sobrepasan las posibilidades de la descripción.
Incluso las fotografías solamente
ilustran uno o dos as-pectos de su infinita variedad, de su solidez
preternatural y de su exotismo totalmente foráneo. Había formas geo-métricas
que Euclides difícilmente habría podido definir: conos con toda clase de
irregularidades y truncamientos, configuraciones escalonadas con todo tipo de
sugerentes desproporciones, respiraderos con extraños ensanchamientos de bulbo,
columnas quebradas en curiosos agrupamientos y construcciones de cinco puntas o
cinco lomos de grotesca demencia. Conforme nos acercamos pudimos ver lo que había
bajo ciertas partes transparentes de la, capa de hielo y percibir algunos de
los puentes tubulares de piedra que unían los edificios esparcidos, sin orden
ni concierto, a varias alturas. Calles ordenadas no había, al parecer,
nin-guna, y la única franja anchurosa y despejada se hallaba a la izquierda, a
una milla de distancia, en el lugar por donde debió discurrir el antiguo río
que atravesó la ciudad para ir después a hundirse en las montañas.
Los prismáticos nos permitieron ver que
abundaban las franjas horizontales de esculturas y grupos de puntos, todas ya
casi borradas, y casi pudimos imaginar el aspecto que la ciudad debió de tener
en su día, aunque la mayor parte de los tejados habían desaparecido y las
partes superiores de las torres habían perecido inevitablemente. En conjunto,
había sido un complejo revoltijo de tortuosas callejas y pasadizos, todos ellos
a modo de profundos desfiladeros y algunos poco mejor que túneles, dada la gran
altura de los edificios y los arcos de los puentes que pasaban sobre ellos.
Extendida a nuestros pies se destacaba a la sazón, como la fantasía de un
sueño, contra la neblina del Oeste, a través de cuyo extremo septentrional
trataba de brillar el bajo sol rojizo de primera hora de la tarde; y cuando por
un momento el sol encontró un impedimento más denso y la escena se ensombreció
temporalmente, el efecto encerró una sutil amenaza que jamás podré definir.
Incluso los débiles aullidos y silbidos del viento que no sentíamos, pero que
soplaba en los desfiladeros que que. daban a nuestra espalda, adquirían un tono
más salvaje de intencionada maldad. La última etapa de nuestro descenso a la
ciudad resultó desacostumbradamente abrupta y empinada, y un saliente de piedra
situado en el lugar en que variaba la inclinación de la pendiente nos hizo
pensar que allí debió haber en otros tiempos una terraza artificial. Supusimos
que bajo la capa de hielo debía haber un tramo de escalones o algo semejante.
Cuando por fin entramos en la ciudad,
trepando por en-cima de montones de escombros y cohibidos por la opresiva
proximidad y la imponente altura de los omnipresentes muros medio desmoronados
y llenos de hoyos, volvieron nuestras sensaciones a ser de tal naturaleza que
me maravilla el hecho de que conserváramos tal dominio de nosotros mismos.
Danforth se mostraba francamente nervioso y comenzó a hacer conjeturas
desagradablemente improcedentes acerca del horror del campamento, conjeturas
que me afectaron tanto más porque no podía evitar el compartir con él ciertas
conclusiones que nos obligaban a aceptar muchas de las características de
aquella morbosa super-vivencia de una antigüedad de pesadilla. Sus meditaciones
influyeron también sobre su imaginación, pues al llegar a cierto lugar en que
el pasadizo colmado de escombros cambiaba bruscamente de dirección se empeñó en
decir que percibía en el suelo marcas borrosas que no eran de su gusto,
mientras que en otros se detenía para escuchar imaginados sones que decía
percibir procedentes de un punto indefinido —algo como el musical gemido de un
caramillo, que recordaba en cierto modo el sonido del viento en las cuevas de
las montañas y que, sin embargo, era inquietantemente distinto—. La constante
presencia de aquella ar-quitectura en forma de estrella de cinco puntas y de
los pocos arabescos mural que podían distinguirse, encerra-ban sugerencias
oscuramente siniestras a las que no podíamos sustraernos, y que provocaban en
nosotros una terrible certidumbre subconsciente acerca de los entes primitivos
que habían crecido y habitado en aquel impío lugar.
Pese a todo, nuestro espíritu científico
y aventurero no había perecido por completo, y llevamos a cabo mecánicamente
nuestro programa de conseguir muestras de los diferentes tipos de roca
representados en los muros. Queríamos reunir un juego bastante completo para
poder sacar mejor conclusiones acerca de la antigüedad del lugar. Nada de
cuanto vimos en los muros exteriores parecía datar de fecha posterior al
período jurásico o al comanchiense, y ninguna de las piedras del conjunto era
posterior al plioceno. La impresionante realidad era que vagábamos entre una
muerte que había reinado allí durante, por lo menos, quinientos mil años, y muy
probablemente muchos más.
Conforme avanzábamos entre aquel
laberinto de luz crepuscular ensombrecida por la piedra, nos deteníamos ante
todas las posibles aberturas para estudiar interiores e investigar posibles
entradas. Algunas estaban fuera de nuestro alcance, en tanto que otras
solamente conducían a ruinas obstruidas por el hielo y tan desnudas y carentes de
techumbre como el bastión de la ladera. Una, empero, espaciosa y tentadora, se
abría ante un abismo al parecer insondable y sin que se percibiera medio alguno
de bajada. De cuando en cuando tuvimos ocasión de examinar la madera
petrificada de un postigo que había sobrevivido, impresionándonos la fabulosa
antigüedad que delataba el grano, todavía perceptible. Aquella madera procedía
de gimnospermas y coníferas de la era mezosoica —especialmente de árboles
cicadáceos cretáticos—, y de miraguanos y angiospermas de la era terciaria.
Nada vimos decididamente posterior al plioceno. La colocación de estos postigos
—cuyos bordes mostraban las señales dejadas por bisagras de extrañas formas
desaparecidas mucho tiempo atrás— indicaba que se utilizaron para diversos
fines, pues algunos estaban en el interior y otros en el exterior de los anchos
bastidores. Parecían haber quedado encajadas en su lugar, por lo que habían
sobrevivido a la oxidación de las desaparecidas piezas de sujeción,
probablemente metálicas.
Pasado algún tiempo llegamos ante una
hilera de ven-tanas —situada en las partes salientes de un colosal cono de
cinco aristas y de ápice intacto— que daban a una vasta estancia bien
conservada y de suelo enlosado; pero estaban demasiado altas para permitir bajar
desde ellas sin ayuda de una cuerda. Disponíamos de cuerdas, pero no queríamos
molestarnos en efectuar aquel descenso de veinte pies, a menos que nos viéramos
obligados a ello, especialmente en medio de aquel aire sutil de la
altiplanicie, en el que el corazón se veía sometido a un esfuerzo mayor.
Aquella enorme estancia era
probablemente una sala o lugar de reunión, y las linternas eléctricas nos
mostraron esculturas de vigoroso modelado, precisas y posiblemente
impresionantes, ordenadas a lo largo de las paredes en amplias franjas
horizontales separadas por otras franjas igualmente anchas de arabescos
convencionales. Tomamos buena nota del lugar y nos propusimos entrar por él, a
menos que encontráramos otro interior de más fácil acceso.
Pero al fin encontramos exactamente la
entrada deseada, un arco de unos seis pies de anchura y diez de altura que se
alzaba en el extremo anterior dé un puente elevado que había cruzado en tiempos
sobre una callejuela y que quedaba ahora como a cinco pies de altura sobre el
actual nivel del suelo helado. Estos arcos, naturalmente, se hallaban al nivel
de los pisos altos, y, en este caso, todavía existía uno de aquellos pisos. El
edificio al que así podía accederse consistía en una serie de terrazas
escalonadas y rectangulares que quedaban a nuestra izquierda y miraban hacia el
Oeste. Al otro extremo de la callejuela, donde se abría el otro arco, había Ún
cilindro muy deteriorado sin ventanas y con un curioso abultamiento a unos diez
pies por encima de la abertura. En el interior la oscuridad era total y el arco
parecía abrirse sobre un vacío infinito.
Los escombros amontonados hacían
doblemente fácil la entrada al vasto edificio de la izquierda, y, sin embargo,
vacilamos un momento antes de aprovechar tan esperada ocasión. Pues aunque
habíamos penetrado en aquel laberinto de arcaicos misterios, hacia falta un
renovado valor para entrar en un edificio completo, superviviente de un mundo
fabulosamente antiguo y cuya horrenda naturaleza se nos revelaba cada vez más
claramente. Pero acabamos por decidirnos, y trepamos sobre los escombros hasta
el arco. El suelo de allende el arco estaba cubierto por grandes losas y
parecía constituir la salida de un largo corredor, de alto techo y paredes
esculpidas.
Al observar la gran cantidad de
corredores abovedados que salían de él y darnos cuenta de la probable
compleji-dad del panal de habitaciones que debía de haber en su interior,
decidimos emplear el sistema de la «liebre y los sabuesos» para marcar el
camino recorrido. Hasta enton-ces la brújula y las momentáneas visiones de la
vasta ca-dena de montañas que aparecía entre las torres que que-daban a nuestra
espalda habían bastado para evitar que nos perdiéramos; pero de ahora en
adelante nos sería necesario recurrir a otros artificios. Así, pues, rompimos
el papel en trozos de un tamaño conveniente, metimos éstos en un saco que había
de llevar Danforth y nos dispusimos a emplearlos con toda la economía que nos
permitiera nuestra seguridad. Este método nos inmunizaba contra el riesgo de
extraviarnos, pues no parecía que dentro del antiquísimo edificio soplara con
fuerza ninguna corriente de viento. Si éste llegara a levantarse, o si se nos
agotaran los trozos de papel, naturalmente, recurriríamos al método más seguro,
aunque más lento y tedioso, de hacer marcas en las piedras con el escoplo.
Qué extensión tendría el territorio que
acabábamos de descubrir era cosa imposible de adivinar sin hacer alguna
exploración. La estrecha y frecuente comunicación entre los distintos edificios
hacía probable que pudiéramos pasar de uno a otro por puentes situados a un
nivel inferior al de la capa glacial, exceptuando los casos en que nos lo
impidieran los derrumbamientos locales y las fallas geológicas, pues parecía
que el hielo había entrado poco dentro de los edificios. Casi todas las zonas
de hielo transparente nos habían permitido ver bajo él ventanas fuertemente
cerradas con postigos, como si la ciudad hubiera sido dejada en ese estado
uniforme hasta que el hielo vino a cristalizar la parte baja para siempre.
Realmente daba la impresión no poco curiosa de que la ciudad había sido
clausurada deliberadamente y abandonada en algún remotísimo y oscuro periodo, y
no que hubiera sido víctima de alguna imprevista catástrofe, y menos aún de una
paulatina decadencia. ¿Acaso se previó la llegada del hielo y una población sin
nombre conocido abandonó la ciudad en masa para ir en busca de habitáculos más
propicio? Las condiciones fisiográficas precisas que acompañaron a la formación
de la capa de hielo era cuestión cuya solución tendría que buscarse en otro
momento. Estaba claro que no fue un impulso violento y repentino lo que obligó
a la emigración. Tal vez fuera el peso de la nieve acumulada, o quizá alguna
inundación del río, o algún glaciar que rompiera su milenario muro helado de
contención allá en la gran cordillera lo que contribuyera a crear la actual
situación que podíamos observar. La imaginación podía concebir casi cualquier
cosa en relación con aquel lugar.
6
Seria tedioso dar cuenta detallada y
consecutiva de nuestro vagar por aquel laberinto cavernoso, muerto durante
muchos eones, por entre aquellas construcciones arcaicas, por aquella
monstruosa guarida de secretos remotos que ahora respondían con su eco, por
primera vez tras incontables eras, al rumor de pasos humanos. Gran parte de
aquel horrendo drama y de las espantosas revelaciones, procedió del mero
estudio de las omnipresentes escenas esculpidas en los muros. Las fotografías
tomadas con flash de esos bajorrelieves contribuirán a demostrar la verdad de
cuanto estamos descubriendo, y es de lamentar que no lleváramos con nosotros
mayor cantidad de película. Cuando se nos acabaron los carretes, hicimos
dibujos rudimentarios de algunos de los detalles más destacados en nuestros
libros de notas.
El edificio en que habíamos entrado era
de gran tamaño y complejidad, y nos dio una idea impresionante de la
ar-quitectura de aquel ignoto pasado geológico. Las particiones interiores eran menos gruesas que los muros
exteriores, pero en las partes bajas estaban muy bien conservadas. Una
complejidad laberíntica caracterizaba la disposición de las piezas, incluidas
curiosas irregularidades de nivel; e indudablemente nos hubiéramos extraviado
desde el principio de la exploración a no ser por la pista de papeles que fuimos
dejando a nuestra espalda. Decidimos explorar primeramente las partes altas más
deterioradas, por lo que ascendimos una distancia de unos cien pies hasta la
planta superior, donde las cámaras se abrían ruinosas y cubiertas de nieve bajo
el cielo polar. Efectuamos el ascenso por empinadas rampas de piedra dotadas de
travesaños que hacían por doquier las veces de escaleras. Las estancias que
encontramos tenían todas las formas y dimensiones imaginables, desde salas en
forma de estrella de cinco puntas a triángulos y cubos perfectos. Puede decirse
que las más de ellas tenían una superficie de treinta pies de ancho, treinta de
largo y veinte de altura, aunque encontramos otras de mayores dimensiones.
Después de examinar detenidamente las plantas superiores y la del nivel del
hielo, bajamos, piso por piso, a la parte sumergida, en donde pronto advertimos
que nos hallábamos en un continuo laberinto de cámaras y pasadizos que
probablemente conducían a otras zonas ilimitadas situadas fuera de aquel
edificio. El ciclópeo espesor de los muros y las gigantescas dimensiones de
cuanto nos rodeaba resultaban curiosamente opresivos; y algo vago pero
profundamente inhumano se revelaba en todos los contornos, proporciones,
decorados y matices de construcción del arcaico y repulsivo tallado de la
piedra. Pronto comprendimos, por lo que revelaban los bajorrelieves, que
aquella monstruosa ciudad tenía una antigüedad de muchos millones de años.
Aún no podemos explicar los principios
de ingeniería que se aplicaron para lograr el anómalo equilibrio y acoplamiento
de aquellas inmensas masas de piedra, aunque resultaba claro que se había hecho
gran uso de los arcos. Las estancias en que entramos estaban completamente
vacías de cualquier objeto portátil, lo que confirmaba nuestra creencia de que
la ciudad había sido abandonada deliberadamente. La principal característica de
la decoración era el sistema casi universal de bajorrelieves murales que
tendían a extenderse en franjas horizontales continuas de un ancho de tres pies
y dispuestas paralelamente desde el suelo hasta el techo, alternando con listas
de igual anchura reservadas para caprichosos dibujos geométricos. Alguna
excepción había de esta disposición, pero su preponderancia era completa. No
obstante, se veían con frecuencia una serie de medallones embutidos en las
franjas de arabescos, pero cuyas lápidas solamente mostraban un conjunto de
puntos curiosamente agrupados.
Pronto constatamos que la técnica
empleada era ma-dura, consumada y de una estética muy evolucionada correspondiente
al más alto grado de civilización, aunque totalmente ajena en todos sus
detalles a cualquier tradición artística del género humano. En cuanto a
delicadeza de ejecución, superaba la de todas -las esculturas que he visto
jamás. Los detalles más pequeños de las complicadas plantas o de la vida animal
estaban interpretados con asombroso realismo a pesar de la gran escala de las
tallas, y los dibujos decorativos eran verdaderas maravillas de habilísima
complejidad. Los arabescos mostraban una manifiesta utilización de principios
matemáticos y estaban formados por líneas curvas de misteriosa simetría y
ángulos basados en el número cinco. Las franjas de arte representativo se
atenían a una tradición muy formalista y revelaban un peculiar tratamiento de la
perspectiva, aunque poseían una fuerza que nos afectó profundamente a pesar del
abismo de larguísimos períodos geológicos que nos separaba de ellas. El método
de diseño se basaba en una singular yuxtaposición de la sección transversal con
la silueta bidimensional, revelando una psicología analítica superior a la de
cualquier raza conocida de la antigüedad. En vano trataría de comparar aquel
arte con otro cualquiera representado en nuestros museos. Quienes vean las
fotografías que obtuvimos es probable que encuentren la analogía más cercana a
ellos en ciertos conceptos grotescos de los futuristas más audaces.
La tracería de arabescos consistía
totalmente en líneas hundidas, cuya profundidad en los muros no erosionados era
de entre una y dos pulgadas. Cuando aparecía algún medallón con grupos de
puntos en él —evidentemente inscripciones en algún idioma y alfabetos
primitivos e ignotos—-, el rebajamiento de la superficie lisa sería tal vez de
una pulgada y media, y la de los puntos quizá media pulgada más. Las franjas de
bajorrelieves eran de técnica de embutido, y el fondo estaba rebajado como dos
pulgadas en relación con la superficie original del muro. En algunos casos se
podían percibir ligeros vestigios de color, pero los incontables eones
transcurridos habían desintegrado y hecho desaparecer de forma casi uniforme
cualquier pigmento que sobre ellos se hubiera podido aplicar. Cuanto más
estudiábamos aquella maravillosa técnica, más admirábamos la obra. Bajo el
riguroso convencionalismo se percibía la minuciosa y exacta observación y la
habilidad pictórica de los artistas; y, de hecho, esas mismas convenciones
servían para simbolizar y acentuar la verdadera esencia, o vital diferenciación
de todos los objetos representados. Presentimos también que más allá de esas
evidentes excelencias existían otras ocultas que escapaban a nuestra
percepción. Algunos rasgos aquí y allá insinuaban vagamente símbolos latentes y
estímulos que una capacidad mental ‘y emotiva diferente, y un equipo sensorial
más completo que el nuestro podía haber dotado de un significado más profundo y
conmovedor.
Los temas de los bajorrelieves
pertenecían evidentemente a la vida de la desaparecida época en que se tallaron
y contenían una gran parte de su historia. Era este anómalo sentido histórico
de aquella raza primigenia —circunstancia casual que por una coincidencia
obraba milagrosamente a nuestro favor— lo que hacía tan asombrosamente
informativos los bajorrelieves y lo que nos impulsó a anteponer las fotografías
y la transcripción a cualquier otra consideración. En algunas de las cámaras
alteraba la disposición habitual la presencia de mapas, cartas astronómicas y
otros dibujos de naturaleza científica a gran escala, todo lo cual vino a
constituir una ingenua y terrible corroboración de lo que habíamos deducido de
las franjas y frisos pictóricos. Al insinuar lo que todo aquello revelaba,
únicamente me cabe esperar que mi relato no despierte una curiosidad superior a
la sensata cautela en quienes lleguen a creerme. Sería una tragedia que alguien
se sintiera atraído por aquellos dominios de la muerte y el horror tentado
precisamente por mis advertencias dirigida a desalentar de tal empresa.
Interrumpían aquellos muros decorados
ventanas eleva-das y arcos de doce pies de alto; unas y otras conservaban los
tableros petrificados, profusamente tallados y pulidos, de postigos y hojas de
puerta. Todos los accesorios metálicos que habían desaparecido mucho tiempo
atrás, pero algunas de las puertas se mantenían cerradas y nos vimos obligados
a abrirlas a la fuerza para pasar de una cámara a otra. Aquí y allá se
conservaban, aunque no en número considerable, algunos marcos de ventana con
extraños entrepaños transparentes, elípticos los más de ellos. También había
abundantes hornacinas de gran tamaño, generalmente vacías, aunque de tarde en
tarde alguna contenía un extraño objeto tallado en esteatita verde, que, o
estaba roto, o se consideró de valor insuficiente para justificar su traslado.
Había otras aberturas indudablemente relacionadas con desaparecidos utensilios
mecánicos
—de calefacción, iluminación y cosas del
tipo que sugerían muchos de los bajorrelieves. Los techos tendían a la
sencillez, pero algunas veces estaban decorados con incrustaciones de esteatita
verde o con azulejos de varias clases, casi todos ellos desaparecidos. Los
suelos estaban, en ocasiones, igualmente cubiertos de azulejos, pero
predominaban los suelos enlosados.
Como he dicho anteriormente, no se veían
muebles ni enseres, pero los bajorrelieves daban clara idea de los extraños
objetos que habían visto aquellos aposentos semejantes a panteones llenos de
sonoros ecos. A niveles superiores al de la capa de hielo, los suelos aparecían
por lo general cubiertos de escombros y suciedad, pero más abajo unos y otra
disminuían. En algunos de los corredores y aposentos más bajos apenas había
sino polvo arenoso o añejas incrustaciones, mientras que en otras estancias se
advertía una misteriosa limpieza como de lugar recién ba-rrido. Naturalmente,
en donde había habido derrumba-miento, los aposentos bajos estaban tan colmados
de escombros como los de arriba. Un patio central —como en otras edificaciones
que habíamos visto desde lo alto— libraba a las estancias interiores de la
total oscuridad por lo que rara vez tuvimos que utilizar las linternas eléctricas
en las cámaras de arriba, excepto para estudiar los detalles esculpidos. Pero
bajo la capa de hielo aumentaba la penumbra; y en muchos lugares de la
laberíntica planta baja, la oscuridad llegaba a ser casi absoluta.
Para formarse aunque no sea más que una
idea rudi-mentaria de lo que fueron nuestros pensamientos y sensaciones
conforme penetrábamos en aquel laberinto de silencio más que milenario y de
mampostería ajena a la humanidad, sería menester correlacionar un caos
desesperadamente enmarañado de huidizos estados de ánimo, recuerdos e
impresiones. La misma enorme antigüedad y la mortal desolación del lugar
bastaban para abrumar casi a cualquier persona sensible, pero además de estos
elementos contaban el reciente e inexplicado horror del campamento y las
revelaciones que pronto habíamos de encontrar en las espeluznantes imágenes
esculpidas que nos rodeaban. En el momento en que nos encontramos ante un
fragmento de bajorrelieve en perfecto estado, con imágenes tan claras que no
permitían las interpretaciones erróneas, no tuvimos más que estudiarlo
brevemente para descubrir la horrible verdad —una verdad que seria ingenuo
pretender que Danforth y yo, cada uno por su cuenta, no habíamos sospechado con
antelación, aunque nos hubiéramos abstenido incluso de insinuárnosla
mutuamente. Ya no podía caber duda ninguna acerca de la naturaleza de los seres
que habían edificado esta monstruosa ciudad muerta y que habían vivido en ella
hacia millones de años, cuando los antepasados del hombre eran mamíferos arcaicos
y primitivos y cuando los gigantescos dinosaurios vagaban por las tropicales
estepas de Europa y de Asia.
Hasta entonces nos habíamos aferrado a
una desespera-da alternativa y habíamos insistido —cada uno en su fue-ro
interno— en que la omnipresencia del tema de las cinco puntas sólo significaba
algún tipo de exaltación cultural o religiosa de un objeto natural arcaico que
encarnaba claramente dicha forma, igual que los motivos decorativos de la Creta
minoica exaltaban el toro sagrado, los de Egipto el escarabajo, los de Roma el
lobo y el águila, y las diversas tribus salvajes un animal totémico. Pero este
único refugio nos fue arrebatado ahora obligándonos a enfrentarnos
definitivamente con una realidad peligrosa para la razón y que indudablemente el
lector de estas páginas hace ya tiempo que ha adivinado. Apenas puedo soportar
la idea de escribirlo ni siquiera ahora, pero tal vez no sea necesario.
Lo que se crió y habitó dentro de
aquellos formidables edificios en la era de los dinosaurios no fueron, desde
‘luego, dinosaurios, sino algo mucho peor. Estos eran seres nuevos y casi
desprovistos de cerebro, pero los constructores de la ciudad eran sabios y
viejos y habían dejado ciertas señales en las piedras que, induso entonces,
llevaban colocadas casi mil millones de años, piedras colocadas antes que la
vida —tal como ‘hoy la conocemos— hubiera pasado de ser más que un dúctil grupo
de células, piedras colocadas antes que hubiera existido en la Tierra vida
verdadera. Ellos fueron sin duda los que crearon y esclavizaron esa vida y los modelos en que se basaban los
pérfidos mitos primigenios que se
insinúan temerosamente en los Manuscritos Pnakóticos y en el Necronomicón. Eran
los Primordiales que habían bajado de las estrellas cuando la Tierra era joven —los
seres cuya sustancia había modelado una extraña evolución y cuyos poderes eran
mayores de los que jamás habían existido en este planeta. ¡Pensar que solamente
ayer Danforth y yo habíamos contemplado trozos de sustancia fosilizada hacía
millares de anos y que el desgraciado Lake y sus compañeros habían visto su
figura completa...!
Naturalmente, me es imposible relatar en
el debido orden las etapas en que reunimos lo que hoy sabemos acerca de aquel
monstruoso capítulo de la vida prehumana. Después de la primera impresión
producida por la certeza de las revelaciones tuvimos que detenernos algún
tiempo para reponemos, y eran más de las tres cuando comenzamos nuestro
verdadero recorrido de investigación sistemática. Las esculturas del edificio
en que entramos eran de una época relativamente menos remota —quizá de hace dos
millones de años— según los indicios geológicos, biológicos y astronómicos, y
tenían un estilo que pudiera llamarse decadente al compararlo con el de las
muestras que encontramos en otros edificios después de cruzar puentes bajo la
capa de hielo. Uno de los edificios, tallado todo él en la roca viva, parecía
remontarse a una antigüedad de cuarenta o quizá cincuenta millones de años —al
Eoceno inferior o Cretáceo superior— y contenía bajorrelieves de un arte
superior a todo lo que hasta entonces habíamos encontrado, con una tremenda
excepción. Aquélla fue, según hemos convenido posteriormente, la vivienda más
antigua que atravesamos.
De no ser por el testimonio de las
fotografías sacadas con la ayuda de flash y que se publicarán en breve, me
abstendría de decir lo que encontré y deduje, para que no me encerraran por
loco. Naturalmente, las partes infinitamente primitivas de este relato
compuesto de muchos fragmentos, las que atañen a la vida preterrestre de los
seres de cabeza estrellada en otros planetas, en otras galaxias y en otros
universos, pueden interpretarse fácilmente como la fantástica mitología de esos
mismos seres, pero esas partes se aproximaban en ocasiones de manera tan
prodigiosa a los más modernos descubrimientos de la ciencia matemática y de la
astrofísica que apenas sé qué pensar. Que juzguen otros cuando vean las
fotografías que he de publicar.
Naturalmente, ninguno de los
bajorrelieves que encon-tramos contaba más que una fracción de un relato
continuo, ni nosotros descubrimos las diversas etapas de la narración en su
debido orden. Algunas de las vastas estancias constituían unidades
independientes en cuanto a las esculturas que contenían, mientras que en otros
casos una misma crónica se continuaba a través de una serie de pasillos y
habitaciones. Los mapas y diagramas mejores estaban en los muros de un terrible
abismo que quedaba por debajo del antiguo nivel del suelo, una caverna de
doscientos pies cuadrados aproximadamente y una altura de unos sesenta pies, y
que fue casi con seguridad un centro de enseñanza de una u otra clase. Había
muchas estimulantes repeticiones del mismo material en diferentes cámaras y
edificios, pues ciertos capítulos y ciertos resúmenes o fases de su historia
racial habían sido, evidentemente, los preferidos de los distintos decoradores
y habitantes de aquellos edificios. En ocasiones, sin embargo, las diversas
variantes de un mismo tema nos fueron de gran utilidad para aclarar algunos
puntos discutibles y para rellenar al-gunas lagunas.
Todavía me asombra que pudiéramos
deducir tanto en el poco tiempo de que dispusimos. Naturalmente, aun hoy
solamente tenemos un esbozo de la historia, y gran parte de él lo conseguimos
más tarde mediante el estudio de las fotografías y de los dibujos que hicimos.
Puede que sea el efecto de ese estudio posterior, del revivir de los recuerdos
y de las impresiones difusas conservadas, actuando en conjunción con su
sensibilidad general y con aquel supuesto ‘horror supremo que creyó haber visto
y cuya esencia ni a mi quiere revelar, lo que ha causado el derrumbamiento
mental de Danforth. Pero era inevitable, pues no podíamos hacer una advertencia
documentada sin dar la información más completa posible, y su publicación era
una necesidad primordial. Ciertos influjos que aún persisten en aquel
desconocido mundo antártico de tiempo desordenado y leyes naturales
desconocidas, hacen absolutamente necesario que se desaliente toda futura
exploración.
7
El relato completo, en la medida en que
hayamos podido descifrarlo, se publicará en un boletín oficial de la
Universidad Miskatónica. Aquí solamente esbozaré los puntos descollantes de
manera informe y desordenada. Míticos o no, los bajorrelieves relataban la
llegada a la tierra naciente y sin vida de esos seres con cabeza en forma de
estrella venidos a través del espacio cósmico; su llegada y la de muchos otros
entes extraños a la Tierra que en ocasiones emprenden exploraciones espaciales.
Parece que podían atravesar el éter interestelar con sus grandes alas
membranosas —lo que confirma de extraña manera algunas leyendas populares
montañesas que me contó hace mucho tiempo un colega especializado en saberes
antiguos. Habían vivido bajo las aguas del mar largo tiempo, edificando en su
fondo ciudades fantásticas y sosteniendo terribles combates con adversarios sin
nombre empleando extraños aparatos activados por principios energéticos
desconocidos. Es evidente que sus conocimientos científicos y mecánicos
superaban con mucho los del hombre actual, aunque utilizaban sus formas más
amplias y complicadas solamente en caso de obligada necesidad. Algunos de los
bajorrelieves daban la idea de que habían pasado en otros planetas por una fase
de vida mecanizada, pero al encontrar sus efectos emotivamente nada
satisfactorios, la habían rechazado. Su dureza orgánica poco natural y la
sencillez de sus necesidades los ‘hacia especialmente capaces de adaptarse a
una vida superior sin necesidad de los más especializados frutos de la
manufactura artificial, y aun sin ropas, excepto para protegerse algunas veces
contra los elementos.
Fue bajo las aguas del mar donde en un
principio, para alimentarse y más tarde por otros motivos, crearon
pri-meramente la vida terrestre, empleando las sustancias que tenían a su
alcance según métodos conocidos desde antiguo. Los experimentos más complicados
vinieron después de la aniquilación de varios enemigos cósmicos. Habían hecho
lo mismo en otros planetas luego de fabricar no solamente los alimentos
necesarios, sino también ciertas masas protoplásmicas multicelulares capaces de
formar con sus tejidos toda clase de órganos temporales bajo influencia
hipnótica, siendo así los esclavos ideales para ejecutar el trabajo pesado de
la comunidad. Estas masas viscosas eran sin duda aquellas a las que Abdul
Alhazred se había referido entre susurros dándoles el nombre de «shogoths» en
su aterrador Necronomicón, aunque ni siquiera aquel árabe demente había
insinuado que existieran algunos en la Tierra, salvo en los sueños de quienes
hubieran masticado ciertas hierbas alcaloides. Cuando los Primor-diales de este
planeta hubieron sintetizado sus sencillos alimentos y creado un número
suficiente de shogoths, permitieron que se desarrollaran otros grupos de
células para que formaran otras clases de vida animal y vegetal con diversos
fines, extirpando aquellas cuya presencia llegó a molestarles.
Con la ayuda de los shogoths, cuyas
prolongaciones podían levantar pesos prodigiosos, las pequeñas ciudades
submarinas crecieron hasta transformarse en imponentes laberintos de piedra no
muy diferentes de los que luego se alzarían en tierra. De hecho, los
Primordiales, adaptables en extremo, habían vivido durante largo tiempo en la
superficie en otras partes del universo y probablemente conservaban muchas de
las tradiciones de la edificación terrestre. Mientras estudiábamos la
arquitectura de estas ciudades paleontológicas esculpidas en relieves, induso
aquella cuyos pasadizos muertos en remotísimas eras re-corríamos ahora, nos
impresionó una curiosa coincidencia que todavía no hemos tratado de explicarnos
ni a nosotros mismos. Los remates de los edificios, que en la ciudad real que
nos rodeaba habían sufrido en lejanas eras las inclemencias del tiempo hasta
quedar convertidos en ruinas informes, aparecían claramente representados en
los bajorrelieves formando racimos de agudos chapiteles, de delicados pináculos
que acababan en forma cónica o piramidal, y ringleras de finos discos en forma
de festones horizontales que coronaban respiraderos verticales. Esto era
exactamente lo que habíamos’ visto en aquel espejismo descomunal y portentoso,
proyectado por una ciudad extinta carente de tales siluetas desde hacía
millares y decenas de millares de años y que sorprendió nuestros ojos
ignorantes al surgir en las alturas contra el fondo inescru-table de las
montañas cuando nos acercábamos por primera vez al campamento devastado del
desgraciado Lake.
Muchos tomos se podrían escribir acerca
de la vida de los Primordiales en el fondo del mar y de la que luego llevarían
los que emigraron a tierra. Aquellos que habi-taron en aguas profundas habían
conservado por completo el sentido de la vista que tenían localizada en los
extremos de sus cinco tentáculos cefálicos, y habían practicado el arte de la
escultura y la escritura en la forma habitual, empleando para escribir un
estilete en super-ficies enceradas impermeables. Los que habitaban a ma yores
profundidades marinas, aunque utilizaban un curioso organismo fosforescente
para alumbrarse, suplian la vista con misteriosos sentidos especiales que
requerían el uso de los cilios prismáticos de la cabeza —sentidos que permitían
a los Primordiales prescindir parcialmente de la luz en casos de apuro. Sus
formas de escultura y escritura cambiaron curiosamente cuando descendieron a
las profundidades y adoptaron ciertos métodos de revestimiento al parecer
químicos —probablemente para conseguir fosforescencia— que los bajorrelieves no
explicaban con claridad. Estas criaturas se movían dentro del mar en parte
nadando, utilizando los brazos crinoideos laterales, y en parte arrastrándose
impulsados por la fila inferior de ten-táculos que albergaban las falsas patas.
Algunas veces volaban distancias considerables utilizando para ayudarse sus dos
o cuatro alas plegables en forma de abanico. En tierra empleaban habitualmente
las pseudopatas, pero algunas veces realizaban vuelos a gran altura y recorrían
largas distancias con las alas. Los abundantes y finos tentáculos en que se
dividían los brazos crinoideos eran de coordinación muscular y nerviosa
infinitamente delicada, flexibles y fuertes, proporcionándoles una enorme
habilidad para ejecutar toda clase de labores artísticas y manuales de otra
índole.
La resistencia y dureza de aquellas
criaturas era sor-prendente. Ni siquiera’ las tremendas presiones de las
mayores profundidades marinas parecían capaces de afectarlas. Diriase que eran
pocas las que morían, excepto de resultas de la violencia, y sus lugares de
enterramiento eran escasos. El hecho de que enterraran a sus muertos verticalmente
cubriéndolos con túmulos en forma de cinco puntas, nos sugirió a Danforth y a
mí pensamientos que hizo necesaria una nueva pausa para recuperarnos cuando los
bajorrelieves nos lo revelaran. Aquellos seres se multiplicaban por medio de
esporas —como plantas pteridofitas, que es lo que supuso Lake—, pero como
consecuencia de su extraordinaria resistencia y longevidad, no necesitaban
reproducirse en exceso de forma que no fomentaban el desarrollo en gran escala
de nuevos gametos excepto cuando iban a colonizar nuevas regiones. Los jóvenes
maduraban con rapidez y recibían una enseñanza evidentemente muy superior a la
que podemos imaginar. Su vida intelectual y estética estaba muy desarrollada y
daba vida a un conjunto extremadamente arraigado de costumbres e instituciones
que describiré con más detalle en la monografía que tengo en preparación. Las
unas y las otras variaban ligeramente según el lugar de residencia fuera marino
o terrestre, pero los fundamentos eran iguales en lo esencial.
Aunque por ser vegetales podían nutrirse
de sustancias inorgánicas, preferían los alimentos orgánicos, y es-pecialmente
los de origen animal. Comían crudos los alimentos de origen marino, pero
cocinaban las viandas en tierra. Cazaban y criaban ganado de carne, al que sacrificaban
empleando instrumentos muy afilados cuyas señales en ciertos huesos fósiles
habían observado los miembros de nuestra expedición. Aguantaban todas las
temperaturas ambientales maravillosamente, y en su estado natural podían vivir
en aguas a temperaturas próximas a los cero grados centígrados. Sin embargo,
cuando arreciaron los fríos del plioceno hace casi un millón de años, los que
habitaban en tierra tuvieron que recurrir a medidas especiales, entre ellas la
calefacción artificial, hasta que el frío mortal les obligó, al parecer, a
volver al mar. Para realizar sus vuelos prehistóricos a través del espacio
cósmico, según la leyenda, absorbían ciertos productos químicos que casi los
independizaba de la alimentación, la respiración, el frío y el calor, pero
cuando llegó la gran ¿poca glacial ya se había perdido el método. En cualquier
caso, no hubieran podido prolongar indefinidamente ese estado artificial sin
causarse daño.
Al no emparejarse y .tener una
estructura semivegetal, los Primordiales carecían de base biológica para la
fase familiar de la vida de los mamíferos, pero parece que muchos de ellos
compartian viviendas basándose en el principio de aprovechamiento del espacio,
y, según pudimos colegir de las ocupaciones y entretenimientos de los compañeros
de vivienda representados en los bajorrelieves, en la placentera asociación
mental. Al amueblar las viviendas, conservaban todo en el Centro de la inmensa
estancia y dejaban los espacios murales para la decoración. La iluminación, en
el caso de los que habitaban en tierra, la conseguían mediante un procedimiento
probablemente electroquímico. Tanto en tierra como bajo el agua, utilizaban
curiosas mesas, sillas y divanes como bastidores cilíndricos, pues reposaban y
dormían erguidos con los tentáculos plegados, y estanterías para los conjuntos
de superficies punteadas que constituían sus libros.
El gobierno era, evidentemente, complejo
y probable-mente de tipo socialista, aunque nada podía deducirse con
certidumbre acerca de esto de los bajorrelieves que vimos. Era grande el
movimiento comercial, tanto el local como entre distintas ciudades, empleándose
como di-nero pequeñas fichas grabadas de cinco puntas. Probablemente los trozos
de esteatita verdosa más pequeños encontrados por nuestra expedición correspondieran
a esa clase de monedas. Aunque la cultura era primordialmente urbana, existía
algo de agricultura y gran actividad ganadera. También se dedicaban a la
minería y existían algunas actividades fabriles. Viajaban mucho, pero la
emigración permanente no parecía ser muy frecuente, si se exceptúan los grandes
movimientos colonizadores mediante los cuales se extendía la raza. No empleaban
ayuda externa alguna para la locomoción personal, pues los Primordiales, tanto en la tierra como en el aire y en el agua,
parecían poseer posibilidades de moverse a enorme velocidad. Las cargas, sin
embargo, las arrastraban bestias de tiro: los shogoths bajo el agua y una
curiosa variedad de vertebrados primitivos en los años posteriores de
exis-tencia terrestre.
Estos vertebrados, así como otras
infinitas formas de vida —animal y vegetal, marina, terrestre y aérea—, eran
producto de una evolución no dirigida de células vivas creadas por los
Primordiales, pero cuyo desarrollo que-daba fuera del radio de su atención. Se les
había permi-tido desarrollarse libremente porque no habían provoca-do
conflictos a los seres dominantes. Las formas evolucionadas que resultaban
inconvenientes se exterminaban mecánicamente. Nos llamó la atención ver en
algunas de las últimas esculturas más decadentes a un mamífero primitivo de
torpe andar utilizado unas veces como alimento y otras como jocoso bufón por
parte de los habitantes terrestres, mamífero cuyo carácter de predecesor de
simios y seres humanos era inconfundible. Para edificar las ciudades
terrestres, las inmensas piedras de las altas torres las subían generalmente
pterodáctilos de grandes alas, de una especie desconocida hasta ahora por la
paleontología.
La pervivencia de los Primordiales a
través de los diversos cambios y convulsiones geológicas de la corteza
terrestre fue casi milagrosa. Aunque pocas de sus ciudades primeras (tal vez
ninguna) sobrevivieron a la Era Arcaica, no existió interrupción alguna de su
civilización o en la transmisión de sus anales. El lugar original de su llegada
al planeta fue el Océano Antártico, y es probable que llegaran no mucho después
que la materia de que se formó la Luna se desprendiera del cercano Pacífico
Sur. Según uno de los mapas esculpidos, todo el globo estaba entonces sumergido
bajo el agua, y las ciudades de piedra fueron esparciéndose más y más,
alejándose del Antártico según pasaban los eones. Otro mapa mostraba una gran
masa de tierra firme en torno al Polo Sur, en donde es evidente que algunos de
estos seres trataron de establecer colonias experimentales, aunque los centros
principales los trasladaron al fondo del mar más cercano. Mapas posteriores
mostraban la gran masa de tierra como resquebrajándose y a la deriva, con
algunas de las partes separadas desligándose hacia el Norte, sustentando de
manera notable las teorías de los deslizamientos tectónicos expuestas
recientemente por Taylor, Wegener y Joly.
Con el surgimiento de nuevas tierras en
el Pacífico Sur, se iniciaron tremendos acontecimientos. Algunas de las
ciudades submarinas quedaron destrozadas, y no fue ésta la mayor desgracia.
Otra raza, una raza terrestre con forma de pulpo y probablemente
correspondiente a fabulosos seres prehumanos engendrados por Cthulhu, comenzó a
llegar procedente del infinito cosmos e inició una salvaje guerra que obligó de
nuevo a los Primordiales a refugiarse temporalmente en las profundidades del
mar —golpe tremendo para ellos en vista de sus crecientes colonias construidas
en la superficie. Más tarde se concertó la paz, y las nuevas tierras se cedieron
a los descendientes de Cthulhu, mientras que el mar y las tierras más antiguas
quedaban bajo el dominio de los Primordiales. Se fundaron nuevas ciudades
terrestres, las mayores de ellas en la Antártida, pues esta región de la
primera llegada era sagrada. En lo sucesivo, como había acontecido
anteriormente, la Antártida continuó siendo el centro de la civilización de los
Primordiales, de forma que los descendientes. de Cthulhu desaparecieron de sus
vidas. Mas luego, las tierras del Pacífico se hundieron nuevamente, llevándose
consigo a la espantosa ciudad de piedra de R’lyeh y a todos los pulpos
cósmicos, con lo que los Primordiales volvieron a ser dueños del planeta si se
exceptúa un vago temor del que no les gustaba hablar. En eras bastante
posteriores sus ciudades se esparcieron por todas las regiones terrestres y
marinas del globo, de ahí la recomendación que haré en mi próxima monografía de
que algún arqueólogo realice perforaciones sistemáticas con el aparato de
Pabodie, u otro semejante, en ciertas regiones muy separadas entre sí.
La tendencia constante a lo largo de los
tiempos, fue la de pasar del mar a la tierra, movimiento estimulado por el
surgir de nuevas tierras, aunque no por eso dejaron desierto el mar en ningún
momento. Otra causa de la emigración hacia la tierra fue las muchas
dificultades que surgieron para la cría y gobierno de los shogoths, de los
cuales dependía la prosperidad de la vida en el mar. Con el transcurrir del
tiempo, y según confesaban tristemente los bajorrelieves, el arte de crear
nueva vida a base de materia inorgánica se fue olvidando, por lo que los
Primordiales se vieron obligados a depender de la posibilidad de moldear seres
ya existentes. En tierra, los grandes reptiles resultaban muy moldeables, pero
los shogoths marinos, que se reproducían por división celular partenogenética y
estaban adquiriendo un grado peligroso de inteligencia, representaron durante
algún tiempo un formidable problema.
Siempre se los había gobernado mediante
las sugestio-nes hipnóticas de los Primordiales que modelaban su dura
plasticidad para formar miembros útiles y órganos temporales, pero ahora
ejercían a veces su capacidad automodeladora de manera independiente e imitando
formas inculcadas anteriormente. Habían desarrollado, al parecer, un «cerebro»
semiestable, cuya capacidad de volición independiente y tenaz se hacía eco de
la voluntad de los Primordiales, pero no siempre la obedecían. Las imágenes
talladas de estos shogoths nos llenaron a Danforth y a mí de horror y
repulsión. Eran, por lo general, entes informes compuestos de una gelatina
viscosa que les daba el aspecto de un gran conjunto de burbujas aglutinadas,
con alrededor de quince pies de diámetro cuando asumían forma esférica. Pero su
forma y volumen cambiaba constantemente y surgían de ellos excrecencias
temporales o formaban órganos visuales, auditivos u orales imitando a sus amos,
espontáneamente o por sugestión.
Parece que se tornaron especialmente
rebeldes hacia mediados de la era pérmica, hace quizá ciento cincuenta millones
de años, cuando hubo una verdadera guerra en-tre ellos y los Primordiales del
mar. Las escenas talladas de esta guerra y el estado cubierto de viscosidad en
que los shogoths acostumbraban dejar a sus víctimas después de decapitarías
poseían una terrible fuerza amedrentadora a pesar del abismo temporal que de
ellas nos separaba. Los Primordiales emplearon curiosas armas de perturbación
molecular y atómica contra los entes rebeldes y finalmente alcanzaron una
completa victoria. Las esculturas mostraban que hubo después un período en el
que los shogoths fueron domados y sometidos por los Primordiales armados, al
igual que domaron los vaqueros a los caballos salvajes del Oeste
norteamericano. Aunque durante la rebelión los shogoths habían demostrado ser
capaces de vivir fuera del agua, no se alentó esta transición, pues su utilidad
en tierra no hubiera resultado proporcionada a las dificultades que ocasionaba
su control.
En la Era Jurásica, los Primordiales
padecieron nuevas adversidades, esta vez como resultado de otra invasión
llegada del espacio exterior, una invasión de criaturas mitad fungosas y mitad
crustáceas, indudablemente las mismas que aparecen en ciertas leyendas que se
cuentan a media voz en las montañas del Norte y que se recuerdan en el Himalaya
con el nombre de Mi-Go, o abominable Hombre de las Nieves; Para luchar contra
estos seres, los Primordiales intentaron, por primera vez desde su llegada a la
Tierra, regresar al éter planetario; pero a pesar de realizar todos los
preparativos tradicionales, vieron que ya no les era posible salir de la
atmósfera terrestre. Cualquiera que fuera el secreto de los viajes
interestelares, su raza lo había perdido para siempre. Finalmente, los Mi-Go
expulsaron a los Primordiales de todas las tierras del Norte, aunque no
pudieron atacar a los del mar. Poco a poco comenzó la lenta retirada de esta
antiquísima raza a sus habitáculos originales de la Antártida.
Resulta curioso observar en las batallas
representadas en los bajorrelieves, que tanto los descendientes de Cthulhu como
los Mi-Go parecían estar formados por una sustancia notoriamente distinta de la
que sabemos caracterizaba a los Primordiales. Podían transformarse adoptando
formas que eran imposibles para sus adversarios, lo que hace suponer que
llegaron de regiones del espacio cósmico todavía más remotas. Los Primordiales,
excepto por su anómala dureza, y sus peculiares características vitales, eran
rigurosamente materiales y debieron de tener su origen absoluto dentro del
conocido continuo de tiempo-espacio, en tanto que el origen de los otros seres
sólo puede ser objeto de conjeturas expresadas en voz baja. Todo esto,
naturalmente, suponiendo que las conexiones ultraterrestres y las anomalías
achacadas a las fuerzas in-vasoras no fueran pura mitología. Es posible que los
Pri-mordiales inventaran un fondo cósmico para justificar sus ocasionales
derrotas, dado que el interés por la historia y el orgullo eran sus principales
características psicológicas. Es significativo que sus anales no mencionaran
muchas razas avanzadas y poderosas de seres cuya egregia cultura y grandes
ciudades figuran insistentemente en ciertas las leyendas oscuras.
El cambiante estado del mundo a lo largo
de las ex-tensas eras geológicas aparecía descrito con sorprendente realismo en
muchos de los mapas y escenas de los bajorrelieves. En algunos casos habrá que
revisar la ciencia actual, mientras que en otros sus audaces deducciones quedan
magníficamente confirmadas. Como he dicho, la hipótesis de Taylor, Wegener y
Joly, según la cual todos los continentes son fragmentos de masa de tierra
antártica original, que se resquebrajó bajo el efecto de la fuerza centrífuga y
cuyos trozos se separaron deslizándose sobre una superficie inferior
técnicamente viscosa —hipótesis que sugieren, por ejemplo, los perfiles
complementarios de Africa y Sudamérica y la forma en que las grandes
cor-dilleras aparecen como rodadas y empujadas hacia arri-ba—, encuentra
notable apoyo en esta misteriosa fuente.
Algunos mapas relativos indudablemente
al mundo en el periodo Carbonífero de hace cien millones de años, o aún más
antiguos, mostraban significativas fallas y abismos que luego separarían a
Africa de las tierras de Europa (la Valusia de la antigua leyenda), Asia, las
Américas y el continente antártico. Otros mapas, sobre todo uno relacionado con
la fundación, hace cincuenta millones de años, de la vasta ciudad muerta que
nos rodeaba, mostraban los actuales continentes bien diferenciados. Y en el más
reciente que pudimos descubrir, tal vez del Plioceno, se veía muy claramente el
mundo casi tal como es en la actualidad, a pesar de la unión de Alaska con
Siberia, de América del Norte con Europa a través de Groenlandia, y de América
del Sur con el continente antártico por medio de la tierra de Graham. En el
mapa del período Carbonífero, todo el globo, tanto el fondo del océano como las
masas de tierra separadas, mostraba símbolos de las vastas ciudades de piedra
de los Primordiales, pero en mapas posteriores se apreciaba claramente la
paulatina retirada hacia la Antártida. El último mapa, el del Plioceno, no
mostraba ninguna ciudad terrestre, excepto en el continente antártico y en el
extremo de América del Sur, y tampoco ciudad marina alguna más al norte del
paralelo 50 de latitud sur. Es evidente que el conocimiento del mundo nórdico,
y el interés por él, exceptuando un estudio riel litoral realizado
probablemente durante largos vuelos de exploración hechos con ayuda de aquellas
alas membranosas en forma de abanico, habían decaído, evidentemente, hasta
quedar reducido a cero entre los Primordiales.
La destrucción de ciudades por el
levantamiento de las montañas, la fragmentación de los continentes por el
efecto de la fuerza centrífuga, las convulsiones sísmicas del fondo del mar y
de la tierra y otras causas naturales era allí un puro relato histórico; y
resultaba curioso observar cómo se dejaba de reemplazarlas según pasaban las
eras. La vasta megalópolis muerta que mostraba sus fauces en mil oquedades en
torno nuestro parecía haber sido el postrero centro general de la raza,
edificado a principios de la Era Cretácea después que la titánica elevación de
la Tierra arrasara una ciudad anterior de mayores dimensiones y no muy
distanté. Parecía que esta región era el lugar más sagrado de todos, el sitio
en que los primeros Primordiales habían creado su colonia en el fondo del mar.
En la nueva ciudad —muchas de cuyas características pudimos. reconocer
representadas en los bajorrelieves, pero que se extendía durante cien millas a
lo largo de la cordillera en ambas direcciones, hasta más allá de los límites
de nuestra exploración aérea— se suponía que se conservaban ciertas piedras
sagradas pertenecientes a la primera ciudad del fondo del mar, la cual había
surgido de entre las aguas y se había asomado a la superficie y a la luz después
de larguísimas épocas en el curso del general des-moronamiento de los estratos.
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Naturalmente, Danforth y yo estudiamos
con especial interés, y con la extraña sensación de estar amenazados
personalmente, todo lo correspondiente a la zona en que nos encontrábamos. Las
muestras locales abundaban como es natural; y en la intrincada parte baja de la
ciudad tuvimos la suerte de encontrar una casa de los últimos tiempos cuyas
paredes, aunque algo dañadas por un co-rrimiento cercano, tenían bajorrelieves de
ejecución decadente que narraban la historia hasta un periodo muy posterior al
del mapa del plioceno y que nos proporcionó un postrero atisbo de aquel mundo
anterior al humano. Fue aquel el último lugar que inspeccionamos
minuciosamente, porque lo que allí encontramos nos ofreció un nuevo objetivo
inmediato.
Estábamos indudablemente en uno de los
rincones más extraños y fantásticos del globo terrestre. De todas las tierras
existentes aquélla era infinitamente la más anti-gua. Fue apoderándose de
nosotros el convencimiento de que aquella horrible altiplanicie tenía que ser
la fabulosa meseta de pesadilla de Leng, acerca de la cual ni siquiera el
demente autor del Necronomicón quiso hablar. La gran cordillera era
inmensamente larga, pues comenzaba como cadena montañosa de poca altura en la
Tierra de Luitpold, en la costa del mar de Weddell, y atravesaba casi todo el
continente. La parte verdaderamente elevada formaba un gran arco desde 820 de
latitud este y 600 de longitud, hasta 700 de latitud este y 1150 de longitud,
con su parte cóncava vuelta hacia nuestro campamento y su extremo marino en la
región de la larga costa cerrada por el hielo cuyas cimas divisaron Wilkes y
Mawson ¿n el círculo antártico.
Sin embargo, otras monstruosas
exageraciones de la na-turaleza parecían estar alarmantemente próximas. He
dicho que estas cimas tenían mayor
altura que las del Hi-malaya, pero los frisos esculpidos me impiden afirmar que
son las más altas de la Tierra. Ese sombrío honor le está reservado sin duda a
algo que la mitad de las tallas vacilaban en mostrar, mientras que otras lo
hacían con muy clara repugnancia y temor. Había, al parecer, una porción de
aquellas antiguas tierras —las que primera-mente surgieron de las aguas después
que la Tierra se separara de la Luna y que los Primordiales se filtraran a
través del espacio desde las estrellas— que se llegó a rehuir por su carácter
indeciblemente maldito. Las ciudades edificadas en ella se habían derruido
tempranamente, viéndose súbitamente abandonadas. Vino luego el primer gran
alabeo de la tierra que hizo trepidar convulsivamente aquella región en la era
comanchiense; una tremenda fila de cumbres había surgido repentinamente en
medio del más espantoso estruendo y caos, y fue entonces cuando la Tierra vio
nacer las montañas más terribles y elevadas.
Si la escala de los bajorrelieves era
exacta, aquellas odiadas cimas tuvieron que alzarse hasta una altura su-perior
a los 40.000 pies; eran inmensamente más altas que las montañas de la locura
que habíamos cruzado. Al parecer se extendían aproximadamente desde los 77º de
latitud este y 70º de longitud, hasta los 70º de latitud este y 1000 de
longitud a menos de trescientas millas de la ciudad muerta, por lo que
hubiéramos divisado sus tre-mendas cumbres en el horizonte occidental de no.
haber sido por aquella vaga neblina opalescente. Su extremo norte hubiera
resultado igualmente visible desde el gran círculo que traza la costa antártica
en la Tierra de la Reina María.
Algunos de los Primordiales, en los
tiempos de la de-cadencia, habían dedicado extrañas preces a aquellas montañas,
pero ninguno se acercó a ellas ni osó imaginar qué habría al otro lado. Ningún
mortal las había contemplado jamás, y cuando estudié las emociones
representadas en las tallas rogué que nadie llegara a verlas. Existen montañas
que las protegen a lo largo de la costa que queda más allá —la Tierra de la
Reina María y la del Kaiser Guillermo— y doy gracias al cielo de que nadie haya
podido desembarcar en ellas o escalarías. No tengo el mismo escepticismo de
antes acerca de antiguas leyendas y temores primitivos y hoy no me río de la
idea del escultor prehumano según la cual los rayos se detenían
significativamente de tarde en tarde en cada uno de los sombríos picachos y un
fulgor inexplicable se esparcía desde una de las tremendas cumbres a través de
la larga noche polar. Es posible que tengan un significado muy verdadero y
monstruoso las leyendas pnakóticas musitadas en voz baja acerca de Kadath y del
Páramo Helado.
Pero el terreno de los alrededores no causaba
menos asombro, aunque al carecer de nombre fuera menos mal-dito. Poco después
de la fundación de la ciudad se alza-ron en la gran cordillera los principales
templos, y muchos bajorrelieves mostraban los grotescos y fantásticos pináculos
que punzaron el cielo en donde ahora solamente veíamos los extraños cubos y
bastiones adheridos a la roca. Con el tiempo aparecieron las cuevas que se
adaptaron como anexos de los templos. Con el transcurrir de épocas aún
posteriores, todas las venas de piedra caliza fueron horadadas por corrientes
subterráneas, con lo que montañas, cerros y llanuras inferiores quedaron
transformados en una verdadera red de cuevas y galerías comunicadas entre sí.
Muchas de las tallas narraban las numerosas exploraciones de aquellas profundidades
y el descu-brimiento final del tenebroso mar estigio que se escondía en las
entrañas de la Tierra.
Este vasto abismo sin luz lo había
socavado indudable-mente el gran río que bajaba desde las horribles mon-tañas
sin nombre que se alzaban al Oeste y que antes cambiara de curso al pie de la
cordillera de los Primor-diales para ‘discurrir paralelamente a la sierra y
desem-bocar finalmente en el océano Indico entre la Tierra de Budd y la de
Totten, en la costa de Wilkes. Poco a poco había ido desgastando la base de
piedra caliza de la montaña al cambiar su curso, hasta que su corriente roedora
llegó hasta las cavernas de las aguas inferiores y se unió a ellas para socavar
un abismo todavía más profundo. Finalmente vertió su gran caudal en la oquedad de
las montañas dejando seco el antiguo cauce que le había llevado hasta el mar.
Gran parte de la ciudad, tal como nosotros la encontramos, se edificó sobre
aquel primitivo cauce. Los Primordiales comprendieron lo que había ocurrido, y,
dando rienda suelta a su sentido artístico, siempre agudo, habían convertido
los naturales pilones de la entrada del río en grandes columnas de ornada talla
al pie de las alturas en donde el caudaloso río comenzaba su descenso hacia la
sempiterna oscuridad.
Este río, en un tiempo cruzado por
docenas de nobles puentes pétreos, era evidentemente aquél cuyo seco cauce
habíamos visto en el curso de nuestra exploración aérea Su situación en los diferentes bajorrelieves
nos ayudó a orientarnos para imaginar la ciudad tal como había existido en las
diversas etapas de la historia de aquella región milenaria muerta durante
muchos eones, con lo que pudimos trazar un apresurado pero minucioso plano de
sus puntos más destacados —plazas, edificios principales y cosas semejantes—
que nos sirviera para guiamos en ulteriores exploraciones. Pronto pudimos
reconstruir imaginariamente la totalidad del asombroso conjunto tal como
existió hacia un millón, o diez millones, o cincuenta millones de años, pues
las tallas nos decían qué aspecto habían presentado exactamente los edificios,
las montañas y las plazas, los suburbios y los paisajes, así como la fértil
vegetación de la Era Terciaria. Aquellos parajes debieron ser de mística y
embrujadora belleza, y mientras pensaba en ello casi llegué a olvidar la
desabrida sensación de siniestra congoja con que la antigüedad y el volumen, la
ausencia de vida y la lejanía del lugar, unidos al constante crepúsculo
glacial, habían ahogado y conturbado mi espíritu. Mas a juzgar por ciertas
tallas, los mismos habitantes de aquella ciudad habían experimentado un terror
insoportable, pues mostraban los bajorrelieves un tipo de escenas repetidas y
sombrías en las que se ‘veía a los Primordiales en el momento de apartarse
temerosamente de algún objeto —que nunca aparecía en la estampa esculpida—
encontrado en el gran río y que había llegado arrastrado por las aguas a través
de ondulados bosques poblados de plantas trepadoras desde las horrendas
montañas que se alzaban al Oeste.
Solamente en la casa de construcción
menos remota y que contenía las tallas más decadentes conseguimos percibir
vagamente la calamidad anal que llevó al abandono de la ciudad. Indudablemente,
debió de haber muchas tallas de la misma época en algún otro lugar, aun
teniendo en cuenta la merma de energías y aspiraciones propia de un período de
tensión e incertidumbre, y, de hecho, poco después tuvimos pruebas seguras de
su existencia. Mas aquél fue el primer y único conjunto que encontramos
directamente. Pensábamos proseguir nuestra búsqueda más tarde, pero, como ya he
dicho, las condiciones inmediatas dictaron que, por el momento, nos señaláramos
otro objetivo. En cualquier caso, debían haber tenido un limite, pues cuando se
extinguió entre los Primordiales toda esperanza de habitar la ciudad durante largo
tiempo, hubieron de cesar por completo las labores de decoración mural. El
golpe final fue, naturalmente, ‘la llegada del extremado frío que en un tiempo
se adueñó de la mayor parte de la Tierra y que nunca ha abandonado los
desventurados polos, el gran frío que en el otro extremo del mundo acabó con
las fabulosas tierras de Lomar y de los hiperbóreos.
Sería difícil precisar cuándo comenzó
dicha tendencia en la Antártida. Hoy consideramos que el comienzo de las eras
glaciales tuvo lugar hace unos quinientos mil años, pero el terrible azote
debió iniciarse mucho antes. Todos los cálculos son, en buena parte, meras
conjeturas, pero es muy probable que las tallas decadentes se esculpieran hace
bastante menos de un millón de años y que el total abandono de la ciudad
ocurriera mucho antes de la fecha aceptada como comienzo del pleistoceno, según
un cálculo global para toda la superficie terrestre, es decir, hace unos
quinientos mil años.
En las tallas decadentes se advertían
indicios de una vegetación menos abundante y de una menor vida cam-pestre por
parte de los Primordiales. Se veían utensilios de calefacción en las casas y se
mostraba a los viajeros desplazándose en d invierno envueltos en ropas de
abrigo. En esas tallas tardías, la franja continua de adornos estaba
frecuentemente interrumpida; vimos una serie de medallones que representaba una
emigración en constante aumento hacia refugios cercanos más cálidos, escapando
unos a ciudades submarinas edificadas en las proximidades de lejanas costas y
otros descendiendo a través de un laberinto de cavernas de ios estratos de
piedra caliza de las montañas hasta el vecino abismo negro de aguas
subterráneas
Finalmente, parece que fue este abismo
el que quedó más colonizado. Esto se debió, sin duda, al tradicional carácter
sagrado de aquella región, pero tal vez lo que influyó más decisivamente fue la
posibilidad que ofrecía de seguir utilizando los grandes templos de las
montañas socavadas por innumerables pasadizos y cavidades y de conservar la
enorme ciudad terrestre como lugar de residencia veraniega y base de
comunicación con diversas minas. El enlace entre los antiguos y los nuevos
lugares de residencia se mejoró modificando la inclinación de las pendientes,
ensanchando caminos en las rutas de unión, y también mediante la apertura de
gran cantidad de túneles que conducían desde la antigua metrópolis al oscuro
abis-mo, túneles que descendían en picado y cuyas bocas di-bujamos
detalladamente con gran esmero en el plano que íbamos trazando. Era evidente
que por lo menos dos de estos túneles estaban a razonable distancia del lugar
en que nos ha11ábamos, pues los dos se abrían en el borde de la ciudad más
cercano a las montañas, uno a menos de un cuarto de milla del antiguo cauce del
río y el otro tal vez al doble de esa distancia en la dirección contraria.
Parece que el abismo tenía márgenes con
bancadas de tierra que quedaban por encima del nivel del agua en ciertos
lugares, pero los Primordiales edificaron su nueva dudad debajo del agua,
indudablemente por ser un lugar más resguardado y que ofrecía una regularidad
térmica superior. La profundidad del oculto mar debía ser muy grande, con lo
que el calor interior de la Tierra aseguraría su habitabilidad durante un
período indefinido de tiempo. Aquellos seres no parecían tener mucha dificultad
para adaptarse a la vida submarina, pues nunca habían permitido que se
atrofiaran sus agallas. Muchos bajorrelieves mostraban que siempre habían
visitado con frecuencia a sus parientes submarinos de otros lugares, y cómo se
bañaban habitualmente en las profundidades del lecho del gran río. La oscuridad
del interior de la Tierra tampoco podía ser inconveniente para una raza
acostumbrada a la larga noche antártica.
Aunque su estilo era de total
decadencia, estas últimas tallas alcanzaban un nivel verdaderamente épico
cuando narraban la edificación de la nueva ciudad en aquel mar recóndito. Los
Primordiales habían emprendido la tarea científicamente, abriendo canteras de
piedra insoluble en el corazón de las montañas horadado por incontables
tú-neles y trayendo obreros experimentados de la dudad submarina más cercana
para que realizaran las obras de construcción según ios mejores métodos. Estos
obreros trajeron consigo todo lo necesario para que prosperara la nueva
empresa: tejido de shogoth para crear los seres que se destinarían a levantar
las pesadas piedras y que servirían posteriormente de bestias de carga en la
ciudad y otras sustancias protoplásmicas con las que moldear organismos
fosforescentes destinados a la iluminación.
Finalmente, en el fondo de aquel mar
estigio se alzó una gran metr6polis de arquitectura muy semejante a la de la
ciudad exterior, y de construcción que demostraba relativamente poca
decadencia, debido a los principios matemáticos inherentes a las operaciones de
construcción. Los nuevos shogoths llegaron a tener un enorme tamaño y a
desarrollar singular inteligencia; los bajorrelieves los mostraban ejecutando
órdenes con maravillosa prontitud. Parecían capaces de conversar con los
Primordiales imitando las voces de éstos —una especie de silbidos musicales que
abarcaban una amplia escala de tonos> si es que el infortunado Lake no se
equivocó al hacer su disección— y atender más bien a las órdenes orales que a
las sugestiones hipn6ticas, menos empleadas que en los primeros tiempos. Los
mantenían, sin embargo, admirablemente controlados. Los organismos
fosforescentes daban luz con magnífico rendimiento, y compensaban, sin duda, la
pérdida de las acostumbradas auroras australes de la noche del mundo exterior.
Practicaron el arte y la decoración,
aunque naturalmente con cierta decadencia. Los mismos Primordiales
debieron darse cuenta de esta
degeneración de su arte y en muchos casos se adelantaron a la política de
Constantino el Grande trasladando tallas, especialmente delicadas, de la ciudad
terrestre, del mismo modo que el Emperador, en parecida época de decadencia,
despojó a Grecia y Asia de sus mejores obras de arte para dar a su nueva
capital bizantina mayores esplendores de los que su pueblo era capaz de crear.
Si el traslado de bloques de piedra esculpidos no fue más abundante, la causa
fue, indudablemente, que la dudad
terrestre no se abandonara totalmente en un principio. Para cuando ésta fue
abandonada, cosa que ocurrió seguramente antes de que el pleistoceno alcanzara
de lleno a los Polos, es posible que los Primordiales ya encontraran de su
gusto aquel arte decadente o que hubieran dejado de reconocer la supremacía de
las tallas más antiguas. En cualquier caso, era evidente que las ruinas que nos
rodeaban, inmersas en un silencio más que milenario, no habían sufrido una
expoliación escultórica en gran escala, aunque las mejores tallas, al igual que
otros objetos muebles, sí se habían trasladado.
Los medallones y el friso de estilo
decadente que rela-taban lo ocurrido, fueron, como he dicho, los más recien-tes
que encontramos en nuestra sucinta exploración. Mostraba a los Primordiales
trasladándose a la ciudad terrestre en el verano y a la ciudad marina en el
invierno, y, en ocasiones, comerciando con las ciudades del fondo del mar
cercanas a la costa antártica. Para entonces ya debían admitir que la ciudad
terrestre estaba condenada, pues las tallas mostraban multitud de indicios del
avance maligno del frío. Iba desapareciendo la vegetación y las terribles nieves
de invierno ya no se fundían totalmente ni siquiera en la plenitud del verano.
Había muerto casi todo el ganado saurio y los mamíferos no aguantaban muy bien
el frío. Para ‘hacer el trabajo del mundo superior había resultado necesario
adaptar a la vida en tierra a algunos de los amorfos shogoths, de curiosa
resistencia al frío, cosa que los Primordiales se habían negado a hacer hasta
entonces. El gran río carecía ya de vida animal, y el mar superior había
perdido casi toda su fauna a excepción de las focas y las ballenas. Todas las
aves habían volado a otros lugares, exceptuando los grotescos pingüinos de gran
tamaño.
Lo que había ocurrido después solamente
podíamos adivinarlo. ¿Cuánto tiempo sobrevivió la nueva ciudad del abismo?
¿Seguiría allí abajo convertida en cadáver de piedra rodeado por la eterna
oscuridad? ¿Acabaron por helarsb las aguas subterráneas? ¿Qué destino
encontraron las ciudades submarinas del mundo exterior? ¿Se trasladaron algunos
de los Primordiales hacia el Norte huyendo ante el avance del casquete polar?
La geología actual no muestra señal alguna de su presencia. ¿Era el temible
Mi-Go todavía una amenaza en el mundo terreno septentrional? ¿Quién sabia con
seguridad qué podía sobrevivir, o qué puede sobrevivir incluso hoy, en los
oscuros e insondables abismos de las aguas más profundas de la Tierra? Aquellos
seres parecían capaces de soportar las mayores presiones, y la gente de mar ha
sacado algunas veces en sus redes objetos muy extraños. ¿Ha llegado a explicar
la teoría de la ballena carnicera las feroces y misteriosas cicatrices de las
focas antárticas descubiertas hace una generación por Borchgrevingk?
No he tenido en cuenta los ejemplares
encontrados por el desgraciado Lake para hacer estas conjeturas, pues su
ambiente geológico demostraba que vivieron en la que tuvo que ser una época muy
remota de la historia de la ciudad terrestre. Por el lugar en que se hallaban,
debían contar al menos treinta millones de años, y creemos que en aquellos días
la ciudad de la caverna marina y ni si-quiera la caverna misma existían. Ellos
pertenecían a un paisaje anterior de frondosa vegetación de la era Terciaria, a
una ciudad terrestre más joven, de artes florecientes y un caudaloso río que
trazaba una gran curva hacia el Norte lamiendo las laderas de encumbradas
montañas y alejándose hacia un distante océano tropical.
Y con todo, no podíamos evitar el pensar
en aquellos ejemplares, en particular en aquellos ocho ejemplares perfectos que
faltaban del campamento de Lake, terrible-mente devastado. Algo anómalo había
en todo aquello, en los extraños sucesos que nos habíamos empeñado en achacar a
la locura de alguna persona, en aquellas horribles tumbas, en la cantidad y
variedad del equipo desaparecido, en lo de Gedney, en la dureza tan poco
natural de aquellas monstruosidades arcaicas y en las extraordinarias
características vitales que los bajorrelieves nos decían ahora que poseía
aquella especie. Danforth y yo ‘habíamos visto mucho en las últimas horas y
estábamos dispuestos a creer en estremecedores e increíbles secretos de la
naturaleza primitiva, y a mantenernos callados acerca de ellos.
9
He dicho que el estudio de los relieves
más decadentes nos indujo a cambiar de objetivo inmediato. Me refiero,
naturalmente, a los caminos, abiertos en la roca viva a golpes de escoplo, que
conducían al oscuro mundo interior, cuya existencia desconocíamos antes y que
ahora deseábamos vehementemente descubrir y explorar. De la escala de las
esculturas talladas dedujimos que bajando una pendiente como de una milla por
cualquiera de los dos túneles contiguos llegaríamos al borde de los sombríos y
vertiginosos acantilados que rodeaban el gran abismo, acantilados recorridos por senderos mejorados
por los Primordiales y que conducían a la orilla rocosa del oculto y tenebroso
océano. Contemplar aquella inmensa caverna y percibir su realidad era una
tentación que parecía imposible resistir una vez conocida su existencia, aunque
comprendíamos que debíamos emprender la ex-ploración sin tardanza si queríamos
llevarla a cabo en aquel viaje.
Eran las 8 de la noche y no teníamos
bastantes pilas de repuesto para poder tener encendidas las linternas todo el
tiempo. Fueron tan minuciosos los estudios y dibujos que hicimos por debajo del
nivel glacial, que las habíamos tenido encendidas durante casi cinco horas
seguidas, y a pesar de la fórmula especial de las pilas secas, no durarían
mucho más de cuatro horas, aunque si manteníamos apagada una de las linternas,
excepto cuando encontráramos algo de singular interés o llegáramos a un paso
especialmente difícil, tal vez consiguiéramos un margen de seguridad superior a
ese limite. Seria insensato quedarse sin lugar en aquellas ciclópeas
catacumbas, por lo que, si queríamos llegar hasta el abismo, debíamos renunciar
a’ descifrar más bajorrelieves murales. Claro está que teníamos intención de
volver al lugar y permanecer en él durante días o quizá semanas entregados a
estudiarlo intensamente y a fotografiarlo, pues ya hacía mucho que la
curiosidad había sustituido al horror que en un principio habíamos
experimentado, pero, por el momento, teníamos que darnos prisa.
Nuestra provisión de papeles para
señalar nuestro ca-mino estaba lejos de ser inagotable, y nos resistíamos a
sacrificar cuadernos de notas o de dibujo para aumentar-la, pero si renunciamos
a uno de ellos. Si la situación se agravaba, siempre podríamos recurrir en
último extremo al sistema de dejar marcas de escoplo en las rocas. Y siempre
sería posible, en caso de extraviarnos verdaderamente, el buscar una salida,
por uno u otro pasadizo, guiándonos por la luz del sol si contábamos con tiempo
suficiente para probar unos y otros. Y sin más dilación nos encaminamos
finalmente al túnel más cercano.
Según las tallas de acuerdo con las
cuales habíamos confeccionado el mapa, la boca del túnel que buscábamos no
podía estar a mucho más de un cuarto de milla del lugar en que nos
encontrábamos; el espacio intermedio mostraba edificios de sólido aspecto que
permitirían probablemente la entrada a un nivel inferior al helado. La abertura
en sí debía hallarse en la parte baja —en el ángulo más cercano a las laderas—
de una vasta construcción de cinco puntas, de evidente carácter público y tal
vez de uso ceremonial, que tratamos de situar basándonos en nuestra inspección
aérea de las ruinas.
No recordábamos haber visto ningún
edificio de esa naturaleza durante el vuelo, por lo que dedujimos que, o sus
partes superiores o estaban dañadas, o había quedado totalmente destruido a
causa de una gran hendidura que habíamos observado en el hielo. De ser así, el
túnel estaría seguramente obstruido, por lo que tendríamos que probar suerte
con el siguiente más cercano, el que quedaba a menos de una milla hacia el
norte. El cauce del río nos cortaba el paso impidiéndonos entrar en este viaje
por cualquiera de los túneles situados más al sur. Realmente, si los dos más
cercanos estaban obstruidos, era dudoso que las pilas nos permitieran llegar al
siguiente túnel del norte, que quedaba como a una milla más allá del elegido
como segunda posibilidad.
Mientras nos abríamos paso en la
oscuridad a través del laberinto con la ayuda de mapa y brújula atravesando
salas y corredores en diferentes estados de ruina y conservación, subiendo
rampas, cruzando plantas superiores y puentes, volviendo a bajar, topando con
puertas obstruidas y con montones de escombros, apresurándonos después por
tramos magníficamente conservados y misteriosamente inmaculados, equivocando el
camino y volviendo atrás para remediar el error (eliminando en estos casos la
falsa ruta que habíamos marcado con papeles) y, alguna que otra vez, llegando
al fondo de un respiradero por el que se derramaba o se filtraba tenuemente la
luz del día, tuvimos que pasar de largo bajorrelieves que nos tenta-ban a
trechos con sus imágenes. Muchos de ellos narrarían seguramente relatos de
enorme importancia histórica, y solamente la perspectiva de posteriores visitas
nos hizo aceptar la imposibilidad de estudiarlos detenidamente. Así y todo,
algunas veces acortábamos el paso y encendíamos la segunda linterna. De haber
tenido más película, es seguro que nos hubiésemos detenido brevemente para
sacar fotografías de algunos de los bajorrelieves, pero la idea de copiarlos
quedaba fuera de lo posible.
Llego ahora nuevamente a un punto en el
que la’ ten-tación de vacilar, o de insinuar más que relatar, es muy fuerte.
Mas es necesario revelar todo lo demás con el fin de desalentar otras
exploraciones. Tras haber cruzado un puente a la altura del segundo piso hasta
lo que parecía ser claramente el extremo de un muro en punta, y tras haber
bajado a un pasadizo singularmente rico en tallas de estilo tardío, de gran
elaboración decadente y al pare-cer rituales, habíamos llegado muy cerca del
lugar donde calculábamos se hallaría la boca del túnel, cuando, poco antes de
las 8,30 de la noche, el olfato joven de Danforth nos proporcionó el primer
indicio de algo insólito. Si hubiésemos llevado un perro, supongo que habríamos
reparado en ello antes. Al principio no pudimos decir exactamente qué fue lo
que vició el aire, hasta entonces de cristalina pureza, pero al cabo de unos
segundos nuestra memoria nos habló con absoluta claridad. Trataré de decirlo
sin titubear. Se percibía un olor, y ese olor era vago, sutil e inequívocamente
semejante al que tanta repugnancia nos causara al abrir la demente tumba de
aquel horror que el desgraciado Lake había diseccionado.
Naturalmente, la revelación no fue tan
clara entonces como suena ahora. Había varias explicaciones concebibles, y
cuchicheamos un largo rato sin decidir nada. Pero lo importante es que no retrocedimos
sin investigar más; ya que habíamos llegado tan lejos, nos resistíamos a
desanimarnos, salvo que topáramos con un desastre cierto. En cualquier caso, lo
que sospechábamos era demasiado fantástico para creerlo realmente. Tales cosas
no ocurren en un mundo normal. Fue probablemente un instinto irracional lo que
nos hizo apagar parcialmente la linterna (las esculturas decadentes y
siniestras que gesticulaban amena-zadoramente desde las opresivas paredes
habían dejado de tentarnos) y avanzar de puntillas cautelosamente pasando a
gatas sobre los escombros amontonados sobre el suelo, y que iban aumentando en
cantidad a cada paso.
Los ojos de Danforth, y no solamente su
olfato, resul-taran ser mejores que los míos, pues fue él también quien primero
percibió la extraña disposición de los escombros después que hubimos pasado
bajo gran número de arcos medio obstruidos que conducían a cámaras y corredores
a nivel del suelo. No presentaban el aspecto que era de esperar tras miles de
años de abandono, y cuando hicimos lucir la linterna con mayor potencia vimos
que se había barrido una especie de franja a través de los escombros no hacia
mucho tiempo. La irregular naturaleza de los mismos impedía que hubieran
quedado marcas definidas, pero en los lugares más despejados algo daba la
impresión de que se habían arrastrado por allí objetos de peso con-siderable.
Hubo un momento en que creímos ver huellas de algo paralelo, como los patines
de un trineo. Y eso fue lo que nos hizo detenernos nuevamente.
Fue durante esa pausa cuando percibimos,
esta vez los dos al mismo tiempo, el otro olor que llegaba desde un lugar algo
más lejano. Paradójicamente se trataba de un olor menos atemorizador y a la vez
más alarmante, a decir verdad menos atemorizador en sí, pero infinitamente más
alarmante tratándose de aquel lugar y de aquellas circunstancias, a no ser,
naturalmente, que Gedney... Pues el olor era de gasolina común y corriente,
gasolina de uso cotidiano.
Lo que nos motivó a seguir después de
esto es algo que dejaré que decidan los psicólogos. Ahora sabíamos que una
terrible prolongación de los horrores del campamento se había arrastrado hasta este tenebroso
cementerio de eones y, por tanto, ya no podíamos dudar de la existencia de condiciones
sin nombre, actuales o al menos recientes, a poca distancia de allí. No
obstante, terminamos por dejar que la ardiente curiosidad, o la angustia, o la
autosugestión, o vagos pensamientos acerca de nuestro deber para con Gedney, o
lo que fuera, nos impulsara a seguir adelante. Danforth volvió a susurrar algo
acerca de la huella que había creído ver en un recodo del corredor de las
ruinas superiores y los débiles silbos musicales, posiblemente de tremendo
significado a la luz de lo que Lake dijo acerca de sus disecciones, a pesar de
su gran parecido con el eco de las bocas de las cuevas en los picos batidos por
los vientos que creía haber oído poco después procedentes de desconocidas
profundidades. A mi vez, susurré algo acerca del estado en que había quedado el
cam-pamento, de las cosas que habían desaparecido y de cómo la locura de un
único superviviente había podido concebir lo inconcebible: una excursión
demencial a través de las colosales montañas y un descenso a los desconocidos
edificios de milenaria construcción.
Pero no conseguimos convencernos
mutuamente, y ni siquiera a nosotros mismos, de nada definido. Habíamos apagado
la linterna por completo y, mientras permanecimos allí inmóviles, nos dimos
cuenta vagamente de que una tenue luz diurna filtrada desde las alturas hacía
que la oscuridad no fuese total. Como quiera que echáramos a andar
automáticamente, nos fuimos guiando por la luz de la linterna que encendíamos
de vez en cuando durante muy breves instantes. Los escombros barridos o
removidos nos habían causado una impresión que no lográbamos borrar, y el olor
a gasolina iba aumentando. Nuestros ojos tropezaban con más y más escombros que
nos dificultaban el paso, hasta que pronto vimos que el camino ante nosotros
estaba a punto de acabar. Habíamos acertado de lleno en nuestra pesimista
suposición acerca de la hendidura vista desde el aire. Las busca del túnel nos
había llevado a un pasadizo sin salida, y ni siquiera íbamos a poder llegar a
la parte inferior en la que se abría el paso hacia el abismo.
La linterna eléctrica, que alumbraba las
paredes llenas de tallas grotescas del pasadizo bloqueado en que nos
encontrábamos, reveló diversas puertas más o menos obstruidas. A través de una
de ellas llegaba con especial fuerza el olor a gasolina dominando cualquier
otro indicio de olor. Al mirar con mayor atención vimos, sin ningún género de
duda, que los escombros habían sido barridos recientemente delante de aquella
puerta. Cualquiera que fuera el horror que allí nos acechaba, el camino que
llevaba directamente ‘hasta él era patente. No creo que a nadie le maraville
saber que aguardáramos un buen rato antes de llevar a cabo ningún otro
movimiento.
Y, sin embargo, cuando al fin nos
aventuramos a entrar por aquel negro arco, nuestra primera impresión fue de
profunda decepción. Pues en medio del espacio lleno de escombros y del desorden
de aquella cripta tallada en la roca, un perfecto cubo de lados de unos veinte
pies de longitud, no había ningún objeto de factura reciente ni ta-maño
discernible, por lo que buscamos instintivamente, aunque en vano, alguna otra
puerta. Pero la aguda vista de Danforth, al cabo de un momento, localizó el
lugar en que se habían removido recientemente los escombros que cubrían el
suelo, y hacía allí dirigimos toda la luz de las dos linternas. Aunque lo que
vimos a esa luz fue real-mente sencillo y baladí, vacilo en decir lo que era
por lo que significaba. Se trataba de un sencillo allanamiento del montón de
escombros, encima del cual había desperdigados al azar varios objetos de
pequeño tamaño, y en una de cuyas esquinas se había vertido una cantidad
considerable de gasolina, pues aquel fuerte olor impregnaba todo el ambiente, a
pesar de la gran altura de la supermeseta. Dicho de otro modo, aquello no podía
ser sino una especie de campamento, un campamento dispuesto por seres que, como
nosotros, buscaban algo y que, como nosotros, se habían visto detenidos por la
inesperada obstrucción del camino que llevaba al abismo.
Hablaré daro. Los objetos esparcidos
procedían básicamente del campamento de Lake y consistían en latas de conservas
abiertas de extraña manera, como las que habíamos visto en aquel devastado
lugar, gran cantidad de cerillas usadas, tres libros ilustrados manchados de
curiosa forma desigual, un frasco de tinta vacío con su envase de cartón, una
pluma estilográfica rota, algunos trozos de piel y de lbna de tienda cortados
de manera singularmente rara, una pila eléctrica usada junto con su envoltura
de propaganda y las instrucciones para su empleo, un folleto que acompañaba a
las estufas que utilizábamos para calentar las tiendas y bastantes trozos de
papel arrugados. Todo ello era no poco inquietante, pero cuando alisamos los
papeles y vimos lo que en ellos había presentimos que habíamos llegado a lo
peor. Habíamos encontrado en el campamento algunos papeles inexplicablemente
emborronados que pudieran habernos preparado para ello, y sin embargo
encontrarlos allí abajo, en ‘las cavernas prehumanas de una ciudad de
pesadilla, resultaba casi insoportable.
Un Gedney enloquecido podía haber
dibujado aquellos grupos de puntos imitando los que habían encontrado en los
trozos de esteatita verdosa, iguales a los que vimos en los túmulos de cinco
puntas; era concebible que hubiera sacado unos apresurados dibujos de variable
exactitud, o incluso carentes de ella, que representaran en boceto los
alrededores de la ciudad y marcaran el camino desde un lugar señalado con un
círculo y que no pertenecía a nuestro anterior trayecto, un lugar que
identificamos con la gran torre cilíndrica de los bajorrelieves y que habíamos
divisado desde el aeroplano, hasta la actual cámara de cinco puntas y la boca
del túnel que en ella se abría.
Pudo Gedney, repito, hacer esos dibujos,
pues los que teníamos ante nuestros ojos se habían hecho, evidente-mente,
copiando de los bajorrelieves, al igual que nosotros habíamos hecho los
nuestros, y reproduciendo las tallas tardías del laberinto glacial, aunque
copiando otras diferentes a las nuestras. Pero lo que jamás habría podido
conseguir Gedney, chapucero y negado como era para el arte, era hacer aquellos
dibujos empleando una extraña técnica y una seguridad de trazo tal vez
superior, a pesar de su apresuramiento y descuido, al dibujo de las decadentes
tallas que ‘habían servido de modelo, la característica e inequívoca técnica de
los propios Primordiales de los tiempos de auge de la ciudad muerta.
No faltarán quienes digan que Danforth y
yo demos-tramos estar completamente locos al no poner pies en polvorosa después
de aquello, puesto que nuestras conclusiones eran ya, pese a su demencia,
completamente firmes y de una índole que ni siquiera necesito mencionar a
quienes hayan seguido mi narración hasta
este punto. Es posible que estuviéramos locos, ¿pues no he dicho que aquellas
horribles cumbres eran las montañas de la locura? Pero creo que puedo advertir
algo que indica el mismo espíritu, aunque de naturaleza menos extrema, en los
hombres que acechan a las fieras carniceras de las selvas africanas para
fotografiarlas o estudiar sus costumbres. Medio paralizados por el pavor como
estábamos, ardía en nosotros, sin embargo, una llama alimentada por el asombro
y la curiosidad, y que acabó por triunfar.
Claro está que no teníamos intención de
enfrentarnos con lo que, o con los que, sabíamos que habían estado allí, pues
pensábamos que ya se habrían ido. Para entonces
habrían encontrado la entrada vecina que
conducía al abismo y se habrían adentrado por ella en dirección a Dios sabe qué
tenebrosos jirones del pasado, que les aguardaran en aquella postrera sima, la
postrera sima que jamás habían visto. Y si esa entrada también estuviese
obstruida, se habrían alejado hacia el Norte en busca de alguna otra.
Recordamos que no dependían sino parcialmente de la luz.
Cuando pienso en aquel momento, apenas
puedo re-cordar cuáles fueron nuestras emociones, qué cambio de objetivo
inmediato fue el que afiló tan agudamente nuestra expectación. No teníamos
intención, eso era indudable, de enfrentarnos con lo que temíamos, y sin
embargo no negaré que posiblemente albergáramos un oculto deseo inconsciente de
espiar ciertas cosas desde algún observatorio estratégico. Es probable que no
hubiéramos renunciado todavía al deseo de aquel abismo, aunque ahora se había
interpuesto un nuevo objetivo: el espacioso lugar rodeado por un círculo
mostrado en los arrugados dibujos que habíamos encontrado. Habíamos reconocido
inmediatamente la inmensa torre cilíndrica que aparecía en los bajorrelieves
más antiguos, pero que vista des’de lo alto no parecía sino una prodigiosa
abertura redonda. Algo relacionado con su impresionante aspecto, induso en
aquellos apresurados bocetos, nos hizo pensar que en sus niveles subglaciales
todavía podía haber algo de especial importancia. Tal vez encerrase maravillas
arquitectónicas no encontradas aún en nuestras exploraciones. La torre era
indudablemente de increíble antigüedad, pues, según las escenas esculpidas en
que aparecía, había sido una de las primeras construcciones de la ciudad. Sus
bajorrelieves, si se conservaban, podrían tener un valor muy singular. Además,
tal vez supusiera un conveniente enlace con el mundo superior, un camino más
corto que el que con tanto cuidado íbamos marcando, y probablemente el que
siguieron los que bajaron con anterioridad.
En cualquier caso, lo que hicimos fue
estudiar los temi-bles bocetos, que confirmaron los nuestros con gran
exactitud, y retroceder por el camino indicado hacia el lugar circular, es
decir, el camino que nuestros predecesores de identidad desconocida tuvieron
que recorrer por dos veces antes que nosotros. La otra entrada que nos
conduciría al tan buscado abismo estaría más allá. No es necesario que hable
del itinerario que seguimos y durante el cual continuamos dejando un rastro de
papeles ahorrando todos los posibles, pues fue de naturaleza idéntica al que
nos había llevado hasta aquella galería sin salida, aun cuando el nuevo camino
tendía a mantenerse más próximo al nivel del suelo e incluso a descender hacia
las galerías inferiores. De cuando en cuando veíamos algunas señales
inquietantes en los escombros y basuras esparcidas por el suelo; y en cuanto
dejamos de percibir el olor a gasolina, volvimos a notar espasmódica y
tenuemente aquel hedor más terrible y persistente. Después que el camino se
bifurcara del que habíamos seguido anteriormente, iluminamos varias veces las
paredes de la galería con los rayos de una sola linterna, y vimos en ellas casi
siempre las omnipresentes tallas que parecían haber sido el principal desahogo
estético de los Primordiales.
Hacia las 9,30, cuando atravesábamos un
largo corredor abovedado, cuyo piso cada vez más helado parecía estar algo por
debajo del nivel general del suelo y cuyo techo perdía altura según
avanzábamos, comenzamos a percibir ante nosotros una fuerte luz diurna, y
pudimos apagar la linterna. Al parecer, nos aproximábamos al amplio espacio
circular y no podíamos estar muy lejos del exterior. La galería terminaba en un
arco sorprendentemente bajo para ruinas megalíticas de tales dimensiones, pero
fue mucho lo que pudimos ver a través de él, induso antes de atravesarlo. Al
otro lado del arco se abría un prodigioso espacio redondo, de doscientos pies
cumplidos de diámetro, cuyo suelo estaba cubierto de escombros y en el que se
veían multitud de arcos cegados que correspondían al que estábamos a punto de
cruzar. En donde había lugar para ello, los muros estaban profusamente
esculpidos for-mando un friso en espiral de prodigioso tamaño que mostraba, a
pesar de los daños causados por los elementos en aquel lugar abierto, una
esplendor artístico muy superior a cuanto habíamos visto hasta entonces. El
suelo, atestado de escombros, estaba cubierto por una gruesa capa de hielo, e
imaginamos que el verdadero piso estaba a un nivel bastante inferior.
Pero la característica más notable del
lugar era la titánica rampa de piedra que, esquivando los arcos por medio de un
brusco desvío hacia el exterior, se enroscaba su-biendo por las espléndidas
paredes del cilindro como contrafiguras internas de las que ascendieron en
otros tiempos por las inmensas torres piramidales o zigurats de la antigua
Babilonia. Solamente la rapidez del vuelo y la perspectiva que hacia confundir
la bajada con el muro interior de la torre nos había impedido ver esta rampa
desde el aeroplano, induciéndonos a buscar otro camino al nivel subglacial.
Pabodie tal vez hubiera podido decirnos qué clase de construcción explicaba su
firmeza, pero Danforth y yo solamente pudimos maravillarnos contemplándola.
Había poderosas ménsulas y columnas de piedra aquí y allá, pero lo que vimos se
nos antojó insuficiente para la función que desempeñaban. Todo ello se encontraba
en excelente estado de conservación hasta la parte actualmente superior de la
torre, lo que es admirable si se tiene en cuenta lo muy expuesto que estaba a
las inclemencias del tiempo, y su cobijo había ayudado en gran medida a
proteger las extrañas e inquietantes esculturas cósmicas de las paredes.
Así que salimos a la pavorosa penumbra
en que la media luz dejaba al fondo del monstruoso cilindro de cincuenta
millones de años de antigüedad e, indudablemente, la más primitiva de cuantas
construcciones verían nuestros ojos, vimos que los muros escalados por la rampa
ascendían vertiginosamente hasta una altura de sesenta pies cumplidos. Esto,
según recordamos por nuestra inspección aérea, significaba una capa exterior de
hielo de alrededor de cuarenta pies, pues el precipicio que habíamos visto
desde el aeroplano se hallaba en lo alto de un montículo de escombros de veinte
pies, algo abrigado en las tres cuartas partes de su perímetro circular por las
macizas murallas de una fila de ruinas que quedaban algo más arriba. Según
narraban las tallas, la torre se había alzado en un principio en el centro de
una inmensa plaza redonda hasta una altura de unos quinientos o seiscientos
pies, con mesetas horizontales cerca de la parte superior en forma de disco y una
fila de agudas torres semejantes a espadañas a lo largo del borde superior. La
mayor parte de lo construido se había derrumbado principalmente hacia fuera,
circunstancia afortunada, pues de lo contrario es posible que la rampa hubiera
quedado destruida y todo el interior bloqueado. Aun así, la rampa había sufrido
deplorables desperfectos, y la acumulación de escombros era tal que parecía que
el paso por todos los arcos inferiores se había abierto sólo recientemente.
No tardamos sino un momento en llegar a
la conclusión de que ése había sido indudablemente el camino por el que
aquellos otros habían bajado, y que éste seria el camino natural que
seguiríamos para nuestro ascenso, a pesar del largo rastro de papeles que
habíamos ido de-jando en otros lugares. La boca de la torre no estaba más lejos
de las estribaciones y del aeroplano que nos aguardaba que el vasto edificio
escalonado por el que habíamos entrado, y cualquier exploración subglacial que
pudiéramos hacer en este viaje tendríamos que llevarla a cabo en aquella zona.
Es curioso que todavía pensáramos en hacer viajes posteriores, incluso después
de cuanto habíamos visto y adivinado. Fue entonces, mientras avanzábamos
cautelosamente por encima de los escombros del espacioso piso cuando vimos algo
que nos hizo olvidarnos momentáneamente de todo lo demás.
Se trataba de tres trineos
cuidadosamente colocados en la esquina más lejana de la parte inferior y más
saliente de la rampa, la que había estado oculta a nuestros ojos hasta
entonces. Allí estaban los tres trineos desaparecidos en el campamento de Lake,
en muy mal estado por el mal trato que había significado probablemente el
arrastrarlos violentamente por encima de piedras y escombros no cubiertos de
nieve, a más de pasarlos por encima de lugares absolutamente intransitables.
Estaban embalados con sumo esmero y sujetos con correas, y contenían cosas que
nos eran de sobra conocidas: la estufa de gasolina, bidones de combustible,
estuches de instrumentos, latas de conservas, bultos envueltos en lona que encerraban
evidentemente libros y otros paquetes de contenido menos claro; todo ello
procedente del equipo de Lake.
Después de lo que habíamos encontrado en
aquella otra sala, estábamos preparados para este hallazgo. La sorpresa
auténticamente perturbadora fue la que recibimos cuando, después de pasar por
encima de un bulto que nos había inquietado sobremanera y de desenvolverlo de
la lona que lo cubría, encontramos algo realmente inquietante. Al parecer,
otros, además de Lake, se habían interesado por coleccionar especímenes
curiosos, pues allí había dos, helados, rígidos, en perfecto estado de
conservación, curadas con esparadrapo unas heridas que mostraban en el cuello,
y envueltos cuidadosamente para que no sufrieran más daño. Eran los cuerpos sin
vida de Gedney y del perro desaparecido.
10
Muchos serán los que nos tilden
probablemente de in-humanos, además de locos, por pensar en el túnel del Norte
y en el abismo al cabo de tan poco tiempo de nuestro macabro hallazgo, y no me
encuentro capaz de decir que no hubiésemos recordado inmediatamente tales cosas
de no haber sido por una circunstancia concreta que nos sorprendió, iniciando
una nueva serie de conjeturas. Habíamos vuelto a cubrir el cadáver del pobre
Gedney con la lona y nos encontrábamos sumidos en una especie de mudo asombro,
cuando unos sonidos acabaron por abrirse paso hasta nuestra percepción. Eran
los primeros que escuchábamos desde que habíamos bajado del espacio abierto
donde el viento de las alturas nos había dejado oír sus débiles gemidos desde
cumbres ajenas a este mundo. Aunque bien conocidos y terrestres, su existencia
en aquel remoto reinado de la muerte resultaba más inesperada y estremecedora
que la de cualquier otro sonido fabuloso o grotesco, pues volvieron a hacer
vacilar todas nuestras concepciones acerca de la armonía cósmica.
Si hubieran tenido alguna vaga semejanza
con los fan-tásticos silbidos pertenecientes a una extensa escala musical que
el informe de Lake acerca de sus disecciones nos había inducido a esperar y que
nuestra exacerbada imaginación había reconocido en todas las ráfagas de viento
que habíamos escuchado después de descubrir los horrores del campamento, al
menos habrían tenido una especie de infernal congruencia con respecto a la
región que nos rodeaba, muerta durante muchos eones. El lugar apropiado para
una voz llegada de otras épocas es un cementerio de otras épocas. Pero el hecho
fue que dicho sonido echó por tierra nuestras convicciones más arraigadas, toda
nuestra tácita aceptación de la Antártida interior como desierto helado, total
e irrevocablemente carente de cualquier vestigio de vida normal. Lo que oímos
no fue el fabuloso sonido de la expresión blasfema de una antigua tierra en
cuyas duras entrañas ultraterrenas un sol polar, rechazado durante incontables
siglos, había provocado una monstruosa respuesta. Lejos de ello, fue algo tan
burlonamente normal, tan inequívocamente habitual durante nuestros días de
navegación por las aguas próximas a la tierra de Victoria y de campamento junto
a la bahía de McMurdo, que nos estremecimos al pensar que pudiera darse allí,
en donde no debían oírse tales cosas. En resumen, fue sencillamente el ronco
graznido de un pingüino
El apagado sonido llegó flotando desde
rincones subglaciales claramente opuestos a la galería por la que habíamos
llegado, desde una zona situada evidentemente en la dirección del otro túnel
que conducía al inmenso abismo. La presencia de un ave acuática viva en
aquellos parajes, en un mundo en cuya superficie la ausencia de vida era
característica secular y uniforme, sólo podía llevarnos a una conclusión; por
ello nuestro primer pensamiento fue comprobar la realidad objetiva del sonido.
Efectivamente, se repitió varias veces, y en ocasiones parecía proceder de más
de una garganta. Buscando su procedencia, pasamos bajo un arco del cual se
hablan limpiado buena parte de los cascotes:
volvimos a penetrar en galerías
desconocidas y, cuando dejamos atrás la luz del día, a marcar nuestro rastro
con una
cantidad suplementaria de papel que
tomamos con extraña repulsión de uno de los fardos tapados con lona que
hallamos en los trineos.
A medida que el piso helado fue siendo
reemplazado por cascotes y broza, percibimos con nitidez unas curiosas huellas
dejadas por algo que hasta allí se había transpor-tado a rastras; Danforth
encontró una huella muy clara cuya descripción resultaría superflua. El camino
que mar-caban los graznidos del pingüino era el que el mapa y la brújula
señalaban como el que conducía a la boca del túnel situado más al norte, y nos
alegramos de encontrar un acceso sin puentes en el piso bajo que parecía estar
expedito. El túnel, según el mapa, debía partir de la base de una gran
construcción piramidal que recordamos vagamente haber visto desde lo alto y que
se encontraba en sorprendente estado de conservación. A lo largo del camino, la
única linterna encendida nos mostró la acostumbrada profusión de relieves, pero
no nos detuvimos para examinar ninguno de ellos.
De pronto, una forma blanca y voluminosa
apareció ante nosotros, y encendimos la segunda linterna. Es extraño cómo esta
nueva búsqueda había borrado totalmente de nuestra memoria los anteriores
temores a lo que pudiera acecharnos en la oscuridad. Era de suponer que los
«otros», tras dejar sus cosas en el gran espacio circular, habían proyectado
volver después de su exploración del camino del abismo, o incluso del abismo en
sí. Pero nosotros habíamos desechado toda precaución, tan completamente como si
«ellos» jamás hubieran existido. Aquella cosa blanca de torpe andar de pato
medía más de seis pies, y, sin embargo, comprendimos al punto que no se trataba
de uno de los «otros», pues éstos eran de mayor tamaño y oscuros, y, según la
descripción de los bajorrelieves, sus movimientos en tierra, a pesar de la
rareza de sus miembros tentaculares nacidos del mar, eran veloces. Pero decir
que aquella forma blanca no nos atemorizó profundamente sería vano. La verdad
es que durante un instante nos atenazó un miedo primitivo, casi tan lacerante
como nuestros razonados temores relacionados con los «otros». Nuestra
excitación decayó bruscamente cuando
aquel bulto blanco pasó con su andar patoso bajo un arco lateral que quedaba a
nuestra izquierda para reunirse con los dos congéneres que le habían llamado
con sus voces roncas. Pues no era sino un pingüino, aunque gigante, de una
especie desconocida mayor que la de los pingüinos conocidos y monstruoso por la
combinación de su albinismo con la casi total carencia de ojos.
Cuando pasamos en pos del ave por debajo
del arco encendimos las dos linternas, y dejamos caer su luz sobre el grupo de
los tres indiferentes y distraídos pingüinos; vimos que todos ellos eran
albinos y carecían de ojos, y que los otros dos eran de la misma especie
desconocida y gigantesca del primero. Por su tamaño nos recordaron algunos de
los pingüinos arcaicos de las tallas de los Primordiales, y no tardamos en
deducir que descendían de antepasados comunes y que éstos habían sobrevivido
por haberse refugiado en algunas regiones más templadas, cuya perpetua
oscuridad había destruido su pigmentación y atrofiado los ojos hasta
transformarlos en inútiles rendijas. No había duda alguna de que habitaban
ahora en el profundo abismo que estábamos buscando, y esta prueba de la
perdurable templanza y habitabilidad del mar interior nos llenó la cabeza de
fantasías en extremo curiosas y perturbadoras.
También nos preguntamos qué había podido
impulsar a estas tres aves a aventurarse lejos de sus acostumbrados dominios.
El estado y el silencio de la gran ciudad muerta demostraba que no había sido
nunca criadero natural de aves, mientras que la dara indiferencia del trío
respecto a nuestra presencia hacía que resultara raro que el paso de un grupo
distinto los hubiera alarmado. ¿Era posible que aquellos «otros» se hubieran
mostrado agresivos o hubieran tratado de aumentar sus provisiones de carne?
Dudábamos de que aquel penetrante olor que tanto aborrecían los perros pudiese
resultar igualmente antipático para los pingüinos, pues sus antepasados habían
mantenido apaciblemente con los Primordiales unas relaciones amistosas que
tenían que haber perdurado a orillas del abismo en tanto que sobrevivieran
algunos de los Primordiales.
Llevados por un nuevo despertar del
espíritu científico, lamentamos no poder fotografiar aquellas anómalas
criaturas, y seguimos el camino hacia el mar subterráneo, un camino que ahora
sabíamos sin ningún género de dudas que se encontraba abierto y libre de
obstáculos, y cuya dirección exacta nos manifestaban claramente las huellas de
los pingüinos que encontrábamos a nuestro paso.
Poco después, una fuerte bajada por una
larga galería extrañamente desprovista de tallas nos indujo a creer que nos
acercábamos por fin a la entrada del túnel. Acabábamos de pasar junto a dos
pingüinos y oíamos a otros delante, muy cerca de nosotros. La galería terminaba
en un prodigioso espacio abierto que nos dejó sin aliento; se trataba de un
perfecto hemisferio invertido, evidentemente situado a enorme profundidad.
Medía cien pies cumplidos de diámetro y cincuenta de altura, con bajas entradas
en arco en todos los puntos de la circunferencia menos en uno, donde se abría
cavernosamente una abertura negra y en forma de arco, que quebraba la simetría
de la bóveda hasta una altura de casi quince pies. Era la entrada al gran
abismo.
En este gran hemisferio, cuya techumbre
cóncava es-taba impresionantemente tallada, aunque en estilo decadente,
representando una primigenia bóveda celeste, se contoneaban unos cuantos
pingüinos albinos, extraños en aquel lugar, pero indiferentes y ciegos. El
negro túnel mostraba sus fauces y se alejaba indefinidamente en pendiente
cuesta abajo, con la boca adornada por jambas y dintel grotescamente tallados a
cincel. Desde aquella críptica embocadura imaginamos que soplaba un aura
ligeramente más templada y tal vez emanaba un sospechoso vapor, y nos
preguntamos qué seres vivos, aparte de los pingüinos, podían ocultar el
insondable abismo de allá abajo y los infinitos huecos del panal de la
superficie y de las titánicas montañas. Nos preguntamos también si los indicios
de humo que el desgraciado Lake creyó ver en una montaña, y también la extraña
neblina que nosotros mismos habíamos visto en torno al pico coronado por un
bastión, pudieran tener por causa la ascensión por tortuosos cauces de vapores
procedentes de las regiones insondables del centro de la tierra.
Al entrar en el túnel vimos que su
trazado general, al menos a lo largo de los primeros quince pies en ambas
direcciones, era de paredes, suelo y techo abovedado formado por la
acostumbrada arquitectura megalítica. Las paredes estaban sucintamente
adornadas con medallones de dibujos sencillos y estilo tardío decadente, y toda
la fábrica y las tallas estaban en maravilloso estado de conservación. El suelo
se hallaba limpio, exceptuando algunos detritus dejados por los pingüinos al
salir y las huellas impresas por otros al entrar. Cuanto más avanzábamos más
templado se hacía el ambiente, con lo que no tardamos en desabrocharnos las
prendas de más abrigo. Pensamos si realmente se darían allá abajo fenómenos
ígneos y si las aguas de aquel mar sin sol estarían calientes. Al cabo de una
corta distancia, los bloques de piedra fueron reemplazados por la roca viva,
aunque el túnel conservó las mismas proporciones y siguió presentando la misma
regularidad de horadación. En ocasiones, la pendiente era tan fuerte que se
habían tallado hendiduras en el piso. Vimos algunas bocas de galerías laterales
que no aparecían en nuestro plano, pero ninguna de naturaleza tal que pudiera
dificultar nuestro regreso, y todas ellas ofrecían refugio en caso de que en
nuestra vuelta topáramos con seres desagradables. El hedor de tales seres era
muy per-ceptible. Indudablemente era una aventura suicida y necia adentrarse en
aquel túnel en las condiciones descritas, pero la, tentación de lo desconocido
es en ciertas personas más fuerte de lo que se cree, y al fin y al cabo esa
tentación
era lo que nos había llevado, en primer
lugar, a este inclemente desierto polar. Según avanzábamos vimos varios
pingüinos y nos preguntamos qué distancia nos quedaría por recorrer. Los
bajorrelieves nos hacían esperar un
descenso como de una milla hasta el
abismo, pero nuestras primeras exploraciones nos habían hecho comprender que
podíamos fiarnos plenamente de las escalas.
Al cabo
de un cuarto de milla aproximadamente aquel sin nombre se intensificó, y
tomamos buena cuenta de las diversas galerías laterales por las que pasamos. No
se percibía vapor alguno como el de la entrada, pero esto se debía
indudablemente a la falta de aire fresco que sirviera de contraste. La
temperatura subía rápidamente y no nos asombró llegar ante un informe montón de
cosas estremecedoramente familiares para nosotros. Se trataba de un montón de
pieles y lonas de tiendas procedentes del campamento de Lake, y no nos
detuvimos para estudiar las caprichosas formas en que habían sido cortadas.
Algo más allá advertimos que aumentaban notoriamente el tamaño y el número de
las galerías que desembocaban en la nuestra, y dedujimos que debíamos haber
llegado a la zona densamente poblada de celdillas y situada debajo de las
estribaciones más altas. Aquel curioso hedor sin nombre nos llegaba ahora
mezclado con otro olor casi igualmente desagradable, la naturaleza del cual no
nos fue dado adivinar aunque pensamos en organismos en estado de putrefacción
avanzada y quizá en desconocidos hongos subterráneos. Luego se abrió ante
nosotros un inesperado ensanchamiento del túnel para el cual no nos habían
preparado los bajorrelieves; se trataba de un ensanchamiento y una elevación
del techo, con lo que el túnel se convirtió en caverna elíptica de aspecto
natural, de piso liso, de unos setenta y cinco pies de longitud por unos
cincuenta de anchura y con numerosos pasillos que en ella confluían y de ella
se alejaban para perderse en la misteriosa oscuridad.
Aunque la caverna parecía natural, una
inspección rea-lizada con ayuda de las dos linternas, nos descubrió que se
había formado mediante la destrucción artificial de varios muros que separaban
las estancias contiguas excavadas en la roca. Las paredes eran rugosas, y el
elevado techo abovedado mostraba gran número de estalactitas, pero el suelo de
roca viva había sido allanado y estaba libre de cascotes, detritus e incluso
polvo en grado sumamente anormal. Excepto por la amplia galería por la que
habíamos ido todos los grandes corredores que salían de ella se hallaban en
igual estado, cuya singularidad era tal que nos tenía asombrados. El curioso y
nuevo hedor que había venido a sumarse al olor sin nombre era allí muy
penetrante, hasta el punto de anular al otro sin dejar rastros de él. Había
algo en aquel lugar, con su suelo alisado y casi reluciente, que nos sorprendió
de forma más espantosa que cualquiera de las cosas monstruosas con que habíamos
tropezado anteriormente.
La regularidad de la galería que se
abría ante nosotros, y también la mayor abundancia de excrementos de pin-güino
que había en aquel lugar, evitaba errar el camino en aquella plétora de bocas
de caverna igualmente grandes. No obstante, decidimos volver a dejar un rastro
de trozos de papel si se presentaban complicaciones, pues ya no podíamos
esperar guiamos por las huellas dejadas en el polvo. Al reanudar la marcha
iluminamos en varios puntos las paredes del túnel y nos quedamos atónitos al
percibir el cambio tan radical que se apreciaba en los ‘bajorrelieves de esta
parte del corredor. Apreciábamos, naturalmente, la notable decadencia de las
esculturas de los Primordiales en el período en que abrieron el túnel y ya
habíamos observado la mediocre artesanía de los ara-bescos en los tramos que
habíamos dejado atrás. Pero ahora, en aquella profunda sección de más allá de
la caverna, se advertía una sutil diferencia que resultaba inexplicable, una
diferencia en su naturaleza básica distinta de la merma de calidad que suponía
tan profunda y calamitosa degradación de la habilidad de los artesanos y que
resultaba inesperada en vista de lo que habíamos observado anteriormente.
Estas nuevas y degeneradas tallas eran
toscas, burdas y totalmente carentes de delicadeza en los detalles. La talla
tenía una profundidad exagerada y formaba franjas que seguían la tónica general
de los pocos medallones de las secciones anteriores, pero la altura de los
relieves no llegaba hasta el nivel de la superficie general. A Danforth se le
ocurrió que se trataba de ‘una talla superpuesta, una especie de palimpsesto
añadido después de borrar el diseño primitivo. Era todo ello de naturaleza
decorativa y convencional y el diseño consistía en burdas espirales y ángulos
que se ajustaban rudamente a la tradición matemática del quintil conservada por
los Primordiales asemejándose más a una parodia que a la perpetuación de una
tradición. No podíamos quitarnos de la cabeza que algún elemento sutil, pero
profundamente extraño, se había añadido a los principios estéticos en que se
apoyaba la técnica —un elemento extraño, supuso Danforth, culpable de la
elaborada sustitución. Era un arte parecido al que habíamos llegado a reconocer
como el de los Pri-mordiales, pero también desazonadoramente distinto, y me
recordaba pertinazmente cosas híbridas, como las torpes esculturas de Palmira
modeladas a la manera romana. Que otros ‘habían estudiado la franja de tallas
lo insinuaba el hecho de que viéramos en el suelo, delante de uno de los
medallones más característicos, una pila gastada de linterna.
Comoquiera que no podíamos perder mucho
tiempo estudiando aquello, reanudamos la marcha después de una ojeada, pero
iluminando frecuentemente las paredes para ver si podía apreciarse algún otro
cambio en la decoración. No vimos nada parecido, aunque los bajorrelieves
escaseaban en algunas partes como resultado de ‘las muchas bocas de túneles que
se abrían para dar paso a galerías laterales de suelo alisado. El número de
pingüinos disminuyó, aunque nos pareció percibir vagamente un coro
infinitamente lejano de graznidos que llegaban desde las profundidades de la
Tierra. El nuevo e inexplicable hedor se había hecho abominablemente penetrante
y apenas podíamos notar indicios del otro olor innominado. Algunas nubecillas
de vapor, visibles ante nosotros, indicaban los crecientes contrastes de
temperaturas y la relativa cercanía de los acantilados sin sol del gran abismo.
Y entonces, de súbito, vimos ciertos obstáculos en el pulido suelo delante de
nosotros, obstáculos que con toda seguridad no eran pingüinos, y encendimos la
segunda linterna para asegurarnos de que aquellos objetos permanecían
inmóviles.
Llego otra vez a un punto en el que me
resulta muy difícil proseguir. Ya debiera estar endurecido a estas alturas,
pero ciertas experiencias y suposiciones hieren de-masiado hondamente para
cicatrizar y dejan la memoria tan sensibilizada que los recuerdos nos hacen
volver a vivir el pasado horror. Vimos, como he dicho, ciertos obstáculos en
nuestro camino sobre el pulido suelo, y puedo decir que, casi al mismo tiempo,
nuestro olfato se vio invadido por una curiosa acentuación de aquel extraño
hedor, ahora claramente mezclado con la fetidez indecible de los que nos habían
precedido. La luz de la segunda linterna no nos dejó dudas acerca de qué
objetos obstruían el camino, y únicamente nos atrevimos a acercarnos a ellos
porque advertimos, incluso a distancia, que ya estaban tan lejos de poder hacer
mal alguno como los seis ejemplares de su misma especie que desenterramos de
los abominables túmulos coronados por estrellas del campamento de Lake.
Estaban, efectivamente, tan incompletos
como la mayor parte de los que desenterramos, aunque por el charco espeso y de
color verde oscuro que se estaba formando en torno a ellos era evidente que su
mutilación era infi-nitamente más reciente. Parecía no haber sino cuatro de
ellos, mientras que ‘los ‘boletines de Lake indicaban que el grupo que nos
había precedido estaba formado por no menos de ocho. Fue completamente
inesperado encontrarlos en aquel estado y nos preguntamos qué clase de
siniestro combate se había desarrollado en medio de la oscuridad.
Los pingüinos, cuando se les ataca en
grupo, se defienden ferozmente con el pico, y el oído nos decía ahora que había
un criadero no lejos de allí. ¿Acaso quienes nos precedieron habían alborotado
un lugar así provocando una persecución asesina? Los obstáculos que teníamos
ante nuestro camino no lo ‘hacían pensar así, pues los picos de los pingüinos
difícilmente podrían haber causado en
los duros tejidos que Lake diseccionara tan terribles destrozos como los que
ahora podíamos ver al aproximarnos. Además, las enormes aves ciegas que
habíamos visto parecían singularmente tranquilas.
¿Se habría producido, entonces, una
lucha entre aque-llos «otros», y había que achacar el daño a los cuatro que
faltaban? En ese caso, ¿dónde se hallaban? ¿Estaban cerca de allí representando
una amenaza inmediata para nosotros? Fuimos mirando con cierto temor algunas de
las bocas de túnel por las que pasábamos según avanzábamos con paso lento y
receloso. Cualquiera que fuese el conflicto, esto había sido lo que ahuyentó a
los pingüinos incitándolos a desacostumbradas correrías. Seguramente la cosa
había ocurrido cerca del lugar en que habitaban, ‘junto al insondable abismo de
más allá desde donde habían llegado hasta nosotros los lejanos graznidos de las
aves, pues no se percibían señales de que vivieran por allí Tal vez había
habido una terrible lucha en la que el grupo más débil fue aniquilado por el
más fuerte cuando trataba de llegar a los trineos escondidos. Cabía imaginar el
diabólico combate entre seres indeciblemente monstruosos que surgían del negro
abismo, rodeados de bandadas de pingüinos frenéticos graznando y huyendo lo más
velozmente posible.
Afirmo que nos acercamos lenta y
recelosamente a los objetos mutilados que yacían en medio de nuestro camino.
¡Ojalá nunca nos hubiéramos aproximado a ellos y ‘hubiésemos salido a todo
correr de aquel túnel execrable de suelo escurridizo y de paredes cuajadas de
decoraciones decadentes que copiaban los seres que habían reemplazado! ¡Ojalá
hubiéramos retrocedido antes de ver lo que vimos y antes de que quedara grabado
a fuego en nuestra mente algo que nunca nos permitirá volver a respirar
tranquilamente!
La luz de las dos linternas cayó sobre
los objetos caídos de tal manera que pronto nos percatamos de cuál era el
factor predominante de su mutilación. Machacados, aplastados, retorcidos y
rotos como estaban, lo que caracterizaba a todos ellos era que estaban
decapitados. Todas las cabezas de equinodermo provistas de tentáculos estaban cortadas,
y según nos acercamos, vimos que, al parecer, habían sido descabezados más por
diabólico desgarro o succión que mediante cualquier forma habitual de corte. El
maloliente licor de color verde oscuro que de ellos fluía formaba un charco
grande que iba en aumento, pero su fetidez quedaba medio anulada por un nuevo y
más extraño hedor, más penetrante allí que en ningún otro ‘lugar de nuestro
camino. Tan sólo cuando habíamos llegado muy cerca de los obstáculos
desparramados en el suelo pudimos comprender de dónde procedía aquel segundo e
inexplicable olor, y tan pronto como lo ‘hicimos, Danforth, recordando ciertas
tallas muy elocuentes de la historia de los Primordiales en la era pérmica, es
decir, hace ciento cincuenta millones de años, no pudo contener un grito de
angustia que despertó los ecos de aquel pasadizo abovedado y arcaico de los
relieves de palimpsesto.
Yo mismo estuve a punto de gritar
también, pues había visto igualmente los frisos primigenios y había
admirado estremecido la forma en que el
anónimo artista había dado a entender la horrible capa de viscosidad que cubría
a unos Primordiales mutilados y caídos en tierra, aquellos a los que los
terribles shogoths habían dado muerte y succionado hasta dejarlos sin cabeza en
la gue-rra en que habían vuelto a sojuzgarlos. Eran bajorrelieves infames,
producto de pesadillas, aunque narraran episodios de remotísima antigüedad,
pues ningún ser humano debiera ver a los shogoths y sus obras, ni criatura
alguna debiera representarlos con imágenes. El demente autor del Necronomicón
‘había tratado de afirmar bajo juramento que ninguno se había engendrado en
este planeta, y que solamente soñadores toxicómanos los habían imaginado.
¡Protoplasma informe capaz de adoptar y reproducir todas las formas, órganos y procesos,
aglutinaciones viscosas de células burbujeantes, esferoides elásticos de quince
pies, infinitamente plásticos y dúctiles, esclavos de la sugestión,
constructores de ciudades, cada vez más sombríos, cada vez más inteligentes,
cada vez más anfibios y más miméticos! ¡Dios santo! ¿Qué clase de demencia
induciría a aquellos Primordiales blasfemos a utilizar y plasmar semejantes
seres?
Fue entonces cuando Danforth y yo vimos
aquella negra viscosidad de recentísimo brillo y de iridiscentes reflejos que se
pegaba espesamente a los cuerpos desca-bezados tornando el ambiente
horriblemente apestoso con aquel nuevo y desconocido hedor cuyo origen
solamente una mente enferma podía imaginar, aquella viscosidad que se pegaba a
los cuerpos y brillaba menos espesamente en un trozo de la pared esculpida de
nuevo con una serie de puntos agrupados, fue entonces cuando comprendimos ‘lo
que era el terror cósmico en toda su insondable profundidad. No fue el miedo a
aquellos cuatro seres que faltaban, pues demasiado sospechábamos que no
volverían a hacer daño. ¡Pobres diablos! Al fin y al cabo no eran seres
malignos en su especie. Eran los hombres de otra era y de otro orden de cosas.
La naturaleza les había gastado una broma infernal —como se la gastará a otros
cualesquiera cuya locura, dureza de sentimientos o crueldad lleve en lo
sucesivo a excavar en aquel horren-do desierto polar, muerto o dormido. Aquél
fue su trá-gico destino. Ni siquiera habían sido salvajes, pues ¿qué habían
hecho? Aquel pasmoso despertar en el frío de una época desconocida, tal vez la
acometida de una manada de cuadrúpedos peludos ladrando furiosamente y una
aturdida defensa contra ellos y los igualmente frenéticos simios blancos con
extrañas envolturas y adimentos... ¡Pobre Lake, pobre Gedney... y pobres
Primordiales! Científicos hasta el final. ¿Qué hicieron ellos que no hubiéramos
hecho nosotros en su lugar? ¡Santo Dios, qué inteligencia y qué tenacidad! ¡Qué
manera de enfrentarse con lo increíble, igual que aquellos parientes y
antepasados suyos que se habían
enfrentado también con cosas casi igualmente extrañas! Animales radiados,
plantas, monstruos, semilla de estrellas, no sé qué habían sido, pero ahora
eran hombres.
Habían atravesado los helados picos en
cuyas templa-das laderas se habían entregado tiempo atrás al culto, las mismas
laderas que habían recorrido antaño entre helechos arbóreos. Habían descubierto
su ciudad muerta inmóvil bajo el peso de la maldición y ‘habían interpretado el
relato esculpido de sus tiempos postreros, como habíamos ‘hecho nosotros.
Hablan tratado de llegar hasta congéneres vivos en profundidades míticas de una
negrura jamás vislumbrada, y ¿qué habían encontrado? Todo esto pensábamos
Danforth y yo mientras contemplábamos aquellas formas descabezadas y cubiertas
de viscosidad para mirar después las tallas palipsetas y los malignos grupos de
puntos frescos en la pared, y al mirar comprendimos lo que debió de triunfar y
sobrevivir en ‘las profundidades de la ciclópea ciudad acuática de aquel abismo
sumido en una noche eterna y rodeado de pingüinos, del que comenzaba a subir
una siniestra y rizada neblina blanca como respondiendo al grito nervioso de
Danforth.
La sorpresa que había supuesto reconocer
la monstruosa viscosidad y la decapitación de aquellos seres nos había dejado a
los dos convertidos en estatuas inmóviles y mudas, y solamente en el curso de
posteriores conversaciones descubrimos la idéntica naturaleza de nuestros
pensamientos en aquellos instantes. Nos pareció haber permanecido allí durante
milenios, pero en realidad no fueron más de unos quince segundos. Aquella
neblina pálida y odiosa ascendía rizándose como impulsada por algún volumen más
alejado que también avanzaba, y luego llegó el sonido que desbarató gran parte
de lo que acabábamos de decidir y, al hacerlo, nos libró del sortilegio y nos
permitió recorrer alocadamente, entre desconcertados pingüinos que no cesaban
de graznar, el camino de vuelta a la ciudad a través de pasadizos megalíticos
inmersos en el hielo, hasta llegar al gran espacio circular abierto y luego
subir por la arcaica rampa en espiral para tratar frenéticamente de salir al
aire puro de fuera y a la luz del exterior
El nuevo sonido a que me he referido
desbarató, como he dicho, buena parte de lo que habíamos decidido: por-que fue
lo que la disección del desgraciado Lake nos
había inducido a atribuir a los que dábamos por muertos. Era, me dijo
Danforth después, exactamente lo mismo que él había oído de forma infinitamente
apagada cuando se hallaba en aquel lugar de más allá del recodo del callejón
situado por encima del nivel glacial, y, desde luego, recordaba
estremecedoramente los silbidos del viento que ‘los dos habíamos oído en torno
a las encumbradas cuevas de las montañas. A riesgo de parecer pueril, añadiré
algo más, aunque no sea más que por la sorprendente forma en que las
impresiones de Danforth encajaron con las mías. Naturalmente, la lectura de los
mismos libros fue lo que nos preparó para llegar a tales interpretaciones,
aunque Danforth ha apuntado algunas raras nociones acerca de fuentes
insospechadas y prohibidas que Poe pudo consultar cuando escribió su Arthur
Gordon Pym hace ya un siglo. Se recordará que en esa fantástica narración hay
una palabra de significado desconocido, pero terrible y prodigioso, una palabra
relacionada con la Antártida y que gritan eternamente las gigantescas aves de
fantasmal blancura en el centro de esa malévola región. «Tekelili! Tekeli-li!»
Eso fue exactamente, lo reconozco, lo
que nos pareció articulaba aquel repentino ruido tras la blanca neblina que
avanzaba, aquel insidioso silbido musical que se dejaba oír abarcando una
escala singularmente amplia.
Antes de que se oyeran tres notas, o
tres sílabas, ya corríamos desenfrenadamente, aunque sabíamos que la rapidez de
los Primordiales permitiría a cualquier supervi-viente de la matanza que,
alertado por el grito, pudiera perseguirnos, damos alcance en un instante si
deseaba hacerlo. Teníamos una vaga esperanza, sin embargo, de que un
comportamiento pacífico por nuestra parte y el mostrar una razón parecida a la
suya, podía inducir a un ser de esa naturaleza a hacernos gracia de la vida en
caso de captura, aunque no fuera más que por curiosidad científica. Después de
todo, si no veía nada que temer, no tendría motivo para ‘hacernos daño.
Comoquiera que ocultarnos habría resultado fútil en aquella coyuntura,
enfocamos hacia atrás el rayo de la linterna mientras corríamos, con lo que
vimos que la neblina se iba haciendo más sutil. ¿Veríamos al fin un ejemplar
completo y vivo de aquellos «otros»? Una vez más llegó a nuestros oídos aquel
silbido obsesivo y musical: «Tekelili! Tekeli-li!»
Como observáramos entonces que le íbamos
ganando terreno a nuestro perseguidor, se nos ocurrió que quizá estuviese
herido. Pero no podíamos arriesgarnos, pues estaba claro que venía tras de
nosotros en respuesta al grito de Danforth y no porque huyera de ninguna otra
criatura. El tiempo acuciaba demasiado para vacilar. Donde pudiera encontrarse
aquel otro ser de pesadilla, menos concebible y menos mencionable, aquella masa
apestosa nunca vislumbrada que vomitaba viscoso protoplasma, cuya raza ‘había
conquistado el abismo y había expulsado a los colonizadores de la Tierra
forzándolos a socavar de nuevo y a arrastrarse por las madrigueras de las
montañas, no podíamos imaginarlo siquiera y nos causó un verdadero
remordimiento dejar a aquel Primordial, probablemente malherido y quizá único
superviviente, a merced de una’ nueva captura y una suerte sin nombre.
Gracias a Dios no cejamos en nuestra
carrera. La rizada neblina había vuelto a espesarse y avanzaba a mayor
velocidad, en tanto que los descarriados pingüinos graz-naban a espaldas
nuestras y gritaban dando muestras de un pánico sorprendente si teníamos en
cuenta la escasa confusión que mostraron cuando los adelantamos,. Una vez más
recorrió aquel siniestro silbo la extensa escala de su música: «Tekeli-li,
Tekeli-li.» Nos habíamos equi-vocado. Aquel ser no estaba herido, sino que se
había detenido al encontrar los cuerpos de sus congéneres caídos y la diabólica
inscripción viscosa encima de ellos. Nunca sabríamos qué mensaje demoníaco
sería aquél, pero los enterramientos en el campamento de Lake nos habían
indicado la mucha importancia que daban
a sus muertos. La linterna tan descuidadamente utilizada, nos mostraba al
frente la gran caverna en que convergían varias galerías, y celebramos perder
de vista aquellas morbosas tallas palimpsestas que casi sentíamos incluso
cuando apenas las veíamos.
Otro pensamiento que nos inspiró la
aparición de la caverna fue la posibilidad de despistar a nuestro perse-guidor
en tan confusa infinidad de galerías. Había en el espacio abierto varios
pingüinos ciegos, y resultaba evidente que su temor del ente que se acercaba
era extremado hasta el punto de no ser explicable. Si disminuíamos la luminosidad
de la linterna hasta dejar solamente la luz indispensable para caminar, y la
manteníamos fija delante de nosotros, los movimientos y los atemorizados
graznidos desacompasados de aquellas enormes aves sumidas en la neblina, tal
vez apagaran el ruido de nuestros pasos, ocultando nuestro verdadero trayecto y
creando de alguna forma una pista falsa. En medio de las inquietas volutas’ de
bruma y de sus rizadas espirales, el deslustrado piso cubierto de cascotes del
túnel principal a partir de aquel punto, en contraste con las otras galerías
morbosamente pulidas, no podía distinguirse con facilidad ni siquiera, por lo
que nos era dado conjeturar, para los especiales sentidos que hacían que los
Primordiales pudieran prescindir de la luz, aunque sólo parcialmente, en casos
de emergencia. De hecho, teníamos cierto temor de extraviarnos con las prisas,
pues habíamos decidido, naturalmente, seguir derechos ‘hacia la ciudad muerta,
ya que las consecuencias de perdernos en aquellas desconocidas celdas de las
montañas serían impensables.
El hecho de que sobreviviéramos y
saliéramos al exterior es prueba suficiente de que aquel ser se equivocó de
túnel en tanto que nosotros dimos providencialmente con el acertado. Los
pingüinos por sí solos no hubieran podido salvarnos, pero en conjunción con la
neblina parece que lo consiguieron. Nuestra buena estrella man-tuvo las volutas
de neblina lo bastante espesas en el mo-mento crítico, pues estaban siempre
agitadas y amenazando con desvanecerse totalmente. Y, efectivamente, así lo
hicieron durante un segundo antes de que saliéramos del repugnante túnel dos
veces tallado y llegáramos a la cueva, de tal manera que únicamente percibimos
durante un instante, y sólo a medias, el ser que nos perseguía, al lanzar una
última y angustiada mirada hacia atrás antes de apagar la linterna y de
mezclarnos con los pingüinos con la esperanza de escapar a su persecución. Si
la estrella que nos ocultó fue benigna, la que nos permitió ver a medias
aquella criatura fue infinitamente cruel, pues a esa relampagueante semivisión
se debe la mitad del horror que desde entonces nos acosa.
Lo que nos hizo volver la vista atrás
fue el instinto in-memorial que impulsa al perseguido a investigar la
naturaleza y. rumbo del perseguidor, o, tal vez, un intento automático de
responder a una pregunta subconsciente planteada por uno de nuestros sentidos.
En medio de nuestra huida, con todas nuestras facultades centradas en el
problema de cómo escapar, no nos encontrábamos en condiciones de observar y
analizar los detalles, pero, aun así, las células latentes del cerebro debieron
asombrarse ante el mensaje que les transmitía nuestro olfato. Más tarde
comprendimos en qué consistía ese mensaje: que nuestra huida de la capa de
viscosidad apestosa que cubría aquellos obstáculos acéfalos, y la simultánea
aproximación del ser que nos perseguía, no había supuesto una sustitución de
hedores como por lógica cabía esperar. Junto a los que yacían en tierra había
predominado aquella fetidez nueva e inexplicable, pero ahora ésta debía haber
dado paso al hedor innominado asociado con los otros seres. Tal sustitución no
había tenido lugar; por el contrario, la nueva fetidez era ahora menos
soportable por estar prácticamente sin diluir, y con cada segundo que pasaba se
hacía más ponzoñosamente insistente.
Así pues, volvimos la vista atrás al
parecer simultánea-mente, aunque sin duda el incipiente movimiento del uno
provocó el del otro, y al hacerlo enfocamos con la luz de las linternas la
neblina, entonces más sutil, guiados por el ansia primitiva de ver todo lo
posible, o por el deseo, aunque menos primitivo igualmente inconsciente, de
deslumbrar al ser que nos perseguía antes de apagar las linternas y
escabullirnos entre los pingüinos del laberinto que se abría ante nosotros.
¡Qué desdichada acción!
Ni el mismo Orfeo, ni la esposa de Lot,
pagaron mucho más cara una mirada atrás. Y de nuevo oímos aquellas pavorosas
notas de gaita que recorrían una extensa escala:
«Tekeli-li, Tekeli-li...»
Más vale que hable francamente, aunque
me siento incapaz de hacerlo con claridad, al decir qué es lo que vimos, si
bien en aquel momento pensamos que nunca lo admitiríamos, ni siquiera el uno al
otro. Las palabras que llegarán al lector no podrán ni siquiera dar una idea de
la espantable naturaleza de lo que vislumbramos. In-validó tan totalmente
nuestra capacidad de discernimiento que me maravilla que conserváramos juicio
suficiente para apagar las linternas, como habíamos decidido hacer, y correr
por el túnel que conducía a la ciudad muerta. Debió ser el instinto lo que nos
sacó del aprieto tal vez mejor de lo que hubiera podido hacer el raciocinio,
aunque si fue eso lo que nos salvó, pagamos un alto precio por ello. Desde
luego, juicio no nos quedaba mucho.
Danforth estaba totalmente desquiciado y
lo primero que recuerdo del resto de nuestro recorrido es el canturreo maquinal
de mi compañero, su letanía incoherente en la cual, solamente yo entre todos
los seres humanos, podía encontrar algo que no fuera inoportuna demencia.
Resonaba con ecos gangosos entre los graznidos de los pingüinos, reverberando
en las bóvedas más lejanas y en las desiertas galerías que, por fortuna,
habíamos dejado atrás. No comenzó a canturrear inmediatamente, o de lo
contrario no hubiéramos estado vivos y corriendo como locos. Tiemblo al pensar
en la diferencia que nos hubiera supuesto una reacción ligeramente distinta por
su parte.
—South Station..., Washington..., Park
Street..., Ken-dall... Central... Harvard... El pobrecillo recitaba los nombres
de las estaciones del suburbano de Boston a Cambridge que atravesaba las
apacibles tierras de la patria, a millares de leguas de distancia, en Nueva
Inglaterra, y, sin embargo, para mí, tal letanía ni resultaba incoherente ni me
traía recuerdos del hogar, pues reconocía en ella con absoluta certidumbre la
monstruosa, la nefanda analogía que la había sugerido. Habíamos esperado ver al
volver la cabeza, si la neblina se había diluido lo bastante, un ser
espeluznante e increíble en movimiento. Nos habíamos formado una idea clara
acerca de aquel ente. Pero lo que pudimos ver, pues, para colmo de males, la
neblina efectivamente se había aclarado, fue algo completamente diferente e
inconmensurablemente más horrendo y detestable. Aquello era la encarnación real
de «lo que no debe ser» del autor de novelas fantásticas, y la analogía que más
se aproxima a su realidad es un enorme tren subterráneo tal como se le ve a su
llegada desde el andén de una estación; la negra y voluminosa parte delantera
surgiendo colosalmente de la infinita distancia subterránea, constelada de
lucecillas de colores y llenando la prodigiosa oquedad como llena un émbolo un
cilindro.
Pero no nos hallábamos en un andén del
metro. Está-bamos en medio de la vía mientras aquella maleable columna de negra
y fétida iridiscencia de pesadilla, rezumando apretadamente contra las paredes
del túnel, avanzaba por el recodo de quince pies de anchura, cobrando infernal
velocidad y empujando ante ella una vorágine de desvaídos va res emanados del
abismo. Era un algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren
subterráneo, un conjunto informe de protoplasma burbujeante, tenuemente
luminoso y con miríadas de efímeros ojos que se formaban y desvanecían
constantemente como pústulas de luz verdosa cubriendo completamente el frente
que llenaba el túnel y que estaba a punto de abalanzarse sobre nosotros
aplastando en su camino a los desalados pingúinos y resbalando sobre el
reluciente suelo que, junto con sus congéneres, había limpiado aviesamente de
toda clase de basura. Aún volvió a oírse aquel grito ultraterreno y burlón:
«Tekeli-li, Tekeli-li.» Y fue entonces cuando recordamos al fin que los
satánicos shogoths, dotados por los Primordiales de vida, capacidad mental y
diversas configuraciones de órganos maleables, pero carentes de lenguaje hablado,
excepto aquel que expresaban los grupos de puntos, carecían también de voz,
exceptuando los sonidos que imitaban de sus desaparecidos amos.
Danforth y yo recordamos haber salido al gran
hemis-ferio adornado con esculturas y haber recorrido el camino de vuelta a
través de ciclópeas estancias y corredores de la ciudad muerta; mas son estos
meros fragmentos de sueños que no suponen recuerdos de volición, ni de
detalles, ni de esfuerzo físico. Era como si nos encontráramos flotando en un
mundo nebuloso, o en dimensiones carentes de tiempo, causalidad u orientación.
La penumbra gris del gran espacio circular nos serenó algo, pero no nos
acercamos a los trineos escondidos, ni volvimos a mirar al desgraciado Gedney
ni al perro. Los dos tienen un extraño y titánico mausoleo, y espero que cuando
le llegue el fin a este planeta nada haya perturbado su paz.
Fue mientras subíamos trabajosamente por
la colosal espiral cuando sentimos por primera vez, al respirar el sutil aire
de la meseta, la terrible fatiga y el ahogo que nos había causado aquella
carrera, pero ni siquiera el temor a un colapso pudo inducirnos a detenernos
antes de llegar a los normales dominios exteriores del sol y del cielo. Hubo
algo vagamente apropiado en nuestro aban-dono de aquellas soterradas épocas,
pues según subíamos jadeantes por la rampa del cilindro de sesenta pies y
arquitectura más que megalítica, vimos al pasar una continua procesión de
magníficas fallas plasmadas con la técnica depurada anterior a la decadencia de
la raza desaparecida, un adiós de los Primordiales esculpido hacía cincuenta
millones de años.
Al salir finalmente por la parte
superior, nos encontramos sobre un gran montón de piedras desmoronadas, con los
muros curvilíneos de otras estructuras más altas elevándose al oeste, y las
taciturnas cumbres de las grandes montañas asomando a lo lejos, sobre los
edificios más derruidos que se veían hacia el Este. El bajo sol antártico de
media noche asomaba rojizo al sur por encima del horizonte mirándonos a través
de agrietadas ruinas, y la tremenda antigüedad y falta de vida de aquella
ciudad de pesadilla parecían más crudas en contraste con cosas relativamente
conocidas y habituales, como los detalles del paisaje polar. Arriba, el cielo,
era una masa convulsa y opalescente de tenues vapores helados, y el frío se nos
agarraba a las entrañas. Soltamos cansadamente las bolsas del equipo, a las que
nos habíamos aferrado de forma instintiva durante nuestra desesperada huida, y
nos abotonamos las ropas de abrigo con vistas a la bajada del escabroso montón
de piedras y al recorrida’ a través del antiquísimo laberinto pétreo hasta las
laderas en que nos aguardaba el aeroplano. De lo que nos había hecho huir de
aquella secreta y arcaica oscuridad de la Tierra, nada dijimos.
En menos, de un cuarto de hora
encontramos la empi-nada cuesta —probablemente antigua escalinata— que conducía
a las estribaciones y por la cual habíamos baja-do, y pudimos ver el bulto
oscuro del aeroplano entre las ruinas diseminadas por la pendiente que teníamos
delan-te. Como a medio camino, nos detuvimos unos instantes para recobrar el
aliento, y volvimos la cabeza para con-templar una vez más el fantástico y
desordenado conjunto de pétreas siluetas que se veían a nuestros pies,
recortadas misteriosamente una vez más contra un occidente desconocido. Al
hacerlo, vimos que el cielo del fondo había perdido la neblina mañanera; los
volátiles vapores del hielo habían ascendido hasta el cenit, en donde sus
burlonas siluetas parecían estar a punto de formar algún extraño dibujo que
temieran definir de forma plena o conduyente.
Se revelaba ahora en el lejano horizonte
blanco de m4s allá de la grotesca ciudad una tenue y difusa línea de picos
color violeta cuyas aguzadas cumbres se elevaban como en un sueño contra el
cautivador color rosa del cielo occidental. Hacia la altura de este tembloroso
borde, ascendía gradualmente la inmemorial altiplanicie, y el hundido cauce del
río desaparecido la cruzaba ser-peando como irregular cinta de sombra. Durante
un se-gundo admiramos, conteniendo el aliento, la cósmica belleza sobrenatural
del espectáculo, y ‘luego un vago terror comenzó a apoderarse de nosotros. Pues
aquel lejano contorno violáceo no podía ser sino las terribles montañas de la
tierra prohibida; y las más altas cumbres de la Tierra y el centro de todo el
mal terrestre; el albergue de horrores sin nombre y de secretos arcaicos,
rehuidos y respetados por quienes temían desentrañar su significado; lugares
nunca hollados por ningún ser vivo terrenal, pero visitados por siniestros resplandores
y transmisores de extraños haces de luz a través de las planicies en la noche
polar; sin duda alguna, el desconocido arquetipo del temido Kadath en el Helado
Desierto de más allá de la aborrecida Leng a la que aluden evasivamente los
meros mitos legendarios.
Si los mapas y los bajorrelieves de
aquella ciudad pre-humana no mentían, aquellas misteriosas montañas color
violeta no podían encontrarse a una distancia muy inferior a las trescientas
millas, y, sin embargo, su apagada y hechizada silueta se recortaba con total
pureza por encima del remoto y nevado borde, como el filo serrado de un
monstruoso y extraño planeta a punto de ascender hacia desacostumbrados cielos.
Su altura tenía que ser, por tanto, tremenda e incomparable, llevándolas hasta tenues
estratos atmosféricos solamente poblados por espectros incorpóreos, de los
cuales algunos osados aviadores han podido hablar apenas entre susurros luego
de ‘haber conservado milagrosamente la vida tras caídas inexplicables. En tanto
que las contemplaba, pensé con inquietud en ciertas esculpidas insinuaciones
acerca de lo que el gran río desaparecido había arrastrado hasta la ciudad
desde sus malditas laderas, y me pregunté en qué proporción estarían
representadas la razón y la insensatez en el miedo de los Primordiales que tan
recelosos se mostraban de esculpirías. Recordé que su extremo septentrional
tenía que estar próximo a la tierra de la Reina María, donde en aquellos
momentos la expedición de sir Douglas Mawson estaría trabajando seguramente a una
distancia de menos de mil millas de donde me hallaba, y deseé que ningún
malhadado accidente permitiera a sir Douglas y a sus hombres columbrar lo que
pudiera haber más allá de la protectora cordillera de la costa. Estos
pensamientos dan una idea del estado de nerviosa inquietud en que me hallaba; y
Danforth parecía estar aun peor.
No obstante, mucho antes de dejar atrás
las ruinas en forma de estrella y de llegar junto al aeroplano, nuestros
temores pasaron a centrarse en la cadena inferior, pero suficientemente
elevada, que tendríamos que cruzar. Desde aquellas laderas, las que se alzaban
negras y cubiertas de ruinas, desnudas y horribles, contra el Este, volvían a
recordarnos las extrañas pinturas asiáticas de Nicholas Roerich; y cuando
pensamos en los pavorosos entes amorfos que podían haber ascendido reptando y
esparciendo su hedor hasta lo más alto de los horadados pináculos, no pudimos
evitar estremecernos ante la perspectiva de sobrevolar de nuevo aquellas bocas
de cueva abiertas al cielo en las que el vendaval gemía con malignos silbidos
musicales que cubrían una escala de desacostumbrado alcance. Y para empeorar
las cosas, percibimos claras señales de niebla en torno a varias de las
cumbres, como debió verlas el desgraciado Lake cuando se equivocó al tomarlas
por volcanes, y pensamos estremecidos en aquella otra neblina de la que
acabábamos de escapar, en aquella neblina y también en el blasfemo abismo,
generador de horrores, del que procedían todos aquellos vapores.
Todo estaba en orden en el aeroplano.
Nos vestimos torpemente las gruesas pieles de vuelo. Danforth puso en marcha el
motor sin dificultad, despegamos suavemente y volamos por encima de aquella
ciudad maldita. Bajo nosotros, los ciclópeos edificios arcaicos aparecían
diseminados como los vimos la primera vez; comenzamos a ganar altura y a virar
para probar el viento antes de enfilar ‘la garganta. A grandes alturas debía
haber una gran perturbación atmosférica, pues las nubes de polvo de hielo del
cenit se retorcían formando toda clase de extrañas figuras; pero a veinticuatro
mil pies, la altura que necesitábamos alcanzar para pasar por el desfiladero,
encontramos condiciones de vuelo favorables. Al aproximarnos a ‘las puntiagudas
cumbres, volvimos a oír los extraños silbidos del viento, y vi que las manos de
Danforth temblaban sobre las palancas de mando. Aunque un simple aficionado,
pensé que en aquel momento tal vez fuera yo mejor que él para gobernar el avión
al cruzar la cordillera volando en la vecindad de aquellos picachos, y cuando
le hice señas para que cambiáramos de asiento, Danforth no protestó. Traté de
poner en práctica toda mi escasa pericia y el control de mí mismo y dirigí la
mirada hacia el trozo de cielo rojizo que se asomaba por entre las paredes del
desfiladero> negándome decididamente a prestar atención a los jirones de
niebla de las cumbres, y deseando tener taponados los oídos, como los marineros
de Ulises al pasar cerca de la costa de las sire-nas, para no oír los
inquietantes silbidos del viento.
Pero Danforth, relevado de su tarea como
piloto y excitado de forma peligrosa, no podía estarse quieto. Sentí cómo se
volvía una y otra vez para mirar hacia atrás, a la terrible ciudad que se iba
alejando; hacia delante en dirección a las cumbres horadadas por las cuevas y a
los cubos que se adherían a ellas como moluscos; hacia un lado para contemplar
el adusto mar de ‘laderas salpicadas de bastiones; y hacia arriba, para mirar
al cielo en que hervían nubes de grotesca configuración. Fue entonces, en el
momento en que yo trataba de atravesar sin peligro la garganta, cuando sus
dementes gritos estuvieron a punto de provocar un desastre al hacerme perder el
control de los mandos y manejarlos torpemente durante unos instantes. Un
segundo más tarde, venció mi decisión y cruzamos la garganta sin novedad, pero
temo que Danforth ya nunca vuelva a ser el de antes.
He dicho que Danforth se negó a decirme
qué postrer horror le hizo gritar tan insensatamente, horror que, estoy seguro
de ello, es el principal responsable de su actual crisis nerviosa. Conversamos
a voces a ratos, dominando los silbidos del viento y el ruido del motor, una
vez que logramos llegar al otro lado de la cordillera y fuimos descendiendo
lentamente camino del campamento, pero tales retazos de conversación versaron
principalmente sobre las promesas que habíamos ‘hecho de guardar el secreto al
abandonar aquella ciudad muerta de pesadilla. Habíamos convenido en que había
ciertas cosas que el público no debía saber ni comentar a la ligera, y no
hablaría ahora de ellas si no fuera por la necesidad de hacer abortar la
expedición de Starkweather Moore y otras expediciones, cueste lo que cueste; Es
absolutamente necesario para la paz y la seguridad de la humanidad que algunos
rincones oscuros y muertos, algunas profundidades insondables de la Tierra, no
sean perturbados, no sea que ciertas adormecidas anomalías recobren vida activa
y ciertas obscenas supervivencias salgan reptando de sus oscuras guaridas para
lanzarse a nuevas y mayores conquistas.
Todo cuanto Danforth ha insinuado es que
aquel horror final no fue sino un espejismo. Dice que nada tuvo que ver con los
cubos y cavernas de aquellas montañas horadadas por innumerables oquedades
hechas como por gusanos, de aquellas montañas de la locura, plagadas de ecos y
vapores, que habíamos cruzado, sino que fue un atisbo diabólico y único de lo
que ‘había allende aquellas otras montañas del oeste, de color violeta y
coronadas por bullentes nubes, montañas que los Primordiales habían rehuido y
temido. Es muy probable que todo ello fuera una pura ilusión nacida de la
tensión que habíamos padecido y del espejismo producido el día anterior cerca
del campamento de Lake, cuando vimos, sin poder reconocerla, la ciudad muerta
del otro lado de la cordillera, pero para Danforth fue tan real que todavía
padece su influencia.
En raros momentos musita frases
incoherentes y caren-tes de sentido relativas a «la sima negra», «el borde
ta-llado», «los proto shogoths», «los cuerpos sólidos sin ventanas y de cinco
dimensiones», «el cilindro sin nombre», «el Faros anterior», «Yog-sothoth», «la
primigenia gelatina blanca», «el color llegado del espacio», «las alas», «los
ojos de la oscuridad», «la escala lunar», «lo original, lo eterno, lo
inmortal», y otras extrañas concepciones, pero cuando recobra por completo el
dominio de sí mismo, lo niega todo achacándolo a sus extrañas y macabras
lecturas de años anteriores. Danforth es, efectivamente, uno de los pocos que
se han atrevido a leer, de la primera a la última, las páginas carcomidas del
ejemplar del Necranomicón que se guarda bajo llave en la biblioteca de la
Universidad.
A gran altura, cuando cruzamos la
cordillera, el cielo se mostraba indudablemente corrompido por extraños vapores
y enormemente perturbado, y, aunque no vi bien el cenit, puedo imaginar que los
remolinos de polvo de ‘hielo pudieron llegar a adoptar extrañas formas. La
imaginación, sabedora de lo vivamente que las escenas distantes pueden
refiejarse, refractarse y ampliarse a veces en tales capas de alborotadoras
nubes, bien pudo hacer el resto, y, naturalmente, Danforth no insinuó ninguno
de estos horrores concretos hasta después de que su memoria pudo inspirarse en
pasadas lecturas. No es posible que le fuera dado ver tantas cosas con tan sólo
una fugaz ojeada.
Por entonces todos sus desvaríos no
pasaban de repetir una palabra única e insensata, de origen más que evi-dente:
«Tekeli-li, Tekeli-li.»
Fin
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