El que acecha en
el Umbral
H.P. Lovecraft & August Derleth
("Novela corta" o "relato largo", escrita en colaboración entre H.P. Lovecraft y August Derleth. Aunque en realidad es una colaboración póstuma)
I.
El Bosque de Billington
Al norte de Arkham se alzan colinas
sombrías, salvajes, cubiertas de bosques y vegetación. Cerca de uno de los
limites de la zona boscosa corre el río Miskatonic hacia el mar. Los viajeros
que atraviesan esta región rara vez se sienten impelidos a adentrarse en los
bosques, a pesar de que existe un camino que penetra entre ellos y
probablemente los atraviesa, así como las colinas y el propio Miskatonic, hasta
llegar de nuevo a campo abierto. Las casas desiertas que han resistido los
estragos del tiempo presentan una apariencia, sorprendentemente uniforme, de
desolación: Aunque la zona boscosa propiamente dicha muestra signos de gran
vitalidad, la comarca circundante no parece fértil. Realmente, un viajero que
recorriera la carretera general del Aylesbury Pike, que es prolongación de la
River Street de Arkham, y luego se alejara de las casas antiguas y puntiagudas
de esta ciudad en dirección oeste y noroeste hacia la extraña y solitaria
comarca de Dunwich, pasado Dean's Comer, no podría por menos de sentirse impresionado
por lo que a primera vista parece repoblación forestal intensiva, pero que,
observado con más detenimiento, resultan ser retoños nuevos de árboles
seculares que habrían debido sucumbir ya al paso del tiempo.
Los habitantes de Arkham han olvidado
casi todo lo que se refiere a aquello. Hubo leyendas, sombrías y vagas, que las
viejas contaban al amor de la lumbre, y algunas de ellas se remontaban a los
tiempos de la caza de brujas. Pero, como tan a menudo sucede en relatos de este
tipo, con el tiempo se fueron disgregando hasta desaparecer por completo. Y
nada quedó de ellos, salvo que el bosque siguió llamándose "bosque de
Billington" y las colinas eran "las de Mr. Billington", igual
que toda la finca, incluido un caserón que no se veía pero que allí estaba, sin
embargo, en lo más profundo del bosque, sobre una loma apacible y, según se
decía, "cerca de la torre y el círculo de piedras". Los árboles,
añosos y retorcidos, no invitaban a los curiosos ni el bosque atraía a ningún
viajero, ni siquiera a los buscadores de antigüe dades, leyendas o costumbres
olvidadas, que habrían podido sentir interés por el viejo caserón de
Billington. Todos esquivaban ej bosque. El viajero casual pasaba de largo, como
con prisa, espoleado por una extraña sensación de desagrado que no se podía
explicar, por fantasías e imaginaciones que le hacían dejar sin pena aquellos
parajes y llegar de nuevo sano y salvo a casa, igual si venia de Arkham o
Boston que de los perdidos villorrios de la zona rural de Massachussetts.
Al "viejo Billington" se le
recordaba en Arkham por los recuerdos que hablan dejado ancianos fallecidos
hacía mucho tiempo. Se había llamado Alijah Billington y habla vivido como un
hacendado a principios del siglo XIX. Había nacido en aquella misma casa, que antes
había sido de su abuelo y de su bisabuelo, y en sus viajes había partido con
rumbo a la madre patria, estableciéndose en la campiña inglesa, al sur de
Londres. Desde entonces no se había vuelto a saber de él, si bien sus impuestos
eran debidamente pagados por una agencia de abogados, cuya dirección en Middle
Temple Lane prestaba dignidad a la leyenda del viejo Billington. Pasaron varios
decenios y era de suponer que Alijah Billington se había reunido con sus
antepasados, igual que sus abogados. También era seguro que su hijo, Laban,
alcanzó la mayoría de edad y que los hijos de sus abogados siguieron repitiendo
idéntico esquema de conducta, pues, aunque los decenios pasaban, el pago de los
impuestos anuales correspondientes a la deshabitada heredad se seguía efectuando
a través de un banco de Nueva York. La finca seguía llevando el nombre de
Billington, a pesar de que a principios del siglo xx se dijo que el último de
los Billington varones, que sin duda era el hijo de Laban, no había dejado
ningún heredero masculino, pasando la sucesión a su hija. No se sabía cómo se
llamaba ésta, salvo el apellido de su marido, que era Dewart; pero estas
habladurías carecían de interés para los vecinos de Arkham y pronto fueron
olvidadas, En efecto, ¿qué representaba para ellos una tal Mrs. Dewart, a la
que nunca habían visto, en comparación con el recuerdo cada vez más lejano del
viejo Billington y sus "ruidos"? Estos ruidos eran lo que más se
recordaba del viejo Billington, especialmente por parte de los descendientes de
unas pocas familias de notables de la comarca que se habían atribuido la misión
de conservar en lo posible las tradiciones locales. Pero tan eficaces habían
resultado las incursiones del tiempo que no había sobrevivido ningún relato de
hechos concretos; sólo se decía que a menudo se oían ruidos al anochecer, o ya
de noche, entre las boscosas colinas donde vivía Billington. No estaba muy
claro, sin embargo, si el propio Alijah era responsable de los ruidos o si
éstos tenían otro origen: En suma, Alijah Billington habría sido olvidado por
completo de no haber sido por sus temibles bosques, por la salvaje y enmarañada
vegetación de sus tierras, por las marismas ocultas en lo más hondo del corazón
del bosque, junto a la casa, de las que en las noches primaverales se elevaban
extraños sonidos y cantos de ranas como jamás se habían oído en parte alguna en
un radio de cien millas a partir de Arkham, y en las de verano brotaba un
resplandor casi sobrenatural que danzaba y se proyectaba en las nubes bajas
cuando el tiempo era tormentoso. Era de común aceptación que tal luminosidad
era producida por miríadas de luciérnagas que habían invadido el lugar en
tiempo inmemorial, junto con las ranas, los insectos y otros bichos. Los ruidos
habían cesado al marcharse Alijah Billington, pero las ranas seguían croando y
no habían disminuido el resplandor de las luciérnagas ni, en las noches
estivales, el canto de los chotacabras.
Después de tantos años de abandono, un
día de marzo de 1921 llegó la noticia de que el gran caserón volvería de nuevo
a abrir sus puertas, lo cual despertó interés y curiosidad crecientes entre los
habitantes de la comarca. En las columnas del Arkham Advertiser se publicó una
noticia breve- y sucinta anunciando que Mr. Ambrose Dewart solicitaba técnicos
y operarios para reparar y acondicionar la "Casa Billington" y que
éstos podían ponerse en contacto personal con él en su habitación del Hotel
Miskatonic, especie de residencia estudiantil que se alzaba en los terrenos de
la Universidad, dominándola desde una altura del terreno. Mr. Ambrose Dewart
resultó ser un hombre de rostro aquilino y mediana estatura, mirada penetrante
y labios finos, cuyo rasgo más llamativo era una cabellera roja que le daba
cierto aire clerical. Era extraordinariamente correcto y poseía un humor severo
que causó una impresión favorable a los obreros que contrató.
Antes de que transcurriera un día más se
supo en Arkham que Ambrose Dewart era efectivamente descendiente directo de
Alijah Billington, que había efectuado una peregrinación al país que sus
antepasados habían adoptado durante tres generaciones o más, y que ahora
pretendía regresar allí. Tenía unos cincuenta años de edad y era de tez morena.
Durante la gran guerra había perdido a su único hijo y, como no tenía otro
heredero, su interés se habla volcado en América, donde pensaba pasar el resto
de sus días. Había llegado a Massachussetts hacía quince días para examinar su
propiedad y lo que allí había encontrado le había satisfecho sin duda, pues en
seguida habla decidido restaurar el caserón y devolverle sus glorias pasadas.
Pronto se percató, sin embargo, de que por el momento tendría que prescindir de
algunas comodidades modernas, como la luz eléctrica, ya que la línea más
próxima pasaba a varias millas de distancia y había que vencer muchas
dificultades mecánicas antes de instalar la electricidad en la casa. Pero no
había razón alguna para demorar el resto de sus planes y durante toda aquella
primavera se realizaron trabajos, la casa fue restaurada y se construyó una
carretera que atravesaba la finca hasta la casa y que después llegaba hasta el
linde del bosque. Para el verano, Mr. Ambrose Dewart tomó solemne posesión de
la casa, tras abandonar su alojamiento en Arkham, y sus obreros fueron
despedidos con una generosa prima, para que regresaran a sus lugares de origen
llenos de asombro y maravillados por las muchas cosas hermosas que contenía la
casa del viejo Billington y por su semejanza con la Casa Craigie, de Cambridge,
habitada durante mucho tiempo por el poeta Longfellow, por su bellísima
escalera de madera tallada, por el despacho de techo altísimo que tenía una
enorme ventana de cristales multicolores que daba a poniente, por la biblioteca
que había permanecido abandonada durante tantos años sin que manos humanas
manejasen los antiguos volúmenes, y por los innumerables objetos que, según Mr.
Dewart, poseían inmenso valor para un amante de las antigüedades.
Poco tardaron en reanudarse las
habladurías y volvieron a desenterrarse recuerdos del viejo Billington, a
quien, según decían, su descendiente se parecía bastante. En el curso de las
conversaciones subsiguientes se mencionaron de nuevo los "ruidos"
relacionados con el viejo Billington y diversas anécdotas de índole bastante
siniestra, cuyo origen nadie conocía a ciencia cierta, salvo que procedían de
aquellas zonas de la comarca de Dunwich donde vivían los Whateley, los Bishop y
otras familias históricas que se hallaban en mayor o menor grado de decadencia
y desintegración. Los Whateley y los Bishop también llevaban viviendo durante
muchas generaciones en aquella zona de Massachussetts y habían sido
contemporáneos, no sólo del viejo Billington, sino del primer Billington, del
que había construido la vieja casona del "rosetón", como llamaban a
la ventana de la biblioteca a pesar de que no lo era. Era de suponer que las
historias que contaban les habían sido transmitidas de generación en generación
y que, si no exactas, por lo menos debían aproximarse bastante a la realidad,
de modo que se volvió a despertar el interés por el Bosque de Billington y por
el propio Mr. Dewart.
Ambrose Dewart, sin embargo, permanecía
felizmente ajeno a las habladurías que su llegada había provocado. Era un
hombre de naturaleza solitaria y disfrutaba de la soledad en que ahora se
hallaba. Su primer interés era informarse lo más detalladamente posible de las
ventajas que ofrecía su finca y a tal finalidad se consagró con asiduidad, sí
bien hay que señalar, en honor a la verdad, que apenas sabía por donde empezar.
Su madre no le había dicho nunca nada de la finca, excepto que la familia
poseía "una propiedad" en Massachussetts y que sería
"prudente" no venderla, sino conservarla siempre en el seno de la
familia, hasta el punto de que, si le ocurría algo a él o su hijo, debería
heredarla un primo suyo de Boston, a quien no conocía, llamado Stephen Bates.
En realidad, toda la información que había recibido se limitaba a unas cuantas
instrucciones misteriosas que sin duda procedían en última instancia de aquel
Alijah Billington que había abandonado la finca para trasladarse a Inglaterra.
Era una serie de instrucciones y normas que él no acababa de entender bien, sin
duda porque aun no se hallaba lo bastante familiarizado con aquellas tierras.
Se le conjuraba, por ejemplo, a que no
permitiera que el agua dejara "de manar alrededor de la isla", a no
"alterar la torre", a no "implorar a las piedras", a no
"abrir la puerta que conduce a tiempo y espacio extraños" y a no
"tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor detalle". Estas
instrucciones no significaban nada para Dewart, pero le tenían fascinado. Desde
que las habla leído no podía quitárselas de la cabeza, pues volvían una y otra
vez a sus pensamientos, como un hechizo, y poco a poco le fueron obligando a
hurgar e investigar por la casa y los bosques, entre las colinas y las
marismas, hasta que por fin descubrió que la casa no era el único edificio de
la finca, pues en ella había también una antiquísima torre de piedra que se
alzaba en lo que parecía haber sido en tiempos una islita rodeada por las aguas
de una corriente que en su día debió descender de las colinas y desembocar en
el Miskatonic. El arroyo tenía ahora aspecto de permanecer seco durante todo el
año excepto en los meses de primavera.
Descubrió todo esto en una tarde de
agosto e inmediatamente quedó convencido de que aquélla era la torre a que se
referían las instrucciones de su antepasado. En consecuencia, la examinó con la
máxima atención y observó que se trataba de una torre cilíndrica de piedra,
rematada por una cubierta cónica, de unos doce pies de diámetro y veinte de
alto, que parecía haber tenido en tiempos una abertura en la parte superior, lo
que sugería que en su origen la torre habla carecido de tejado. Pero en la
actualidad la abertura estaba tapiada. Dewart, que poseía algunos conocimientos
de arquitectura, quedó sumamente intrigado ante el extraño edificio. No hacía
falta estar muy versado en la materia para advertir que las piedras eran
antiquísimas, mucho más - al parecer- que la propia casa. Consigo llevaba una
pequeña lupa, que le habla servido para estudiar ciertos antiquísimos textos
latinos en la biblioteca de la casa, y con su ayuda examinó de cerca los
sillares de la torre, descubriendo que estaban tallados, mediante una técnica
sorprendente y desconocida, con un diseño geométrico análogo, aunque más
pequeño, al que figuraba en la superficie de las piedras utilizadas para tapiar
la entrada. También le resultaba singularmente fascinante la base de la torre,
que era de notable grosor y daba la impresión de hallarse profundamente hundida
en las entrañas de la tierra. Dewart achacó esto último a que probablemente el
nivel del suelo se había elevado desde los tiempos de Alijah Billington.
¿La había, pues, construido Alijah?
Parecía, por lo menos en parte, mucho más antigua, pero en tal caso ¿quién la
había erigido? Este problema intrigó a Dewart y, como había observado la
existencia de numerosos documentos antiguos entre los volúmenes de la
biblioteca de su antepasado, confió en la posibilidad de encontrar alguna
referencia a la torre en alguno de ellos. A fin de examinarlos emprendió el
camino de regreso a casa, aunque no sin antes volverse una vez más para
contemplar la torre desde cierta distancia. Entonces se dio cuenta por primera
vez de que se alzaba dentro de lo que en tiempos debió haber sido un círculo de
piedras comparable en muchos aspectos, para gran satisfacción suya, con los
restos druídicos de Stonehenge. Era evidente que, en su día; había corrido agua
por ambos lados de la islita, y en bastante cantidad, pues aún no habían
desaparecido las señales de erosión a pesar de la espesa maleza que la invadía
y de la acción de lluvias y vientos innumerables a los que ninguna barrera
detenía como a los supersticiosos habitantes de la región.
Dewart caminó sin demasiada prisa. Cuando
llegó a la casa ya se había puesto el sol. Había tenido que bordear la zona
pantanosa que se extendía entre el lugar donde se alzaba la torre y la loma
donde estaba construida la casa. Se preparó la cena y, mientras comía, estuvo
reflexionando sobre cuál sería la mejor forma de abordar la investigación que
había decidido emprender. Los documentos que había en la biblioteca eran en su
mayoría muy antiguos; algunos de ellos sería imposible leerlos, pues se le
desharían entre las manos. Afortunadamente, sin embargo, había unos pocos en
pergamino y sería posible manejarlos sin que se destruyeran. También había un
librito encuadernado en piel que llevaba la inscripción "Laban B."
trazada por una mano infantil: Debía tratarse del hijo de aquel Alijah que había
abandonado esta tierra con rumbo a Inglaterra hacía más de un siglo. Después de
cavilar, Dewart decidió empezar por el diario del niño, pues tal resultó ser el
librito.
Lo leyó a la luz de un quinqué, pues el
problema de la electricidad había quedado sepultado en algún rincón oficial del
que, según le prometieron, saldría algún día la solución, adecuada. El quinqué,
junto con el rojizo resplandor del hogar -pues la noche estaba fría y había
encendido la chimenea- daban al despacho una agradable intimidad, y Dewart
pronto se perdió en el pasado que iba surgiendo de entre las amarillentas
páginas que tenía ante sí. El niño, Laban - que, según calculó Dewart, debía
ser su propio bisabuelo--, era sin duda una criatura muy precoz, pues cuando
empezó el diario tenía nueve años y, al final del libro, once, como pudo
comprobar Dewart hojeando sus últimas páginas. Se notaba que era un chico
extremadamente perspicaz para captar detalles, y no sólo referentes a los
acontecimientos domésticos.
En seguida descubrió Dewart que el niño
era huérfano de madre y que, al parecer, su único compañero era un indio
Narragansett que estaba al servicio de Alijah Billington. Se llamaba Quamus o
Quamis, pues de las dos maneras escribía el niño su nombre, como si no
estuviera seguro de cuál de las dos formas era la correcta. Evidentemente, la
edad del indio se aproximaba más a la de Alijah que a la del niño, pues en las
crónicas de éste, escritas en amplia caligrafía infantil, se advertía hacia él
un respeto que resultaría impropio si fuera de su misma, o parecida edad. El
diario se iniciaba con un relato de la vida cotidiana del muchachito, pero
después ya no volvía a referirse a ella sino para dejar constancia de que sus
tareas hablan sido cumplidas. En cambio, se dedicaba a relatar lo que hacia
durante las pocas horas de la tarde en que no tenía que estudiar y podía
corretear a su gusto por la casa -o cuando le acompañaba el indio- por los
bosques. Sin embargo, según decía, le habían aconsejado que no se alejara mucho
de la casa.
Del relato se desprendía que el indio
era callado y poco comunicativo, excepto cuando relataba al niño algunas
leyendas de su tribu, en cuyo caso se volvía locuaz. El niño era imaginativo y
se complacía en la compañía del indio, a pesar de su talante, anotando a veces
en el diario algunos de los relatos que le contaba. A medida que avanzaba el
diario, se veía también que el indio ejecutaba para Alijah ciertos trabajos
"después de la hora de cenar".
Hacia la mitad del diario faltaban
varias páginas que habían sido arrancadas, por lo que existía una laguna en la
relación manuscrita por Laban. Inmediatamente después venía una anotación
fechada el diecisiete de marzo (aunque sin precisar de qué año), que Dewart
leyó con creciente interés, pues la ausencia de las páginas precedentes
subrayaba la importancia de su contenido.
"Hoy, después de la última hora de
estudio, salimos a la nieve y Quamis se fue por la marisma y yo me quedé
esperándole en un árbol caído, que no me gustaba mucho, y me pareció que sería
mejor seguirle. Conque seguí las huellas que había dejado en la nieve, que
había caído por la noche, y le encontré otra vez donde padre nos había
prohibido que fuéramos, o sea, en la orilla del arroyo que pasa por donde la
torre. Estaba de rodillas y tenía los brazos levantados y decía en voz alta
palabras de su idioma, que yo no lo entiendo porque me lo han enseñado muy
poco, pero decía una cosa que sonaba como Narlato o Narlotep. Yo le iba a
llamar, pero me vio e inmediatamente se puso en pie y vino adonde yo estaba y
me cogió de la mano y me llevó lejos de allí. Entonces le pregunté si estaba
rezando o qué, y que por qué no iba a rezar a la capilla que habían hecho unos
blancos que se llamaban misioneros para que fueran los indios; pero no me
contestó y sólo me dijo que no dijera a mi padre dónde habíamos estado, porque
si se lo decía le castigarían a él por haber ido a ese sitio, que se lo tenía
prohibido su amo. Pero ese sitio está pelado, entre rocas, y es difícil llegar
hasta allí porque está rodeado de agua y a mí no me interesa y no sé qué ve
allí Quamis para que se atreva a desobedecer las órdenes de padre. "
Durante los dos días siguientes no había sino anotaciones carentes de interés,
pero a continuación figuraba una frase velada que daba a entender que Alijah
había descubierto, y castigado, la desobediencia del indio, aunque el chiquillo
no mencionaba en qué había consistido el castigo. Tras siete anotaciones más,
banales todas ellas, el diario volvía a hacer referencia al "sitio
prohibido". En esta ocasión, el niño y el indio habían sido sorprendidos
por una súbita tormenta de nieve y se habían extraviado. Fueron a trompicones
de un lado para otro, pues la capa de nieve era muy espesa y el sol de finales
de marzo la había ablandado. Los copos se les metían en los ojos y cayeron
varias veces al suelo antes de darse cuenta de que se hallaban "en un
sitio que yo no conocía, pero Quamis dio un grito muy fuerte y me llevó a
rastras de allí y yo me había dado cuenta de que estábamos junto al arroyo que
pasa por la isla de las piedras y la torre, pero habíamos llegado por la parte
de allá. No me explico cómo habíamos llegado allí, porque habíamos salido en
dirección contraria, hacia el Este, pues queríamos ir dando un paseo hacia el
río Miskatonic, pero la nieve había empezado a caer tan de repente que debía
habernos confundido y nos habíamos desorientado. A Quamis se le veía con tanta
prisa y tanto miedo que le volví a preguntar por qué se asustaba, pero me
contestó lo mismo que la otra vez, o sea, que a padre "no le gusta".
Quiere decir que no le gusta que yo vaya por allí, aunque me deja ir a correr
por los demás sitios de la finca y también me deja, ir a Arkham, pero me tiene
prohibido ir hacia Dunwich e Innsmouth y tampoco debo detenerme en la aldea
india que hay en las montañas de detrás de Dunwich".
Después no volvía a hacerse referencia a
la torre, pero en cambio encontré ciertos párrafos que me resultaron
interesantes. Tres días después de las anotaciones relativas a la tormenta de
nieve, el niño dejó constancia de que se habla producido un rápido 'deshielo
que "se llevó toda la nieve de la tierra". Y aquella noche, según
anotó a la mañana siguiente, "me despertaron extraños sonidos que venían
de las colinas, como grandes gritos, y me levanté y fui a mirar primero por la
ventana que da a levante y allí no vi nada, y luego fui a mirar por la que da a
mediodía y allí tampoco vi nada; y entonces reuní todo mi valor y salí de mi
cuarto sin hacer ruido, atravesé todo el vestíbulo y llamé a la puerta del
cuarto de mi padre, pero no me contestó y yo creí que no me había oído. Conque
me atreví a abrir la puerta y entré en la habitación. Me fui derecho a la cama
y me quedé muy sorprendido al ver que no estaba allí ni tampoco había señales
de que hubiera estado acostado en la cama aquella noche. Entonces miré por
casualidad por la ventana de su cuarto, que da a poniente, y me di cuenta de
que había como una especie de resplandor azul o verdoso que salía por encima de
los árboles que hay en la hoya que forman allí las colinas hacia poniente, y me
quedé asombrado, pues de esa dirección venían los sonidos que había oído, y que
los seguía oyendo, que eran como grandes gritos, pero no gritos humanos ni
tampoco de ningún animal que yo conociera. Y, mientras estaba allí, en la ventana
medio abierta, paralizado de miedo y asombro, me pareció que de lejos venían
otras voces parecidas, de la parte de Dunwich o Innsmouth, que se quedaban en
el aire como un eco. Al cabo de un rato se fueron callando las voces y también
desapareció el resplandor del cielo. Me fui a la cama; pero esta mañana, cuando
vino Quamis, le pregunté qué era lo que había hecho tanto ruido por la noche, a
lo que me contestó que yo había estado soñando y que él no sabía nada, pero que
de todas maneras no se lo contara a padre, y que me lo guardara para mí solo.
Conque tampoco le dije lo que había visto, que bastante asustado estaba ya el
pobre, como si mi padre fuera a oír lo que estábamos hablando. Estuve a punto
de decirle que estaba preocupado por mi padre, que no estaba en su habitación,
pero por lo que dijo Quamis, resulta que mi padre sí que estaba en casa, y
además en su habitación, que se había quedado a dormir hasta muy tarde. Conque
hice como si me olvidara de lo que había oído y visto, como me había dicho Quamis,
y vi que Quamis se quedaba tan tranquilo y ya no parecía tan asustado".
Durante los quince días siguientes, las
anotaciones de Laban se referían a asuntos banales, como sus estudios o sus
lecturas. Luego volvía a aparecer otra referencia misteriosa, breve esta vez,
pero aguda: "Parece que los ruidos vienen de poniente, pero estoy seguro
de que los contesta otro grito que viene de levante, o sea, de Dunwich o de los
campos incultos de alrededor." De nuevo, al cabo de cuatro días, el
chiquillo escribió que, poco después de haberse acostado, se levantó de la cama
para ver la luna nueva y vio a su padre fuera de la casa. "Iba con Quamis
y llevaban algo entre los dos, pero no me pude dar cuenta de lo que era. En
seguida desaparecieron por la esquina de la casa, hacia levante, y yo me fui al
cuarto de mi padre a mirar si los veía, pero no los vi aunque sí oí la voz de
mi padre que venía del bosque." Aquella misma noche, a altas horas, había
despertado de nuevo por "grandes ruidos, como los de antes, y me quedé en
la cama escuchándolos, y me di cuenta de que a veces formaban como una especie
de cántico y otras veces eran chillidos destemplados y terribles que daba miedo
oírlos". Durante algún tiempo después había anotado observaciones análogas
y de ese modo transcurrió casi un año.
Su penúltima anotación era
extraordinariamente intrigante. Durante toda la noche el niño había estado
oyendo los "grandes ruidos" de las colinas y le parecía que todo el
mundo tenía que estar oyendo aquellas voces que se alzaban en las lúgubres
tinieblas. Por la mañana "no vi a Quamis y pregunté por él. Me dijeron que
Quamis se había ido y que no volverla y que nosotros también nos iríamos antes
de que volviera a ser de noche. Que llevaríamos muy poco equipaje y que fuera
preparando mis cosas. Mi padre parecía tener unas ganas terribles de irse,
aunque no decía adónde. Pero yo suponía que nos íbamos a ir a Arkham o, como
mucho, a Boston o Concord y no se lo pregunté. Me apresuré a obedecerle, sin
saber qué coger para llevarme y por fin he cogido cosas que me pueden hacer
falta en un viaje, como pantalones limpios y cosas así. Estoy muy preocupado
por la prisa de mi padre, que quiere que nos vayamos a media tarde como mucho y
dice que le quedan muchas cosas que hacer antes de irnos. Pero sí ha tenido
tiempo de preguntarme varias veces si estaba preparado, si había terminado de
hacer mi equipaje y cosas así".
La última anotación del diario, tras de
la cual sólo quedaban algunas páginas en blanco, había sido escrito aquella
misma tarde: "Mi padre dice que nos vamos a Inglaterra. Atravesaremos el
océano en un barco e iremos a visitar a los parientes que tenemos en ese país.
Ya es media tarde y padre casi ha terminado ya de hacer sus cosas." A
continuación, con una caligrafía ornamental, había añadido: "Este es el
diario de Laban Billington, hijo de Alijah y de Lavinia Billington, de once
años cumplidos hoy hace una semana." Dewart cerró el libro con cierta
perplejidad y, sin embargo, lleno de interés. Tras las insólitas palabras que
allí había escrito el muchacho se ocultaba un enigma trascendental, del cual
desgraciadamente el niño no había averiguado lo suficiente para proporcionar a
Dewart ninguna pista útil. La escueta narración, sin embargo, contenía datos
que explicaban por qué en la casa habían quedado libros y documentos que
lógicamente no deberían estar allí. En efecto, la apresurada partida de Alijah
y su vástago no le habla permitido preparar la casa para una larga ausencia.
Tampoco había ninguna indicación, por otra parte, de que Alijah tuviera
intención de regresar; pero debió pensar que no era muy posible que así fuera,
pese a llevarse tan pocas cosas consigo.
Dewart volvió a tomar el diario y lo
hojeó rápidamente, releyendo párrafos aquí y allá, y de este modo tropezó con
otra misteriosa anotación en la que antes no había reparado por hallarse en
medio de unos párrafos, aparentemente banales, dedicados a describir con cierto
detalle una visita que el niño había realizado a Arkham en compañía del indio
Quamis. "Me extrañó mucho que en todas partes nos trataban con mucho
respeto y casi con miedo. Los comerciantes eran con nosotros más obsequiosos de
lo normal y nadie se metió con Quamis como suelen meterse con los indios por
las calles de las ciudades. Una o dos veces me di cuenta de que había unas
viejas hablando de nosotros en voz baja y oí que decían la palabra Billington
con un tono que parecía como si no fuese un apellido decente, porque lo decían
con desconfianza, y no me equivoco ni mucho menos porque lo oí muy bien, pero
al volver a casa Quamis me dijo que me lo había imaginado." Así, pues, el
viejo Billington era temido o mal mirado y lo mismo sucedía a cualquier otra
persona relacionada con él. Este descubrimiento adicional provocó en Dewart un
estado de excitación casi febril. Aquélla era una aventura fantástica que no se
parecía nada a las habituales investigaciones genealógicas. Allí había un
misterio profundo e insondable, algo fuera de lo común y ajeno a toda rutina.
Estimulado por el aroma del misterio, Dewart se sentía dominado por la emoción
de la caza.
Avidamente se lanzó al cúmulo de papeles
y documentos, pero no tardó en sentirse vivamente decepcionado, pues la mayoría
de ellos parecía referirse a materiales de construcción y contratos de trabajo,
y algunos otros a listas de libros que Alijah Billington había comprado en
ciertas librerías de Londres, París, Praga y Roma. Casi había alcanzado el
punto culminante de su desilusión cuando, por casualidad, topó con un
manuscrito apenas legible que llevaba un título de lo más sugerente: De las
malignas brujerías llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma
Humana. Parecía haber sido copiado de un original perdido, o que al menos no se
hallaba allí, y era evidente que no todo el original había sido copiado y que
no todo lo copiado resultaba inteligible. Sin embargo, el documento podía
descifrarse en líneas generales, si bien merced a esfuerzos considerables.
Dewart lo fue leyendo lentamente, con muchas dudas y vacilaciones y parándose a
menudo a reflexionar. Pero el texto le fascinó de tal manera que cogió papel y
pluma y se puso copiarlo laboriosamente. El manuscrito empezaba, por lo visto,
en mitad del original.
"Mas para no hablar demasiado
Extensamente de tan hórrida cuestión, sólo añadiré lo que suele referirse acerca
de un Suceso ocurrido en Nuevo Dunnich cincuenta años ha, en los tiempos en que
Mr. Bradford era Gobernador. Dícese que cierto Richard Billington, habiendo
sido instruido en parte por Malos Libros y en parte por un antiguo Mago de los
Indios Salvajes, tanto se alejó de las buenas Costumbres Cristianas que no sólo
se declaraba Inmortal en la carne sino que construyó en los bosques un vasto
Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al Diablo y lo llamaba
Espacio de Dragón y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las
Sagradas Escrituras. Habiendo llegado estos Hechos a conocimiento de los
Magistrados, negó todo trato Blasfemo, mas al poco tiempo mostró en privado
signos de gran Temor por alguna Cosa, que él mismo la había invocado de Noche y
había bajado de las Alturas en horas de Oscuridad. En aquel año se cometieron
siete muertes violentas en los bosques próximos las Piedras de Richard
Billington y los muertos estaban todo quebrados y deshechos como nunca ha sido
visto por el Hombre. Cuando se dijo de hacer un Juicio, Billington se perdió de
Vista y no volvió a oírse Palabra acerca de él. A los dos meses de entonces, de
Noche, oyóse una Banda de Salvajes Wampanaug que vino con Cánticos y Aullidos a
estos Bosques y es de parecer que tiraron Abajo el Circulo de Piedras e
hicieron muchas más cosas además. Al poco, su Jefe Misquamacus, que era aquel
Mago de quien Billington había aprendido algunas de sus Brujerías, se vino a la
ciudad y relató a Mr. Bradford algunas Cosas extrañas: a saber, que Billington
había cometido un Daño que no podía repararse por completo y que a no dudar
había sido devorado por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante
Conjuros e Invocaciones. Y dijo que no existía ningún Medio de devolverla al
Sitio de donde había Venido, visto lo cual el Sabio Wampanaug la había
capturado y aprisionado en el Lugar donde anteriormente se había alzado el
Círculo de Piedras.
"Habían cavado tres Anas de
profundidad y dos de ancho y Allí habían hechizado al Demonio con Hechizos de
ellos sabidos, y lo habían cubierto con (aquí venía un renglón ilegible)...
labrado el que denominan Signo Ancestral. En éste, ellos... (de nuevo había
unas cuantas palabras ilegibles)... extraído del Abismo. El anciano Salvaje
afirmaba que en Modo alguno debía alterarse o tocarse este lugar, no fuera a
quedar suelto otra vez el Demonio, lo cual sucedería si se quitaba del Lugar la
Piedra plana que llevaba labrado el Signo Ancestral. Habiendo sido interrogado
sobre la forma que tiene el Demonio, Misquamacus se cubrió el Rostro salvo los
Ojos e hizo una Narración muy curiosa y Detallada, diciendo que a veces es
pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y
otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de
Serpientes.
"Se llama Ossadagowah, que
significaba (esta palabra había sido corregida para dejarla en
"significa") el hijo de Sadogowah, y se le tiene por un Espíritu
Espantoso del que los Antiguos decían que había venido de las Estrellas y habla
sido adorado anteriormente en las Tierras del Norte. Los Wampanaug y los Nanset
y los Nahriganset sabían cómo hacerlo bajar del Cielo pero nunca lo hicieron,
pues conocían Su gran Malignidad. También sabían cómo capturarlo y
aprisionarlo, pero no sabían cómo hacerlo volver al Lugar de donde venía. Se
declaró que las antiguas Tribus de Larnah, que vivían bajo la Osa Mayor y
habían sido destruidas hace mucho tiempo por su Maldad, sabían cómo tratar con
El en todos Sentidos. Muchos hombres presuntuosos decían poseer Conocimiento de
estos y otros Secretos Exteriores, pero ninguno en Estas Partes pudo dar Prueba
alguna de dicho Conocimiento. Decían algunos que Ossadogowab a veces regresaba
al Cielo por propia voluntad sin que nadie le enviara, pero que no podía bajar
a la Tierra si no era Invocado.
"Todo esto dijo el anciano Brujo
Misquamacus a Mr. Bradford, y desde entonces Nadie ha vuelto a tocar el
Montículo que hay en los Bosques cerca de la Charca, al sudoeste de Nuevo
Dunnich, y lo han dejado en Paz. En estos veinte años ha desaparecido la Piedra
Alta, pero el Montículo está señalado por la Circunstancia de que ni hierba ni
arbusto crecen en él. Gentes serias dudan que el malvado Billington fuera
devorado, como creen los Salvajes, por lo que él mismo invocara en el Cielo
Nocturno y algunos Ociosos refieren que ha sido visto en diversos lugares. El
Mago Misquamacus dijo que no desconfiaba de que Billington hubiera sido
Arrebatado, mas no diría que había sido devorado como creen otros de entre los
Salvajes, pero si afirmaba que Billington ya no estaba en esta Tierra, por lo
que había que dar Gracias a Dios." Como apéndice de este curioso documento
figuraba una nota garrapateada evidentemente a toda prisa que decía: "Cf.
Prod. Tau. del Rev. Ward Philips." Dewart supuso acertadamente que debía
tratarse de alguna referencia a uno de los libros de la biblioteca. Sin pérdida
de tiempo acercó la lámpara a las estanterías y se puso a examinar los títulos
de los volúmenes. Había una notable diversidad de obras y la mayoría le eran
totalmente desconocidas. Allí estaban la Ars Magna et Ultima de Lulio, la
Clavis Alchimiae de Fludd, el Liber Ivonis, obras de Alberto Magno, la Clave de
la Sabiduría de Artephous, los CuItes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis
Mysteriis de Ludvig Prinn y otros muchos volúmenes deteriorados por los años y
relacionados con la filosofía, la taumaturgia, la demonología, la cábala, las
matemáticas y temas afines, entre ellos varios tomos de Paracelso y Hermes
Trismegisto que tenían señales de haber sido muy usados. Fascinado por estos
títulos pero decidido a dominar su deseo de sacarlos uno a uno para
examinarlos, Dewart tardó algún tiempo en descubrir el libro que buscaba. Por
fin lo encontró, casi escondido en un rincón de una estantería situada a cierta
distancia de donde él había estado sentado.
Se titulaba Prodigios Taumatúrgicos
Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra y su autor era el Rev. Ward
Phillips, descrito en el frontispicio de la obra como "Pastor de la
Segunda Iglesia de Arkham, en la Bahía de Massachussetts". El volumen era
sin duda una reimpresión de una obra anterior, pues estaba fechado en Boston en
el año 1801. No era un volumen precisamente delgado y Dewart supuso que el Rev.
Ward Phillips, al igual que muchos clérigos, había sido incapaz de reprimir sus
afanes moralizadores mientras desarrollaba sus tesis. El libro carecía de
índices o registros y, como se acercaba la medianoche, Dewart no sintió ningún
entusiasmo ante la perspectiva de mirar página por página todo aquel volumen,
que además había sido imprimido con eses largas y otros signos tipográficos en
desuso que dificultaban su lectura. En cambio, se le ocurrió la brillante idea
de que, si Alijah Billington había usado mucho ese volumen lo más probable es
que la encuadernación del lomo hubiera cedido por algunas partes y el libro se
abriera solo por las páginas que su dueño soliera consultar con más frecuencia.
Llevó, pues, el libro y el quinqué a la mesa y tras depositar éste en un lugar
conveniente, colocó el libro sobre su desgastado lomo de piel y dejó que se
abriera por sí mismo, lo que efectivamente ocurrió, tras ayudarle con unos
golpecitos, por un lugar correspondiente aproximadamente a los dos tercios de
su grosor.
Estaba impreso en una imitación de letra
gótica que resultaba un tanto extraña pero que no era tan difícil de leer como
el documento que Dewart acababa de descifrar. Además había una nota escrita al
margen -Cf. narr. de Rich. Billington- que indicaba sin ninguna duda que aquél
era el pasaje que buscaba. No era muy largo, aunque de índole episódica, y no
iba precedido ni seguido por ningún párrafo especialmente relacionado con el
tema, pues el Rev. Ward Phillips había aprovechado la ocasión para endilgar un
breve sermón sobre los "daños de asociarse con Demonios, Familiares &
Demás". Pero el pasaje en sí era extrañamente inquietante.
"Pero con respecto a la General
Infamia; ningún Informe más terrible ha llegado a mi Conocimiento que el
relativo a lo que la Dama Doten, Viuda de John Doten de Duxbury, en las Antiguas
Colonias, trajo de los Bosques de la Candelaria de 1787. Afirmaba esta Dama,
como asimismo sus vecinas, que el Monstruo le había nacido a ella y declaró
bajo juramento que no sabía de qué forma había Ocurrido, pues no era Bestia ni
Hombre sino una especie de Murciélago con rostro humano. No emitía sonido
alguno pero lo miraba todo con ojos funestos. Había, sin embargo, quienes
aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un fallecido de antiguo
llamado Richard Bellingham o Bollinhan, de quien se afirma que desapareció por
completo tras asociarse con Demonios en la comarca de Nuevo Dunnich. La
horrible Bestia Humana fue examinada por el Tribunal y quemaron a la bruja por
Orden del Sherif Superior el 5 de junio del año 1788." Dcwart volvió a leer
varias veces este pasaje. Contenía ciertas implicaciones pero ninguna estaba
clara. En circunstancias ordinarias tales implicaciones podrían haber sido
pasadas por alto; pero leídas inmediatamente después de lo que Alijah habla
titulado "narr. de Rich. Bíllington", y de la aparición del nombre
"Richard Bellingham o Bollinhan", apuntaban sin equivocación posible
a Richard Billington. Desgraciadamente, por mucho que se esforzó Dewart; fue
incapaz de imaginar ninguna explicación del enigma. El pasaje del Rey. Ward
Phillips podía sugerir que un tal Richard Bellingham, suponiendo que fuera
Richard Billington, no había sido destruido -"devorado por una Cosa que él
había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e Invocaciones"- como creía
la superstición popular, sino que se había internado con sus malignas prácticas
en las profundidades del bosque, cerca de Duxbury, y allí había engendrado un
linaje secundario cuyo último descendiente había sido el monstruo descrito por
el reverendo. Por otra parte, cuando la Dama Doten trajera al mundo al horrible
mutante todavía no había transcurrido un siglo desde los tristemente célebres
juicios de brujas, y bien pudiera ser que las supersticiones de aquella época
todavía siguieran arraigadas entre los incrédulos, clérigos o laicos, que
vivían por entonces en la zona de Duxbury y "Nuevo Dunnich", que
seguramente era el pueblo que ahora se llamaba Dunwich y que efectivamente se
hallaba en la misma comarca.
Dewart se fue a la cama excitado y
deseoso de proseguir sus investigaciones. Sin embargo; cayó dormido en seguida,
aunque, como había sospechado, se pasó las horas nocturnas soñando con extrañas
criaturas parecidas a serpientes y murciélagos. En cambio, sólo se despertó una
vez en toda la noche. Durante unos momentos tuvo la clarísima sensación de que
le estaban vigilando desde arriba. Pero no le fue difícil apartar estas
fantasías y volverse a dormir.
A la mañana siguiente, considerablemente
repuesto por el descanso, Amhrose Dewart se lanzó a descubrir todo lo que
pudiera de su antepasado Alijah en otras fuentes que su propia biblioteca.
Cogió el coche y se fue a Arkham, centro urbano que siempre le recordaba a
ciertos pueblecitos antiguos de Inglaterra, y allí se recreó en sus puntiagudos
tejados apiñados, llenos de ventanucos y buhardillas, en sus portales de
montante semicircular y en los estrechos callejones, paralelos al Miskatonic,
que conducían de calles escondidas a olvidadas plazoletas; Inició su búsqueda
en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic, donde consultó los preciados
volúmenes encuadernados del Arkham Advertiser y la Arkham Gazette de hacía un
siglo.
La mañana era clara y brillante y Dewart
disponía de todo el tiempo que le hiciera falta. En muchos aspectos, Dewart era
un investigador nato; se lanzaba a las investigaciones lleno, de entusiasmo,
aunque rara vez las proseguía hasta el final. Se acomodó en un rincón lleno de
luz, con una mesa de lectura para él solo, y comenzó a recorrer pausadamente
los semanarios de cuando vivía su tatarabuelo, que estaban llenos de noticias
curiosas que llamaban su atención y le hicieron olvidarse varias veces del tema
que había ido a investigar. Recorrió los números correspondientes a varios
meses antes de dar con el nombre de su antepasado, y por pura casualidad, pues él
lo había estado buscando en las columnas de noticias y donde lo encontró fue en
la sección de cartas al director. Su comunicación era corta y ruda.
"Señor: he leído en su periódico
una noticia firmada por un tal John Druven, Esq., sobre cierto libro del que es
autor el Rey. Ward Phillips de Arkham, la cual noticia habla de dicho libro en
términos muy elogiosos. Cuenta me doy de que es costumbre dedicar finas
palabras a los miembros del clero, pero John Druven Esq. habría hecho mayor
favor al Rey. Ward Phillips si hubiera señalado que hay cosas en la existencia
que es mejor dejar en paz y mantenerlas alejadas de las habladurías del vulgo.
Su seguro servidor, Alijah Billington." Inmediatamente Dewart se puso a
buscar la contestación y la encontró en el número de la semana siguiente.
"Señor: dícese que el comunicante
Alijah Bi]lington sabe perfectamente de qué escribe. He leído el libro y le
estoy agradecido, declarándome, pues, por partida doble su obediente servidor
en nombre de Dios. Rev. Ward Phillips." No encontró más comunicaciones de
Alijah, aunque las buscó minuciosamente en muchos números siguientes. A pesar
de sus afanes moralizadores, el Rev. Ward Phillips no parecía menos templado
que Alijah Billington. Luego pasó cierto tiempo sin hallar mención alguna del
nombre de Billington, transcurriendo varias horas - y varios años del
Advertíser y la Gazette- aptes de verlo citado de nuevo. Se trataba esta vez de
una breve noticia.
"El Sherif Superior se sirve
notificar a Alijah Billington, domiciliado cerca de Aylesbury Pike, que cese y
desista de los trabajos en que ocupa sus noches en especial que haga cesar los
ruidos que allí se producen. El Squire Billington ha solicitado ser escuchado
por el Tribunal del Condado que se reunirá en Arkham el mes próximo." No
venía ninguna otra noticia sobre el tema hasta que Alijah Billington se
presentó ante los magistrados.
"El acusado Alijah Billington
declaró que no ocupa sus noches en trabajo alguno, que él no produce ruidos ni
los origina de ninguna otra forma, que respeta las leyes del Estado y que
desafía a cualquiera a que demuestre lo contrario. Se presentó a sí mismo como
víctima de personas supersticiosas que querían causarle molestias y que no
comprendían que viviera solo desde que falleciera su llorada esposa hacía siete
años. No permitió que su criado indio Quamis, fuera citado a declarar. En
repetidas ocasiones reclamó la presencia de su denunciante, pero se observó que
éste no deseaba comparecer y, al no presentarse nadie, el mencionado Alijah
Billington quedó justificado y se ordenó la invalidación de la noticia
divulgada por el Sherif Superior." Era evidente que los "ruidos"
mencionados en el diario del niño Laban no habían sido fruto de su imaginación.
Este incidente sugería además que quienes habían presentado la denuncia contra
Alijah Billington temían enfrentarse directamente con él. Pero daba la
sensación de que en este temor había algo más que la habitual repugnancia de
los calumniadores a verse cara a cara con la víctima de su calumnia. Si el niño
había oído los ruidos y el anónimo denunciante también, era evidente que otras
personas tenían que haberlos oído. Pero nadie se atrevió a declarar que había
oído ruidos ni a imputárselos a Alijah Billington. No cabía duda de que
Billington inspiraba temor, si no miedo. Probablemente había sido un hombre
directo y osado que podía llegar a la agresividad, sobre todo en defensa
propia. A Dewart esto le pareció digno de encomio y excitó aún más su interés
por el creciente misterio. Supuso que el asunto de los ruidos recibiría a
partir de entonces mayor atención de la prensa y, en cierto modo, así fue, en
efecto.
Al cabo de un mes escaso apareció en la
Gazette una carta bastante impertinente de un tal John Druven, que
probablemente era el autor de la reseña del libro del Rev. Ward Phillips. Sin
duda había debido sentirse ofendido por el seco comentario crítico de Alijah
Billington y a continuación se interesaba por los disgustos de Billington con
el Sherif Superior.
"Señor: con ocasión de un paseo que
di esta semana por el oeste y noroeste de Arkham, la noche me sorprendí en los
bosques próximos a Aylesbury Pike conocidos con el nombre de Bosque de
Billington. Mientras me esforzaba en orientarme para salir de allí, percibí no
mucho después de caída la oscuridad un terrible sonido sobre cuya índole me
siento incapaz de dar explicaciones, el cual provenía al parecer de los
pantanos que se extienden detrás de la casa de Alijah Billington. Durante algún
rato permanecí escuchando el mencionado clamor, que me alteró sobremanera, pues
en algunos momentos me pareció reconocer en él los inconfundibles de una
criatura abrumada por el dolor o la enfermedad y, de haber sabido qué dirección
tomar, me habría dirigido hacia él, pues soy hombre sensible al sufrimiento
ajeno. Los ruidos continuaron durante un período de media hora o tal vez algo
más y luego fueron cesando hasta quedar todo en silencio y yo reanudé mi
camino. Su seguro servidor, John Druven." Dewart deseó vivamente que esta
comunicación hubiera provocado una airada réplica de su antepasado, pero habían
transcurrido las semanas sin que nada apareciera en la prensa. Sin embargo,
parecía estar cristalizando cierta oposición a Billington, pues, a falta de
respuesta por parte de éste, se publicó una carta abierta del Rev. Ward Phillips
en la que éste se ofrecía voluntario para encabezar un comité encargado de
investigar el lugar de los ruidos a fin de averiguar sus causas y ponerles fin
al instante. La carta estaba perfectamente calculada para provocar a Billington
y consiguió su objetivo. Mi antepasado. ignoró en su réplica al ministro y al
autor de la reseña del libro y publicó el siguiente anuncio: "Se hace
saber que cualquier Persona o Personas que traspasen los límites de la Finca
conocida como Bosques de Billington o los Pastos y Tierras adscritos a los
mencionados Bosques de Billington, serán detenidos como allanadores y puestos
bajo Arresto para ser Juzgados. Alijah Billington ha comparecido en el día de
hoy ante el Magistrado y declarado ante él que sus propiedades se hallan
debidamente señaladas contra toda clase de Allanadores y Vagabundos y que está
prohibido entrar en ellas sin Permiso." Este anuncio motivó una inmediata
réplica del reverendo Ward Phillips, quien escribió que "al parecer
nuestro Vecino Alijah Billington no desea que se lleve a cabo investigación
alguna sobre los ruidos y prefiere seguir siendo el único que tenga
Conocimiento de los mismos". Concluía su artera comunicación preguntando
sin rodeos a Alijah Billington por qué "temía" que los ruidos y sus
causas fueran investigados o suprimidos.
Alijah, sin embargo, no era hombre que
se dejara abatir por tales maniobras. Poco después contestó que no tenía
intención de permitir que le acusaran de ese modo; tampoco tenía razones para
suponer que "el autodenominado Rev. Ward Phillips o su protegido el
caballero John Druven" se hallaran debidamente capacitados para llevar a
cabo tal investigación; y luego la tomaba con los que aseguraban haber oído
ruidos. "En lo tocante a estas Personas, no estaría de más preguntarles
qué hacían fuera a tales horas de la Noche, en que las Personas decentes se
hallan en la cama o al menos en su casa, y no vagando por los Campos, ocultos
en las Sombras, en pos de sabe Dios qué placeres o empeños. No presentan
ninguna prueba de haber oído ruidos. El declarante Druven asegura en voz muy
alta que ha oído ruidos, pero no menciona que alguien le hubiera acompañado.
También, hace menos de cien años, hubo quienes, alegando oír voces, acusaron a
hombres y mujeres inocentes que fueron condenados a una muerte la más horrible,
por Brujos y Hechiceros; mas tampoco tenían pruebas. El declarante ¿es buen
conocedor de los sonidos nocturnos del campo para distinguir entre lo que él
llama los acentos inconfundibles de una criatura abrumada por el dolor y el
mugido de un toro o el berrido de una vaca que busca un ternero perdido o
muchos otros sonidos de análoga Naturaleza?. Preferible sería que gentes como
él meditaran antes de hablar y no se dejaran engañar por sus oídos y también
que no miraran hacia lo que Dios no quiere que se vea." Era desde luego
una carta ambigua. Hasta entonces Billington no había puesto a Dios por testigo
de su inocencia. La carta, aunque certera en algunos aspectos, mostraba
indicios de haber sido escrita apresuradamente y sin la debida reflexión. En
resumen, Billington daba pie para que le atacaran y era de esperar qué así lo
hicieran, como efectivamente sucedió. Tanto el Rev. Ward Phillips como John
Druven lanzaron contra él un ataque frontal.
El sacerdote escribió, casi tan secamente
como Billington, que observaba con satisfacción, "y doy por ello gracias a
Dios, que ese señor Billington reconoce que existen Cosas que Dios desea que el
hombre no vea, y sólo deseo que el citado Billington tampoco haya mirado hacia
ellas".
En cambio, John Druven ridiculizaba a
Alijah. "En verdad ignoraba que el Vecino Billington poseyera toros y
vacas y terneros, con cuyos mugidos el declarante se halla familiarizado por
haberse criado entre ellos. El declarante añade, pues, que no oyó mugido de toro,
vaca o ternero en las proximidades de los Bosques de Billington. Ni tampoco
balido de cabra u oveja, rebuzno de asno ni voz de ningún animal conocido. Y
ruidos los hay, eso es innegable, pues yo los he oído y otros también." La
carta seguía en este tono.
Habría sido de esperar algún tipo de
réplica por parte de Billington, pero no sucedió así. Ninguna comunicación
volvió a publicarse firmada por él en la prensa, pero a los tres meses apareció
en la Gazette un carta del punzante Druven anunciando que había sido invitado a
investigar a su gusto los Bosques de Billington, ya solo o en compañía, con tal
de que avisara previamente a Billington a fin de que éste tomara las medidas
pertinentes para evitar que fuera tratado como un intruso. Druven manifestaba su
intención de aceptar a su debido tiempo la invitación de Billington.
Durante algún tiempo no se supo más
sobre el tema. Pero luego empezaron a salir una serie de párrafos siniestros y
cada vez más alarmantes a medida que transcurrían las semanas. La primera
noticia era aparentemente inofensiva. Decía únicamente que "el caballero
John Druven, colaborador ocasional de esta publicación", no había
entregado su colaboración a tiempo de que saliera en el número de esta semana,
y que era de esperar que pudiera aparecer en el de la próxima. A la semana
siguiente, sin embargo, la Gazette publicaba un suelto relativamente extenso
donde comunicaba que John Druven "no ha sido localizado. No se halla en su
domicilio de River Street y actualmente se está llevando a cabo una
investigación para descubrir su paradero". A la semana siguiente, la
Gazette revelaba que la colaboración que Druven no había llegado a entregar se
refería a la visita que había efectuado a la casa y los Bosques de Billington
en compañía del reverendo Ward Phillips y de Deliverance Westripp. Ambos
acompañantes atestiguaban que los tres habían regresado. Pero aquella misma
noche, según la mujer que le atendía, Druven habla salido de casa sin decir a
dónde iba, pese a habérselo preguntado. Interrogados sobre las investigaciones
que habían efectuado en torno a los ruidos oídos en los Bosques de Billington,
el Rev. Phillips y Deliverance Westripp contestaron que no recordaban nada,
salvo que su anfitrión se había mostrado muy cortés con ellos y hasta les habla
servido un almuerzo preparado por su criado, el indio Quamis. El Sheriff
Superior dirigía las pesquisas que se llevaban a cabo para aclarar la
desaparición de John Druven.
A la cuarta semana seguía sin haber
noticias de John Druven.
Lo mismo sucedió en la quinta.
Y luego, silencio durante tres meses, al
cabo de los cuales el Sheriff Superior desistió de continuar la investigación
relativa a la extraña desaparición de John Druven.
Tampoco se publicó una palabra sobre
Billington. Todo el asunto de los famosos ruidos del Bosque de Billington
parecía haber perdido de pronto todo interés. Ni en la sección de noticias ni
en las cartas al director volvía a aparecer el nombre de Billington.
Seis meses después de la desaparición de
Druven, sin embargo, los acontecimientos se desencadenaron con desconcertante
rapidez. Dewart observó certeramente que la prensa trataba los hechos con
prudencia y moderación manifiestas, ya que hechos semejantes habrían dado
origen, en la época actual, a titulares sensacionalistas. Durante un plazo de
tres semanas, cuatro relatos distintos ocuparon las páginas principales de la
Gazette y el Advertiser.
El primero de ellos se refería al
descubrimiento de un cuerpo horriblemente destrozado y mutilado a la orilla del
mar, en las inmediaciones de la ciudad portuaria de Innsmouth, junto a la
desembocadura del río Manuxet. El cadáver fue identificado como John Druven.
"Se supone que Mr. Druven se hizo a la mar y sufrió heridas mortales al
naufragar el barco en que viajaba. Cuando fue hallado el cuerpo, llevaba varios
días muerto. Visitó Arkham por última vez, que se sepa, hace seis meses y desde
entonces no se había sabido de él. Su cuerpo parece haber soportado grandes
penalidades, pues su rostro denotaba intenso sufrimiento y tenía muchos huesos
fracturados. "El segundo articulo se refería al antepasado de Dewart, al
omnipresente Alijah Billington. Se hacía saber en él que Billington y su hijo
Laban habían partido para visitar a sus parientes de Inglaterra.
Una semana después, el indio Quamis, que
había trabajado para Alijah, era "requerido por el Sheriff Superior para
ser interrogado, pero no ha podido ser hallado. Han sido enviados dos
alguaciles a casa de Alijah Billington, pero a nadie encontraron allí. Dado que
la casa estaba cerrada y sellada, no pudieron entrar en ella por carecer del
correspondiente mandamiento judicial". Las pesquisas efectuadas entre los
indios que todavía quedaban por entonces en la comarca de Dunwich, al noroeste
de Arkham, no dieron resultado. Los indios ni sabían ni querían saber nada de
Quamis, e incluso dos de ellos "negaron que tal Persona perteneciera a su
tribu y aun que existiera".
Finalmente, el Sheriff Superior dio
publicidad a una carta inconclusa que el difundo Druven había empezado a
escribir la noche de su extraña e inexplicable desaparición, hacía ya siete
meses aproximadamente. Iba dirigida al Rev. Ward Phillips y presentaba indicios
de haber sido "redactada apresuradamente" según el comentario de la
Gazette. Había sido descubierta por la casera de Druven y entregada al Sheriff
Superior, quien hasta ahora no había revelado su existencia. La Gazette la
reprodujo íntegramente.
Al Rev. Ward Phillips Iglesia Baptista
French Hill, Arkham
Mi estimado amigo: Le escribo para
comunicarle que me veo asaltado por un sentimiento de Grave Extrañeza e
Intensidad tal que el recuerdo de los Hechos que presenciamos esta misma tarde
parece disgregarse y desvanecerse de mi Memoria. Me es imposible dar razón de
lo Sucedido, pero aún debo añadir que me veo forzado a pensar más en nuestro
anfitrión de hoy, el temible Billington, como si tuviera que volver a él.
Paréceme asimismo ingrato suponer que mediante artes Mágicas añadiera a la
Comida que juntos compartimos algún Artificio concebido para deteriorar la
Memoria. No piense mal de mí, mi buen Amigo, pero me es difícil recordar lo que
vimos en el circulo de Piedras del bosque, y a cada instante que pasa mis
recuerdos se tornan más confusos...
Así terminaba la carta; esto era todo.
La Gazette la reproducía tal como había sido encontrada, absteniéndose de sacar
cualesquiera conclusiones de ella. El Sheriff Superior se limitó a declarar
que, a su regreso, Alijah Billington sería debidamente interrogado. Y nada más.
Poco después se publicó la noticia del entierro del desdichado Druven y, al
cabo de algún tiempo, una carta del reverendo Ward Phillips comunicando que
algunos feligreses suyos que vivían en el campo cerca del Bosque de Billington
le habían informado de que no habían vuelto a oírse ruidos nocturnos desde que
Alijah Billington se había marchado al extranjero.
En los seis meses siguientes de ambas
publicaciones no volvía a registrarse mención alguna de Billington y Dewart
decidió suspender la lectura. A pesar de lo fascinante que le resultaba esta
investigación, tenía los ojos muy cansados; además se había olvidado por
completo de comer y ya era media tarde. Realmente no tenía hambre, pero le
pareció preferible no seguir abusando de la vista. Los relatos que acababa de
leer le habían dejado estupefacto.
Hasta cierto punto se sentía
decepcionado, pues le hubiera gustado encontrar una información más precisa. Lo
que había leído estaba impregnado de sutil vaguedad, de brumas casi míticas, y
resultaba aún menos tangible que los crípticos fragmentos descubiertos en la
biblioteca de Alijah Billington. Los informes periodísticos en sí no decían
nada concreto. Realmente, la única prueba - y circunstancial- de que los
detractores de Alijah Billington habían oído de verdad ruidos por la noche era
el diario de Laban. Por lo demás, la imagen que de Billington daba la prensa
era la de un truhán irascible y casi pendenciero, que no temía en absoluto
verse cara a cara con sus acusadores. Había salido bien librado de todas las
escaramuzas periodísticas, si bien el Rev. Ward Phillips le había atinado en el
blanco una o dos veces. No cabía duda de que el libro cuya reseña había
provocado la airada réplica de Alijah era Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en
el Canaán de Nueva Inglaterra; y, aunque no había ninguna prueba concreta que
hoy en día pudiera admitir un tribunal de justicia, sí que había una
coincidencia muy notable en el hecho de que el más acerbo crítico de Alijah,
John Druven, hubiera desaparecido de modo tan extraño. Además, la inconclusa
carta de Druven planteaba ciertos problemas estremecedores. De ella podía
deducirse que Alijah había echado algo en la comida para que sus invitados el
comité investigador- olvidaran lo que habían visto; ergo habían visto algo que
sustanciaba las veladas acusaciones formuladas por Druven y el Rev. Ward
Phillips. Pero en aquel fragmento epistolar había algo aún más esencial:
"como si tuviera que volver a él". Pensar en esta frase le daba
angustia a Dewart, pues parecía dar a entender que Billington, mediante algún
procedimiento, se las había arreglado para atraer hacia sí al más agrio de sus
críticos y le había producido la muerte tras haberle hecho desaparecer de
escena en primer lugar.
Claro que todo esto no eran sino
suposiciones, pero Dewart no dejó de darles vueltas en su magín mientras
regresaba a la casa del bosque. Al llegar a ella volvió a buscar los documentos
que había leído la noche anterior y permaneció durante un rato estudiándolos e
intentando por todos los medios establecer una relación entre el Richard
Billington del documento y el temido Alijah. No es que buscara una relación de
parentesco, pues era evidente que pertenecían a la misma familia aunque se
hallaran separados por varias generaciones, sino una conexión sustancial entre
los increíbles acontecimientos descritos en el documento y las noticias
publicadas en los semanarios de Arkham. Tras considerar minuciosamente el
asunto, llegó a la conclusión ineludible de que dicha conexión tenía que
existir, aunque no fuera más que por la coincidencia de que en ambas relaciones
de hechos, separados entre sí por más de un siglo en el tiempo y varias millas
en el espacio, pues unos habían tenido lugar en "Nuevo Dunnich" que
sin duda era el Dunwich actual (a menos que entonces se llamara así a toda la
comarca) y otros en los Bosques de Billington, en ambas relaciones -repito- se
hacía mención de un "círculo de piedras" que inevitablemente le traía
a la memoria los restos druídicos que circundaban la torre de piedra que se
alzaba en el lecho de un arroyo seco, afluente del Miskatonic.
Dewart se preparó varios emparedados,
deslizó una naranja y una linterna en sendos bolsillos de la chaqueta y partió,
a la luz del atardecer, con intención de contornear la zona pantanosa y caminar
hasta la torre. Llegó, entró y comenzó inmediatamente a examinarla de nuevo. En
su interior, formando una amplia espiral pegada al muro, ascendía una escalera
de piedra extremadamente estrecha y tosca. Por ella fue subiendo Dewart, no sin
cierto recelo, observando que a todo lo largo de la misma corría una especie de
decoración primitiva pero impresionante, consistente en un bajorrelieve que,
según observó en seguida, estaba compuesto por un único motivo ornamental
repetido y encadenado hasta la parte superior de la escalera, la cual terminaba
por fin en una pequeña plataforma tan próxima al tejado que apenas dejaba
espacio para que Dewart se mantuviera allí en cuclillas. La luz de la linterna
le permitió observar que el bajorrelieve esculpido a lo largo de la escalera
también aparecía en la plataforma y se inclinó hacia él para examinarlo de
cerca. Así descubrió que se trataba de un diseño intrincado formado de círculos
concéntricos y líneas radiales que, cuánto más atentamente lo miraba, más
perplejidad le producía, como un laberinto óptico que parecía cambiar de forma
y dibujo de un momento a otro. Dewart dirigió hacia arriba la luz de la
linterna.
En su anterior examen de la torre le
había dado la impresión de que en la parte del techo que parecía de origen más
reciente había también algo esculpido, pero ahora vió que sólo una piedra
portaba tal decoración. Era un bloque enorme y plano de piedra caliza del mismo
tamaño aproximado que la plataforma en que él se hallaba agachado. Sin embargo,
el motivo esculpido no repetía el diseño de los bajorrelieves de la escalera
sino que representaba toscamente una estrella en cuyo centro aparecía como un
ojo único y gigantesco; pero no era un ojo sino más bien un rombo quebrado con
ciertas líneas que sugerían llamas o acaso un solo pilar de fuego.
Para Dewart este diseño no poseía más
significado que el del bajorrelieve de la escalera. Lo que le interesó fue
observar que el cemento que sujetaba el bloque había sucumbido en parte a las
inclemencias del tiempo y se le ocurrió que con un poco de maña podría quitar
el que quedaba y sacar la piedra de su sitio para dejar una abertura en el
techo cónico. Además, al pasear la luz de la linterna por la cara interna del
techo, se dio cuenta de que en su origen la torre había sido construida con una
abertura allí, la cual más tarde había sido obturada mediante el bloque plano
en cuestión. Este se distinguía de las restantes piedras del edificio en que
era menos tosco y tenía un tinte grisáceo que podía deberse a que era más
reciente que los demás sillares o también, en parte, a la oscuridad que reinaba
en el interior de la torre.
Mientras permanecía allí agachado,
Dewart llegó a la conclusión de que debía devolver a la torre su estructura
original. Cuanto más pensaba en esta restauración, más le obsesionaba, hasta
que decidió efectuar el cambio deseado y quitar el bloque, lo que le permitiría
poder ponerse de pie en la plataforma. Barrió con la luz de la linterna el
suelo de tierra y, viendo un trozo de piedra que le podría servir de cincel,
bajó cuidadosamente por la escalera para cogerlo. Tras sopesarlo y probarlo
brevemente, volvió a subir a la plataforma y se puso a estudiar el modo de
llevar a cabo sus propósitos sin peligro. La piedra no era tan grande que no
pudiera por lo menor desviaría para que cayera fuera de la plataforma, pero
pesaba demasiado para sostenerla en vilo. En vista de ello se acurrucó junto al
muro y empezó a picar cuidadosamente el cemento, iluminándose con la linterna
que había fijado precariamente al bolsillo de la chaqueta. Al cabo de poco
estaba seguro de que conseguirla aflojar y sacar la piedra. Vio que primero
tenía que desprender el cemento de la parte más próxima a él, de tal modo que
el bloque de piedra no cayera encima de la plataforma ni de él, sino que se
estrellara en el suelo de tierra del interior de la torre.
Se concentró en su tarea y al cabo de
media hora cayó la piedra como había previsto, sin rozar la plataforma, lo que
le exigió un esfuerzo físico considerable. Entonces Dewart pudo ponerse en pie
y se encontró contemplando, a través de la abertura, las marismas que se
extendían al este de la torre. Así se dio cuenta por primera vez de que la
torre se hallaba en línea con la casa, pues más allá de las marismas y de los
árboles que había detrás vio la luz del sol poniente reflejándose en una de las
ventanas de la casa. Durante unos momentos se preguntó qué ventana sería, pues
nunca había visto la torre desde abertura alguna de la casa, pero se dijo que
en realidad tampoco había intentado averiguar si se veía desde allí. Además, a
juzgar por las dimensiones de la ventana, no podía tratarse sino de la vidriera
de colores del despacho, a través de la cual no se había asomado nunca.
Dewart no conseguía imaginarse para qué
habían construido allí esa torre. Mientras estaba allí, apoyé las manos en el
borde de la abertura recién practicada y observó que se hallaba por encima del
techo de la torre, incluso por encima de su misma cúspide, y que su vista
abarcaba toda la bóveda celeste. Quizá la hubiera construido un primitivo
astrónomo. Desde luego era un buen observatorio para contemplar el giro de los
cuerpos celestes en las alturas. También observé Dewart que el techo cónico
estaba construido con sillares de piedra tan gruesos como los de los muros, de
más de un pie de espesor, quizá de quince pulgadas. El hecho de que el tejado -
o, mejor dicho, la bóveda que cerraba la torre por su parte superior hubiera
permanecido intacta durante tantos años testimoniaba la pericia del primitivo
arquitecto que la había construido, así como tal vez otros edificios, para
luego desaparecer sin dejar constancia alguna en la historia. Pero la
explicación de que la torre hubiera sido erigida con fines astronómicos no le
satisfacía plenamente, pues no estaba situada en una colina, ni siquiera en una
loma elevada, sino en una isla, o en lo que en tiempos había sido una isla,
hacia la cual descendía el terreno circundante por tres de sus cuatro lados y
sólo por el restante bajaba la cuesta suavemente hacia el Miskatonic, que
discurría a cierta, distancia entre los árboles. Además, era pura casualidad
que la torre dominara los cielos, pues no crecían árboles en sus inmediaciones,
ni tampoco, por cierto, matorrales ni hierbas de ningún tipo. Aun así, el
horizonte quedaba oculto tras los árboles de las colinas que lo cerraban, de
tal manera que las estrellas sólo eran visibles cuando ya estaban bastante
altas y desaparecían de la vista un rato antes de ponerse por occidente, lo que
no era ciertamente la situación ideal para un astrónomo.
Al cabo de un rato, Dewart volvió a
descender las escaleras, se ocupó de apartar a un lado la enorme piedra que
había dejado caer y salió de la torre por el arco vacío que no oponía obstáculo
de ningún tipo al viento y a la intemperie, circunstancia ésta que hacía que la
obturación de la abertura del techo resultase más sorprendente aun.
No se detuvo a cavilar, sin embargo,
sobre este particular, pues la luz disminuía a medida que el sol se iba
hundiendo por detrás del cinturón de árboles. Mientras se comía el último
emparedado que le quedaba, emprendió el camino de regreso, volvió a contornear
la linde del pantano y subió la cuesta que conducía a la casa, cuyos cuatro
grandes pilares delanteros, empotrados en el muro frontal, destacaban por su
blancura en la creciente oscuridad del crepúsculo. Se sentía vigorizado y satisfecho,
como siempre que progresaba en algún trabajo que había emprendido. Aunque
durante aquel día había descubierto en realidad pocas cosas concretas y
unívocas, se había enterado de preocupaciones, leyendas y modos de pensar
típicos de esa región, y también había aprendido muchas cosas de su antepasado,
el providente Alijah, que tanto revuelo armara en Arkham en su tiempo para
dejar luego tras de sí un misterio insondable que pocos hablan logrado igualar
después. En realidad había recopilado una gran cantidad de datos, pero no sabía
a ciencia cierta si correspondían todos al mismo conjunto o si, por el
contrario, representaban facetas de conjuntos distintos.
Al llegar a casa estaba fatigado.
Resistió la tentación de volver a sumergirse en los libros de su tatarabuelo,
para dar descanso a sus ojos, y en cambio se puso a planear metódicamente sus
próximas investigaciones como si aquellos centenares de libros antiguos no
estuvieran al alcance de su mano. Cómodamente instalado en el despacho, con un
buen fuego ardiendo en la chimenea, Dewart repasó mentalmente todos los
aspectos de la investigación que estaba llevando a cabo para determinar qué
camino le convenía seguir a fin de obtener los resultados más rápidos y
provechosos. Varias veces se acordó del desaparecido criado Quamis y de pronto
se dio cuenta de que también existía cierto paralelismo entre su nombre y el
del mago citado en el antiguo documento, Misquamacus. La palabra Quamis o
Quamus -pues el niño la había escrito de las dos maneras- contenía, en su
segunda forma ortográfica mencionada, dos de las cuatro sílabas del nombre del
hechicero indio y, aunque era cierto que muchos nombres indios se parecían
entre sí, también era probable que la onomástica correspondiente a las
distintas familias, o clanes, mantuviera una semejanza razonablemente
consistente.
Estas ideas le sugirieron la posibilidad
de que todavía vivieran en las colinas o en las zonas más retiradas de la
comarca de Dunwich algunos parientes o descendientes de Quamis. El que hubiera
sido repudiado por su pueblo hacía más de cien años no preocupaba a Dewart,
pues quizá precisamente por eso era recordado más vivamente que otros
personajes de más relumbrón en los que el romanticismo se habría confabulado
con el tiempo para velar o difuminar los rasgos de su personalidad. Si el
tiempo lo permitía, bien podría al día siguiente, orientar en este sentido sus
indagaciones. Y, tras tomar esta decisión, Dewart se fue a la cama.
Durmió bien, aunque en dos ocasiones se
removió inquieto en el lecho y se despertó con la sensación de que las mismas
paredes vigilaban su sueño.
A media mañana, después de haber
contestado varias cartas que llevaban algunos días esperando respuesta, salió
de la casa con rumbo a Dunwich. El cielo estaba encapotado y soplaba un fino
viento del Este que presagiaba lluvia. Como consecuencia de este cambio de
tiempo, las colinas boscosas con sus cimas coronadas de piedra, que tan
características eran de la comarca de Dunwich, aparecían sombrías y ominosas.
Pocos viajeros atravesaban aquella región, pues quedaba un tanto apartada de
las grandes rutas y, además, porque a los que la conocían les sugería
decadencia y ruina, porque sabían que sus caminos se estrechaban a veces hasta
convertirse en sendas cenagosas ahogadas por hierbajos y zarzas que crecían
pujantes entre las cercas de piedra que la encajonaban. No llevaba Dewart mucho
camino recorrido cuando, de pronto, fue agudamente consciente de la
singularidad de aquella región, tan radicalmente distinta incluso de la que
rodea la antigua ciudad de Arkham, la de los tejados puntiagudos. Pues, en
contraste con las suaves colinas que bordean el Aylesbury Pike, próximo a
Arkham, las montañas de Dunwich estaban quebradas por barrancos y gargantas
extrañamente profundos, sobre los cuales saltaban puentes desvencijados que
parecían centenarios. Las propias montañas estaban peregrinamente coronadas de
piedras que, pese a la enmarañada maleza que crecía entre ellas, sugerían la
intervención de la mano humana hacía decenios o siglos. Vistas ahora contra las
nubes tormentosas, las montañas parecían contemplar con rostro maligno, como
torvos reyes coronados de piedra, al viajero solitario que recorría en coche
sus estrechos caminos cenagosos y cruzaba sus puentes destartalados.
Dewart observó, con un curioso
cosquilleo en el cuero cabelludo, que hasta el follaje parecía allí
anormalmente crecido, y aunque interpretó este dato en el sentido de que la
naturaleza reclamaba la tierra tan ostensiblemente abandonada por sus
propietarios, no por ello dejaba de resultar sorprendente que las enredaderas
fueran tan largas, que los matorrales crecieran tan vertiginosos. Le recordaban
a ciertas remotas laderas de su país natal. El Miskatonic atravesaba la comarca
corno una serpiente y, aunque Dewart se había ido alejando de él, de pronto se
vio ante sus aguas sombrías, doblemente oscuras en esta región, y contempló un
extraño panorama de prados con rocas y marismas lujuriantes donde todavía
sonaba la flauta del sapo gigante, a pesar de la estación del año.
Llevaba conduciendo tal vez una hora por
aquel terreno tan absolutamente ajeno al que suele considerarse típico del este
de los Estados Unidos, cuando llegó a ese racimo de casas que era Dunwich, al
que ningún cartel anunciador identificaba y cuyas casas en su mayoría estaban
abandonadas y en distintos grados de ruina. En la iglesia de roto campanario se
hallaba instalado, según le pareció a Dewart tras un rápido vistazo, el único
establecimiento comercial del poblado, y en vista de ello condujo el coche en
su dirección y lo dejó estacionado junto a la acera. Había dos viejos
andrajosos apoyados contra la pared y, no sin dejar de notar que ambos
presentaban ciertos rasgos biológicos de degeneración mental y física, Dewart
les dirigió la palabra.
-¿Alguno de ustedes sabe si quedan
indios por esta región? Uno de los viejos se despegó del edificio y se acercó
tambaleante al coche. Tenía los ojos estrechados y hundidos profundamente en
una piel que parecía cuero. Dewart observó que sus manos parecían garras y,
suponiendo que el individuo se acercaba para contestar a su pregunta, se
inclinó un tanto impaciente de modo que su rostro quedó claramente visible en
la ventanilla del coche.
Recibió, pues, una desagradable sorpresa
cuando su supuesto informador retrocedió de un salto que casi dio con sus
huesos en el suelo.
- ¡Luther! -llamó con voz temblorosa al
otro, todavía más viejo, que había quedado atrás-... ¡Luther, ven acá! - Y,
cuando el otro consiguió asomarse por encima de su hombro, señaló a Dewart y
dijo: ¿No te acuerdas de aquel retrato que nos enseñó un día Mrs. Giles? -Luego
prosiguió, excitado: - Es él, ¡seguro que es él reencarnado! ¿A que es igual
que el retrato? ¡Ha llegado el tiempo, Luther, ha llegado el tiempo que decían!
Cuando él vuelva, el otro volverá también.
El segundo viejo le dio un tirón de la
chaqueta.
- Espera un momento, Seth, no tengas
prisa. Pregúntale por el signo.
¡El signo! -exclamó Seth-. ¿Tiene usted
el signo, forastero? Dewart, que en toda su vida no había encontrado personajes
semejantes, sintió una súbita sensación de repugnancia. Tuvo que realizar un
esfuerzo consciente para no dejar traslucir su disgusto, pero no pudo evitar
cierta rigidez en el tono de voz.
-Estoy buscando rastros de las antiguas
familias indias -dijo secamente.
-Por aquí no quedan indios - dijo el
llamado Luther.
Dewart aventuró una breve explicación.
Ya sabía que no quedaban indios. Pero sí confiaba en encontrar alguna familia
que tuviera sangre india en las venas. Utilizó las palabras más sencillas que
pudo. y en ningún momento dejó de percibir con inquietud la fija mirada de
Seth.
-Eh, Luther, ¿cómo se llamaba aquel
tipo? - preguntó éste de pronto.
- Billington. Así se llamaba.
-¿Usted se llama Billington? -preguntó
descaradamente Seth.
- Mi tatarabuelo era Alijah Billington -
contestó Dewart-. Y lo de las familias que le decía...
Apenas se hubo identificado, ambos
viejos cambiaron completamente de actitud.
- Usted coge el camino de Glen y se para
en la primera casa que encuentre en el lado de acá de Spring Glen. Es la casa
de Bishop. Esos tienen sangre india y a lo mejor algo más que usted no pregunta
por ello. Y más vale que se vaya usted de aquí antes que se pongan a charlar
los chotacabras y las ranas, que se puede usted perder por alguna de estas
partes y oír cosas raras que vuelan y hablan por los aires. Claro que como
usted lleva sangre de los Billington a lo mejor no le importa, pero yo se lo
tengo que decir si usted me lo pregunta.
.¿Cuál es el camino de Spring Glen?
-preguntó Dewart.
- Usted coge el segundo camino a la
izquierda y sigue derecho adonde le lleve el camino. No tendrá que ir lejos. Es
la primera casa que se encuentra usted al lado de acá de Spring Glen. Si Mrs.
Bishop está en casa, ya le contará ella lo que usted quiera saber.
Dewart estaba deseoso de arrancar lo
antes posible. Le desagradaba la ordinariez de aquellos viejos, que no sólo
estaban sucios y descuidados, sino que además mostraban estigmas de
consanguinidad que se hacían evidentes en sus orejas extrañamente malformadas y
también en las cuencas de los ojos. Sin embargo; le tenía intrigado de dónde se
habían sacado aquellos viejos el nombre de Billington.
- Usted habló antes de Alijah Billington
- dijo-. ¿Qué se dice de él por aquí? - ¡Nosotros no queríamos ofenderle,
señor, no hemos dicho nada malo! -contestó apresuradamente Luther-. Usted coge
el camino de la izquierda y tira hacia el Glen.
Dewart mostró cierta impaciencia.
Seth se inclinó un poco hacia él y dijo
disculpándose: -Sabe usted, a su tatarabuelo le apreciaban aquí, y Mrs. Giles
tiene un retrato de él, que lo pintó uno que conocía ella, y usted tiene un
algo de él, sí, señor. Ya decían que la sangre de Billington volvería al
caserón del bosque.
Dewart tuvo que conformarse con esto. Se
daba cuenta de que aquellos viejos desconfiaban de él, aunque él, por su parte,
no dudara de la veracidad de los datos que le habían proporcionado. Giró, pues,
sin novedad por el camino de Spring Glen, que ascendía entre las colinas bajo
un cielo cada vez más invadido por la noche, y por fin llegó al manantial que
daba nombre a la hoya . Allí volvió a girar, pues sabía que la casa de los
Bishop se hallaba en las inmediaciones y, tras una breve búsqueda, dio con una
casa baja, revestida de madera, que hacia mucho tiempo había sido pintada de
blanco. Al principio le pareció de estilo neoclásico, pero al acercarse se dio
cuenta de que era mucho más antigua. Esta era la casa de los Bishop, según
rezaba el letrero, toscamente caligrafiado y apenas legible por el tiempo y la
intemperie, que habla clavado en uno de los postes de la entrada. Subió por un
sendero invadido por la maleza, entró cautelosamente en un porche bajo que
amenazaba ruina y llamó a la puerta lleno de recelo, pues la casa tenía tal
aire de abandono que le parecía imposible que alguien viviera allí.
Pero le contestó una voz --una voz vieja
y cascada de mujer- que le dijo que entrara y expusiera el motivo que lo traía
por allí.
Dewart abrió la puerta y al instante le
asaltó un hedor casi nauseabundo. La habitación en que acababa de entrar estaba
oscura, pero no sólo por la hora del día, sino porque las ventanas estaban
cerradas y no había ninguna luz encendida. Gracias a que dejó entreabierta la
puerta de entrada pudo distinguir la figura de una vieja acurrucada en una
mecedora. Sus blancos cabellos casi resplandecían en las tinieblas de la
habitación.
--Siéntese, forastero --dijo.
-¿Es usted Mrs. Bishop? - preguntó él.
La vieja reconoció que, en efecto, ella
era Mrs. Bishop. Y Dewart, un tanto apresuradamente, se lanzó a contarle su
historia de que iba en busca de los descendientes de las antiguas familias
indias de aquella región. Le habían dicho que quizá ella misma tuviera sangre
india.
-Y le han dicho bien, señor. Por mis
venas corre la sangre de los Narragansetts y, antes que ellos, la de los
Wampanaugs, que eran más que indios. -Lanzó una risita-. Y usted se parece a
los Billington.
-Eso me han dicho -contestó secamente-.
Soy de la familia.
- ¡Un Billington que viene husmeando por
aquí y buscando indios! ¿No andará usted buscando a Quamis? -¡Quamis! - exclamó
Dewart, sobresaltado. Pero inmediatamente llegó a la conclusión de que la
historia de Billington y su criado Quamis debía haber llegado a oídos de Mrs.,
Bishop.
--¡Ay, ya veo que se asusta, forastero!
Pero es inútil que busque a Quamis, porque no volvió. Ni nunca volverá. Se fue
allí y ya no quiere volver aquí nunca jamás.
-¿Qué sabe usted de Alijah Billington?
-preguntó bruscamente Dewart.
- ¡Vaya pregunta! Yo lo único que sé es
lo que me han contado los míos. Alijah sabía más que cualquier mortal -la vieja
lanzó una risita sofocada-. Sabía más que lo que debe saber un hombre. Magia y
ciencias antiguas. Un sabio, eso es lo que era Alijah Billington. Buena sangre
le ha tocado a usted para ciertas cosas. Pero no haga usted lo que él, y tenga
cuidado: deje la piedra en su sitio, y que la puerta esté bien cerrada y
sellada para que los de afuera no puedan volver.
A medida que hablaba la vieja, una
extraña sensación de ansiedad se fue infiltrando insidiosamente en la
conciencia de Ambrose Dewart. La empresa en que con tanto entusiasmo se había
embarcado le alejaba ahora del mundo de los libros y revistas antiguos para
introducirle en un universo real que cada vez le resultaba más siniestro y
maligno. La vieja bruja, voluntariamente entapujada en las sombras de la
habitación --sombras que ocultaban sus facciones, pero que la permitían ver a
Dewart y reconocer, como los dos viejos del pueblo, su parecido con Alijah
Billington--, empezó a parecerle demoniaca. Su risita cascada era obscena y
horrible, tenue como los chillidos casi inaudibles de los murciélagos. Y las
palabras que pronunciaba con tanta naturalidad le parecían a Dewart, que de
ordinario era hombre poco imaginativo, llenas de un significado extraño y
terrible. Sin duda a él le correspondería, refutarías, pero le resultaba
extraordinariamente difícil enfocar la situación de un modo prosaico y
racional. Mientras escuchaba a la vieja se decía que no era de extrañar que un
lugar tan perdido como aquellas montañas de Massachussetts abundara en extrañas
supersticiones y creencias sobrenaturales. Y sin embargo en Mrs. Bishop
advertía algo más que mera superstición, como un conocimiento oculto que le
daba una secreta superioridad sobre él. La actitud de la anciana contenía un
punto de desdén y Dewart se sintió incómodo sin saber por qué.
-¿Qué es lo que sospechaban de mi
tatarabuelo? --¿No lo sabe? -¿Brujería? -¿Pactos con el Diablo? - la vieja
volvió a reír entre dientes-. No, no era eso. Era algo que nadie puede decir.
Algo que salía vagando y gritando por los montes y formaba una música infernal.
Pero de Alijah no se apoderó. Alijah Lo llamó y El vino; Alijah Le mandó ir y
El se fue. Y se fue adonde está ahora, acechando y esperando que llegue Su hora
y ha llegado el momento en este siglo que la puerta vuelva a abrirse para que
El pueda salir de nuevo a merodear por los montes como antaño.
Las oblicuas referencias de la vieja
parecían aludir a alguna especie de demonio familiar. Dewart poseía ciertas
nociones superficiales de brujería y demonología, pero lo que ella daba a
entender le sonaba incluso ajeno a lo que de estos temas conocía él.
- Mrs. Bishop, ¿ha oído usted hablar de
Misquamacus? -Fue un gran sabio de los Wampanaug. Le oí a mi abuelo hablar de
él.
Por lo menos el asunto Misquamacus no
salía por ahora del ámbito de la leyenda.
- Y este sabio, Mrs. Bishop...
- Oh, no me lo pregunte usted. El sabía.
En su tiempo también estaba Billington y usted lo sabe perfectamente. No hace
falta que se lo diga yo. Pero ya soy vieja y no me queda mucho tiempo de vida
en esta tierra y no me da miedo decirlo. Lo que usted busca lo encontrará en
los libros.
-¿Qué libros? -Los libros que traen lo
que leía su tatarabuelo de usted, ahí viene todo. Si los lee bien, le dirán
cómo Aquél contestaba desde la montaña y cómo salía del aire, que parecía
llegado de las estrellas. Pero usted no haga lo que él. Si lo hace, ¡que El Que
No Se Puede Nombrar se apiade de usted! El Otro está esperando ahí, ahora mismo
está esperando ahí, como si fuera ayer mismo cuando Le mandaron ahí. Para ésos
no existe el tiempo. Ni el espacio tampoco. Yo soy una pobre mujer, una vieja,
y ya no me queda mucho en esta tierra, pero le digo a usted que ahora mismo que
está usted ahí sentado, veo las sombras de ésos aleteando y revoloteando a su
alrededor. Están esperando, sólo esperando. ¡No se le ocurra ir a llamarlos a
las montañas! Dewart la había escuchado con creciente desasosiego y se le había
producido el fenómeno conocido como "carne de gallina". La vieja en
si, el escenario, el sonido de su voz, todo era fantástico. Pese a saberse
encerrado entre las paredes de aquella vieja casa, Dewart tenía la opresiva y
ominosa sensación de que le estaban invadiendo las sombras y el ceñudo misterio
de los montes coronados de piedra que la rodeaban. Sentía furtivamente la
pavorosa convicción de que había alguien justo detrás de él, asomándose por
encima de su hombro, como si los dos viejos de Dunwich le hubieran seguido
hasta allí, acompañados por una hueste innumerable y silenciosa, y estuvieran
escuchando lo que decía. De repente la habitación pareció llena de presencias
vivas y en el mismo instante en que Dewart caía hasta ese punto prisionero de
sus propias fantasías, la voz de la vieja se apagó transformándose en una
horrible carcajada.
Dewart se puso en pie bruscamente.
Algún chispazo de lo que había sentido
debió transmitirse a la vieja bruja, pues cortó su risa en seco y dijo con voz
servil y plañidera: - No me haga daño, Maestro. Soy una vieja que no me queda
mucho de vida.
Esta misma prueba de que le temían llenó
a Dewart de una sensación, aún más intensa que antes, de poder y alarma a la
vez. No estaba acostumbrado al servilismo y en la actitud de la vieja percibía
algo repugnante y terrorífico, algo completamente ajeno a él y a su naturaleza,
y como además sabía que no respondía a un conocimiento de sus cualidades
personales de él, sino a creencias místicas relacionadas con el viejo Alijah,
la citada actitud le resultaba doblemente repelente.
-¿Dónde puedo encontrar a Mrs. Giles? -
preguntó secamente.
- Al otro lado de Dunwich. Vive sola con
su hijo, que según dicen es anormal.
Apenas había puesto los pies en el
porche cuando volvió a oír a su espalda aquel horrible rechinamiento que era la
risa de Mrs. Bishop. A pesar del horror que le inspiraba, permaneció allí
escuchando durante un momento. Las carcajadas se fueron apagando y a cambio le
llegó un murmullo de palabras susurradas; pero, para mayor desconcierto de
Dewart, esas palabras no pertenecían a la lengua inglesa, sino a una especie de
idioma fonético que resultaba infinitamente sobrecogedor en aquel valle
invadido de plantas enormes y putrescentes, entre sombrías montañas. Escuchó
como si se hubiera quedado sin fuerzas, pero con gran curiosidad, procurando
fijar en su memoria los sonidos que murmuraba la vieja. Eran una combinación de
medias palabras gruñidas en tono nasal y bruscas oclusiones de la glotis.
Intentó improvisar una transcripción gráfica en el dorso de un sobre que
llevaba en el bolsillo, pero cuando terminó e intentó leer lo escrito, se
encontró con una jerga sin sentido que no podía interpretar. "N'gai,
.ngha'ghaa, shoggog, yhah, Nyarla-to, Nyarla-totep, Yog-Sotot, n-yah, n-yah.
"Los sonidos continuaron durante algún tiempo antes de que se hiciera el
silencio, pero no parecían más que repeticiones y variaciones de las
inflexiones iniciales. Dewart contempló la transcripción que acababa de hacer,
absolutamente desconcertado; la mujer, no había más que verla, era medio
analfabeta, supersticiosa y crédula; y, sin embargo, aquellos extraños fonemas
sugerían un idioma extranjero que desde luego, por lo que sabía de sus años
universitarios, no se parecía a ningún idioma indio.
Reflexionó amargamente que, lejos de
obtener datos que contribuyeran a perfilar con más precisión la imagen de su
antepasado, cada vez se veía más sumido en un creciente remolino de misterios,
pues la incoherente conversación de la vieja Mrs. Bishop apuntaba hacia nuevos
enigmas ignorados hasta entonces, hacia enigmas nebulosamente relacionados con
Alijah Billington, o al menos con el apellido Billington, como si éste fuera un
poderoso catalizador que desencadenaba una ducha de recuerdos en los que, sin
embargo, faltaba una pieza central, un esquema global, que diera significado a
su conjunto.
Dobló cuidadosamente el sobre para
proteger lo que había escrito en él y volvió a guardárselo en el bolsillo.
Ahora que ningún sonido competía con el
lamento del viento en los árboles, caminó de nuevo hasta el coche y arrancó.
Recorrió en sentido inverso el camino que le había llevado hasta allí y
atravesó el pueblo, espiado desde quicios y ventanas por miradas furtivas y
cautas, por figuras sombrías que no decían nada. Paró donde suponía que debía
hallarse la casa de Mrs. Giles. Había tres edificios que podían considerarse
"al otro lado de Dunwich", según le había orientado Mrs. Bishop.
Ensayó en la casa de en medio y, como no
recibió respuesta, se trasladó a la última de las tres, que estaba al final de
un largo paseo equivalente a unas tres manzanas de casas de Arkham. Su
presencia, sin embargo, no pasó inadvertida. Antes de llegar a la casa vio
salir, de entre los arbustos que flanqueaban el camino, una figura humana
grande y corcovada que corrió hacia la puerta lanzando gritos vehementes.
- ¡Ma! ¡Ma! ¡Que viene! La puerta se
abrió y le devoró. Y Dewart se lanzó resueltamente tras él, si bien
reflexionando sobre los signos de decadencia y degeneración cada vez más
evidentes en esta aldea perdida. La casa no tenía porche; su fachada principal
era una pared desnuda y lívida con una puerta en el centro; parecía menos
acogedora que un granero y de ella emanaba una atmósfera de aridez y desolación
que resultaba casi disuasoria. A pesar de todo, llamó con los nudillos.
Se abrió la puerta y había una mujer.
-¿Mrs. Giles? - dijo quitándose el
sombrero.
La mujer palideció. El se empezó a
sentir incómodo, pero pudo más su curiosidad.
- No quiero asustarla -prosiguió-
Desgraciadamente ya he notado que mi persona parece asustar a la gente de por
aquí. A Mrs. Bishop también, pero tuvo la amabilidad de decirme que me parecía
a alguien, a mi tatarabuelo para ser sincero. Me dijo que viniera a ver un
retrato suyo que tiene usted.
Mrs. Giles dio un paso atrás. El color
le había vuelto parcialmente a su rostro largo y estrecho. Una súbita ráfaga de
aire hizo revolotear su delantal durante un instante y en ese tiempo Dewart
identificó, con el rabillo del ojo, que la mano de ella allí escondida se
aferraba a una figurilla análoga a los amuletos utilizados en la Selva Negra
alemana o en algunas zonas de Hungría y los Balcanes: un talismán protector.
- ¡No le dejes entrar, ma! -Mi hijo no
está acostumbrado a los forasteros - explicó brevemente Mrs. Giles-. Si se
sienta usted un momento le traigo el retrato. Lo pintaron hace muchísimos años
y a mí me viene de mi padre.
Dewart le dio las gracias y se sentó.
La mujer desapareció en las entrañas de
la casa, desde donde se la oyó intentando sosegar a su hijo. Cuyo miedo, por
otra parte, era una manifestación más de la actitud de Dunwich para con él.
Pero acaso esta actitud se debiera a la escasez de forasteros y se aplicara por
igual a cualquiera que osara irrumpir en esta olvidada comarca montañosa. Mrs.
Giles volvió con el dibujo y se lo entregó.
Era tosco pero eficaz. Hasta dejó
sobrecogido a Dewart, pues, teniendo en cuenta que el retrato había sido
dibujado hacia un siglo por un mero aficionado, era evidente que existía una
marcada semejanza entre él y su tatarabuelo. En el tosco boceto se veían los
mismos rasgos, su misma mandíbula cuadrada, su misma mirada firme, su misma
nariz aquilina. La de Alijah Billington, en cambio, tenía un lobanillo en el
lado izquierdo, y sus cejas eran bastante más enmarañadas. Pero también era
mucho más viejo que Dewart.
-Podía ser usted su hijo -dijo Mrs.
Giles.
- En casa no teníamos ningún retrato de
él - dijo Dewart-. Tenía curiosidad por verlo.
-Quédeselo si quiere.
El primer impulso de Dewart fue aceptar
el regalo, pero se dio cuenta de que, por muy poco que significara para ella,
el retrato poseía un valor documental intrínseco y él en realidad no lo
necesitaba. Movió negativamente la cabeza sin dejar de contemplarlo, como para
grabarse en la memoria hasta el último detalle de su tatarabuelo, y después se
lo devolvió a la mujer, dándole vivamente las gracias.
Cautelosa y llena de vacilación, la mole
deforme del hijo se deslizó en la habitación, quedándose junto al umbral,
preparado para emprender huida instantánea al menor signo de antipatía por
parte de Dewart. Este le echó una ojeada y se dio cuenta de que no era ya ningún
muchacho, sino un hombre de unos treinta años: Una revuelta pelambrera
enmarcaba su rostro cerril, cuyos ojos miraban a Dewart medrosos y fascinados.
Mrs. Giles aguardó tranquilamente a que
él hiciera el movimiento siguiente. Era evidente que estaba deseando que se
fuera, conque se puso inmediatamente en pie - movimiento que provocó la huida
del hijo hacia el interior de la casa-, dio las gracias a la mujer y salió a la
calle. Durante todo el tiempo que habla permanecido en la casa, la mujer no había
soltado el talismán, o lo que fuera aquel objeto al que con tanta determinación
se aferraba.
Ya no le quedaba por hacer sino
abandonar la comarca de Dunwich, cosa que no le desagradaba demasiado a pesar
de los escasos resultados obtenidos. Lo único que le había compensado en parte
el tiempo y los esfuerzos consagrados era haber visto el retrato de su
antepasado dibujado por un contemporáneo. Pero la verdad era que la excursión a
la comarca de Dunwich le había producido una inexplicable sensación de inquietud,
junto con una especie de repugnancia física que parecía arraigada en algo más
profundo que el simple mal sabor de boca que le habían dejado la decadencia y
la degradación manifiestas en la región. No podía explicárselo. En sí, la gente
de Dunwich era extrañamente repelente. No podía negarlo. Constituían como una
raza propia que mostraba todos los estigmas típicos de repetidas uniones
consanguíneas junto con ciertas características fisiológicas diferenciales,
como las orejas planas, tan pegadas al cráneo que parecían completamente
adheridas a él salvo en su parte posterior, donde se despegaban como alas de
murciélago, y los ojos de pez pálidos y saltones, y las bocas grandes y
fláccidas que recordaban las de los batracios. Pero no era sólo la gente de Dunwich
lo que le afectaba tan desagradablemente, ni tampoco la comarca en sí. Había
algo más, algo inherente a la misma atmósfera de la región, algo increíblemente
antiguo y maligno que sugería terribles blasfemias ancestrales y horrores nunca
oídos. En aquel valle escondido, el miedo y el terror y el horror parecían
entidades tangibles; la lujuria y la crueldad y la desesperación parecían
formar parte inevitable de la vida en la comarca de Dunwich; la violencia y el
vicio y la perversión parecían asentados en su forma de vivir; pero por encima
de todo flotaba la convicción de que estaban todos locos, independientemente de
edad o herencia, como si en aquel ámbito se anidara una forma de locura que
resultaba tanto más terrible cuanto que daba la impresión de haber sido
voluntariamente escogida. Pero ni siquiera todo esto bastaba para justificar
por completo la repulsión que sentía Dewart; no podía ignorar la desagradable
impresión que le había producido el evidente temor que despertaba su persona
entre los habitantes de la comarca. Por mucho que intentara convencerse a sí
mismo de que sin duda se trataba de un miedo normal que debían sentir hacia
todos los forasteros, en el fondo sabía que no era así. Era plenamente
consciente de que le tenían miedo porque se parecía a Alijah Billington.
Además, recordaba perfectamente el inquietante comentario que había hecho el
viejo haragán Seth a su compinche Luther, sobre que "él" había
"vuelto". Y lo habla dicho con tanta seriedad que no cabía duda de que
ambos creían que Alijah Billington podía volver, y volvería, al país de donde
habla partido hacía más de un siglo para morir en Inglaterra de muerte natural.
Durante el viaje de regreso a casa
apenas se fijó en las ceñudas tinieblas que se extendían por las hileras de
montañas, ni en los valles sombríos, ni en las nubes tormentosas, ni en el
resplandor de las aguas del Miskatonic cuando la luz se reflejaba en ellas por
una grieta entre las nubes. Sus pensamientos estaban ocupados por miles de
posibilidades y cientos de caminos por donde podía orientar sus
investigaciones. Pero además era consciente de que, por debajo y más allá de
sus preocupaciones inmediatas, crecía su convicción de que debía abandonar
cualquier intento de descubrir por qué Alijah Billington era tan temido, y no
sólo por los actuales habitantes de Dunwich, ignorantes y degenerados, sino por
gentes, cultivadas o no, que habían vivido en tiempos de su tatarabuelo.
Al día siguiente, Dewart fue llamado a
Boston por su primo Stephen Bates, a cuyas señas había consignado en Inglaterra
el envío de sus pertenencias. Así, pues, durante dos días permaneció en dicha
ciudad ocupado en organizar el traslado de sus cosas al caserón sito en las
proximidades del Aylesbury Pike, más allá de Arkham. Durante el tercer día se dedicó
a abrir paquetes y cajones y a distribuir sus diversas posesiones por la casa.
Entre ellas se encontraba una serie de recomendaciones que le había dejado
escritas su madre y que en última instancia provenían del propio Alijah
Billington. Como consecuencia de sus recientes averiguaciones, Dewart se
hallaba doblemente ansioso por releer este documento. Así, pues, cuando hubo
instalado los objetos más voluminosos del cargamento recién recibido, se puso a
buscarlo afanosamente, recordando que, cuando su madre se lo había dado, estaba
guardado en un sobre de papel Manila que llevaba escrito el nombre de ella de
puño y letra de su padre.
Al cabo de una hora de rebuscar entre
diversos documentos y una completa colección de cartas, encontró el sobre de
papel Manila e inmediatamente rompió el sello con que su madre lo había cerrado
tras leerle las instrucciones que contenía unos quince días antes de su muerte,
ocurrida hacía varios años. Al ver el papel, decidió que no era el documento
original redactado por Alijah, sino una copia, efectuada probablemente por
Laban cuando ya era viejo, por lo que todavía no contaría con un siglo de edad.
Sin embargo, el documento estaba firmado con el nombre de Alijah, y Dewart
estaba persuadido de que Laban no lo había modificado ni alterado en el menor
detalle.
Se llevó al despacho un cazo de café
humeante que se acababa de hacer y, mientras se lo iba bebiendo a sorbitos, se
puso a leer las instrucciones. El documento no llevaba fecha, pero estaba
escrito en letra firme y clara y resultaba fácil de leer.
"Con respecto a la finca americana,
o sea, la que poseo en el estado de Massachussetts, conmino a los que vengan
después de mí a que la conserven en la familia, por razones que es preferible
que ignoren. Aunque considero improbable que pongan rumbo nuevamente a las
costas de América, si alguno lo hiciere y volviere a hollar aquella finca, yo
le conjuro a que observe ciertas reglas, cuyo significado podrá encontrarse en
los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington, situada en el bosque
también llamado de Billington. Las mencionadas reglas son: "No ha de
permitir que el agua deje de manar alrededor de la isla donde está la torre ni
alterar la torre en ningún detalle ni implorar a las piedras.
"No ha de abrir la puerta que
conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que Acecha en el umbral ni
invocar a las montañas.
"No ha de molestar a ranas ni
sapos, en especial a los sapos gigantes del pantano que hay entre la casa y la
torre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a
abandonar cerrojos y defensas.
"No ha de tocar la ventana ni
intentar modificarla en su menor detalle.
"No ha de vender o enajenar la
finca sin añadir al contrato una cláusula que disponga: que la isla y la torré
deben dejarse como están y que la ventana no debe ser modificada, excepto para
destruirla."
En vez de firma había sido copiado el
nombre "Alijah Phineas Billington".
Teniendo en cuenta lo que ya había
descubierto, por fragmentario que fuera, el contenido de este breve documento
presentaba un interés más que pasajero. Lo que no conseguía comprender era por
qué a su tatarabuelo le preocupaban tanto la torre (que sin duda era la que él
había visto e investigado), la marisma o zona pantanosa y la ventana, que
probablemente era la del despacho.
Dewart levantó la vista hacia la ventana
y la observó con curiosidad. ¿Por qué habría que tener tanto cuidado con ella?
Desde luego tenía un dibujo interesante, formado por círculos concéntricos
atravesados por rayos que salían del centro. El cristal multicolor que rodeaba
la pieza redonda central hacía parecer a ésta aún más brillante, ahora que el
sol daba de lleno en la ventana. Al mirarla, sufrió de repente un extraño
efecto óptico, como si los círculos concéntricos se hubieran puesto a girar y
las líneas radiales a vibrar y retorcerse. Entre los vidrios de distintos
colores empezó a formarse como un retrato o una escena. Inmediatamente Dewart
cerró los ojos fuertemente y sacudió la cabeza, luego aventuró una mirada fugaz
a la ventana. No había en ella nada extraño, salvo su misma existencia. Pero la
brevísima impresión que acababa de recibir había sido tan vívida que no pudo
por menos de pensar que había sufrido un mareo por exceso de trabajo o por
haber bebido demasiado café, o quizá por ambas cosas a la vez, pues Dewart era
uno de esos individuos, no demasiado escasos por otra parte, que empiezan a dar
sorbitos a un cazo lleno de café -preferentemente solo y con mucho azúcar- y
poco a poco lo dejan vacío.
Dejó el documento en la mesa y llevó a
la cocina el cazo del café. Al regresar, miró una vez más hacia la ventana
emplomada. El crepúsculo comenzaba lentamente a invadir el gabinete de estudio,
pues el sol se había empezado a ocultar tras la muralla de árboles que cerraba
el horizonte de poniente y la vidriera resultaba iluminada por un resplandor
dorado y cobrizo. Era muy posible -se dijo Dewart- que el juego de la luz
crepuscular en los cristales le hubiera hecho ver lo que no existía. Bajó la
vista y reanudó su tarea, que consistía en volver a meter la hoja de
instrucciones en el sobre de papel de Manila, guardar el sobre en su sitio y
seguir arreglando las cajas y los cajones de cartas y otros papeles que
quedaban por sacar.
Así pasó el tiempo del crepúsculo.
Cuando terminó su aburrida tarea, apagó
la lámpara que tenía encendida y a cambio encendió un farol pequeño en la
cocina. Tenía intención de salir a dar un paseo, pues la noche era dulce y
suave. Había como una neblina que era humo de haber quemado paja o rastrojo por
la parte de Arkham y la luna creciente iba perdiendo altura por poniente. Pero
al cruzar la casa para salir por la puerta principal, acertó a pasar por el
despacho y la mirada se le quedó prendida en la vidriera.
Lo que vio le hizo pararse en seco. Por
algún truco o efecto de la luna en los vidrios emplomados, la ventana había
adquirido la apariencia de una cabeza grotescamente malformada. Dewart la
contempló fascinado. Pudo distinguir los ojos, o al menos las cuencas, una
especie de boca y una frente enorme en forma de cúpula, pero ahí terminaba todo
parecido humano. La nebulosa silueta se desflecaba en líneas horrendas que
sugerían tentáculos. Esta vez no le sirvió de nada guiñar los ojos: la imagen
grotesca y terrible siguió allí. Primero el sol, ahora la luna -se dijo Dewart-
y en seguida se dio cuenta de que su tatarabuelo había diseñado la ventana para
que produjera ese efecto.
Pero esta rápida explicación no le acabó
de satisfacer. Acercó una silla a las estanterías que había debajo de la
ventana y subió de la silla a lo alto de la estantería, quedando justo enfrente
de la ventana y a su misma altura. Lo que pretendía era examinarla vidrio por
vidrio, pero apenas se halló en la posición descrita cuando la ventana entera
pareció cobrar vida, como si la luz de la luna se hubiera convertido en una
fogata de brujas y la silueta espectral estuviera animada por un poder maligno.
La ilusión cesó con la misma rapidez con
que había empezado. Dewart quedó bastante turbado pero entero. El cristal
central de la ventana era incoloro y transparente y a través de él contempló la
luna. Bañada en su luz engañosa se alzaba, allá abajo, la fantasmal blancura de
la torre rodeada de árboles altos y sombríos. De toda la casa sólo se la veía
desde aquel extraño ventanal. Miró fijamente a la torre. Sin duda tendría que
ir a que le examinaran la vista, pues ¿ acaso no veía algo revoloteando
oscuramente alrededor de la torre, no de la base que no era visible- sino de la
cima cónica? Dewart meneó la cabeza. Debían ser efectos ópticos de la luna que,
en combinación con vapores que tal vez se elevaban de las marismas, producían
figuras y formas extrañas y desconocidas.
Sin embargo, se sentía alterado. Bajó de
la estantería y caminó hasta el umbral del despacho. Allí se volvió a mirar de
nuevo. En la ventana sólo se divisaba un leve resplandor, nada más. E incluso
mientras lo miraba, el resplandor disminuyó perceptiblemente. Esto concordaba
con el hecho de que la luna se estuviera retirando y lanzó un suspiro de
alivio. Era indudable que los acontecimientos de la tarde y de la noche le
habían dado motivo para hallarse tan trastornado. Las inexplicables
instrucciones de su tatarabuelo - se dijo- habían contribuido a ponerle en un
estado de ánimo en que interpretaba erróneamente los datos que le
proporcionaban la vista y el oído.
Por fin salió a dar el paseo que se
había prometido. Pero, como la luna se acababa de poner y la noche había
quedado totalmente oscura, no se internó en el bosque, como pensaba, sino que
se limitó a pasear por el camino que conducía a la carretera general del
Aylesbury Pike. Sin embargo, se hallaba en tal estado de ánimo que no podía
liberarse de la impresión de que le seguían y en varias ocasiones miró
furtivamente por entre los árboles que se agolpaban a los lados del camino,
intentando distinguir el bulto de un animal o el fulgor de unos ojos que
delatasen su presencia. Pero no vio nada. En el cielo sin luna brillaban cada
vez más fuertes las estrellas.
Por fin el camino que seguía desembocó
en la carretera del Aylesbury Pike. Sorprendentemente, la vista y el sonido de
los coches que pasaban a toda velocidad le resultaron tranquilizadores. Pensó
que vivía demasiado solo y que cualquier día invitaría a su primo Stephen Bates
a pasar un par de semanas con él. Mientras reflexionaba inmóvil junto a la
carretera divisó un leve resplandor anaranjado en el horizonte, por la parte de
Dunwich, y creyó oír sonidos que podrían ser lejanos gritos de terror. Pensó
que quizá se había incendiado alguno desvencijados edificios de madera que
tanto abundaban en los alrededores de Dunwich, y esperó hasta que el resplandor
pareció disminuir de intensidad. Después se dio la vuelta y regresó a casa por
el mismo camino.
Por la noche se despertó con la
abrumadora sensación de estar siendo observado, si bien, en medio de todo, con
cierta inexplicable benevolencia. Durmió inquieto y, cuando se despertó, se
sintió cansado y desasosegado, como si no hubiera dormido y hubiera pasado gran
parte de la noche en pie. Su ropa, que había dejado cuidadosamente doblada en
una silla al acostarse, estaba en el más completo desorden y él no recordaba
haberse levantado de noche para desarreglaría.
Pese a no haber luz en la casa, Dewart
tenía una pequeña radio de pilas que no solía usar con mucha frecuencia, rara vez
para escuchar programas musicales, pero si boletines informativos, sobre todo
una retransmisión matutina de noticias procedentes del Imperio británico, que
satisfacía su latente nostalgia, pues se iniciaba con las conocidas campanadas
del Big Ben y le traía muchos recuerdos de Londres, con sus nieblas
amarillentas, antiguos edificios, extraños callejones y pasadizos llenos de
colorido. Esta retransmisión iba precedida por un resumen de las principales
noticias locales recogidas por la emisora de Boston y, aquella mañana, cuando
Dewart puso la radio para oír su habitual programa de Londres, todavía estaba
en antena el programa local. Hablaba de un crimen y Dewart lo escuchó distraído
e impaciente. -...el cadáver ha sido descubierto hace una hora. En el momento
de iniciarse este programa todavía no se había identificado, pero parece
tratarse de un campesino. Tampoco se ha efectuado aún la autopsia, pero el
cuerpo se halla tan mutilado y desgarrado que parece como si las Olas le
hubieran golpeado durante horas contra las rompientes. Sin embargo, dado que el
cuerpo ha sido hallado en la arena, lejos de donde llegan las olas, y que no
está mojado, el crimen parece haber ocurrido en tierra. Parece como si el
cuerpo hubiera sido arrojado o dejado caer desde un aeroplano. Uno de los
médicos ha señalado ciertas similitudes entre este caso y una serie de crímenes
cometidos hace más de un siglo en esta región.
Esta era, al parecer, la última noticia
del programa local, pues inmediatamente después el locutor anunció la retransmisión
desde Londres, que probablemente se efectuaba a través de Nueva York. Sin
embargo, la noticia de aquel crimen local había afectado a Dewart de una forma
muy singular. No era por naturaleza hombre que se dejara influir por tales
cuestiones, aunque sentía cierto interés por la criminología. Pero en este caso
no pudo evitar el angustioso presentimiento de que el crimen de marras iba a
tener imitadores, como los tuvieron Jack el Destripador o Troppmann. Apenas
prestó atención a la retransmisión de Londres. Estaba demasiado ocupado en
introspeccionarse. Llegó a la conclusión de que se había vuelto mucho más
sensible a los ambientes, a las atmósferas, a los acontecimientos, desde que se
había instalado en América. Le gustaría saber qué había sido de aquella
distante frialdad que tan suya era cuando vivía en Inglaterra.
Aquella mañana había tenido intenciones
de volver a examinar las instrucciones de su tatarabuelo y, después de
desayunar, sacó el sobre de papel Manila y se puso a la obra, esforzándose por
encontrar algún sentido a lo que allí había escrito. Se dedicó especialmente a
estudiar las "reglas" o directrices, examinando detenidamente cada
una de ellas. No podía impedir "que el agua deje de manar alrededor de la
isla", porque desde hacía tiempo no corría por allí riachuelo alguno. En
cuanto a "alterar la torre", suponía que ya lo había hecho al quitar
la piedra colocada en el techo. ¿Pero qué diablos habría querido decir Alijah
al conjurarle a no "implorar a las piedras"? ¿Qué piedras? Dewart no
podía imaginar más piedras que aquellas que le habían recordado a Stonehenge.
Si efectivamente de ellas se trataba, ¿por qué se había figurado Alijah que
alguien pudiera implorarías como si poseyeran inteligencia? No consiguió
explicárselo. Quizá pudiera aclarárselo su primo Stephen Bates, si se acordaba
de enseñarle el documento cuando viniera.
Siguió adelante.
¿A qué "puerta" se refería su
tatarabuelo? A decir verdad, toda la frase era un completo rompecabezas.
"No ha de abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar
a El Que Acecha en el umbral ni invocar a las montañas". No entendía ni
una palabra. Dewart pensó que, en cierto modo, la época actual, el presente,
sería un " tiempo extraño" para Alijah. ¿Acaso éste pretendía, pues,
dar a entender que él, Dewart, no debía intentar descubrir los secretos del
pasado? No era imposible, pero, en tal caso, ¿qué quería decir con el
"lugar extraño"? Lo de "El Que Acecha en el umbral" sonaba
decididamente siniestro. Era innegable: sonaba siniestro y ominoso, tanto que
el sonido de tales palabras debería ir acompañado por un golpe de platillos y
el profundo retumbar de un trueno. ¿Y qué umbral? ¿Y quién era El? Y, por
último, ¿qué rayos podía pretender Alijah al ordenar a su heredero que no invocara
"a las montañas"? Dewart se imaginó a sí mismo o a otro cualquiera de
pie en el bosque invocando a las montañas. No era exactamente una imagen cómica
pero tenía algo de ridículo. También tendría que enseñarle esto al primo
Stephen.
Pasó a examinar la tercera regla. Desde
luego que no sentía el menor deseo de molestar a ranas, luciérnagas o
chotacabras. Por lo tanto no había ningún riesgo de que contraviniera las
instrucciones a este respecto. Pero "no vaya a abandonar cerrojos y
defensas". ¡Cielo santo! ¿Podía haber algo más desconcertante, más
inconcreto, más ambiguo? ¿Qué cerrojos? ¿Qué defensas? Era indudable que su
tatarabuelo escribía enigmas. ¿Pretendía entonces que su heredero se esforzara
en descifrar esos enigmas? ¿Y cómo descifrarlos en tal caso? ¿Desobedeciendo
las reglas y esperando a ver qué pasaba? Realmente esta solución no parecía ni
prudente ni eficaz.
Volvió a dejar el papel, cada vez más
disgustado. Se sentía frustrado: cada paso que daba en su investigación le
conducía a nuevos descubrimientos pero también a nuevos misterios. De los datos
que había recogido era imposible sacar conclusiones, salvo que aquel maldito
viejo se dedicaba sin la menor duda a alguna clase de actividad que no era
desde luego bien mirada por la gente de la comarca. Dewart pensó que quizá
fuera contrabando, que lo realizaría probablemente remontando el curso del
Miskatonic y luego el del pequeño afluente que en sus días circundaba la islita
de la torre.
Durante el resto del día, Dewart se
ocupó de asuntos relativos al cargamento que había desempaquetado el día
anterior. Tenía que rellenar impresos, pagar facturas y comprobar que no
faltaba nada. Al examinar una lista de pertenencias de su madre, escrita por
ella misma y que él no había visto hasta entonces, se encontró con que uno de
los objetos enumerados era un "Pap. Cartas Bishop a A. P. B.". El
apellido Bishop le hizo recordar inmediatamente a la vieja que había visitado
en los alrededores de Dunwich. El paquete de cartas estaba a mano y lo cogió.
Tenía como rótulo la inscripción "Cartas Bishop", escrita por una
mano desconocida. La caligrafía era desigual y apenas legible, pero parecía
enérgica.
Abrió el paquete y sacó cuatro cartas
escritas según la moda de muchas décadas atrás. No llevaban sello sino una
señal que indicaba que se habla pagado el franqueo, y en su día habían estado
selladas, pues aún quedaban restos de lacre. La misma mano desconocida que
había escrito el rótulo exterior del paquete también había numerado las cartas,
de manera que podían leerse en orden correlativo. Dewart abrió la primera de
ellas con todo cuidado. No iban metidas en sobres, sino que estaban escritas en
un papel grueso y resistente que, al doblarlo y sellarlo, hacía las veces del
mismo. La letra era tan menuda que resultaba difícil acostumbrarse a ella.
Dewart miró las cartas una a una para ver en qué año habían sido escritas, pero
no lo ponía. Una vez cumplidos estos preliminares se sentó a leerlas en orden.
Nuevo Dunnich, 27 Abril
Estimado amigo: Con respecto a temas de
los que ya hemos conversado, anoche vi un ser que tenía apariencia tal como la
buscábamos y alas de substancia obscura y como serpientes recorriendo Su cuerpo
mas unidas a El. Le llamé al Monte y Le contuve en el círculo, mas no sin gran
trabajo y esfuerzo, que talmente parecía como si el circulo no fuera lo
bastante poderoso para sujetar por mucho tiempo a uno de Esos. Intenté hablar
con El, pero no lo conseguí del todo, aunque si entendí de su jerigonza que
venía de Kadath, la del Desierto de Hielo que está cerca de esa Meseta de Leng
que se menciona en el Libro. Diversas personas presenciaron el luego que
encendí en el Monte y hablaron de él y entre ellas es seguro que por lo menos
uno va a procurar molestarnos: se llama Wilbur Corey y es hombre que se tiene en
gran estima a sí mismo, y curioso por naturaleza. ¡Ay de él si va al Monte
cuando esté yo! Pero seguro estoy de que no irá. Me consumen la impaciencia y
el deseo de profundizar cada vez más en esa ciencia de la que fue Maestro
vuestro ilustre antepasado Rich. B., cuyo Nombre ha de quedar grabado para
siempre en las piedras consagradas a Yogge Sothothe y todos los Primordiales.
Celebro que os halléis de nuevo en las cercanías y espero visitaras en cuanto
vuelva a disponer de mi Garañón, pues no me resigno a montar en otro. Hace
pocas noches oí grandes gritos y alaridos que venían de vuestro Bosque y pensé
que sin duda habíais regresado a Casa. En breve os haré una visita, si ello
conviene a vuestra comodidad, y mientras tanto, Señor, me reitero vuestro humilde
Servidor Jonathan B.
Terminada la primera carta, Dewart pasó
inmediata mente a la segunda.
Nuevo Dunnich, 17 Mayo
Respetado Amigo: Vuestra nota llegó a mi
poder. Lamento que mis pobres esfuerzos os hayan acarreado dificultades, así
como también a nosotros y a todos cuantos servimos a Aquel Que No Debe Ser
Nombrado o a los Primordiales, pero lo que ocurrió fue que ese estúpido curioso
de Wilbur Corey me sorprendió en medio de las piedras mientras celebraba una
Ceremonia, ante lo cual gritó que yo era un Brujo y que me denunciaría.
Profundamente alterado de oírle hablar así, solté sobre El a Aquel con quien me
hallaba conversando, y quedó desgarrado y ensangrentado y fue arrebatado de mi
vista, llevándoselo Aquel hacia el lugar de donde venia, mas no sé si le
dejaría muy lejos o muy cerca, pero sí que no se le Volverá a ver por estas
partes en condiciones de contar a nadie lo que vio y oyó. Confieso que lo que
vi me llenó de espanto, y tanto más cuanto que no sé qué opinan de nosotros Los
de Afuera y pienso con frecuencia que sólo están medianamente agradecidos por
la salida que les proporcionamos Además, temo sobremanera que pueda haber Otros
esperando Ahí Afuera y tengo razón en temerlo, pues no hace mucho que cierto
anochecer, habiendo alterado levemente las palabras del Libro, vi durante un
breve instante, y en el lugar de costumbre, Algo verdaderamente horrible. Era
un Ser enorme y su Forma cambiaba constantemente que era espantoso de ver, e
iba secundado por Seres menores que tocaban unos instrumentos parecidos a
flautas y la música era la más extraña que he oído en mi vida y distinta de
cualquier otra música, viendo y oyendo lo cual desistí lleno de espanto, y la
aparición se desvaneció al momento. Quien fuera ese Ser, yo lo ignoro y tampoco
se dice en el Libro palabra que lo explique, salvo que se trata de algún
Demonio de Yr o de más allá de Nhhngr, que queda en la parte más lejana de
Kadath, la del Desierto de Hielo, y os ruego me deis vuestro parecer sobre este
asunto, y vuestro consejo, que no quisiera resultar destruido yo mismo antes de
finalizar la búsqueda. Espero poder veros sin tardanza y me reitero, Señor,
vuestro obediente Servidor por el Signo de Kish.
Jonathan B.
Es evidente que entre la segunda y la
tercera carta había transcurrido un lapso de tiempo considerable, pues, aunque
la tercera carecía de fecha, las referencias que en ella se hacían al tiempo
atmosférico indicaban que había pasado por lo menos medio año.
Nuevo Dunnich
Respetado Hermano: Me siento vivamente
apremiado a explicar lo que descubrí anoche por azar en la nieve, que eran
grandes huellas pero no de pies sino más bien como de garras gigantescas.
Tendrían éstas como diámetro bastante más de un pie a lo ancho y mayor longitud
aún, quizá dos pies, y su apariencia era la de que los dedos estaban unidos
entre sí, al menos en parte, por membranas, y todo ello resultaba de lo más
misterioso y extraño. Una de tales huellas fue descubierta por Olney Bowen, que
había salido al bosque a cazar pavos, y al regresar contó lo que había visto y
nadie le creyó excepto yo, que le escuché sin llamar la atención, enterándome
de dónde había visto la huella y yendo luego yo en persona para verla con mis
propios ojos. Y cuando hube visto la primera de ellas tuve el presentimiento de
que encontraría otras más en la espesura de los bosques. Subí, pues, por entre
los árboles y vi otras iguales en diversas partes, tal como me lo había
figurado, y donde más había era por donde las piedras, que allí había muchas,
pero no divisé criatura viva en los alrededores, mas estudiando las huellas
llegué a la conclusión de que pertenecían a seres alados, pues las huellas
quedaban tal como si las hubieran dejado criaturas dotadas de alas. Hice la
circunferencia en torno a las piedras y la prolongué para darle mayor amplitud,
hasta que me topé con las huellas de un muchacho y las seguí, observando que
las huellas de dicho muchacho se espaciaban entre sí como si se hubiera echado
a correr, ante lo cual quedé sobrecogido y alarmado. Y razón tenía de estarlo,
pues las huellas terminaban en la linde del bosque, ya en la otra vertiente del
Monte, y vi en la nieve una escopeta, varias plumas de pavo y una gorra que me
sirvieron para identificar a Jedediah Tyndal, de catorce años. Inquiriendo esta
mañana acerca de él, me enteré de que faltaba, como yo me temía. Tras de lo
cual juzgué que había debido quedar alguna clase de Grieta por donde había
entrado Algo, pero no sé Quién podía ser y os ruego que, si lo sabéis, me
indiquéis en qué parte del Libro vienen las palabras para hacer que se vuelva
al lugar de donde procede, aunque diriase, por la cantidad de huellas, que
había más de uno, y todos de buen tamaño, mas no sé si eran invisibles o no,
pues nadie los ha visto, ni yo tampoco, y desearía saber en especial si es posible
que sean servidores de N. o de Yogge Sothothe o de Algún Otro y sí os ha
ocurrido algo parecido alguna vez. Os ruego encarecidamente que os deis prisa,
no vayan a causar más daño esos Seres, que parecen bebedores de sangre como los
otros y nadie es capaz de adivinar cuando van a volver a salir por la Grieta
para cazar a la gente y alimentarse de ella.
Yogge Sothothe Neblod Zin Jonathan B.
La cuarta carta era en cierto modo la
más terrorífica. Las tres primeras le habían dejado helado de espanto, pero la
cuarta sugería horrores intolerables, aunque no por lo que decía textualmente,
sino por sus implicaciones.
N.° Dunnich, 7 Abril
Respetado y Querido Amigo: Mientras me
preparaba anoche para dormir oí a Aquél que se llegó a mi ventana, llamándome
por mi Nombre y prometiéndome venir por mí. Mas me atreví a levantarme en la
oscuridad y a acercarme a dicha ventana; y al mirar a través del cristal y no
ver nada, la abrí y al momento olí un hedor tan insoportable a putrefacción,
que caí hacia atrás. Y en esto que Algo entró por la ventana y me tocó en la
cara. Era como una substancia de gelatina, escamosa en partes y tan asquerosa
de tocar que casi perdí mis sentidos, quedando aturdido durante un tiempo que
no sé calcular. Por fin cerré la ventana y volví al lecho, pero apenas me había
metido entre las sábanas que la casa entera empezó a retemblar y descubrí que
ello se debía a que la propia Tierra retemblaba como si Algo enorme caminara
pesadamente por los alrededores, muy cerca de la casa. Y una vez más oí que me
llamaba por mi Nombre y me hacía la misma promesa, a lo cual no di respuesta
alguna mas pensé ¿qué he hecho? Primero se presentaron las criaturas aladas de
N., salidas de la grieta que había quedado por culpa de haber usado
incorrectamente las palabras del Arabe, y ahora aparece este Ser, del cual no
tenía conocimiento, salvo que sea ese Caminante de los Vientos al que otros
conocen por Nombres diversos, a saber: Windeego, Ithaka o Loegar, a quien jamás
he visto y acaso no vea jamás. Me encuentro muy trastornado de espíritu, pues
temo que cuando implore a las piedras e invoque a los Montes, no sea N. el que
acuda, ni tampoco C., sino este otro que pronunciaba mi Nombre con acentos que
no son de este Mundo. Y si esto llegare a suceder, os imploro que vengáis, aun
de noche, y cerréis el portal, no vayan a entrar otros que no deben andar entre
los hombres, pues la malignidad de los Grandes Primordiales es excesiva para
seres como nosotros, pues ni aun los Dioses Ancestrales los destruyeron, sino
que los aprisionaron en esos espacios y en esas profundidades que pueden
alcanzarse mediante el uso de las piedras cuando llega el tiempo en que la Luna
y las Estrellas se sitúan en posición. Creo que me encuentro en Peligro Mortal
y celebrara que no fuera así, pero he oído mi Nombre llamado en la Noche por un
Ser que no es de este Mundo y temo con fundamento que mi hora ha llegado. No
leí vuestra carta con suficiente cuidado, pues interpreté incorrectamente
vuestras palabras cuando decíais: "No invoques a Ninguno que a su vez
pueda llamar algún poder contra ti, que con él no sirvan de nada tus más
poderosos Artificios. Llama siempre a los menores, no vayan a querer los
Mayores dar Respuesta y manden más que tú. "Pero si he cometido error en
esta Causa, os ruego encarecidamente que lo remediéis si es tiempo. Vuestro
Obediente Servidor en el servicio de N.
Jonathan B.
Dewart permaneció largo rato
contemplando estas cartas. Ya no le cabía duda de que su tatarabuelo había
estado mezclado en asuntos diabólicos, en los que había iniciado a Jonathan
Bishop de Dunwich, aunque sin proporcionarle una información adecuada. La
índole del asunto escapaba al entendimiento de Dewart, pero de momento parecía
relacionado con brujería y nigromancia. Sin embargo, lo que sugerían aquellas cartas
era tan terrible y a la vez tan increíble, que casi se inclinaba a suponer que
formaban parte de algún engaño bien urdido. Había un medio de descubrirlo,
aunque bastante tedioso. La biblioteca de la Universidad del Miskatonic estaría
todavía abierta y allí podía consultar los tomos encuadernados de los
semanarios de Arkham y ver si se mencionaban los nombres de personas
desaparecidas o muertas en circunstancias extrañas entre 1790 y 1815, intervalo
que cubriría adecuadamente el período que le interesaba.
No le apetecía nada ir. Por una parte,
aún no había terminado de ordenar las cosas que se habla traído, y, por otra,
le aburría volver otra vez a rebuscar en las viejas colecciones de revistas.
Sin embargo, éstas eran de pequeño formato y cada número tenía pocas páginas,
por lo que no le llevarla demasiado tiempo examinarlas. Así, pues, se puso en
marcha con la intención de trabajar durante la hora de cenar y aun después si
le era posible.
Cuando terminó su tarea era ya muy
tarde.
En el tomo correspondiente a 1807 había
encontrado no sólo lo que buscaba, sino mucho más. Con los labios apretados de
horror, redactó una lista exacta de cuanto acababa de descubrir y, en cuanto
llegó de regreso a la casa del bosque, se sentó a intentar asimilar y analizar
los hechos.
La primera desaparición registrada había
sido la de Wilbur Corey. Luego seguía la del muchacho Jedediah Tyndal. A
continuación se mencionaban cuatro o cinco desapariciones más, bastante
distanciadas entre si, y por último ¡la del propio Jonathan Bishop! Pero los
descubrimientos que acababa de hacer Dewart no se limitaban a esta serie de
desapariciones. Antes incluso de que desapareciera Bishop, habían sido
encontrados Corey y Tyndal, uno de ellos cerca de New Plymouth y el otro en los
alrededores de Kingsport. El cuerpo de Corey se hallaba muy desgarrado y
mutilado, y en cambio el de Tyndal apenas tenía ninguna señal. Ambos, desde
luego, estaban muertos, pero desde hacía poco tiempo. ¡Y, sin embargo, sus
restos no se habían encontrado sino varios meses después de haberse registrado
su desaparición! Estos hallazgos proporcionaban una horrible consistencia a las
cartas de Bishop. No obstante los datos recién descubiertos, el conjunto de los
hechos carecía aún de estructura íntima y su significado seguía tan inaccesible
como antes.
Dewart se acordaba cada vez más de su
primo Stephen Bates, que era un erudito y una verdadera autoridad en lo
referente a la historia de los orígenes de Massachussetts. Más aún, habla
profundizado en muchos puntos hasta entonces oscuros y era posible que su ayuda
resultara a Dewart de gran utilidad. Sin embargo, al mismo tiempo, Dewart tenía
la sensación de que debía obrar con cautela, de que debía moverse con sumo
cuidado, tomándose todo el tiempo que necesitara para llevar a cabo su
investigación a solas, sin despertar la curiosidad de nadie más. En cuanto fue
consciente de esta sensación, empezó a preguntarse por qué la tenía; pensó que
no había razón para actuar en secreto, y, sin embargo, apenas había comenzado a
formularse tan razonables argumentos cuando, sin saber cómo ni por qué, volvió
a sentirse tercamente apegado a la convicción de que debía mantener sus
investigaciones en secreto y buscarse un motivo plausible que justificase su
interés por el pasado. No fue difícil de encontrar, pues siempre había tenido
un gran interés por las antigüedades y la arquitectura.
Guardó las notas recién tomadas en la
biblioteca de la Universidad junto con el paquete que contenía las cartas de
Bishop y aquella noche se fue a la cama perdido en fantasías y elucubraciones,
ansioso por encontrar explicaciones a los hechos dispares y enigmáticos que
acababa de averiguar.
Quizá esta preocupación con cosas
sucedidas hacía un siglo fue la causa de los sueños que tuvo aquella noche.
Nunca había soñado con nada parecido. Soñó con enormes aves que luchaban y
desgarraban, con aves que tenían un aspecto humano horriblemente distorsionado;
soñó con bestias monstruosas y también soñó que él mismo desempeñaba un extraño
papel. En aquellos sueños se vio como un acólito o un sacerdote. Iba ataviado
con extraños ropajes y fue caminando de la casa al bosque, contorneó el pantano
de los sapos y las luciérnagas y llegó a la torre de piedra. Tanto de ésta como
de la ventana del despacho surgían destellos luminosos que parecían señales.
Luego penetró en el círculo druídico de piedras y permaneció a la sombra de la
torre, mirando hacia la abertura que él mismo había practicado, y entonces
comenzó una invocación en un idioma que parecía una horrible caricatura del
latín. Por tres veces recitó una fórmula y también dibujó ciertas figuras en la
arena. Y, de pronto, un ser espantoso y horrible se precipitó desde las alturas
con gran estruendo, como derramándose dentro de la torre por la abertura del
techo y llenando su interior hasta rebosar por la puerta, de la que salió
apartando a Dewart de un empujón y exigiéndole un sacrificio con palabras
soeces y viles. Dewart huyó al círculo de piedras y envió al terrible visitante
hacia Dunwich, en cuya dirección partió, como un gigantesco pulpo de contornos
fluidos, pasando entre los árboles como viento, derramándose por la tierra como
agua, cambiando de forma y volviéndose invisible a voluntad. Soñó que él
permanecía inmóvil junto a la torre, escuchando entre las sombras, y que no
tardaron en llegar hasta él gritos y alaridos que entonces se le antojaron
agradables de oír. Por fin regresó el ser, portando entre sus tentáculos a la
víctima del sacrificio, y volvió a partir por donde había venido, a través de
la torre. Todo quedó en calma y también él regresó por el camino que había
seguido al venir y se acostó de nuevo en la cama.
Así pasó aquella noche Dewart. Como si
los sueños le hubieran dejado agotado, se despertó mucho más tarde que de
costumbre. Al ver la hora que era, se levantó de un salto, para dejarse caer de
nuevo en la cama a continuación, pues los pies le dolían terriblemente. Como no
solían dolerle, se inclinó con curiosidad para examinarlos y descubrió que
tenía las plantas laceradas e hinchadas y los tobillos desgarrados como si
hubiera andado descalzo por entre zarzas y espinos. Estaba atónito y, sin
embargo, tenía la sensación de que no debía estarlo. Cuando volvió a intentar
ponerse en pie, observó que le era más fácil que antes, pues ahora esperaba que
le iba a doler y en realidad lo que le había sobresaltado al levantarse era el
hecho mismo del dolor, no su intensidad.
Consiguió ponerse los calcetines y los
zapatos con ciertas dificultades y, con los pies así protegidos, observó que
podía andar sin demasiadas molestias. Pero ¿cómo se había producido aquellas
heridas? En seguida se dijo que debía haberse levantado sonámbulo, lo cual
resultaba bastante sorprendente pues rara vez anteriormente le había ocurrido
una cosa así. Además, suponiendo que hubiera andado en sueños, tendría que
haber salido de la casa y caminado por el bosque para producirse unos arañazos
y unas magulladuras tan fáciles de identificar. Poco a poco fue recordando lo
que había soñado, pero sin ninguna claridad; sólo sabía que tenía algo que ver
con la torre; conque terminó de vestirse y salió al campo para buscar alguna
señal de que hubiera caminado por allí.
Al principio no encontró ninguna. Pero
al llegar a las proximidades de la torre, en la arena pedregosa que rodeaba el
círculo de ruinosos megalitos, descubrió la huella de un pie desnudo que sin
duda era suyo. Siguió el rastro, que era muy leve, hasta el interior de la
torre, donde encendió una cerilla para ver mejor.
A su escasa luz, vio algo más.
Encendió otra y Volvió a mirar: su
mente, convertida en caos súbito de alarma y confusión. Lo que había visto era
una mancha al pie de la escalera, mancha que se extendía en parte por los
primeros peldaños de piedra y en parte por el suelo de arena, roja, llamativa,
inconfundible. Antes de tocarla cautelosamente con el dedo, ya sabía que era
sangre.
Dewart se quedó mirándola sin prestar
atención a las huellas de pies desnudos que le rodeaban, sin darse cuenta de
que la cerilla se consumía hasta que le quemó la llama y la tiró. Quiso
encender otra, pero no se atrevió. Salió tembloroso de la torre y se quedó
apoyado contra el muro, al cálido sol de la mañana. Intentó poner orden en sus
pensamientos. Era evidente que había excavado demasiado profundamente en el
pasado y que su imaginación había recibido demasiados estímulos malsanos.
Después de todo, la torre estaba abierta; era posible que un conejo u otro
animal parecido se hubiera refugiado en su interior y que allí hubiera sido
atacado por una comadreja en combate mortal; también era posible que un búho,
introducido por la abertura del techo; hubiera capturado una rata u otro
animalillo de análogas pro porciones, aunque se vio obligado a admitir que la
mancha de sangre parecía demasiado grande para que esta explicación resultara
convincente, y además no se veían señales de combate, como jirones de piel,
plumas o pelos arrancados, que sustanciaran esta hipótesis.
Al cabo de un ratito volvió a entrar
resueltamente en la torre y encendió otra cerilla. Buscó alguna prueba que
corroborara su teoría. No halló ninguna. No había señales de lucha que
apuntaran hacia una de aquellas tragedias vulgares de la naturaleza. Sin
embargo, tampoco había pruebas que apuntaran hacia cualquier otra explicación.
Lo único que había era una mancha, que parecía de sangre, en un sitio donde no
debía estar. Dewart intentó reflexionar con calma, sin dejarse influir por el
recuerdo del horrible sueño que había tenido aquella noche, recuerdo que había
despertado en su memoria instantáneamente y por completo en cuanto se dio
cuenta de que en la torre había sangre. Era innegable que aquel charco podía
haber sido producido por sangre caída al pasar y desde una pequeña altura.
Dewart tuvo que reconocerlo con disgusto, puesto que, una vez admitido, no le
quedaba más remedio que admitir también que no era capaz de explicar ni esto ni
su sueño, como tampoco un creciente número de incidentes leves pero demasiado
extraños que le venían ocurriendo cada vez con más regularidad.
Volvió a salir al exterior y se alejó de
la torre. Atravesó el bosque, bordeó el pantano y regresó a la casa. Miró las
sábanas de su cama y vio que estaban manchadas de la sangre seca de sus
tobillos. Casi deseó haberse producido heridas lo bastante graves para
justificar el charco de la torre, pero ni con la mejor voluntad del mundo era
posible explicarlo así. Cambió las sábanas y luego, prosaicamente, se puso a
hacer el café. Seguía pensativo, pero sobre todo porque se daba cuenta por
primera vez de que en él había dos tendencias diametralmente opuestas, como si
tuviera dos personalidades o se le hubiera escindido la suya anterior. ¡Qué
buen momento - pensó-, para que viniera su primo Stephen Bates, u otro
cualquiera, para aliviar su soledad durante algunos días por lo menos! Pero
apenas había llegado a esta conclusión, comenzó a combatirla con un ardor
extraordinario que era completamente ajeno a su naturaleza.
Por fin decidió seguir ordenando sus
cosas, pero absteniéndose de leer cualquier documento o carta que pudiera
estimarle la imaginación y provocarle otra noche de pesadillas. A media tarde
habla recobrado su habitual joie de vivre y se sentía inserto una vez más en la
rutina cotidiana. Hizo una pausa para descansar y puso la radio para oír un
poco de música. Pero lo que retransmitían era un boletín de noticias. Lo escuchó
con escaso interés. Un portavoz francés había delineado su concepto de lo que
debía hacerse con el Sarre y un estadista británico le habla contestado con una
declaración maravillosamente ambigua. Habla rumores de hambre en Rusia y China,
pero esto - pensó Dewart- sucedía periódicamente. El gobernador de
Massachussetts estaba enfermo. Según una información telefónica recibida de
Arkham... De pronto, Dewart se puso a escuchar con toda atención.
"Aunque hasta el momento no nos ha
sido posible confirmar la noticia, nos informan desde Arkham de que se ha
producido una desaparición. Un habitante de Dunwich ha denunciado que Jason
Osborn, granjero de mediana edad que residía en dicha comarca, ha desaparecido
durante la noche. Según rumores locales, los vecinos oyeron grandes ruidos
nocturnos que nadie ha sido capaz de explicar. Mr. Osborn no era rico, vivía
solo y la hipótesis de que haya sido secuestrado no parece sólida." A
Dewart aquella coincidencia le rechinó en algún lugar de la mente, produciéndole
tal pánico que saltó literalmente del diván donde descansaba y se precipitó a
apagar la radio. Luego, de modo casi instintivo, se sentó a la mesa y escribió
una carta frenética a Stephen Bates, explicándole que necesitaba su compañía y
rogándole que viniera a verle costara lo que costara. En cuanto terminó de
escribirla, salió para echarla al correo, pero a cada paso que daba sentía
impulsos de no hacerlo, de reflexionar sin prisas, de estudiar la situación con
calma.
Le costó un gran esfuerzo físico y
mental conducir hasta Arkham y depositar la carta en la oficina de correos, de
donde ya no la podía recuperar. A su paso por las calles de la ciudad, los
viejos tejados puntiagudos y las antiguas contraventanas de madera parecieron
saludarle con cierta camaradería espectral.
2. Manuscrito de
Stephen Bates
Apremiado por la urgente llamada de mi
primo Ambrose Dewart, llegué a la antigua casa de Billington cuando aún no
había transcurrido una semana desde que recibí su carta. Poco después de mi
llegada ocurrió una serie de sucesos que comenzaron del modo más prosaico, pero
que culminaron en las circunstancias que me hacen redactar esta singular
narración, que ha de añadirse a las notas diversas escritas de puño y letra por
Ambrose y los datos fragmentarios recogidos por él.
He dicho que los acontecimientos
comenzaron de modo prosaico, pero esto no es absolutamente exacto. Más bien
resultaron prosaicos en comparación con los que ocurrieron después en la casa
del Bosque de Billington y en sus alrededores. Aunque puedan parecer
anecdóticos o que no guardan relación entre si, todos ellos formaban parte
esencial de un mismo esquema, independientemente de tiempo, espacio y lugar,
como pronto iba a tener ocasión de descubrir. Desgraciadamente, cuando llegué
las cosas no estaban tan claras. En cambio, sí observé desde el principio que
mi primo presentaba ciertos síntomas de esquizofrenia primaria, o al menos de
algo que yo entonces tomé por esquizofrenia y ahora me parece una cosa distinta
y mucho más terrible.
Esta doble personalidad de Ambrose
dificultó notablemente mi tarea, pues a veces presentaba su faceta amistosa y
colaboraba sinceramente conmigo y, otras, se encerraba en una hostilidad velada
y taciturna. Esto se hizo patente desde un principio; el que me había escrito
aquella carta frenética era un hombre que pedía sinceramente y necesitaba ayuda
para resolver un problema en el que se hallaba inexplicablemente envuelto; pero
el hombre que me estaba esperando en Arkham como respuesta al telegrama con que
anuncié mi llegada era frío, cauto y muy contenido; quitaba importancia al
problema que le había hecho llamarme y desde el primer momento quiso limitar mi
visita a quince días como mucho, y si eran menos, mejor. Se mostró cortés e
incluso afable, pero en él había una extraña reticencia y una lejanía que no
concordaban con el tono angustiado y urgente de la nota que me había enviado.
-Cuando recibí tu telegrama me di cuenta
de que no te había llegado mi segunda carta - dijo al saludarme en la estación
de Arkham.
-Si me enviaste otra, no la recibí.
Se encogió de hombros y, como único
comentario, dijo que la había escrito para tranquilizarme con respecto a su
carta anterior. Y desde este momento dio a entender que ya había resuelto sus
problemas sin mi ayuda. Se alegraba mucho de verme, sin embargo, pero la
urgencia manifestada en su carta ya no tenía ninguna razón de ser.
Instintivamente no pude evitar la
sensación de que lo que me decía no era del todo cierto; quizá él se lo creyera
de verdad, pero ni siquiera de esto podía estar completamente seguro. Sólo le
dije que me alegraba de que el problema que le había instado a escribirme ya no
le resultara tan urgente. Mis palabras parecieron satisfacerle. Le vi que se
relajaba y parecía más tranquilo. Inmediatamente se puso a charlar sobre las
características de la zona del Aylesbury Pike y me dejó sorprendido porque no
me figuraba que en el poco tiempo que llevaba en Massachussetts hubiera
aprendido tantas cosas de la historia pasada o inmediata de la región, región
además que se distinguía por ser bastante más antigua que muchas otras de las
primeras zonas habitadas de Nueva Inglaterra y que contaba con ciudades como
Arkham, llena de magia y misterio, que atraía a los estudiosos de la
arquitectura por sus típicos tejados puntiagudos y portales con montantes
semicirculares, anteriores incluso a las casas de estilo georgiano o
neoclásico, también muy hermosas, que flanqueaban sus callejas umbrías y
recoletas. Pero también es una región donde existen perdidos valles de
desolación, decadencia y olvido, como el de Dunwich, y ciudades malditas, como
el puerto de Innsmouth; región - en pocas palabras- de la que siempre se han
filtrado extraños rumores, nunca sofocados por completo, sobre crímenes y
desapariciones incomprensibles, renacimiento de cultos esotéricos y
manifestaciones aún más terribles de degradación que siempre se han preferido
ignorar, en vez de investigarías, por miedo a descubrir cosas que más vale
mantener ocultas.
Así llegamos, por fin, a la casa y la
encontré tan bien conservada como la última vez que la había visto, hacía unos
veinte años, y en realidad igual que siempre, según yo la recordaba y mi madre
antes que yo, pues es una casa donde los estragos del tiempo y el abandono se
notan mucho menos que en otras más modernas y mejor atendidas. Además, Ambrose
la había restaurado y vuelto a amueblar en parte, aunque por fuera se había
limitado a pintar la fachada, que erguía como siempre su dignidad de siglos
pretéritos, con sus cuatro altos pilares empotrados y su puerta central
enmarcada por motivos arquitectónicos de singular perfección. El interior
concordaba perfectamente con el exterior de la casa; los gustos personales de
Ambrose no le habían permitido introducir innovaciones que alterasen la armonía
del conjunto, y los resultados obtenidos eran, como esperaba, dignos de
encomio.
Por doquier observé pruebas evidentes
del interés que sentía mi primo por temas que apenas me había mencionado cuando
me visitara hacía algún tiempo en Boston, sobre todo por investigaciones genealógicas,
como hacían patente los papeles amarillentos que tenía en la mesa del gabinete
de estudio y los viejos tomos que había sacado de las sobrecargadas estanterías
para consultarlos.
Al entrar en el gabinete observé el
segundo de aquellos hechos curiosos que más tarde tanto iban a resaltar a la
luz de mis ulteriores descubrimientos. Lo que observé fue que Ambrose echó una
mirada involuntaria, mezcla de esperanza y ansiedad, a la ventana emplomada que
hay en la pared de dicha habitación. Cuando apartó la vista de ella, volví a
captar en su expresión dos emociones contrapuestas: decepción y alivio. ¿El
efecto resultante era extraordinario, casi fantástico. Nada dije, sin embargo,
pues pensé que, por muy largo que fuera el ciclo - veinticuatro horas, una
semana o incluso más--, llegaría un momento en que Ambrose volvería a
encontrarse en el mismo estado de conciencia que le había impulsado a pedirme
ayuda.
Ese momento llegó antes de lo que yo
creía.
Después de cenar estuvimos charlando de
temas banales y observé que Ambrose debía estar muy cansado, pues era evidente
que le costaba esfuerzo mantenerse despierto. Pretextando cansancio yo mismo,
le liberé de sus obligaciones marchándome a mi cuarto, que él me había mostrado
al poco de llegar. Sin embargo, yo no estaba cansado ni muchísimo menos, de
modo que en vez de acostarme me quedé leyendo durante un rato. Apagué la luz
cuando me di cuenta de que la novela que me había traído no me interesaba
demasiado. ¿Era más temprano de lo que pensaba, pues no había logrado
acostumbrarme a la pobre iluminación con que mi primo se veía obligado a
conformarse. Creo que debía ser cerca de la medianoche. Me desnudé en la
oscuridad, que no era excesiva, pues la luna caía de lleno en un rincón y su
resplandor iluminaba tenuemente toda la habitación.
Me había desvestido parcialmente cuando
me sobresalté al oír un grito. Sabía que mi primo y yo estábamos solos en casa
y que él no esperaba a nadie más. Al instante me di cuenta de que, como yo no
habla gritado, o era mi primo el que lo había hecho, o no; y si no era mi primo
el que había gritado, entonces era un intruso. Sin vacilar, salí de mi cuarto y
corrí al vestíbulo. Vi una figura vestida de blanco que bajaba por las
escaleras y me lancé tras ella.
¿En este momento volvió a oírse el
grito, y esta vez lo percibí con toda claridad. Era un grito extraño, fuerte y
sin sentido: "¡Iä! Shub-Niggurat. ¡Iä! ¡Nyarlathotep!" Y reconocí la
voz y al que gritaba; era mi primo Ambrose, que se hallaba evidentemente en
estado de sonambulismo. Le cogí suavemente, pero con firmeza, por el brazo, con
intención de llevarle de nuevo hasta la cama, pero él se resistió con
inesperada energía. Le solté y le seguí; pero cuando vi que pretendía salir en
plena noche al campo, volví a agarrarle del brazo e intenté hacerle regresar.
De nuevo se resistió, y con mucha fuerza, tanta que parecía imposible que no se
despertara, pues yo forcejeé con él y, por fin, con grandes esfuerzos, conseguí
hacerle volver y le guié por las escaleras hasta su habitación, donde se metió
en la cama con bastante docilidad.
Yo estaba a la vez divertido y algo
preocupado. Me quedé un ratito sentado junto a su cama, que se hallaba en el
que había sido dormitorio de nuestro común tatarabuelo Alijah, de infausto
recuerdo, por si mi primo volvía a levantarse. Me encontraba justo delante de
la ventana y de vez en cuando miraba por ella al exterior, recibiendo la
curiosa impresión de que a intervalos regulares se veía un resplandor, como de
una luz escondida, en el techo cónico de la vieja torre de piedra que existe en
la finca, directamente enfrente de este muro de la casa. No logré, sin embargo,
desechar completamente la posibilidad de que aquel fenómeno obedeciera a algún
efecto extraño de la luz lunar o a alguna propiedad especial de las piedras de
la torre, pero lo estuve observando durante un buen rato.
Por fin salí de la habitación de mi
primo. No tenía ni pizca de sueño, pues esta pequeña aventura de Ambrose me
había desvelado aún más. Dejé entreabierta la puerta de mi habitación, que
comunicaba con el rellano donde se abría la de él, por si mi primo volvía a
levantarse en sueños. Pero no se levantó; lo que hizo fue hablar y removerse
inquieto, y cuando quise darme cuenta estaba escuchando lo que decía. Sus
palabras de nuevo carecían de sentido para mí, pero me sentí impelido a
apuntarlas. Me coloqué de forma que la luz de la luna me iluminara y no fuera
necesario encender la lámpara. Gran parte de lo que decía era absolutamente
incoherente; no podían distinguirse ni siquiera palabras, pero de vez en cuando
pronunciaba frases comprensibles - comprensibles en el sentido de que eran
frases-, aunque con una voz altisonante y forzada que no parecía suya. En total
pronunció siete de estas frases, cada una de ellas tras un intervalo como de cinco
minutos durante los cuales mi primo daba vueltas en la cama, muy agitado, y
farfullaba sonidos ininteligibles; Las anoté lo mejor que pude y más adelante
las redacté correctamente para darles mayor claridad. Estas fueron, y en el
mismo orden, las frases que pronunció mi primo Ambrose en sueños,
interrumpidas, como he dicho, por intervalos de murmullos incomprensibles:
"Para invocar a Yogge Sothothe habrás de esperar a que el sol penetre en
la quinta mansión, con Saturno en trino; luego has de trazar el pentáculo de
fuego, recitando el noveno verso tres veces; y, repitiéndolo todos los años
cuando la Noche del árbol de Mayo y en la de Difuntos, harás que el Ser se
engendre en los Espacios Exteriores, más allá de la puerta que custodia Yogge
Sothothe."
.........
"El posee todo conocimiento; él
sabe por dónde vinieron los Primordiales de pasadas eternidades y él sabe por
dónde vendrán una vez más."
.........
"Pasado, presente, futuro: todo es
uno en él."
.........
"El acusado Billington afirmó que
él ni producía ni ocasionaba ruido alguno, lo cual provocó murmullos y risas
que, afortunadamente para él, sólo él oyó."
.........
" ¡Ah, ah! ¡El olor! ¡El olor! ¡Aï!
¡Aï! Nyarlathotep. "
.........
"No está muerto el que reposa en la
eternidad, pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá."
.........
"Reposa en su casa de R'lyeh - en
su gran palacio de R'lyeh-, pero no muerto, sino dormido."
Este extraordinario galimatías fue
sucedido por un profundo silencio. La respiración de mi primo se volvió
acompasada y comprendí que por fin se había sumido en un sueño tranquilo y
natural.
Como puede verse, las primeras horas que
pasé en la Casa Billington ya contuvieron una amplia variedad de impresiones
contradictorias. Pero iban a continuar. Apenas terminé de redactar las notas
que acabo de transcribir, y tras dejar mi puerta abierta y la suya sin cerrar,
me fui a la cama y pronto me dormí. Pero en seguida me despertó el estruendo de
un portazo y al abrir los ojos vi a Ambrose de pie junto a mi cama, con una
mano extendida hacia mí como para sacudirme.
¡Ambrose! - grité- . ¿Qué sucede? Mi
primo estaba temblando literalmente y casi no podía ni hablar.
- ¿Oyes? - preguntó con voz trémula.
¿Que si oigo qué? ¡Escucha! Obedecí.
--¿Qué oyes? - El viento en los árboles.
Lanzó una amarga carcajada.
- -"El viento gime con Sus voces;
la tierra murmura con Su inteligencia." ¡Conque el viento! ¿Crees que sólo
es el viento? - Sólo es el viento - repetí con firmeza-. ¿Has tenido una
pesadilla, Ambrose? - ¡No, no! -contestó con la voz rota- . Esta noche, no.
Estaba empezando, pero se interrumpió. Algo la interrumpió y me alegré.
Yo sabía lo que había interrumpido su
pesadilla y me sentí complacido, pero no dije nada.
Se sentó en el borde de la cama y me
puso la mano afectuosamente en el hombro.
-Stephen, me alegro de que estés aquí.
Si en algún momento te digo algo que no concuerde con esta alegría que siento,
te suplico que no me hagas caso. A veces me parece que no soy yo.
-Has trabajado demasiado.
-Quizá - levantó la cara y, al vago
resplandor de la luna, noté que las facciones se le habían vuelto a poner
rígidas-. No, no - dijo- ; no es el viento en los árboles, ni tampoco los
vientos interestelares. Viene de más lejos aún, Stephen, del Exterior... ¿Cómo,
no lo oyes? -No oigo nada-dije con suavidad- y tal vez si pudieras dormirte tú
tampoco oirías nada.
-El sueño no tiene nada que ver -
contestó enigmáticamente en un susurro, como si temiera ser oído por alguien
más-. Dormir es peor.
Me bajé de la cama, fui hasta la ventana
y la abrí.
-Ven y escucha, pues - dije.
Vino a mi lado y se apoyó contra el
marco de la ventana.
-El viento en los árboles- dije-.., nada
más.
Suspiró.
-Mañana te contaré..., si puedo.
-Cuéntamelo cuando quieras. Pero ¿por
qué no ahora que te sientes así? -¿Ahora? -lanzó por encima de su hombro una
mirada fugaz, llena de implicaciones-. ¿Ahora? - repitió de nuevo con voz
ronca. Y a continuación- : ¿Qué hizo Alijah en la torre? ¿Cómo imploraba a las
piedras? ¿Qué es lo que hizo venir de las montañas o del cielo? Yo no lo sé. ¿Y
quién es el que acecha y en qué umbral?-al agotarse este singular torrente de
preguntas desconcertantes, me miró inquisitivamente a los ojos en la
semioscuridad y, moviendo tristemente la cabeza, añadió- No lo sabes. Nadie lo
sabe. Pero aquí está pasando algo y por Dios que temo haberlo provocado yo,
aunque no sé cómo ni por qué.
Con estas palabras se volvió bruscamente
y, deseándome buenas noches, se retiró a su cuarto y cerró la puerta tras él.
Durante unos momentos permanecí helado
de asombro ante la ventana abierta. ¿Era realmente del viento, y sólo del
viento, la voz que llegaba de los bosques? ¿O había algo más? El extraño
comportamiento de mi primo me había dejado confuso y agitado, casi dudando de
mis propios sentidos. Y de repente, mientras permanecía sintiendo el frescor
del viento en el cuerpo, fui consciente, con un a sensación creciente de
opresión, abrumado por una desesperación infinita, de una presencia
horriblemente impura, de una malignidad negra, y ardiente que infiltraba la
casa y los bosques que la rodeaban, de algo corrompido y nauseabundo
perteneciente a los más profundos abismos del alma humana.
Aquello no era puramente imaginario; era
una cosa tangible, pues sentí el frescor del aire que entraba por la ventana
como en contraste físico con aquella sensación. Un aura de malignidad, terror y
repugnancia flotaba en la habitación, como una nube; la sentía rezumar de las
paredes como una niebla invisible. Me alejé de la ventana y salí al vestíbulo;
allí era igual. Bajé las escaleras a tientas y me encontré lo mismo: toda la
casa emitía como una vibración maligna y densa que, sin duda, era lo que había
afectado a mi primo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para arrojar de mí toda la
opresión y desesperanza que sentía, para rechazar el terror que emanaba de las
paredes y amenazaba con infiltrarse en mí; tuve que luchar contra algo
invisible que tenía el doble de fuerza que cualquier contrincante físico. Al
volver a mi habitación me di cuenta de que me daba miedo dormirme, pues en
sueños podía ser víctima de aquella insidiosa penetración que pugnaba por
infectar todo cuanto encontraba a su alcance, como ya había invadido todo este
antiguo caserón y a su nuevo habitante, mi primo Ambrose.
Permanecí, pues, en un estado intermedio
entre la vigilia y el sueño, dormitando, relajado, pero alerta. Al cabo, tal
vez, de una hora, la sensación de malignidad vibrante, peligro pavoroso y
repugnancia casi física se desvaneció tan súbitamente como se había presentado.
Pero para entonces me encontraba cómodo y descansado y no hice ningún intento
de dormirme más profundamente. Me levanté al alba, me vestí y bajé a la planta
baja. Ambrose no se había levantado todavía, lo cual me proporcionó la
oportunidad de examinar algunos de los papeles que había en el gabinete.
Los había de varias clases, aunque
ninguno era de índole privada ni tampoco había cartas personales de Ambrose.
Varios de ellos parecían copias de noticias periodísticas referentes a diversos
hechos curiosos y en especial a ciertos asuntos relacionados con Alijah
Billington.
También había un manuscrito, lleno de
anotaciones añadidas, donde se relataba algo que había sucedido, cuando América
era joven, a un protagonista allí identificado como "Richard Bellingham o
Bollinhan", pero que, según las notas de mi primo, no era otro que
"R. Billington". Asimismo vi varios recortes recientes de prensa
relativos a dos desapariciones que habían ocurrido en la zona de Dunwich y de
las cuales yo me había enterado someramente por los periódicos de Boston antes
de venir a Arkhan. Apenas tuve tiempo de echar una ojeada a esta extraordinaria
documentación, pues en seguida oí que mi primo se había levantado. Dejé los
papeles y me quedé aguardándole allí.
Tenía mis razones para esperarle en
aquella habitación pues deseaba observar su reacción ante la vidriera. En
efecto, como suponía, volvió a lanzarle una mirada fugaz e Involuntaria cuando
entró en el gabinete. Sin embargo, no fui capaz de distinguir si aquella mañana
Ambrose era el hombre que me había ido a recoger a la estación de Arkham o
aquel otro, mucho más parecido a mi primo, que había charlado conmigo por la
noche en mi habitación.
- Veo que ya estás levantado, Stephen.
En seguida preparo café y tostadas. Por algún sitio tiene que haber un periódico
reciente. Me lo mandan por correo desde Arkham, pero ya sabes cómo funcionan
estas cosas en el campo. Yo a la ciudad no voy mucho y tampoco es cosa de pagar
a un chico para que me lo traiga en bicicleta. Y eso suponiendo que... - se
cortó en seco.
-¿Suponiendo qué? - pregunté
directamente.
- Suponiendo que quisiera venir hasta
aquí. Lo digo por la fama que tienen estos bosques y la casa.
- ¡Ah, sí! - ¿Sabes algo de ello? - Algo
he oído.
Se quedó mirándome durante un momento y
me di cuenta de que debía estar otra vez perdido en un dilema. Parecía como si
tuviera muchas ganas de contarme algo, pero, por otra parte, no se atreviera.
Por fin dio media vuelta y salió del gabinete.
No me interesaba el periódico reciente -
que resultó ser de hacía dos días- ni, de momento, los restantes documentos y
papeles que había en la habitación. Lo que me interesaba era la vidriera. Por
alguna razón que yo ignoraba, esta vidriera a mi primo le producía miedo y
placer; o, mejor dicho, según yo veía las cosas, una parte de él la temía y
otra parecía gozar de ella. No era en absoluto ilógico suponer que la parte de
mi primo Ambrose que temía a la ventana coincidía con la que se había
manifestado en mi cuarto aquella misma noche, y la otra con la que le había
impulsado a levantarse en sueños inmediatamente antes. Examiné la ventana desde
diversos ángulos. El dibujo de la vidriera consistía en círculos concéntricos y
líneas radiales que delimitaban zonas de diversos colores, todos ellos en tonos
pastel, excepto el círculo central, que parecía de cristal corriente. Era una
vidriera bellísima, única. Yo jamás había visto ni sabía que existiera nada
parecido en ninguna catedral europea o americana, no sólo por el diseño, sino
por el colorido. A diferencia de las vidrieras de Europa o América, en ésta los
colores parecían fundirse entre sí con una singular armonía, de tal manera que,
a pesar de estar compuesta por cristales de colores diferentes - varios azules
distintos, amarillo, verde y violeta-, el conjunto parecía variar gradualmente
desde tonos muy claros, en el círculo más periférico, hasta muy oscuros, casi
negros, en la zona que rodeaba al "ojo" central de cristal incoloro.
En realidad parecía como si el color hubiera sido progresivamente aclarado
desde el centro hacia la periferia o progresivamente oscurecido en sentido
inverso, y los distintos tonos cromáticos estaban tan bien combinados que, al
mirarlos atentamente, producían la invariable sensación de que los círculos
giraban mientras el color fluía y refluía como un oleaje concéntrico.
Pero esto no era, desde luego, lo que
había perturbado a mi primo. Ambrose no habría tardado más que yo en darse
cuenta de que se trataba de un simple efecto óptico. Para que los círculos
comenzaran su aparente movimiento de rotación bastaba con mirarlos durante
algún tiempo. Quien concibió y realizó aquella vidriera había puesto de
manifiesto imaginación e ingenio, así como una notable destreza técnica. Yo me
di cuenta en seguida de estas cosas, pero seguí contemplando embelesado la
fantástica vidriera. Al cabo de unos momentos, sin embargo, empecé a observar
con inquietud otra cosa que no se dejaba explicar tan fácilmente. En
determinadas ocasiones parecía como si de pronto se formara una escena o un
retrato fugaces en la vidriera. Esta visión no se superponía al dibujo de la
misma, sino que parecía emanar de ella.
Al instante me di cuenta de que esto no
podía deberse a ningún juego de luces, pues la vidriera daba al Oeste y a estas
horas de la mañana quedaba completamente en sombra. Me subí encima de la
estantería y, asomándome por el circulo central de cristal incoloro, comprobé
que tampoco había en el exterior ningún objeto que reflejara el sol hacia la
ventana. Fijé la mirada intensamente en ella para ver si la incomprensible
imagen se volvía más nítida, pero nada sucedió. No conseguí distinguir formas
reconocibles, pero no cabía duda de que en la ventana había algo que merecía la
pena investigar más a fondo cuando las circunstancias fueran favorables, es
decir, a una hora en que la luz del sol o de la luna permitiera descubrir
cualquier detalle escondido en el cristal.
Mi primo me llamó desde la cocina para
decirme que el desayuno estaba preparado y me alejé de la ventana sabiendo que
disponía de tiempo suficiente para llevar a cabo una completa investigación
sobre la misma. No tenía intención de regresar a Boston mientras no hubiera
descubierto lo que obsesionaba a Ambrose hasta tal punto que, aun estando yo
allí, le era imposible confiármelo.
- Ya veo que has estado desenterrando
viejas historias de Alijah Billington dije sin ambages cuando nos sentamos a la
mesa; Afirmó con la cabeza.
- Ya conoces mi afición a las
antigüedades y mis investigaciones genealógicas. ¿Puedes contribuir en algo? -
¿Sobre las cuestiones que te interesan? - Sí.
Moví negativamente la cabeza.
- Me temo que no. Es posible que esos
documentos me sugieran algo. ¿Te importa que les eche una ojeada? Vaciló. Era
evidente que sí le importaba, pero también que no quería oponerse a que viera
algo que ya había visto, aunque no sabía si yo había leído mucho o poco.
- ¡Oh! Puedes mirarlos si te apetece -
dijo descuidadamente-. Yo no saco mucho en limpio de esos papeles - tomó unos
sorbos de café sin dejar de mirarme, pensativo- . A decir verdad, Stephen,
estoy completamente liado en este asunto y no acabo de encontrarle ni pies ni
cabeza. Y, sin embargo, tengo la viva sensación de que, sin saberlo, están
ocurriendo aquí cosas terribles y extrañas que podrían evitarse si supiera
cómo.
- ¿Qué cosas? - No sé.
-Me hablas en adivinanzas, Ambrose.
- ¡Si! - casi gritó- Todo es una
adivinanza. Es una maraña de adivinanzas de las que no encuentro ni el
principio ni el final. Yo creía que empezaron con Alijah, pero ahora pienso que
no. Y tampoco sé cómo van a terminar.
- ¿Por eso me dijiste que viniera? - yo
estaba encantado de hallarme de nuevo con aquel mi primo que me había hablado
por la noche en mi habitación.
Movió afirmativamente la cabeza.
- Entonces más vale que me lo cuentes
todo.
Se olvidó del desayuno y empezó a hablar
como un torrente. Me contó todo lo que había sucedido desde su llegada, aunque
sin mencionarme sus sospechas, ya que, según dijo, quería ceñirse
exclusivamente a los hechos. Resumió o describió el contenido de los documentos
que había descubierto: el diario de Laban, las noticias de prensa relativas a
los problemas que hacia más de un siglo había tenido Alijah con los habitantes
de Arkham, los escritos del Rev. Ward Phillips y todo lo demás. Pero me dijo
que, para informarme perfectamente del asunto, tenía que leer por mí mismo toda
la documentación. Efectivamente, como acababa de decir, era una especie de
adivinanza; pero yo también opinaba, como él, que se había topado con elementos
aislados de un gigantesco rompecabezas en el que encajaban todas las piezas
aunque al principio pudieran parecer desconectadas entre sí. Y, a cada nuevo
detalle que me comunicaba, más cuenta me daba yo de lo terriblemente sugestiva
que resultaba la trampa en que mi primo Ambrose parecía haber caído.
Intenté tranquilizarle y le convencí de
que terminara de desayunar. También le dije que si seguía dedicando todas sus
horas de vigilia y de sueño al tema en cuestión, éste iba a convertirse en una
obsesión irrefrenable.
Inmediatamente después del desayuno me
puse a la tarea de leer concienzudamente todo lo que había encontrado o anotado
Ambrose y en el mismo orden en que él lo había ido descubriendo. Tardé bastante
más de una hora en leer los diversos documentos y papeles que Ambrose había
seleccionado para mí y otro tanto en asimilar lo que había leído. Desde luego
era "una maraña de adivinanzas", como había dicho Ambrose, pero se
podían sacar algunas conclusiones generales del conjunto de hechos,
aparentemente dispersos, referidos en los textos y anotaciones consultados.
El primer hecho que resaltaba
inevitablemente del conjunto era que Alijah Billington (¿y Richard Billington
antes que él? ¿O acaso sería más correcto decir Richard Billington y Alijah
después que él?) se había metido en un asunto misterioso sobre cuya naturaleza
era imposible pronunciarse con los datos disponibles. Existían probabilidades
de que dicho asunto fuera esencialmente maligno, pero aun así había que
descontar las exageraciones de testigos rústicos y supersticiosos, las
calumnias, las murmuraciones y las habladurías que, al pasar de boca en boca,
convierten en leyenda el hecho más trivial. Los comadreos del vulgo y las
leyendas locales indicaban que, si Alijah Billington era mal mirado y temido,
ello se debía en gran parte a que no habla proporcionado ninguna explicación satisfactoria
a los "ruidos" que se oían en sus bosques por la noche. Por otra
parte, el Rev. Ward Phillips, el crítico John Druven y el tercer componente del
trío que había ido a visitar a Alijah Billington, es decir, Deliverance
Westripp, no eran toscos pueblerinos. Dos por lo menos de estos caballeros
creían firmemente que el asunto en que se hallaba mezclado Alijah Billington
era de índole maléfica.
¿Pero qué pruebas había contra Alijah
para justificar este punto de vista? Por lo menos en lo que a los tres
caballeros citados se refería, eran completamente circunstanciales y podían
resumirse en muy pocas palabras: En los bosques que rodeaban la casa de
Billington se oían "ruidos" inexplicables que parecían
"gritos" o "chillidos" de "algún animal". El
principal crítico de Billington, John Druven, había desaparecido en
circunstancias muy parecidas a las de otras desapariciones ocurridas en los
alrededores y lo mismo podía decirse de la reaparición de su cuerpo, Jamás se
dio una explicación satisfactoria de las semanas o los meses transcurridos
entre desaparición y reaparición. Druven había dejado una nota donde sugería
que Alijah había echado algo en la comida con que había obsequiado a los tres
hombres que habían ido a visitarle, con objeto no sólo de alterarles los
recuerdos, sino también de hacer regresar a Druven o, al menos, de
incapacitarle para desobedecer sus llamadas encaminadas a que regresara a la
casa del bosque. Todo ello, por supuesto, sugería que el trío en cuestión habla
visto algo. Pero no eran pruebas, por lo menos de las que se admiten como tales
en los tribunales de justicia.
Esto era todo lo que se había dicho
contra Alijah Billington en aquellos tiempos. Ahora bien, correlacionando
hechos, sugerencias e insinuaciones pasados y presentes, resultaba una imagen
de Alijah Billington que no concordaba precisamente con sus ardientes protestas
de inocencia ni con la altivez - e incluso la insolencia- con que rebatió las
acusaciones de Druven y otros. Sin embargo, aun careciendo de cualquier indicio
claro sobre las actividades de Alijah, las implicaciones contenidas en los
meros hechos resultaban alarmantes si no aterradoras. Todos estos datos,
correlacionados sin tener en cuenta el período de tiempo transcurrido entre el
primer hecho recogido y el más reciente, producían un desasosiego difícil de
eliminar y una creciente marea de incertidumbre y dudas, pues las sugerencias
subyacentes eran realmente espeluznantes.
El primero de los hechos a que me
refiero son las propias palabras de Alijah Billington cuando arremetió por
escrito contra John Druven por la crítica que éste había hecho del libro
Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra, del Rey.
Ward Phillips. Decían así: <<.... hay cosas en la existencia que es mejor
dejar en paz y mantenerlas alejadas de las habladurías del vulgo." Es de
suponer que Alijah Billington sabia perfectamente de qué hablaba, como no dejó
de señalar el propio reverendo. De ser así, las observaciones ocasionales
anotadas en el diario de Laban adquirían una significación adicional. De este
diario era posible deducir que realmente había sucedido algo en los bosques con
ayuda de Alijah Billington. No era concebible que se tratara, como había
pensado mi primo Ambrose, de contrabando; pues habría sido increíblemente
estúpido acompañar el contrabando de "ruidos" análogos a los
descritos en la prensa de Arkham y en el diario del muchacho. No, era algo
mucho más misterioso, y existía un paralelo espantosamente sugerente entre una
de las anotaciones de Laban y algo que había presenciado con mis propios ojos
durante las últimas veinticuatro horas. El muchacho había escrito que se
encontró a su compañero indio, Quamis, de rodillas y diciendo "en voz alta
palabras de su idioma, que yo no lo entiendo (...), pero decía una cosa que
sonaba como Narlato o Narlotep". En el transcurso de la noche anterior me
había despertado la voz de mi primo que gritaba en sueños " ¡ Iä!
Nyarlathotep". De que esta y aquellas palabras eran la misma no cabía
ninguna duda.
La actitud del indio sugería alguna
forma de adoración oculto, pero había que admitir que los aborígenes tenían
tendencia a adorar cualquier cosa que no les resultara inmediatamente
comprensible; esto puede aplicarse por igual al indio americano que al negro
africano, que en lugares muy distintos han llegado, por ejemplo, a adorar un
fonógrafo porque escapaba por completo a su comprensión.
El diario de Laban me sugirió además
otras posibilidades. Me pareció que las páginas arrancadas del mismo
correspondían aproximadamente a los días en que el trío investigador se había
presentado en casa de Alijah Billington. En tal caso, ¿había visto y anotado el
muchacho algo que podía ayudar a descubrir qué es lo que había sucedido en
realidad? ¿Y a continuación su padre lo había leído y habla arrancado las
páginas? Sin embargo, lo más verosímil es que Alijah hubiera destruido el
librito entero. Si realmente se entregaba a prácticas nefandas en los bosques,
lo que había escrito su hijo era enormemente peligroso para él. Sin embargo,
después de las páginas arrancadas habían quedado registrados varios episodios
de igual o mayor importancia. Quizá Alijah se había limitado a arrancar las
páginas que le inquietaban, por considerar que lo que su hijo habla escrito
anteriormente carecía de toda posibilidad de ser aceptado como prueba, y le
había devuelto el diario, conminándole probablemente a que no volviera a
escribir sobre tales asuntos. Esta me pareció la forma más verosímil de
explicar el hecho de que el libro hubiera sobrevivido para llegar a manos de mi
primo Ambrose, ya que, en tal caso, los pasajes más reveladores del mismo no
habrían sido escritos sino después de que Alijah hubiera arrancado las páginas
que le preocupaban.
Sin embargo, el más inquietante de los
datos cuya correlación había despertado mi ansiedad, consistía en unas frases,
que cito textualmente, del curioso documento titulado De las malignas brujerías
llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana: "Dícese
que cierto Richard Billington, habiendo sido instruido en parte por Malos
Libros y en parte por un antiguo Mago de los Indios Salvajes (...), constituyó
en los bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al
Diablo y lo llamaba Espacio de Dagón y cantaba ciertos Ritos de Magia que son
abominados por las Sagradas Escrituras. (...) Mas al poco tiempo mostró en
privado signos de gran Temor por alguna Cosa, que él mismo la había invocado de
Noche y había bajado de las Alturas en horas de Oscuridad. En aquel año se
cometieron siete muertes violentas en los bosques próximos a las Piedras de
Richard Billington... " Este pasaje contenía terribles sugerencias por dos
razones evidentes. Richard Billington había vivido hacía casi dos siglos. Pero,
a pesar del tiempo, existía paralelismo entre hechos ocurridos entonces y en la
época de Alijah Billington, y también entre lo que ocurrió cuando Alijah
Billington y el momento actual. En tiempos de Alijah también había habido un
"círculo de Piedras" y se habían cometido crímenes misteriosos. En la
actualidad quedaban restos evidentes de un círculo de piedras y parecía haberse
iniciado una nueva serie de asesinatos. No me parecía que, ni aun teniendo en
cuenta casualidades y toda clase de circunstancias favorables, tales
paralelismos pudieran considerarse meras coincidencias.
Pero negar la coincidencia ¿para qué?
Ahí estaban las instrucciones que había dejado Alijah Billington, conjurando a
Ambrose Dewart y a cualquier otro heredero a no "invocar las
montañas". Como paralelo anterior podía mencionarse aquella "Cosa que
él mismo la había invocado de Noche" y luego tanto había aterrorizado a
Richard Billington. Si no había que tener en cuenta las casualidades, ¿qué
hacíamos con ésta? Y ésta además era mucho más improbable que una simple
coincidencia. Pero existía una clave. Por muy incomprensibles que resultaran
las instrucciones de Alijah, éste había señalado con toda claridad con el
"significado" de aquel conjunto de reglas "podrá encontrarse en
los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington, situada en el bosque
también llamado de Billington". En una palabra: aquí, entre estas paredes,
probablemente en este mismo gabinete de estudio.
El problema exigía un gran esfuerzo de
mi credulidad. Aceptando que Alijah Billington se había dedicado a tareas misteriosas
que ocultaba a todo el mundo, excepto al indio Quamis, también era posible
conceder que había conseguido eliminar de alguna manera a John Druven. Sus
tareas, pues, debían ser ilegales; además, la misma forma en que había muerto
Druven era como para levantar muchas conjeturas, y no sólo sobre Alijah, sino
sobre los métodos que había utilizado para dar a Druven una muerte análoga a
las que se habían producido en la comarca de Dunwich. Una vez aceptada la
premisa fundamental de que Alijah se las había arreglado para eliminar a
Druven, el razonamiento progresaba con toda lógica hacia la conclusión de que
también había tenido que ver en las otras muertes. La estructura era la misma.
Pero sí seguíamos por este camino nos
veíamos obligados a admitir y suponer más cosas, a hacer concesiones cada vez
mayores, lo que podía conducir a una situación de total desconcierto a menos
que tiráramos por la borda todo cuanto hasta entonces habíamos creído y
empezáramos de nuevo. Si Richard Billington habla invocado realmente a una
"Cosa" que luego, en efecto, bajó del cielo nocturno, ¿qué era esa
cosa? La ciencia no conocía semejantes "Cosas", a menos que se
aceptara, como hipótesis, que hace dos siglos existía todavía algún pariente
más o menos lejano del ahora extinguido pterodáctilo. Pero esta explicación
resultaba aún menos convincente que la otra; la ciencia había dejado
definitivamente zanjada la cuestión del pterodáctilo; la ciencia no poseía dato
alguno sobre ninguna otra "Cosa" voladora. Cierto es, en realidad, que
nadie había escrito que la "Cosa" volara. Pero entonces, ¿cómo había
bajado del cielo si no volaba? Moví la cabeza, cada vez más desconcertado, y mi
primo, que entraba en la habitación, sonrió un tanto forzadamente.
¿Qué, también es demasiado para ti, Stephen?
-Si me obsesiono con ello, sí. Pero, según las instrucciones que dejó Alijah,
la clave del misterio está en los libros de este gabinete. ¿Los has mirado?
-¿Pero en qué libros, Stephen? No tenemos ni una sola pista.
-Todo lo contrario. Siento no estar de
acuerdo contigo, pero tenemos varias pistas. Nyarlathotep o Narlatop, o como se
llame. Yog-Sotot o Yogge Sothothe, también cómo se escriba. Estos nombres
aparecen una y otra vez en el diario de Laban, en lo que te contó Mrs. Bishop,
en las cartas de Jonathan Bishop, y precisamente en estas mismas cartas hay
varias otras referencias que podemos tratar de localizar en estos viejos
libros.
Me volví a concentrar en las cartas de
Bishop, a las que Ambrose había añadido los datos, que descubriera en los antiguos
semanarios de Arkham, relativos a la muerte de las personas sobre las cuales
había escrito. También aquí existía un inquietante paralelismo, aunque preferí
no mencionárselo a Ambrose, ya que parecía agotado y tenía muy mal aspecto,
como de falta de sueño. Pero a mí no se me había escapado el hecho de que, así
como los entrometidos que espiaban a Jonathan Bishop habían desaparecido y más
tarde se encontraron sus cuerpos, lo mismo exactamente le había ocurrido a John
Druven, que se había entrometido repetidamente en los asuntos de Alijah
Billington. Además, por mucho que se pensara que tales acontecimientos eran
improbables, la verdad es que las personas mencionadas por Jonathan Bishop
habían desaparecido realmente, y ahí estaban los periódicos para todo el que
quisiera comprobarlo.
-Aun así - dijo mi primo Ambrose cuando
volví a levantar la vista-, no sabría por dónde empezar. Todos estos libros son
antiguos y muchos de difícil lectura. Creo que algunos de ellos son manuscritos
encuadernados.
-No te preocupes. Tenemos tiempo de
sobra. No hace falta que lo hagamos hoy.
Pareció aliviado al oír mis palabras y
estaba a punto de reanudar la conversación cuando sonó una llamada en la puerta
principal y se levantó para contestarla. Escuché. Oí que hacía pasar a alguien
y me apresuré a esconder los papeles y documentos que había estado leyendo.
Pero no introdujo a los visitantes - pues eran dos- en el gabinete de estudio
y, al cabo de media hora, les acompañó hasta la puerta y regresó a la
habitación.
-Eran dos de la policía del condado -
explicó-.. Están investigando las muertes o, mejor dicho, las desapariciones
que han ocurrido cerca de Dunwich. Es una cosa horrible, lo comprendo; y si van
a encontrar a todos como al primero, será de esos asuntos que no se olvidan
fácilmente.
Señalé que Dunwich se hallaba en plena
decadencia.
-¿Pero qué querían de ti, Ambrose? -
añadí.
-Parece que algunas personas oyeron
ruidos o gritos, mejor dicho, y, como esta casa no está muy lejos del lugar
donde desapareció Osborn, pensaron que a lo mejor yo también había oído algo.
-Pero, naturalmente, tú no habías oído
nada.
-No, claro que no.
No parecía darse cuenta de la siniestra
analogía existente entre pasado y presente o, en todo caso, no lo dejaba
traslucir. No consideré oportuno llamarle la atención sobre el asunto y cambié
de tema. Le dije que había guardado los papeles y que podíamos dar un paseo
hasta la hora de comer, pues el aire fresco le sentaría bien. Aceptó
inmediatamente.
Así pues, nos pusimos en marcha. Se
había levantado un vientecillo fresco que presagiaba el invierno; caían algunas
hojas secas de los árboles añosos y al contemplarlos me recordaron, no sin
cierta inquietud, la veneración que los antiguos druidas sentían por los
árboles. Pero esto fue sólo una impresión pasajera, provocada sin duda por mi
preocupación con el círculo de piedras próximo a la torre cilíndrica, ya que en
realidad mi propuesto paseo no era sino un medio indirecto de visitar la torre
en compañía de mi primo. Yo quería que la visita pareciera más o menos casual,
pero, de no haber ido con él, la habría hecho, desde luego, a solas.
Escogí deliberadamente un itinerario que
daba un considerable rodeo, pues dejamos a un lado la zona pantanosa que se
extendía entre la torre y la casa y nos adentramos en el bosque para llegar a
la torre desde el sur, por el lecho seco de aquel arroyo que en tiempos había
desembocado en el Miskatonic. Mi primo hizo algunos comentarios sobre la
antigüedad de los árboles y me hizo observar en repetidas ocasiones que no había
ni un solo tronco con señales de hacha o sierra, aunque no estoy seguro de si
lo decía con orgullo o extrañeza. Dije que los viejos robles tenían mucho que
ver con los druidas y me lanzó una mirada escrutadora. ¿Qué sabia yo de los
druidas? Repliqué que bastante poco. ¿Se me había ocurrido alguna vez que podía
existir alguna relación básica entre muchas creencias y religiones antiguas,
como la de los druidas, por ejemplo? No, no se me había ocurrido y así se lo
hice saber. Por supuesto que los mitos poseían siempre una estructura
fundamentalmente análoga; todos nacían del miedo o de la curiosidad por lo
desconocido y siempre había creadores de mitos entre nosotros; pero había que
diferenciar entre estructuras mitológicas y creencias religiosas, así como también
entre supersticiones y leyendas, por una parte, y credos, principios éticos y
moral, por otra. A estas consideraciones no respondió.
Caminamos en silencio durante algún
tiempo, y de pronto ocurrió un incidente sumamente curioso. Acabábamos de
llegar al arroyo seco.
-Ah - dijo Ambrose con una voz algo
ronca, distinta de la suya habitual-. Henos por fin en el Misquamacus.
-¿En el qué? - pregunté, mirándole
atónito.
El me devolvió la mirada. La tenía
perdida en la lejanía, pero al instante volvió a enfocarla en mí.
-¿Q-q-qué? - tartamudeó-. ¿Q-q-qué ha
pasado, Stephen? -¿Cómo has dicho que se llamaba este arroyo? Movió
negativamente la cabeza.
-No tengo ni idea.
-Pero lo acabas de decir.
-¿Cómo? Eso es imposible. No sé ni
siquiera si tiene nombre.
Parecía auténticamente sorprendido y un
poco irritado. Al notarlo, no insistí; dije que quizá no había oído bien o que
tal vez la imaginación empezaba a gastarme bromas. Pero yo estaba seguro de que
él acababa de dar un nombre al arroyo que en tiempos había corrido por aquel
cauce. Y, además, ese nombre sonaba demasiado parecido al de aquel
"antiguo Mago" de los Wampanaug que, según se decía, había logrado
domeñar y aprisionar a la "Cosa" que tanto había hecho sufrir a
Richard Billington.
El incidente me impresionó
desagradablemente. Ya había empezado a sospechar que las dificultades en que se
hallaba mi primo eran más graves que lo que él o incluso yo nos temíamos. La
índole de esta revelación aparentemente casual hizo aumentar mis temores hasta
convertirlos en certidumbre. Pero mis sospechas iban pronto a recibir una
confirmación aún más impresionante.
Seguimos remontando el cauce seco del
arroyo sin intercambiar más palabras y por fin salimos, de entre los
matorrales, al lugar donde se alzaba la torre en una isla de arena y guijarros,
rodeada de un tosco círculo de rocas. Al referirse a estas piedras, mi primo
las había calificado de "druídicas", pero a la primera ojeada me di
cuenta de que no lo parecían, pues en ellas no se percibía esa intencionalidad
del diseño que tan evidente resulta, por ejemplo, en las ruinas de Stonehenge.
Pero este círculo de piedras, rotas ahora o deterioradas por la acción de los
años y algunas medio enterradas en la arena, presentaba signos inconfundibles
de que era obra del hombre; también se vela en él una intención, que en este
caso parecía únicamente la de circundar la torre.
Ahora bien, yo ya había visto y
examinado esta torre otras veces, pero cuando penetré entonces en el interior
del circulo de rocas tuve la sensación de que era la primera vez que visitaba
el lugar. Esto lo achaqué en parte a la lectura de los documentos recogidos por
Ambrose; pero también se debía en parte a cierto cambio ocurrido en su
atmósfera. En seguida me di cuenta. Hasta entonces la torre me había producido
la impresión de una reliquia antigua y olvidada de una época perdida en las
brumas del pasado, pero ahora de repente la sentí como ajena al transcurso del
tiempo. Es posible que esta sensación se derivara de mi conocimiento de su
edad, que precisamente es lo que antes había dado origen a la impresión de
antigüedad que me producía. Pero quizá no fuera así, pues la torre de piedra,
que siempre me había parecido un residuo de edades pretéritas, ahora me parecía
envuelta en un aura de maligna intemporalidad de la que se desprendía Incluso
un leve hedor a putrefacción.
Sin embargo, avancé hacia ella como si
fuera la primera vez, y, desde luego, no necesité mucha imaginación para sentir
que, efectivamente, se trataba de una nueva experiencia para mí. Conocía bastante
bien el aspecto de las piedras, pero deseaba penetrar en el interior y examinar
los bajorrelieves de la escalera, así como aquella figura o motivo ornamental
tallado en la piedra, grande y más reciente, que mi primo habla desalojado del
techo. Al instante me di cuenta de que el dibujo esculpido a lo largo de la
escalera era una réplica, en miniatura, del de la vidriera del gabinete de
estudio de casa de mi primo. En cambio, el dibujo de la piedra quitada del
techo resultaba en cierto modo opuesto, como opuesta puede resultar una
estrella en comparación con un círculo o un rombo y un pilar llameante, o algo
parecido, en comparación con un conjunto de líneas radiales. Iba a hacer algún
comentario sobre la semejanza entre el bajorrelieve y la vidriera cuando mi
primo apareció en el vano de la puerta y en su voz percibí algo que me aconsejó
callar.
- ¿Has encontrado algo? En su voz no
había sólo indiferencia, sino hostilidad, Adiviné instantáneamente que mi primo
volvía a ser el hombre que me había recibido en la estación de Arkham y tan
claramente había manifestado su deseo de verme partir en seguida para Boston.
No pude evitar la pregunta que inmediatamente se formuló en mi mente: ¿en qué
medida había influido la proximidad de la torre en su cambio de talante? Pero
nada dije, ni de lo que pensaba ni de lo que había descubierto; me limité a
comentar que la torre parecía muy antigua y los dibujos muy primitivos, pero
"sin sentido". Aunque sus ojos me escrutaron durante unos momentos
con expresión sombría, pareció quedar satisfecho y se retiró del umbral
diciendo ásperamente que ya era hora de volver a la casa, pues tenía que
preparar el almuerzo.
Le seguí la corriente y emprendimos el
camino de regreso charlando animadamente sobre sus habilidades culinarias. Le
aconsejé, sin embargo, que contratara los servicios de un buen cocinero para
liberarse de una obligación que, aunque divertida cuando se hace por gusto,
acaba por convertirse en una pesadez. Al aproximarnos a la casa le propuse que,
en vez de empezar a preparar el almuerzo, nos fuéramos a comer a un restaurante
de Arkham.
En contra de lo que suponía, asintió
complacido y a los pocos minutos nos hallábamos en el coche conduciendo por la
carretera del Aylesbury Pike en dirección a aquella ciudad antigua y encantada,
donde yo esperaba poder dar esquinazo a mi primo y echar una ojeada en la
biblioteca de la Universidad del Miskatonic para comprobar con mis propios
ojos, si era posible, hasta qué punto las notas que había tomado mi primo se
ceñían a las noticias publicadas en la prensa de Arkham sobre las actividades
de Alijah Billington.
La ocasión se me presentó antes de lo
que me figuraba, pues al terminar de comer, Ambrose se acordó de una serie de
recados que tenía que hacer. Me invitó a acompañarle, pero yo decliné su
invitación, diciéndole que deseaba pasar por la biblioteca para saludar al Dr.
Armitage Harper, a quien había tenido el gusto de conocer hacía un año con
motivo de una reunión científica celebrada en Boston. Calculando que Ambrose
tardaría una hora en hacer sus recados, quedamos citados al cabo de este plazo
en la entrada a la Universidad que se halla en College Street.
El Dr. Harper, que se había retirado de
tareas más activas, tenía un despacho para él solo en la segunda planta del
edificio que alojaba a la Biblioteca del Miskatonic y allí estaba a disposición
de bibliófilos, estudiosos y expertos en historia de Massachussetts, tema éste
en el que era autoridad. Era un caballero sumamente distinguido, de bien
cuidada barba canosa y mirada despierta que no traicionaban sus setenta y pico
años de edad. A pesar de no haber hablado conmigo sino en dos ocasiones, y la
última hacia casi un año, me reconoció tras un solo instante de vacilación y
pareció alegrarse de yerme. A continuación se puso a explicarme que estaba
leyendo un libro que le habían recomendado y que lo encontraba un tanto difuso,
pero fascinante.
- En él se oyen ecos de Thoreau - dijo
sonriendo cordialmente. Y me enseñó el libro en cuestión. Era Winesburg Ohio,
de Sherwood Anderson-. ¿Pero qué le trae a usted por Arkham, Mr. Bates? -
añadió, reclinándose en su sillón.
Contesté que estaba pasando unos días en
casa de mi primo Ambrose Dewart, pero, como vi que este nombre no le decía
nada, añadí que mi primo había heredado la finca de Billington, lo cual estaba
relacionado con el hecho de que me hubiera tomado la libertad de acudir a la
biblioteca para consultar con él.
-Billington es un apellido muy antiguo
en esta parte de Massachussetts - dijo el Dr. Harper un tanto secamente.
Repuse que de eso ya me había enterado,
pero que hasta la fecha nadie parecía dispuesto a dar más explicaciones al
respecto, y mucho me temía que no fuera un apellido de los más apreciados
precisamente.
- Creo que es un apellido blasonado -
dijo- . En alguno de estos archivos debo tener su escudo de armas.
Ya sabia que el apellido tenía escudo de
armas, desde luego. Pero ¿qué podía contarme el Dr. Harper sobre Richard
Billington o, si no, de Alijah Billington? El anciano caballero sonrió
entornando los ojos.
-En algunos libros se hacen referencias
a Richard - dijo -, pero me temo que no resultan muy halagüeñas; y en cuanto a
Alijah, todo lo que se sabe de él figura en las crónicas periodísticas de su
época.
Sus palabras me supieron a poco y mi
expresión debió reflejarlo.
- Pero todo esto ya lo sabe usted - se
excusó.
Admití que conocía lo que se había
publicado sobre ambos personajes, pero añadí que me había impresionado la
analogía existente entre los hechos que se contaban de Richard Billington y los
que se referían a Alijah. Parecía que ambos se habían mezclado en prácticas
que, si no abiertamente ilegales, al menos resultaban muy sospechosas.
El Dr. Harper se puso serio. Durante
algunos momentos permaneció silencioso, como si dudase entre hablar o no. Pero
por fin empezó a hacerlo, si bien sopesando cuidadosamente sus palabras. En
efecto, él conocía desde hacía muchos años las leyendas relativas a los
Billington y al Bosque de Billington; en realidad constituían una parte
esencial del folklore de Massachussetts y casi parecían como un puente tendido
hasta el presente desde los días de la caza de brujas, si bien, desde el punto
de vista rigurosamente cronológico, algunas de las historias que se contaban de
ellos eran anteriores a los juicios de brujería celebrados en la región. Al
parecer las leyendas se basaban en hechos reales, aunque era imposible
determinar qué grado de verdad contenían. Lo que podía decirse es que tales
leyendas - terribles y grotescas, desde luego- se habían originado hacía
muchísimos años y que al principio mucha gente creía en ellas, aunque después
hablan ido cayendo poco a poco en el olvido. Desde luego era verdad que Richard
Billington había sido considerado en sus días como brujo o hechicero y que
Alijah Billington se había ganado a pulso la fama de realizar de noche acciones
siniestras en sus bosques. Es imposible evitar que sobre estas bases se vayan
construyendo historias más o menos fantásticas; en el caso de los Billington,
tales historias hicieron pronto su aparición y, al correr de boca en boca, se
fueron enriqueciendo cada vez con más detalles y episodios hasta convertirse en
relatos grotescos e increíbles. En tales circunstancias, el núcleo original de
verdad que en ellas hubiera resultaba ahora imposible de localizar.
Sin embargo, admitió que todo hacía
pensar que ambos Billington se habían dedicado a "algo" misterioso.
Vistas ahora desde una perspectiva de más de un siglo, las prácticas a que se
entregaron los Billington podían considerarse, o no, relacionadas con la brujería,
pero también podían relacionarse con ciertos otros ritos que, según noticias
que llegaban hasta él - Harper- de cuando en cuando, todavía se practicaban en
zonas boscosas y atrasadas, como las de Dunwich e Innsmounth, por ejemplo.
Estos últimos ritos se remontaban, por su misma índole, a una raza antigua y
ajena, pues tenían muy poco en común con los ceremoniales conocidos,
exceptuando algunos ritos druídicos en los que era habitual rendir culto a
seres invisibles que moraban en árboles u otros lugares de la naturaleza
salvaje.
¿Acaso quería dar a entender que los
Billington habían adorado a dríadas u otras figuras mitológicas análogas? No,
no eran dríadas precisamente en lo que pensaba. En algunos puntos remotos del
planeta hablan sobrevivido ciertas religiones o Cultos extraños y terribles que
eran mucho más antiguos que cualesquiera otros conocidos por el hombre. Pero,
en comparación eran tan minoritarios que los investigadores científicos no
solían ocuparse de ellos. Como consecuencia, eran estudiosos de menor talla
quienes se encargaban de recoger todo el material posible sobre religiones y
creencias de los pueblos más primitivos de la tierra.
¿En su opinión, pues, mis antepasados
habían practicado alguna clase de religión extraña y primitiva? En cierto modo,
sí. Añadió que evidentemente - como yo no podía ignorar, pues había leído los
documentos pertinentes-existían grandes probabilidades de que en los ritos
religiosos practicados por Richard y Alijah Billington figurasen sacrificios
humanos, aunque tampoco estaba demostrado. Sin embargo, tanto Richard como
Alijah desaparecieron: Richard no se sabe adónde fue; Alijah a Inglaterra,
donde falleció. Todas las leyendas y cuentos de viejas sobre la presunta
supervivencia de Richard eran puras sandeces, según afirmó. Tales cuentos se
inventaban con demasiada facilidad y los crédulos se encargaban de propalarlos.
La estricta realidad es que Richard y Alijah únicamente sobrevivían, como todo
el mundo, en su descendencia, es decir, en Ambrose Dewart y en mí. Todo lo demás
era obra de imaginaciones exaltadas que pretendían impresionar al lector
mediante narraciones sensacionalistas de incidentes triviales. El Dr. Harper
concedió, sin embargo, que existía otro tipo de supervivencia, conocida con el
nombre de residuo psíquico, que consiste en la permanencia del mal en los
lugares donde ha florecido.
¿O del bien? -pregunté.
- Hablemos, mejor, de
"fuerzas" - replicó, sonriendo de nuevo-. Es muy posible que en la
Casa Billington permanezca alguna fuerza o energía de cierto tipo. Vamos, Mr.
Bates, hasta es posible que usted la haya sentido.
- Así es.
Quedó sorprendido, y no agradablemente
por cierto. Pareció que iba a decir algo, pero a cambio ensayó de nuevo una
breve sonrisa.
-En tal caso no necesito decirle nada a
usted.
-Al contrario, siga usted y dígame por
lo menos qué explicación le da. Yo en aquel viejo caserón he sentido la
presencia del mal como una llama devoradora y no sé cómo explicármelo.
-Eso querría decir que allí se ha
cometido algún mal, tal vez ese mismo mal que dio origen en principio a las
leyendas de Richard y Alijah Billington. ¿Cómo era ese mal que usted sintió,
Mr. Bates? Apenas conseguí explicárselo, pues al intentar describir mi
experiencia observé que me era imposible transmitirle todo el horror que yo había
sentido. Sin embargo, el Dr. Harper escuchó con gravedad y no me interrumpió.
Cuando terminé mi breve relación, permaneció pensativo durante unos momentos.
-¿Y cómo reacciona Mr. Dewart? -
preguntó por fin.
-Eso es sobre todo lo que me ha traído
aquí y pasé a referirle someramente los síntomas de doble personalidad que
creía haber advertido en mi primo. Omití todos los detalles que pude para no
hacer esperar a Ambrose... El Dr. Harper me escuchó con la mayor atención y,
cuando terminé de hablar, permaneció de nuevo en silencio durante unos
momentos. Por fin aventuró su opinión de que evidentemente la casa y el bosque
ejercían un "efecto nocivo" sobre mi primo. Tal vez fuera oportuno
alejarle durante algún tiempo de la casa - por ejemplo, durante el invierno-
para ver cómo evolucionaba mi primo al apartarle de su influencia. En tal caso,
¿adónde podría ir? Me apresuré a contestar que podía venir a Boston, a mi casa,
pero confesé que habría deseado tener ocasión de estudiar algunos de los libros
antiguos que había en la biblioteca de la casa de mi primo: los famosos libros
de Billington. Pero también podía llevármelos conmigo, si Ambrose me
autorizaba. Sin embargo, no estaba nada seguro de que éste aceptara pasar el
invierno en Boston, a menos que le cogiera en un momento excepcionalmente
propicio. Así se lo dije al Dr. Harper, quien inmediatamente insistió en la
apremiante necesidad de convencer a Ambrose de que, por su propio bien, debía
cambiar temporalmente de residencia, sobre todo teniendo en cuenta los
recientes sucesos de Dunwich, que no presagiaban nada bueno para aquella
comarca y sus habitantes.
Me despedí del Dr. Harper y salí a la
calle, donde, bajo un sol otoñal, esperé la llegada de Ambrose. Vino un poco
después de la hora convenida y nada más verle me dí cuenta de que estaba
malhumorado e irritable, No pronunció ni una sola palabra hasta que no
estuvimos bastante alejados de la ciudad, limitándose entonces a preguntarme
brevemente si había visto al Dr. Harper. Le dije que sí, pero no volvió a preguntarme
nada más. De todas maneras, yo tampoco le habría referido en detalle nuestra
entrevista, pues al saber que habíamos hablado de él se habría sentido
ofendido... y acaso algo más. Así pues, recorrimos en silencio todo el camino
de vuelta.
La tarde estaba ya bastante avanzada y
mi primo se puso inmediatamente a preparar la cena mientras yo me atareaba en
la biblioteca. No sabía por dónde empezar a escoger los libros que me llevaría
a casa, junto con Ambrose, si éste lo permitía. Hojeé uno tras otro en busca de
alguna de esas palabras claves que con tanta frecuencia se repetían en los
papeles y documentos recogidos por mi primo, pues constituían una de las pocas
pistas que podían conducir a la solución del problema con que nos
enfrentábamos. Muchos de los libros que había en las estanterías resultaron ser
crónicas, con cierto interés histórico y genealógico, de la región y las
familias que la poblaban; pero en general parecían relaciones de hechos
absolutamente ortodoxos, probablemente subvencionadas por individuos, grupos
familiares u organizaciones de algún tipo, que no presentaban ningún interés,
salvo para algún investigador genealógico, pues estaban llenas de curiosas
representaciones de árboles familiares. Entre estos libros, sin embargo, había otros
que, en cambio, nada tenían de ortodoxos, algunos muy deteriorados por el
tiempo, otros encuadernados en cuero abrillantado por muchas décadas de uso.
Unos pocos estaban escritos en idiomas que me eran completamente desconocidos,
otros pocos en latín y algunos en inglés antiguo. Cuatro de ellos eran
transcripciones manuscritas, aparentemente incompletas, pero encuadernadas.
Entre estos cuatro volúmenes esperaba encontrar lo que buscaba.
Al principio creí que las laboriosas
transcripciones habían sido realizadas por Richard o por Alijah Billington,
pero al examinarlas con un poco de detalle me di cuenta de que no podía ser
así, pues la pésima ortografía no podía corresponder a personas educadas como
habían sido, que yo supiera, ambos Billington. Además había anotaciones
efectuadas posteriormente por una mano que casi con toda certeza pertenecía a
Alijah Billington. No había ninguna indicación de que alguno de aquellos tomos
manuscritos hubiera pertenecido a Richard Billington, pero también podrían
haber sido suyos, pues eran muy viejos y, aunque no llevaban fecha, parecía muy
probable que la mayoría de las transcripciones fuera anterior a Alijah
Billington.
Escogí uno de estos tomos manuscritos,
que no era por cierto ningún libro voluminoso ni pesado, y me senté a
examinarlo atentamente. No llevaba titulo en la tapa, que era de. un cuero
especialmente flexible y suave que me hacía pensar en piel humana; pero en una
de las primeras páginas, inmediatamente antes de que se iniciara el texto sin
preámbulo alguno, figuraban las palabras Al Azif: El Libro del Arabe. Lo hojeé
rápidamente y llegué a la conclusión de que estaba compuesto por traducciones
fragmentarias de otro u otros textos, de los cuales por lo menos uno estaba en
latín y otro en griego. Además tenía señales y anotaciones al margen que,
aunque al principio parecían misteriosas - "Br. Museum", "Bib
.Nationale", "Widener", "Univ. Bs. .Aires", "San
Marcos"-, pronto caí en que indicaban la procedencia de los originales y
remitían a famosos museos, bibliotecas y universidades de Londres, París,
Cambridge, Buenos Aires y Lima, respectivamente. También se advertían notables
cambios de caligrafía de unas páginas a otras, lo que indicaba que hablan
intervenido diversas manos en la transcripción. Todo ello me hizo suponer que
alguien - quizá el propio Alijah- había debido tener tales deseos de poseer las
partes esenciales de este libro, que sin duda había pagado a diversas personas
para que visitaran los pocos lugares donde podía consultarse obra tan rarísima
y transcribieran algunas páginas que luego él ordenaría y encuadernaría con
destino a su propia biblioteca personal. Era evidente, sin embargo, que el
libro distaba de estar completo; y en cuanto al orden también parecía dejar
bastante que desear, si bien se advertía, por las anotaciones y otras señales,
que la persona que lo había encuadernado se había esforzado desesperadamente en
encontrar coherencia en aquellas páginas sueltas que le hablan enviado desde
varias partes del mundo.
Mientras repasaba sus páginas por
segunda vez y con más calma, tropecé con uno de esos nombres extraños que yo
relacionaba con los sucesos del bosque de Billington. La página en cuestión
estaba cubierta de una escritura apretada y diminuta, difícilmente legible,
pero correcta. Me aproximé a la luz y leí lo siguiente: "No ha de creerse
que el hombre es el más antiguo o el último de los Amos de la Tierra, ni
tampoco que la vida y la substancia marchan solas. Los Primordiales fueron, los
Primordiales son y los Primordiales serán. Mas no son en los espacios que
conocemos, sino entre ellos, y caminan con la calma eterna de los orígenes,
ajenos a toda dimensión, invisibles para nosotros. Yog-Sothoth conoce la
puerta, pues Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave de la puerta y
el guardián. El pasado, el presente y el futuro, lo que ha sido, lo que es, lo
que será, todo es uno en Yog-Sothoth. El sabe por dónde entraron los
Primordiales en el tiempo y por dónde volverán a entrar cuando llegue el día en
que se cumpla el Ciclo. El sabe por qué nadie Los ve cuando caminan. El hombre
puede saber de Su proximidad por el olor que de Ellos emana, que es extraño al
olfato y parece como de una criatura de grande antigüedad; mas de Su semblante
nadie sabe, excepto de los rasgos de aquellos que han Engendrado entre los
hombres, que son espantosos de ver, y tres veces más espantosos son Los que los
engendraron; mas de esta Estirpe los hay de varias clases, que difieren
grandemente de la verdadera imagen del hombre y de su representación más bella,
pues toman algunas partes de la forma sin forma que es de Ellos. Mas Ellos
caminan sin ser vistos. Caminan en lugares apartados donde se han pronunciado
las Palabras y ejecutado los Ritos en Sus Tiempos señalados que los señala la
sangre y difieren de los tiempos del hombre. El viento gime con Sus voces; la
Tierra murmura con Su inteligencia. Ellos doblegan el bosque. Ellos elevan las
olas y arruinan las ciudades, mas ni bosque ni mar ni ciudad saben de la mano
que los abruma, Kadath la del Desierto de Hielo sabe de ellos, ¿mas quién sabe
de Kadath? En el desierto helado del Sur y en las islas sumergidas del Océano
hay piedras que llevan grabado su Sello, mas ¿quién ha visto la ciudad
congelada de las profundidades o la sellada torre que está ataviada con guirnaldas
de algas y conchas marinas? El Gran Cthulhu es primo Suyo, mas apenas Los ve
confusamente. Como seres impuros serán conocidos por la raza del hombre. Tienen
la mano en la garganta del hombre desde que empezó el tiempo conocido hasta que
termine el tiempo por conocer, mas nadie Los ve. Y Su morada empieza en vuestro
umbral que custodiáis. Yog-Sothoth es la llave del portal donde las esferas se
juntan. Hoy el hombre gobierna donde Ellos gobernaron, mas Ellos volverán a
gobernar donde hoy gobierna el hombre. Tras el verano viene el invierno y tras
el invierno, el verano. Aguardan, pacientes y poderosos, pues Ellos volverán a
reinar aquí y cuando llegue Su advenimiento nadie les disputará el reino y
todos se someterán a Ellos. Los que conocen las puertas recibirán la orden de
abrirlas para Ellos y Les servirán como Ellos desean, mas los que las abran por
ignorancia, esos sólo conocerán un tiempo muy breve." Después venía un
espacio en blanco y la página siguiente estaba escrita por otra mano y procedía
de otras fuentes. Parecía mucho más antigua que el texto que acababa de leer,
pues el papel estaba amarillento y la caligrafía era arcaica.
"Y sucedió lo que habían anunciado
los antiguos, que El fue tomado por Aquellos a Los que había Desafiado, los
Cuales Le arrojaron al Ultimo Abismo del Mar y Le dieron por morada la torre,
cubierta de corales y moluscos, que se alza en las ruinas de la Ciudad
Sumergida (R'lyeh) y está sellada por el Signo Ancestral. Mas El se encolerizó
contra Los que así le habían encerrado y Su cólera despertó la de Ellos, que
descendieron sobre El por segunda vez y Le impusieron la semblanza de la
Muerte. El ha quedado soñando en la torre, bajo las aguas, y Ellos han
regresado al lugar de donde venían, que algunos lo llaman Glyu-Vho y está entre
las estrellas. Desde allí miran a la Tietra cuando el tiempo en que las hojas
caen hasta el tiempo en que el labrador vuelve a los campos. Y El permanecerá
soñando en Su Casa de R'lyeh, hacia la cual acudieron Sus esclavos, nadando y
con grandes esfuerzos, y allí aguardan su despertar, pues ellos carecen de
poder para tocar el Signo Ancestral y temen su poder, mas no ignoran que el
Ciclo se ha de cumplir y El será libre una vez más para volver a abrazar la
Tierra y hacer de ella Su Reino y gritar Su último desafío a los Dioses
Ancestrales. Y a Sus hermanos sucedió como a El, que Los tomaron Aquellos a Los
que habían Desafiado, los Cuales Los arrojaron al destierro. Aquel Que No Puede
Nombrarse fue lanzado al Espacio Exterior, más allá de las estrellas, y los
Otros también fueron desterrados y la Tierra quedó libre de Ellos. Y Los Que
Vinieron con apariencias de Torres de Fuego retornaron al lugar de donde venían
y nadie Los vio más. Y en toda la Tierra vino la paz y no fue interrumpida. Mas
Sus esclavos se reúnen y traman en secreto para liberar a los Primordiales, y
esperan a que el propio hombre descubra los secretos y penetre en lugares
prohibidos y abra la puerta." Volví la página con interés y me encontré
con que la siguiente era algo más pequeña y de papel cebolla. Parecía haber
sido escrita apresuradamente, tal vez bajo la mirada de algún vigilante, pues
el copista había hecho muchas abreviaturas que, junto a la mala caligrafía,
dificultaban mucho su lectura. Este tercer fragmento parecía seguir más de
cerca al segundo que éste al primero que había leído.
"Sobre los Prs., escrito está q.
esperan siempre en la Puerta, & la P. está en todo tiempo y en t0 lugar,
pues Ellos no saben de tp° ni lgr., mas están en t0 tpo y en t° lugar, aunque
parezcan no estar, y entre Ellos los hay q. pdn. tomar Formas y Rasgos diversos
& cualquier Forma y cualq. Rostro q. deseen & las Puertas están en
cualq. sitio pa Ellos, mas la ia es la q. yo hice abrir: Irem, Ciudad de los
Pilares, ciudad bajo el desierto, mas dondeqa q. el hombre disponga las Piedras
y pronuncie 3 veces las Palabras Prohibidas, allí se abrirá 1 Prta. y Los Q.
Vn. por la Prta. son: Dhols & el Abom. Mi-Go & los Tcho-Tcho & los
Profundos & Gugs & Bestias Descarnadas de la Noche & Shoggoths
& los Voormis & los Shantaks q. custodian Kadath en el Des0 de Hielo
& la Mes. de Leng. Todos son Hijos de los Ds. Ancestrales, mas la Gran Raza
de Yith & los Prs. no se pusieron de acuerdo ni ambos con los Ds. Ancest.
& se separaron todos, dejando a los Prs. el dominio de la Tierra mientras
que la Gr. Raza regresó de Yith y tomó Su morada en la Tierra, mas en un tp°
que desconocen los que hoy caminan sobre ella, & allí esperan Ellos a q.
vuelvan los Vientos & Voces q. antes los trajeron & El Q. Camina en los
Vientos sobre la Ta & en los espacios q. hay entre las Estrellas." En
este punto se producía una laguna de ciertas proporciones, como si hubieran
borrado cuidadosamente lo que había escrito, aunque no sé qué método
utilizarían para borrarlo, pues el papel no revelaba ninguna señal. El
fragmento terminaba con un párrafo algo más breve que el anterior.
"Entonces retornarán Ellos y en este Día del Gran Retorno será liberado
Cthulhu de bajo el mar & El Q. No Pde. Nombrarse vendrá de Su Ciudad, q. es
Carcosa, junto al Lago de Hali y vendrá Shub-Niggurath & multiplicará Su
espanto y Nyarlathotep llevará la Palabra a todos los Prs. & a Sus esclavos
y Cthugha dejará caer Su Mano sobre quienqa q. se oponga a El & Destruirá,
y el idiota ciego, Azathoth el maligno, se alzará del centro del Mundo donde T°
es Caos & Destrucción, donde El ha blasfemado contra el Centro de Todas las
Cosas q. es decir el Infinito, y Yog-Sothoth, q. es Todo-en-Uno & 1-en-T°,
vendrá con Sus esferas & Ithaqua volverá a caminar & y de las negras
cavernas de la Tierra vendrá Tsatthoggua & juntos tomarán posesión de la
Ta. y de cuantos seres vivos la pueblan & se prepararán pa combatir con los
Ds. Ancestr., cuando el Sr. del Gran Abismo sepa de Su retorno y Se apreste con
Sus Hermanos a dispersar el Mal." La tarde llegaba a su fin. Aunque
convencido de que la clave del misterio estaba en aquellas viejas páginas que
me sentía incapaz de interpretar correctamente, la escasa luz del crepúsculo y
la actividad de mi primo en la cocina me obligaron a abandonar la lectura. Puse
el libro a un lado, muy perplejo ante estas siniestras y terribles alusiones a
algo aparentemente primordial y completamente ajeno a todo cuanto yo sabía.
Estaba convencido de que esta recopilación de textos fragmentarios se había
iniciado a instancias de aquel Richard Billington que había sido "devorado
por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e
Invocaciones" y luego había continuado bajo la dirección de Alijah. Lo que
no se podía saber es para qué habían recogido todo ese material, salvo que sólo
pretendieran añadir nuevas piezas a la colección familiar, de conocimientos
prohibidos a la humanidad. Ahora bien, la posibilidad de que los Billington
hubieran sido capaces de interpretar y utilizar correctamente aquellos textos
contenía terribles implicaciones, sobre todo teniendo en cuenta los
acontecimientos que se habían producido durante sus vidas.
Al levantarse y dar la vuelta para ir a
la cocina, mi vista tropezó involuntariamente con la vidriera y sufrí una
profunda conmoción. Los rayos rojos del sol poniente caían de tal modo sobre
los vidrios emplomados que formaban la horrible caricatura de un rostro
inhumano, como de algún ser enorme y grotesco de facciones deformes, ojos - si
lo eran- hundidos en las órbitas y dos negros agujeros en lugar de nariz; la
cabeza, brillante y sin pelo, terminaba por su parte inferior en una masa de
tentáculos que se retorcían. Mientras contemplaba horrorizado esta aparición,
volví a sentir de nuevo la presencia de una poderosa malignidad que parecía
brotar de las mismas paredes y ventanas de la casa para envolverme y
destruirme, como si poseyera conciencia propia y anhelara a todo trance
aniquilar cualquier forma de vida que hallara a su alcance. Al mismo tiempo me
pareció sentir un hedor malsano, un olor a corrupción que resumía en sí todo lo
nauseabundo y espantoso.
A pesar del miedo que sentía, conseguí
resistir el impulso de cerrar los ojos y huir de la habitación. Al contrario,
seguí mirando la vidriera, convencido de que estaba siendo víctima de una
alucinación, que podía explicarse por lo que acababa de leer. Pero entonces la
horrible imagen empezó a desdibujarse y desapareció poco a poco. La ventana
recuperó su apariencia normal y dejé de percibir el hedor insoportable. Pero lo
que ocurrió a continuación fue, en un sentido, más terrorífico aún, y yo mismo
lo provoqué.
No contento con haberme demostrado a mí
mismo que había sido víctima de la misma ilusión óptica que anteriormente había
aterrorizado a mi primo Ambrose, volví a subirme encima de la estantería que
había justo debajo de la ventana y miré a través del cristal incoloro del
centro, hacia la torre de piedra, con la intención de contemplarla, como antes,
sobresaliendo de entre los árboles a la pálida luz del sol poniente. Pero, para
mi espanto, lo que vi fue un paisaje que me era completamente desconocido,
completamente extraño a todo lo que había visto en mi vida. Casi me caí de la
estantería donde estaba arrodillado, pero conseguí sujetarme sin dejar de
mirar. El paisaje que se extendía ante mis ojos era abrupto y descarnado y con
toda seguridad no pertenecía a este planeta. El cielo que veía estaba cuajado
de constelaciones extrañas, desconocidas para mí, excepto una, muy próxima, que
se parecía a las Híadas pero como si se hubieran acercado miles y miles de años
luz. Y en aquel paisaje había movimiento. En aquellos cielos ajenos y en
aquella tierra consumida se movían grandes seres amorfos que vinieron
rápidamente hacia mí con intenciones claramente maléficas, como pulpos
grotescos y otros seres de pesadilla que volaban con enormes alas negras y
proyectaban hacia mí sus garras.
Sintiendo que la cabeza me daba vueltas,
aparté la vista y me bajé de la librería. Pero instantáneamente, al verme de
nuevo rodeado por la atmósfera habitual del gabinete de estudio, reaccioné y
volví a subir a mi observatorio. Allí hice acopio de valor y volví a asomar la
mirada por aquel círculo central de cristal transparente. Entonces vilo que
tendría que haber visto al principio: la torre, los árboles y el sol poniente.
Pero, de todos modos, el hombre que volvió a bajar al suelo del despacho estaba
abrumado por el desconcierto. La visión del espantoso rostro de la vidriera
podía explicarse. como alucinación, pero ¿cómo tranquilizarme con respecto o lo
que acababa de ver a través de aquel cristal? Al momento me di cuenta de que no
podía contárselo a Ambrose; sin duda me creería fácilmente, pero eso mismo
agravaría su estado. Si yo había visto realmente lo que estaba seguro haber
visto, entonces ¿de dónde era aquel paisaje? ¿En qué mundo, en qué rincón del
universo podía existir un lugar tan espantosamente ajeno y terrible? Permanecí
unos momentos debajo de la ventana, echándole de vez en cuando medrosas
miradas, como si temiera volver a contemplar su horrible metamorfosis. Pero
nada sucedió. Por fin me sacó de mi ensoñación la voz de Ambrose llamándome a
cenar. Le contesté que ya iba y salí del gabinete aunque no sin antes volver a
lanzar una mirada temerosa hacia el cristal central de la vidriera, cada vez
más oscuro a medida que caía la noche. En la cocina me esperaba mi primo ante
la comida que acababa de preparar.
-¿Encontraste algo en los libros? - me
preguntó.
El tono de su voz me hizo reflexionar
antes de responder. Le miré a la cara y leí una expresión, no de hostilidad,
pero tampoco amistosa. Y adiviné que su pregunta buscaba una información que
era prudente no da ríe. Así, pues, le contesté, sin mentir, que había leído un
poco por allí y otro poco por allá, sin entender nada. se Pareció quedarse
satisfecho, aunque en sus facciones reflejó aquel conflicto interno del cual él
mismo era consciente. Durante unos momentos su expresión siguió siendo
perpleja, pero no añadió nada. Yo tampoco y, por tanto, cenamos en silencio.
Ambos estábamos cansados y nos acostamos
temprano.
Había decidido proponer a Ambrose que se
viniera conmigo a Boston a pasar el invierno y, al ver que estaba cayendo una
nevada ligera, me di cuenta de que tenía que decírselo en la primera
oportunidad. Sin embargo, no podía hablarle del asunto mientras no estuviera
seguro de que no lo iba a rechazar de plano, lo que sucedería sin duda si
seguía manteniendo su actitud de hostilidad hacia mí.
El campo estaba en silencio. Sólo se oía
el rumor de la nieve sobre el cristal de la ventana y pronto me dormí. Sin
embargo, a cierta hora de noche me despertó un ruido que podría haber sido un
fuerte portazo. Me incorporé para escuchar, pero nada volví a oír. Pensando que
acaso mi primo se hubiera levantado de nuevo, salí de la cama en silencio y
crucé el rellano hasta la puerta de su habitación. La puerta estaba abierta y
entré sin hacer ruido, pero mis precauciones eran inútiles, pues efectivamente
mi primo se había marchado. Mi primer impulso fue seguirle, pero después de
reflexionar unos momentos me pareció imprudente hacerlo, ya que mis huellas
quedarían en la nieve y él se daría cuenta. Por la misma razón a mí me sería
fácil seguir las suyas por la mañana, ya que había dejado de nevar, y averiguar
adónde había ido. Encendí una cerilla y consulté el reloj: eran las dos de la
madrugada.
Estaba a punto de regresar a mi
habitación cuando oí un sonido absolutamente incongruente: ¡ música! Agucé el
oído y escuché una extraña melodía como de flautas, acompañada por un murmullo
o zumbido que parecía un cántico entonado por una voz humana. Me dio la
impresión de que provenía de algún punto situado al oeste de la casa y abrí la
ventana de mi primo para cerciorarme. Una vez cerciorado de que así era, en
efecto, la volví a cerrar. Me sentí impulsado más que nunca a seguir a mi primo
y averiguar qué hacía, tanto si estaba despierto como en estado de
sonambulismo, pero la prudencia me retuvo, pues en ese momento recordé lo que
había sucedido en tiempos pasados a otros curiosos que habían seguido a alguien
en el bosque.
Volví a mi habitación y me acosté, pero
permanecí despierto, esperando a que regresara Ambrose y temeroso de que le
hubiera ocurrido algún mal. Pero volvió al cabo de un par de horas escasas. Oí
el ruido de la puerta, aunque menos violento esta vez, y los pasos de mi primo
subiendo por la escalera. Entró en su habitación y cerró la puerta detrás de
sí, tras de lo cual volvió a hacerse el silencio, sólo interrumpido por el
ulular de un búho, que de pronto también se calló, dejando la casa entera
envuelta en la noche y el silencio.
A la mañana siguiente me desperté antes
que Ambrose. Salí por la puerta principal de la casa, pues había visto que él
lo había hecho por la trasera y di un rodeo hacia los bosques para encontrarme
allí con sus huellas, las cuales, como habla supuesto, conducían a la torre de
piedra que se alzaba en lo que en tiempos había sido una islita. Fue fácil
seguir sus huellas. La nieve tenía el espesor aproximado de una pulgada y las
huellas estaban claramente señaladas. Como he dicho, la pista conducía
directamente a la torre y entraba en su interior. Gracias, además, a la nieve
que había penetrado por la abertura que Ambrose había practicado en el techo,
pude comprobar que sus huellas no sólo habían penetrado en la torre, sino que
subían por la escalera adosada al muro interior de la misma hasta la plataforma
situada justo debajo de la abertura. Las seguí sin vacilar y pronto me hallé
donde Ambrose había estado aquella noche, contemplando, a través de la
abertura, la casa que se alzaba sobre una loma, recortándose contra el sol
naciente. Una vez visto el viejo caserón, bajé la mirada en busca de algún
signo que me informara de lo que mi primo había estado haciendo en la torre y
descubrí unas señales inquietantes en la nieve. Las contemplé durante unos
momentos, incapaz de identificar su significado, y, por fin, temeroso de
descubrirlo, descendí la escalera, salí de la torre y me dirigí a ellas para
examinarlas de cerca.
Había tres clases distintas de señales y
todas ellas sugerían posibilidades horribles. La primera de las señales era
enorme. Tendría unos doce pies de ancho por veinticinco de largo y parecía
hecha por un cuerpo como de elefante que allí se hubiera tendido a reposar. El
aire era bastante frío y la nieve no se había derretido, por lo que pude
examinar los bordes exteriores de esta extensa depresión, comprobando que el
ser que allí se había posado poseía una piel lisa. El segundo tipo de huellas
era como de una garra de unos tres pies de ancho que además parecía palmeada, y
el tercero era una zona situada a ambos lados de las huellas de garras, en la
que la nieve parecía como barrida por un batir de alas gigantescas. No había
datos que permitieran colegir las características de dichas alas. Me quedé un
rato contemplando estas señales con creciente estupefacción, pues allí estaban,
inconfundibles y portentosas, contra toda lógica, hasta que ya no me cupo más
asombro y regresé por el camino que había seguido al venir, apartándome de las
huellas de mi primo en cuanto pude y dando un buen rodeo para que no sospechara
adónde había estado.
Ambrose se había levantado, como yo
suponía, y sentí alivio al advertir que otra vez volvía a ser el de siempre.
Parecía fatigado y un tanto lastimero;
me había echado de menos; se sentía agotado sin saber por qué, pues había
dormido profundamente toda la noche; y también notaba una sensación de
opresión. Dijo además que, al notar mi falta, había salido para ver si me
encontraba por los alrededores de la casa, descubriendo que habíamos tenido un
visitante por la noche, que había entrado por la puerta trasera y se había
vuelto a ir, al parecer por no habernos logrado despertar. Al momento me dí
cuenta de que había visto sus propias huellas sin reconocerlas, lo que me dio a
entender que no había estado despierto durante su nocturna visita a la torre.
Le expliqué que me había ido a dar un
breve paseo matinal. Era una costumbre que tenía en la ciudad y no quería
perderla.
- No sé qué me pasa - se quejó-, pero no
tengo fuerzas ni para preparar el desayuno.
- Déjame que lo prepare yo - dije, e
inmediatamente puse manos a la obra.
Aceptó con presteza y se sentó,
frotándose la frente con la palma de la mano.
-Me parece como si se me hubiera
olvidado algo. ¿Habíamos planeado hacer algo hoy? -No. Estás cansado, eso es
todo- . Se me ocurrió entonces que aquella era una buena ocasión para
proponerle que se viniera aquel invierno conmigo a Boston. Además, yo estaba
ansioso de abandonar aquella casa, pues en ella percibía ya sin duda la
presencia de un peligro maligno y activo--. ¿No has pensado, Ambrose, que te
vendría bien un cambio de ambiente? -¡Pero si acabo de instalarme aquí!
-contestó.
-No, quiero decir un cambio temporal.
¿Por qué no te vienes conmigo a Boston a pasar el invierno? Después, si
quieres, volvemos aquí los dos en primavera. Si te apetece estudiar, puedes ir
a la Widener; allí tienes conferencias y conciertos y, lo que es más, gente con
quien charlar y relacionarte, que lo necesitas. Igual que cualquier otra
persona, por supuesto.
Le vi dudar, pero no se opuso al
proyecto y supe que terminaría por aceptar. Me sentí lleno de júbilo, aunque no
sin cierta cautela, pues sabia que si no le convencía del todo y en seguida,
cuando le volviera el talante hostil - que le volvería- no querría ni oír hablar
de la idea. Así, pues, no le di tregua en toda la mañana, sin olvidar sugerirle
la conveniencia de llevarnos con nosotros algunos de los libros de Billington
para estudiarlos durante el invierno. Por fin, poco después de comer, aceptó
por fin venirse conmigo a Boston. Una vez tomada esta decisión, le vi tan
ansioso de partir - como apremiado por algún instinto profundo de conservación-
que a la caída de la noche ya estábamos en camino.
A últimos de marzo regresamos de Boston.
Ambrose con una extraña ansia, yo con cierta aprensión. Debo reconocer que,
salvo unas pocas noches al principio - durante las cuales se levantó en sueños
y anduvo por la casa como perdido- Ambrose había pasado un invierno de lo más
normal. Ni en su conducta ni en su conversación manifestó el menor indicio de
no haberse recuperado totalmente del trastorno que le había hecho recurrir a mí
en un principio. Como dato curioso señalaré que Ambrose resultó muy popular en
sociedad, mientras que yo, enfrascado en los extraños volúmenes que nos
habíamos traído de la biblioteca de Alijah Billington, quedé más bien como un
tipo raro carente de sociabilidad. Durante todo el invierno me dediqué a
estudiar estos libros. En ellos había muchos pasajes análogos a los que ya he
reproducido, muchas referencias a aquellos nombres exóticos que ya me eran
familiares y también no pocas contradicciones; pero en parte alguna descubrí
ningún resumen concreto y conciso de un credo básico lo bastante explícito para
aceptarlo o rechazarlo, ni tampoco la menor alusión a la teoría general, por
así decir, a que pertenecían aquellas alusiones monstruosas e inquietantes
sugerencias.
Al acercarse la primavera, sin embargo,
había notado a mi primo un tanto desasosegado y más de una vez expresó su deseo
de regresar a la casa del Bosque de Billington, pues en definitiva, según dijo,
era su "hogar" y él "pertenecía" a ella. En cambio no
mostró ningún interés por ciertos pasajes de los tomos manuscritos que a lo
largo del invierno intenté discutir con él en varias ocasiones. En lo referente
a los misteriosos sucesos ocurridos en las proximidades del Bosque de
Billington, durante el invierno se registraron dos hechos que fueron
debidamente recogidos por la prensa de Boston: el descubrimiento de dos cuerpos
correspondientes a víctimas de las inexplicables desapariciones que habían
tenido lugar en la zona de Dunwich. Los dos descubrimientos se hicieron en
momentos distintos, el primero entre Navidad y Año Nuevo y el otro a primeros
de febrero. Como en otras ocasiones, se comprobó que los cuerpos estaban recién
muertos y que parecían haber caído desde una gran altura. Ambos estaban
destrozados, pero eran reconocibles y tanto en uno como en otro caso habían
transcurrido varios meses desde la desaparición hasta el hallazgo del cadáver.
Los periódicos se extrañaban mucho de que nadie hubiera pedido rescate por los
desaparecidos y subrayaban el hecho adicional de que las víctimas, sobre
carecer de motivos para haberse escapado de sus casas, no habían dado la menor
señal de vida después de su desaparición, a pesar de las intensas pesquisas
realizadas por los reporteros encargados del caso. Uno de los cuerpos había
sido encontrado en una isla del Miskatonic y el otro cerca de la desembocadura
de este río. Pero a mí lo que más me fascinó de estas noticias - y me
escalofrío - fue la reacción que provocaron en mi primo. Las leyó con interés
una y otra vez, pero al mismo tiempo con cierta perplejidad, como si tuviera
que conocer el significado oculto de lo que leía pero no consiguiera establecer
contacto con sus propios recuerdos.
Como yo tampoco era capaz de desentrañar
su significado, la reacción de mi primo me produjo una alarma fundamentalmente
instintiva. Ya he dejado constancia de que la inquietud de mi primo, que
aumentaba a medida que se aproximaba la primavera, y su deseo cada vez mayor de
regresar a la casa que había abandonado para venir conmigo a Boston, me
llenaban de oscuros recelos y temores. Pues bien, no tengo por qué demorar la
confesión de que mis temores estaban justificados. En cuanto llegamos al viejo
caserón, mi primo empezó a comportarse de forma diametralmente opuesta a como
se había conducido en la ciudad.
Llegamos a la Casa Billington un
atardecer de finales de marzo, poco después de que se pusiera el sol. Era un
atardecer suave y dulce que olía a savia nueva, a brotes tiernos y a flores que
empezaban a abrirse. Había un vientecillo del Este que traía el agradable aroma
a leña quemada. Pero apenas habíamos terminado de deshacer el equipaje cuando
mi primo salió de su cuarto en un estado de intensa agitación. Habría pasado
junto a mí sin verme de no haberle cogido yo por el brazo.
Inmediatamente me lanzó una mirada
hostil, pero contestó con educación a mi pregunta.
- Las ranas, ¿no las oyes? ¡Escucha cómo
cantan! - liberó el brazo que yo sujetaba-. Me voy a escucharlas fuera. ¡Me dan
la bienvenida! Supongo que desde que llegamos yo había percibido
subconscientemente el coro de ranas, pero la reacción de Ambrose lo puso en
primer plano de mi atención. Dándome cuenta de que mi compañía no era deseada,
no seguí a mi primo al exterior. En cambio, me fui a su habitación y me senté
junto a una de las ventanas, que estaba abierta, recordando que precisamente
allí se había sentado Laban hacia un siglo para preguntarse qué se traían entre
manos su padre y el indio Quamis. El estruendo de las ranas era verdaderamente
ensordecedor. Retumbaba en mis oídos, resonaba en la habitación, vibraba en
todo el espacio como un latido. Procedía de aquella extraña pradera pantanosa
que habla en mitad del bosque entre la torre de piedra y el caserón. Pero
mientras escuchaba aquel clamor ensordecedor percibí algo más insólito que el
mismo clamor.
En la mayoría de las zonas templadas
sólo cantan antes de abril las ranas-grillo y las ranas de árbol y a veces
alguna rana de bosque, salvo que haga un tiempo inusitadamente benigno, lo que
no había sucedido durante la primera semana de primavera. Después llegaba la
época de las ranas comunes y, por último, la de los sapos gigantes. Sin
embargo, en el coro de sonidos que se alzaba de la marisma pude distinguir con
facilidad la voz de cada una de todas las clases de ranas y sapos imaginables,
¡ incluso de sapos gigantes! Mi estupefacción inicial quedó atenuada por el
convencimiento de que sin duda la misma intensidad del clamor me había engañado
el oído; ya anteriormente me había ocurrido alguna vez confundir las notas
agudas y aflautadas de un sapo, a finales de abril, con la llamada de un
chotacabras lejano, y supuse que estaba sufriendo una ilusión auditiva de parecida
índole; pero pronto me di cuenta de que no era así, pues me resultó fácil
aislar e identificar los distintos cantos, voces y notas típicos de cada uno de
ellos.
No había posibilidad de error, lo cual
me alteró profundamente. Y me alteró no sólo por tratarse de algo que
contravenía las leyes de la naturaleza, tal como yo había aprendido a
conocerlas, sino sobre todo por ciertas abstrusas alusiones a la conducta de
los batracios en presencia o proximidad, tanto de los que los libros
manuscritos recién leídos denominaban vagamente "Seres" como de sus
seguidores, es decir, de sus esclavos o adoradores, pues estas palabras suelen
ser sinónimas en este contexto. El comportamiento de los batracios hacía
patente la singular nitidez con que percibían dicha presencia o proximidad, lo
cual, según un autor al que se aludía simplemente como "el árabe
loco", se debía a la extraña afinidad primordial existente entre ellos y
aquellos servidores del Ser Marino que eran conocidos como los "Profundos".
El autor citado declaraba, en pocas palabras, que los batracios terrenales se
mostraban inusitadamente activos y sonoros cuando los presentían, "igual
visibles que invisibles, para ellos no hay diferencia, pues los sienten &
les dan voz".
Escuché, pues, aquel siniestro coro con
una dolorosa mezcla de sentimientos. Durante todo el invierno me había sentido
seguro de la conducta de mi primo, que había sido absolutamente normal, y ahora
me parecía que había vuelto atrás instantáneamente e incluso que estaba peor
que antes, pues el cambio se le había presentado sin lucha ni angustia por su
parte. Al contrario, Ambrose parecía recrearse en el coro de batracios, lo
cual, como un timbre de alarma, me trajo a la memoria una de las curiosas
"instrucciones" de Alijah Billington: "No ha de molestar a ranas
ni sapos, en especial a los sapos gigantes del pantano que hay entre la casa y
la torre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a
abandonar cerrojos y defensas. " La sugerencia implícita en esta exhortación
no me resultaba agradable, la mirara como la mirara. Si las ranas, las
luciérnagas y los chotacabras eran, como parecía, "cerrojos y
defensas" de Ambrose, ¿qué significaba entonces este clamor? ¿Era para
avisarle de que rondaba "algo" invisible o de que había algún intruso
en la vecindad? En este último caso, el intruso ¡ sólo podía ser yo! Me aparté
de la ventana y salí resueltamente de la habitación, bajé la escalera y me
reuní en el exterior con mi primo, que estaba de pie con los brazos cruzados y
la cabeza ligeramente inclinada. En sus ojos brillaba una luz extraña. Yo iba
dispuesto a aguarle la fiesta, pero al verle flaqueó mi decisión y me quedé
junto a él sin decir nada. Al cabo de un rato el silencio me resultó tan
opresivo que le pregunté si disfrutaba con aquel coro de voces en el perfumado
atardecer.
Sin volverse, contestó estas palabras
enigmáticas: Pronto cantarán también los chotacabras y se encenderán las
luciérnagas. Entonces habrá llegado el momento.
-¿El momento de qué? No contestó y yo me
aparté de él. Al hacerlo percibí un movimiento en las sombras que cada vez se
volvían más densas junto a la fachada de la casa que daba al camino y, sin
pensarlo, corrí a toda velocidad en esa dirección. En mi época de estudiante
había sido un buen corredor y me mantenía en buena forma, de modo que, al
llegar a la esquina de la casa, vi a un individuo increíblemente andrajoso que
desaparecía entre los matorrales que flanqueaban el camino, cerca del bosque.
Me lancé en su persecución y no tardé en alcanzarle, agarrándole entonces de un
brazo. Era un joven de unos veinte años que intentaba desesperadamente
liberarse de mi presa.
-¡Déjeme! -casi sollozó-. No he hecho
nada.
-¿Qué estabas haciendo? - pregunté con
severidad.
-Sólo quería ver si El había vuelto, y
le vi. Dicen que ha vuelto.
-¿Quién lo dice? -¿No lo oye? ¡Las ranas
lo dicen! La impresión que me produjeron sus palabras me hizo apretarle
involuntariamente el brazo y dio un grito de dolor. Aflojé un poco mi presa y
le pregunté cómo se llamaba, prometiéndole dejarle en libertad.
-¡No se lo diga a él! - suplicó.
-No se lo diré.
-Me llamo Lem Whately.
Le solté y salió corriendo como una,
flecha, sin acabar de creerse que yo no iba a lanzarme de nuevo en su
persecución. Pero al ver que yo mantenía lo que le había prometido, se detuvo a
unas veinte yardas de distancia, me miró y volvió rápidamente a mi lado sin
hacer el menor ruido. Con un gesto de apremio me agarró de la manga y susurró a
mi oído con ansiedad: -Usted no actúa como ellos, es usted distinto. Mejor que
se vaya de aquí antes que pase nada.
Y volvió a salir disparado, pero esta
vez se fue de verdad, desapareciendo con habilidad consumada en las sombras que
ya envolvían los bosques. A mis espaldas, el clamor de las ranas seguía
alcanzando proporciones enloquecedoras y me alegré de que la ventana de mi
cuarto diera a levante, es decir, al lado opuesto de donde se encontraba el
pantano, a pesar de lo cual, sin embargo, el coro seguiría siendo perfectamente
audible. Pero igual de clamorosas vibraban en mis oídos las palabras de Lem
Whately, que habían despertado en mí una oleada de terror irracional, de ese
terror que acecha en las profundidades de todo ser humano y despierta cuando
uno se enfrenta a lo desconocido, íntimamente ligado al deseo urgente de huir.
Tras unos pocos momentos conseguí acallar la oleada de pánico y el impulso de
seguir el consejo de Lem Whately. Regresé a la casa dando vueltas mentalmente a
los problemas que planteaba la gente de Dunwich, pues este nuevo episodio,
añadido a todo lo demás, me acabó de convencer de que ellos debían poseer
alguna clave que me permitiera comprender lo que estaba sucediendo. Si mi primo
me dejara utilizar el coche, podría valer la pena investigar por mi cuenta en
la zona que se extiende más a1lá de Dean's Corner.
Ambrose seguía donde y como le había
dejado. No parecía haberse dado cuenta de mi ausencia y, en vista de ello, no
me acerqué a él, sino que fui directamente a la casa, donde él se reunió
conmigo al cabo de unos momentos.
- ¿No te parece raro que canten tantas
ranas en esta época del año? - pregunté.
- Aquí no - repuso secamente, como si
esta negativa dejara el asunto definitivamente zanjado.
Preferí no seguir hablando con él, pues
sentía que mi primo se estaba convirtiendo a ojos vistas en un completo
desconocido para mí y que su hostilidad volvía a estar a flor de piel. De haber
insistido en el tema podía haber despertado más que su mera hostilidad, ya que
en cualquier momento era capaz de echarme de su casa. La perspectiva de
marcharme de allí no me disgustaba en absoluto, pero el deber me obligaba a
permanecer mientras me fuera posible.
Aquella velada transcurri6 en un
silencio tenso y me retiré a mi habitación en cuanto tuve oportunidad de
hacerlo. El instinto me advirtió que, dadas las circunstancias, era preferible
renunciar de momento a los viejos volúmenes de la biblioteca, así que, a
cambio, cogí el periódico que habíamos comprado el día antes en Arkham y me fui
a leerlo a mi habitación. Pero no resultó una elección acertada, pues en la
misma página del artículo de fondo y en una sección dedicada a cartas de los
lectores venía un comentario anónimo donde se decía que en Dunwich había una
vieja que aseguraba haber oído, varias noches, la voz de Jason Osborn. Ahora
bien, Osborn era uno de los desaparecidos cuyos cuerpos se habían encontrado
durante el invierno; su desaparición había ocurrido poco antes de mi primera
visita a Ambrose y la autopsia practicada en el cadáver puso de manifiesto que
Osborn había sido sometido a grandes cambios de temperatura, dondequiera que
hubiera estado, pero que no se había encontrado más causa de muerte que las
laceraciones y los desgarros que mostraba en el cuerpo. El anónimo comunicante
no parecía persona cultivada ni mucho menos y afirmaba que el relato de la
vieja había sido "suprimido" porque "parecía increíble". A
continuación describía con cierta extensión cómo la vieja se había levantado de
la cama para responder a la llamada y cómo había buscado en vano de dónde
provenía la voz que tan claramente oía, llegando por fin a la conclusión de que
procedía de algún punto situado "junto a ella o en el espacio o en el
cielo".
Este relato me fascinó por varias
razones. En primer lugar, volvía a señalar que el cuerpo de Osborn, como los de
sus predecesores, parecía "haber caído desde una gran altura"; en
segundo, volvía a poner el problema de Dunwich en el tapete, y, por último,
añadía una nueva corroboración a todo el enigma que se iniciaba con las
instrucciones de Alijah Billington y las siniestras referencias a invocaciones
que hacían bajar "algo" del cielo, hasta los hechos reales
acontecidos en fechas recientes. Pero mientras lo leía fui consciente, al mismo
tiempo, de una vibración maligna, como si las mismas paredes me vigilaran y la
casa entera estuviera esperando que yo hiciera el menor movimiento para
abalanzarse sobre mí como un gato sobre un ratón. Además, el relato del
periódico me alteró hasta tal punto que tardé mucho en dormirme y permanecí
varias horas en la cama escuchando el clamor de las ranas, escuchando los
inquietos movimientos de mi primo en la habitación del otro lado del rellano,
aguzando el oído en busca de otros sonidos nocturnos y oyendo -¿sueño o
realidad?-, como enormes pisadas bajo tierra o por encima del cielo.
Las ranas cantaron y croaron durante
toda la noche sin cesar hasta el alba, y aun entonces siguieron algunas voces
aisladas elevando sus llamadas al espacio. Cuando por fin me levanté y me
vestí, seguía cansado, pero no abandoné la decisión que había tomado la noche
anterior: visitar Dunwich si me era posible.
Así pues, inmediatamente después de
desayunar, pedí a mi primo que me permitiera utilizar su coche con el pretexto
de que tenía necesidad de ir a Arkham. Accedió con presteza y, según me
pareció, con alivio, volviéndose casi cordial, sobre todo cuando le hice saber,
titubeando, que acaso estuviera fuera durante todo el día. El mismo me acompañó
hasta el coche y me despidió, insistiendo en que permaneciera en Arkham todo el
tiempo que quisiera y utilizara el coche cuanto me viniera en gana.
A pesar de que mi decisión había sido
tomada de modo impulsivo, tenía muy claro cuál iba a ser mi objetivo inicial.
Iba a ser aquella misma anciana, Mrs. Bishop, cuya conversación, llena de
alusiones indirectas, me había referido mi primo en una de nuestras primeras
charlas. La vieja había hablado de Nyarlathotep y Yog-Sothoth y, por las
anotaciones que había tomado Ambrose en el dorso de un sobre que hallé entre
sus papeles, me pareció que no sería difícil dar con su casa sin necesidad de preguntar
a nadie el camino. Además, como, según mi primo, era una vieja supersticiosa,
aunque astuta, la abordaría lo más indirectamente posible a fin de sonsacarle
información que, de otro modo, quizá no pudiera obtener de ella.
Encontré la casa con la facilidad con
que había supuesto. Reconocí las paredes bajas pintadas de blanco sucio que me
había descrito mi primo y, por si fuera poco, el letrero que había en la
entrada con el apellido "Bishop" eliminó cualquier duda que me
hubiera podido quedar. Recorrí el sendero que conducía a la casa, subí al
porche sin vacilar y llamé a la puerta.
-Pase - dijo una voz cascada desde el
interior.
Entré en la casa y me vi, como mi primo
anteriormente, en una habitación oscura. Pronto se me acostumbró la vista y
distinguí la figura de la vieja, sentada, con un gato negro en el regazo.
-Siéntese, forastero.
Así lo hice, y, sin presentarme, le
pregunté: - Mrs. Bishop, ¿ha oído usted las ranas del Bosque de Billington? -
Ay, que si las he oído - respondió sin vacilar--. No paraban de llamar y de
llamar. Y yo sé que llamaban a Los de Fuera.
-Ya sabe usted lo que eso quiere decir,
Mrs. Bishop.
-Ay, y usted también, a lo que parece.
El Maestro ha vuelto. Ya sabía yo que iba a volver cuando abrieron la casa de
nuevo. El Maestro esperaba y llevaba mucho tiempo esperando. Y por fin ha
vuelto, y Esos también han vuelto, desgarrando y destripando y Dios sabe qué
más. Soy una vieja, forastero, y no me queda mucho de vida, pero no quisiera
morir así. ¿Y usted quién es, forastero, que viene a hacerme estas preguntas?
¿Es usted uno de Ellos? -¿Llevo las señales? - pregunté a mi vez.
-Llevarlas, no las lleva. Pero usted ya
sabe que pueden venir con la forma que quieran -la vieja empezó a reír con voz
cascada, pero de pronto cortó en seco las carcajadas- . ¡Ese es el mismo coche
que trajo el Maestro! ¡Usted viene de parte del Maestro! - De casa del Maestro
sí, pero no de su parte - me apresuré a replicar.
La vieja pareció titubear.
-Yo no he hecho ningún daño. Yo no
escribí esa carta. Fue Lem Whately, que estuvo escuchando conversaciones que no
debía.
-¿Cuándo oyó usted a Jason Osborn? -Diez
noches después de que fue llevado, y luego doce noches después, y la última vez
cuatro noches antes que lo encontraran como encontraron a otros antes de que yo
naciera, y como encontrarán a otros también. Le oí con toda claridad, como si
estuviera ahí mismo donde está usted, forastero, y conozco demasiado la voz de
Osborn para equivocarme cuando la oigo.
-¿Y qué dijo? - La primera vez cantaba,
pero las palabras eran extrañas y no las he oído nunca. La última vez parecía
como una oración. La vez de en medio decía palabras del idioma de Ellos, que no
está hecho para los mortales.
-¿Y dónde estaba él? -Afuera. Estaba
Afuera con Ellos, y Ellos aguardaban hasta que Les llegara el momento de
comérselo.
-Pero no se lo comieron, Mrs. Bishop. Le
encontraron.
-¡Ay! - volvió a reír con voz cascada-.
Lo que Ellos buscan no es la carne, sino el espíritu o lo que sea, lo que le
hace a una persona pensar y figurarse cosas y lo que le hace a uno hacer y
decir lo que quiere.
-La fuerza vital.
-Llámelo como quiera, forastero. Eso es
lo que buscan Ellos, los muy diablos. ¡Ay! Lo encontraron y era Jason Osborn,
¿verdad?, todo destrozado y roto, según dicen, pero estaba muerto, ¿no es así?
Ya lo creo que estaba muerto, y Ellos se habían llenado de él, que primero se
lo habían llevado adonde Ellos habían querido.
-¿Y dónde está ese sitio, Mrs. Bishop?
-Aquí mismo y allá, forastero, y en cualquier parte. Están aquí todo el tiempo,
a nuestro alrededor, pero no se les puede ver. Puede ser que estén escuchando
lo que hablamos ahora mismo, pero siempre están junto a la puerta, esperando a
que el Maestro Les llame como antaño Les llamó. ¡Ay, que ha vuelto el Maestro,
que ha vuelto al cabo de doscientos años! Así dijo mi abuelo que volvería y así
ha vuelto, para soltarlos otra vez y que estén libres, y ahí Los tiene usted
volando, y arrastrándose, y nadando, y acechando detrás de cualquier puerta, en
espera de poder salir de nuevo y volver a empezarlo todo otra vez. Ellos saben
dónde están las puertas y conocen la voz del Maestro, pero ni siquiera él está
a salvo de Ellos si no conoce todos los signos, y los hechizos, y las defensas.
Pero ya lo creo que los conoce, ¡ no va a conocerlo el Maestro! El conocimiento
le viene de lejos, según la Palabra que nos ha dejado.
-¿Alijah? - pregunté.
-¿Alijah? -repitió, soltando de nuevo
sus horribles carcajadas-. Alijah sabía más que cualquier mortal. Lo que él
sabía nadie lo puede decir. El podía llamarlo a El y hablar con El, y El nunca
cogió a Alijah. Alijah Lo dejó encerrado y se fue. Alijah Lo dejó encerrado y
también dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo
para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero
Misquamacus si lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le
reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara
de Whately, y llevó una cara de Doten, y llevó una cara de Giles, y llevó una
cara de Corey; y se sentó entre los Whately, y entre los Doten, y entre los
Giles, y entre los Corey; y nadie le tomó sino por Whately, o por Doten, o por
Giles, o por Corey; y comió entre ellos, y durmió entre ellos, y caminó y habló
con ellos; pero tan poderoso era en su Exteriorización que aquellos de quienes
se apoderó pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue capaz de
contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maestro, ¡ay!, y siguió siendo más
listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto - la
vieja volvió a dejar oír su horrible risa y luego prosiguió- . Ya sé,
forastero, ya sé. Yo no Les sirvo de nada, pero yo Les oigo hablar Ahí Fuera.
Yo oigo lo que dicen Ellos y, aunque no entienda las palabras, sé lo que están
diciendo. Yo nací con la membrana y puedo oír a Los de Ahí Fuera.
Para entonces yo ya había llegado a
comprender perfectamente el punto de vista de mi primo. Me había dado cuenta de
que aquella mujer producía la inquietante impresión de poseer algún
conocimiento secreto y de que, efectivamente, se notaba en ella ese aire de
superioridad, casi despectivo, que ya, había observado Ambrose. No me cabía
duda de que la vieja poseía importantes conocimientos ocultos y prohibidos,
pero volví a sentir una vez más que me faltaba la clave fundamental, sin la
cual no me era posible comprender la información que me proporcionaba: -Están
esperando - repitió. A que llegue el momento de volver a la tierra y extenderse
por todas partes, que no están sólo aquí, sino que acechan en cualquier sitio,
desde dentro de la tierra y debajo del agua, y también desde Fuera. El Maestro
Les ayuda.
-¿Ha visto usted al Maestro alguna vez?
- no pude por menos de preguntar.
-Nunca le puse la vista encima, pero sí
he visto la forma que ha tomado. No hay ninguno de nosotros que no sepa que ha
vuelto. Conocemos los signos. Se llevaron a Jason Osborn, ¿verdad? Y vinieron
para coger a Lew Waterbury, ¿no es así? ¡Pues volverán! - añadió sombríamente.
-Mrs. Bishop, ¿quién era Jonathan
Bishop? Volvió a reír sin alegría, con algo del sonido de un murciélago.
-Bien puede usted preguntarlo. Era mi
abuelo. Descubrió algunos secretos y se creyó que lo sabía todo. Conque se puso
manos a la obra y Lo invocó y Lo envió contra los que espiaban o metían sus
narices donde no les importaba, pero él no era como el Maestro y Algo se lo
llevó igual que se había llevado a los otros. Y dicen que el Maestro no movió
ni un dedo para ayudarle porque decía que era débil y no tenía derecho a
implorar a las piedras ni llamar a los montes ni traer entre nosotros a esas
Cosas infernales para que el odio reinara en Dunwich, que no hay ni un Corey ni
un Tyndal que no odie a los Bishop.
Todo lo que decía la vieja tenía un
significado horrible; las cartas de Bishop a Alijah Billington corroboraban
fielmente sus palabras, y, como mi primo se había molestado en averiguar,
también la prensa de Arkham daba fe de su veracidad. Cualesquiera que hubieran
sido los motivos, no cabía duda de la realidad de los hechos; la prensa había
recogido la desaparición, y el ulterior hallazgo, de Wilbur Corey y Jedediah
Tyndal, aunque no los relacionaba en modo alguno con Jonathan Bishop. Pero las
cartas de Bishop, que probablemente nadie había leído entonces sino el viejo
Alijah, establecían sin ninguna duda esta relación, incluso antes de que
hubiera desaparecido Corey. Y ahora esta anciana reconocía tranquilamente que
los Corey y los Tyndal odiaban a los Bishop, lo cual se debía con toda
seguridad a que habían adivinado la relación de Jonathan Bishop con aquellas dos
desapariciones misteriosas. A estas alturas de la conversación me sentía yo
considerablemente alterado por la convicción de que, si hubiera poseído los
conocimientos pertinentes, habría obtenido de la vieja una información más
coherente y significativa. Además me daba cuenta de que, tras sus palabras, se
escondía algún secreto terrible que vibraba en su risa cascada y resultaba casi
tangible en el espacio de aquella habitación: como un inmenso tesoro de
conocimientos primordiales y secretos que parecían remontarse a través de las
edades hasta un remoto pasado y amenazaban con perdurar hasta un futuro lejano,
como un todo inteligente y vivo, pero torcido y maligno, que se ocultara en las
sombras para surgir en el momento propicio y asolar el mundo de la vida.
- ¿Llegó usted a conocer a su abuelo?
-No, pero siempre he sabido lo que se decía de él. Listo sí era, pero no lo
bastante, lo cual da la razón a los que dicen que saber un poco es peor que no
saber nada. El se hizo un círculo de piedras y Lo invocó, y El vino, y Algo más
con El, que se lo llevó, y después fue el Maestro y Los volvió a enviar a
Fuera, a través del círculo, a El y a los Otros que habían venido -la vieja
dejó oír de nuevo sus rotas carcajadas-. ¿No sabe usted, forastero, qué es lo
que ronda por allá arriba, detrás de la montaña? Abrí la boca para pronunciar,
al azar, uno de los nombres-clave que con tanta frecuencia aparecían en los
viejos libros, pero ella me hizo callar, con gran alarma que no se manifestó en
la expresión de su rostro, pero sí en el tono de su voz.
-¡No pronuncie Sus nombres, forastero!
Que acaso estén escuchando y al oírlos se acerquen más y se pongan a seguirle
la pista a usted... A menos que tenga usted el Signo.
-¿Qué Signo? -El Signo de protección.
Entonces recordé que, cuando mi primo me
habló de los dos viejos harapientos con quienes había conversado en Dunwich
cuando inició sus investigaciones en este lugar, me contó que le habían
preguntado si tenía el "Signo". Era de suponer que debía tratarse del
mismo "Signo", aunque parecía existir alguna discrepancia. Pregunté a
la vieja sobre este particular.
-No, ésos se referían al otro Signo. Son
unos majaderos que no saben ni de qué hablan; a ésos no les importa lo que
pasa; creen que van a conseguir riqueza y poder, pero el Signo no es lo que
ellos se figuran. Los de Fuera no se preocupan por enriquecer a la gente; lo
único que Les importa es volver. Volver a la tierra y esclavizarnos y mezclarse
con nosotros y matarnos cuando Les convenga, pero al que lleva Su Signo no le hacen
nada, siempre que tenga poder, como el Maestro, y entonces ya les pertenece
usted a Ellos. Yo lo sé. No se lo puedo explicar, pero lo sé. Yo oí gritar a
Jason Osborn la noche que se lo llevó. Y Sally Sawyer, la que cuida la casa de
mi primo Seth, oyó ruido de tablas rotas y arrancadas cuando esa Cosa se abatió
sobre el cobertizo donde se había escondido Osborn al verla venir, y lo mismo
pasó con Lew Waterbury. Mrs. Frye vio las huellas, dice, y que eran más grandes
que si fueran de un elefante, como si fueran el doble de grandes o tres veces
más grandes que si fueran de un elefante, y con más de cuatro patas también, y
toda clase de huellas, y en algunos sitios había señales de alas, pero se
rieron de ella y dijeron que lo había soñado. Y cuando ella los llevó allí para
enseñárselo, casi no quedaban huellas, sino sólo algunas señales raras por
algunos sitios, como si hubieran borrado las huellas. El caso es que nadie las
pudo ver.
Confieso que los pelos se me habían
puesto de punta y que tenía el cuerpo bañado en sudor frío. La vieja hablaba
con tal pasión que no parecía darse cuenta de mi presencia. Era evidente que lo
que ella misma había oído, más lo que sabía por su propio antepasado, la hacía
pasarse todo el día, y día tras día; dando vueltas en el magín a los hechos
horribles y misteriosos acaecidos en la comarca.
-Y lo peor del caso es que, verlos, no
Los ve, pero nota usted que están cerca por el olor. Es un olor espantoso que
no se lo puede usted ni imaginar, ¡como si saliera directamente del infierno!
Aunque seguía oyendo y entendiendo sus palabras, en realidad ya no les prestaba
atención. Algunas de las cosas que me acababa de decir encajaban en un esquema
global tan lleno de sugerencias que sentí un horror glacial ante la mera
posibilidad de tomármelas en serio. La vieja parecía reverenciar al
"Maestro" y había dado a entender que tenía más de doscientos años de
existencia; por lo tanto, no era posible que dicho Amo tan reverenciado fuera
Alijah Billington. ¿Era, pues, Richard Billington, o más bien aquel enigmático
personaje a que se refería el Rev. Ward Phillips como "Richard Bellingham
o Bollinhan"? - ¿Por qué otro nombre conoce usted al Maestro? -pregunté.
Al momento me di cuenta de que esta
pregunta despertó su desconfianza.
-Nadie conoce Su nombre, forastero.
Puede usted llamarle Alijah si quiere, o Richard si lo prefiere, o darle un
nombre más antiguo aún. El Maestro vivió aquí durante algún tiempo y después se
fue a vivir Allá Fuera. Luego volvió aquí otra vez y más tarde se marchó Allá Fuera
de nuevo. Y ahora está otra vez aquí. Yo soy una vieja, forastero, y me he
pasado la vida oyendo hablar del Maestro y durante todos estos años he estado
esperando su regreso y sabiendo que volvería, como lo han profetizado. Pero no
tiene nombre ni tiene lugar. El viene y se va. Entra en el tiempo y sale de él.
- Debe ser muy viejo.
-¿Viejo? - rió la anciana, arañando con
sus manos como garras los brazos de la mecedora-. Es más viejo que yo, más
viejo que esta casa, más viejo que usted y más viejo que los tres juntos. Para
él un año es como un suspiro y diez años como un tic-tac del reloj.
La vieja hablaba en enigmas que yo no
era capaz de descifrar. Sin embargo, una cosa parecía clara, que la pista que
conducía a Alijah Billington y sus extraños quehaceres seguía remontándose
hacia un pasado cada vez más remoto, incluso anterior probablemente a Richard
Billington. Entonces, ¿qué pintaba Alijah en todo el asunto? ¿Y por qué había
abandonado de pronto sus tierras natales para regresar a Inglaterra, que es de
donde habían venido sus antepasados muchos decenios antes? La primera
explicación que se me había ocurrido - que me había parecido evidente por sí
misma hasta el punto de aceptarla sin crítica- es que Alijah se había marchado,
tras despedir al indio Quamis, para no verse mezclado en los extraños y
terribles acontecimientos que habían tenido lugar en los alrededores. Pero esta
suposición ya no me parecía tan evidente, y entonces, ¿qué otros motivos podía
haber tenido Alijah para darse a la fuga? No había el menor indicio de que las
autoridades atribuyeran a Alijah la menor responsabilidad en los dramáticos
sucesos ocurridos en el vecindario, es decir, en las desapariciones y aún más
misteriosas reapariciones de algunos campesinos del contorno.
La vieja llevaba un rato callada. En
algún lugar de la casa se oía el latido de un reloj. El gato negro que dormía
en su regazo se levantó de pronto, arqueó el espinazo y se dejó caer
mullidarnente al suelo.
-¿Quién le envió, forastero? -preguntó
de pronto la anciana.
-Nadie me envió. Vine yo.
-Por algún motivo habrá venido, digo yo.
¿Trabaja usted para el sheriff? Le aseguré que no.
-¿Y no lleva usted el Signo Ancestral?
Volví a responderle que no.
-Tenga cuidado por donde anda y tenga
cuidado con lo que dice, que Los de Fuera le van a ver y a oír. O, si no, el
Maestro. Y al Maestro no le gusta que la gente haga preguntas y se meta en sus
asuntos. Y cuando al Maestro no le gusta una cosa, llama a Aquél para que baje
del cielo o de las montañas o de donde esté.
Sin poderlo evitar me di cuenta de que a
lo largo de toda nuestra conversación no había dudado ni un momento de la
sinceridad de mi interlocutora. Ella creía con toda sencillez lo que decía; tal
vez no comprendiera plenamente todo el alcance de sus palabras, pero es
indudable que creía en alguna fuerza ajena y desconocida que se manifestaba en
formas distintas y resultaba maléfica para la humanidad. De todo esto yo no
tenía la menor duda. Algunas veces la anciana hablaba con acentos casi
religiosos y me llevé una sorpresa al enterarme, cuando le pregunté sobre este
particular, de que pertenecía a la Iglesia Congregacionalista, aunque no iba
mucho a la capilla, y de que creía firmemente en Dios. Evidentemente, esta
creencia no era incompatible con el terror a los seres extraterrestres que tan
vivamente existían en el mundo de sus pensamientos.
Cuando por fin me despedí de ella estaba
convencido de que las oscuras aguas en que nadábamos mi primo y yo eran
demasiado profundas y no se divisaban las orillas. La ligera esquizofrenia que
afectaba a mi primo cuando se hallaba en su casa y en los bosques que la
rodeaban venía a complicar aún más el asunto. Era evidente que tenía que
dirigirme a otras instancias en demanda de ayuda si no quería fracasar
miserablemente en mi intento y poner en marcha sabe Dios qué fuerzas. Pues a
estas alturas me encontraba en una situación mental en la que me resultaba
fácil aceptar la existencia de fuerzas maléficas - incomprensibles e
inimaginables, no obstante, para mí- que acechaban en las montañas con
intención de diezmar las filas de la humanidad.
Durante el viaje de regreso permanecí
muy pensativo. Me sentía perdido en un laberinto lleno de puertas y pasadizos,
pero sin salida. Así pues, me hallaba en un talante más bien sombrío cuando por
fin llegué a la casa, donde encontré a mi primo muy atareado en el gabinete de
estudio. Saltaba a la vista que no pensaba que yo iba a volver tan pronto, pues
al verme entrar apartó apresuradamente los papeles que tenía entre manos,
aunque sin poder evitar que yo distinguiera fugazmente que estaban cubiertos de
extraños diagramas y figuras geométricas. Este afán de ocultar sus actividades
me invitó a pagarle en la misma moneda y no le di ninguna explicación de dónde
había estado. Conseguí eludir sus preguntas y vi que se quedó bastante molesto,
aunque no me dijo nada. En realidad, mi continua presencia parecía producirle
cierta incomodidad, aunque no me cabe duda de que él pensaba lo mismo de mí.
Afortunadamente, el día estaba ya bastante avanzado y pronto tocaría a su fin.
Después de cenar aproveché la primera oportunidad para retirarme a mi
habitación, pretextando un dolor de cabeza, lo cual no distaba mucho de ser
verdad si consideramos el grado de mi confusión mental.
En vista de lo que ocurrió aquella noche,
deseo ahora dejar clara constancia de que, a la sazón, yo no me encontraba
enfermo ni sometido a ninguna influencia anormal. Mis pensamientos eran
caóticos, en efecto, pero no tanto como para hacerme confundir mis fantasías
con la realidad. De hecho, como me hallaba era en un intenso estado de alerta,
debido muy probablemente a que, de una manera instintiva, me daba cuenta de que
en cualquier momento podía ocurrir algo desagradable.
La noche se inició, como la anterior,
con un demoníaco concierto del coro de ranas y las flautas de los sapos, que
alcanzó alturas ensordecedoras en la marisma del bosque, entre la torre y la
casa. Apenas se había puesto el sol y yo todavía no me había ido a mi cuarto
cuando empezaron a cantar. Pero no empezaron, como cualquier naturalista
hubiera esperado, por voces aisladas que al principio ensayan su canto aquí o
allá y a las cuales poco a poco se van sumando otras, sino de repente y todas a
la vez, como una disciplinada masa coral que obedeciera alguna señal dada por alguien
a los pocos minutos de haberse hundido el sol tras el horizonte de occidente.
Mi primo hizo como que no oía el estruendoso clamor y yo no lo mencioné, pues
ignoraba cómo reaccionaria Ambrose si yo volvía a sacar el mismo tema de
conversación que la noche anterior. Pero, una vez en el santuario de mi
habitación, cada vez fui percibiendo el terrible coro con mayor nitidez, a
pesar de que allí sonaba algo más apagado.
Sin embargo, no estaba dispuesto a
permitir que mi imaginación se tomara la menor libertad. Con premeditada
deliberación abrí un libro que siempre llevo conmigo - El viento en los sauces,
de Kenneth Grahame- y me puse a releer las aventuras de sus deliciosos
protagonistas, Topo, Sapo y Ratón, dispuesto a disfrutar de ellas como de
costumbre; y en un plazo de tiempo relativamente breve, sobre todo teniendo en
cuenta el ambiente en que me hallaba y los incidentes ocurridos desde que acudí
en respuesta a la desesperada llamada de mi primo, volví a perderme en la
encantadora campiña inglesa, junto al río eterno que atraviesa el país de los
inolvidables personajes de Grahame. Leí bastante rato, además, y aunque en
ningún momento llegué a olvidarme por completo del coro de batracios, sí
conseguí enfrascarme bastante en la lectura. Cuando por fin dejé el libro en la
mesilla, se acercaba la medianoche y la luna gibosa ya no estaba en el cenit,
sino que se hundía lentamente hacia poniente. Apagué la luz de la habitación
porque tenía los ojos algo cansados, pero yo en realidad no lo estaba. Yo me
sentía fundamentalmente tranquilo, aunque a veces se agitaban aguas profundas
en ciertos recónditos recodos de la mente donde se agazapaban los recuerdos de
los recientes acontecimientos. En este estado de ánimo permanecí despierto
durante un rato, intentando encajar unas en otras las distintas piezas del
rompecabezas Billington.
Mientras me esforzaba en encontrar una
lógica al problema, oí que mi primo abría la puerta de su cuarto y salía al
rellano. Creo que en el mismo instante supe que se dirigía a la torre de piedra.
También recuerdo que mi primer impulso fue detenerle, pero no lo hice. Le oí
bajar las escaleras y luego, tras unos momentos de silencio, cerrar la puerta
principal de la casa. Crucé el rellano y entré en su habitación, pues desde su
ventana podía dominar el prado que Ambrose tenía que cruzar forzosamente para
llegar a la franja de bosque que se interponía entre la casa, por un lado, y la
marisma y la torre, por otro. Efectivamente, le vi recorrer el prado y volví a
sentir el impulso de lanzarme en pos de él. Pero me disuadió algo más que la
razón. Sentí algo muy próximo al miedo, pues aquella noche no estaba seguro de
que mi primo estuviera andando en sueños como en otras. Me parecía muy posible
que estuviera despierto y, en tal caso, podría enfadarse seriamente si me
descubría siguiéndole los pasos.
Durante algún tiempo permanecí indeciso
y, por fin, llegué a la conclusión de que era posible averiguar si Ambrose iba
o no a la torre mediante el sencillo procedimiento de bajar al gabinete de
estudio y asomarme por el cristal central de la vidriera, que apuntaba
precisamente a la parte superior de la torre. A la luz de la luna seria fácil
distinguir si aparecía alguien en la abertura practicada por Ambrose en el
techo de la misma. Para cuando llegué a esta conclusión, Ambrose habla tenido
tiempo de sobra para alcanzar su objetivo si es que efectivamente era la torre.
Así pues, sin vacilar, bajé la escalera a oscuras, pues ya me había
familiarizado bastante con la casa, y entré directamente en el gabinete. Era la
primera vez que contemplaba la ventana en la oscuridad y quedé sobrecogido por
el efecto fantástico de la luna sobre los colores de la vidriera, que parecía
girar y palpitar con vida propia, esparciendo un suave resplandor por toda la
estancia.
Subí a la estantería como la otra vez,
aunque ahora me costó más trabajo, y me asomé por el círculo de vidrio incoloro
que había en el centro de la vidriera. Ya he descrito anteriormente la extraña
ilusión visual que sufrí en otra ocasión en que también había mirado a través
de este cristal. El efecto que ahora sentí fue en cierto modo análogo, aunque a
primera vista no tenía apariencia alguna de ilusión, sino que más bien parecía
como sí todo el panorama hubiera sufrido cierta indebida exageración. El paisaje
que contemplaron mis ojos era, en efecto, el que esperaba ver, pero aparecía
como bañado por una luz más brillante que la de la luna, aunque del mismo
matiz: de ese tono lívido que todo lo recubre, que altera de modo sutil formas
y colores, convirtiendo la noche en un reino ajeno y fantástico. En este
paisaje se alzaba la torre, sólo que ahora parecía mucho más cerca que nunca.
Era como si estuviera emplazada al final del prado, en la linde del bosque como
mucho, y, no obstante, las proporciones y perspectivas eran propias y
correctas. Me daba la impresión de estar contemplando la escena a través de una
lupa y, al mismo tiempo, sentía la convicción de que las cosas eran exactamente
como debían ser.
Sin embargo, mi interés no se centró en
las perspectivas ni en la insólita luminosidad, sino en la propia torre. Pese a
lo avanzado de la hora - pues ya había pasado la medianoche- vi que mi primo
había subido a la pequeña plataforma que hay en lo alto de las escaleras del
interior de la torre. Se le veía perfectamente la mitad superior del cuerpo, a
la luz fantástica de aquel paisaje, y tenía los brazos extendidos hacia el
cielo de poniente, donde a aquellas horas brillaban las estrellas y
constelaciones de invierno ya muy próximas al horizonte - Aldebarán junto a las
Híadas, parte de Orión y, un poco más arriba, Sirio, Capella y los Gemelos-,
así como el planeta Saturno, todos ellos empalidecidos por la proximidad de la
luna. Más tarde me di cuenta de que veía a mi primo con una nitidez que no
podía explicar ninguna de las leyes de la perspectiva o de la visión aplicadas
a la distancia, el momento y el entorno. Pero en aquellos instantes no se me
ocurrió ni pensar en ello por una razón evidentísima: todas aquellas
características más o menos insólitas del escenario apenas constituían sino un
simple marco para las visiones verdaderamente horribles y espantosas que se
presentaron ante mi vista.
Mi primo Ambrose no estaba solo.
De junto a él salía como una excrecencia
- no encuentro otra palabra más apropiada- que fluía aparentemente sin
principio ni fin, que parecía hallarse en un estado constante de fusión, pero
que producía una impresión inconfundible de poseer vida propia. Esa excrecencia
que digo tenía a la vez algo de serpiente y de murciélago y parecía un monstruo
inmenso y amorfo de los orígenes, cuando todavía las criaturas no habían
emergido completamente del lodo primordial. Pero aun vi más, pues alrededor de
Ambrose, asomado allí a lo más alto de la torre, el aire pululaba de figuras
que desafían toda descripción. Sobre la bóveda cónica, uno a cada lado, había
dos seres vagamente parecidos a sapos, que cambiaban constantemente de forma y
apariencia. De ellos emanaba, aunque no sé cómo la producían, una lúgubre
ululación sólo comparable a la aguda sinfonía de las ranas, que ahora alcanzaba
unas alturas verdaderamente insoportables. En el espacio volaban unas enormes
criaturas viperinas de cabeza extrañamente distorsionada, dotadas de garras
desproporcionadas hasta lo grotesco y alas negras, como de goma, de unas
dimensiones singularmente monstruosas. Desde luego, el espectáculo - que en
circunstancias normales me habría dejado las piernas como trapos- era tan
increíble que mi reacción instantánea fue suponer que había perdido los
sentidos, que la constante preocupación con los problemas del Bosque de
Billington y los hechos ocurridos en esta zona me habían afectado hasta el
punto de producirme alucinaciones; Desgraciada mente, como ahora sé, hay una
clara evidencia de que, si se me permite la expresión, aquellos fenómenos
poseían existencia independiente de mi imaginación.
Además, allí en la torre había una
situación de cambio constante. Aquellas criaturas voladoras, que parecían
murciélagos, a veces desaparecían de repente, como si hubieran pasado a otra
dimensión; los amorfos flautistas del tejado, enormes y monstruosos en un
momento dado, se volvían en el siguiente pequeños como enanitos; y, sobre todo,
la zona del espacio que se extendía ante mi primo, la cual he descrito como una
excrecencia, se hallaba en un estado de fusión o de fluidez continuo que
resultaba horrible de ver, pero a la vez tan fascinante que no podía apartar mi
vista de ella, convencido de que en cuanto dejara de mirarla se disolvería como
una ilusión y yo volvería a contemplar el panorama tranquilo, nocturno y lunar
que habla esperado encontrar. Sé perfectamente que al decir que esa Cosa se
hallaba en estado de fusión o fluidez no llego, ni con mucho, a describir lo
que sucedía ante mis propios ojos horrorizados e incrédulos: primero era como
una extensión angular del espacio, cuyo punto focal se hallaba situado ante mi
primo Ambrose; pero luego se convirtió sucesivamente en una enorme masa amorfa
de carne cambiante, escamosa como ciertas serpientes, que emitía y reabsorbía
sin cesar innumerables apéndices tentaculares de todas las longitudes y formas
posibles; en una bestia espantosa de negro pelaje y ojos rojos que se abrían
inesperadamente en cualquier punto de su cuerpo, y, por fin, en una
monstruosidad infernal de aspecto octopoidal, cuyos tentáculos infinitamente
largos ondulaban en la lejanía del espacio hasta fundirse en la distancia y en
cuyo cuerpo amoratado se abrió un ojo único que miraba a mi primo y, debajo del
ojo, una boca como un pozo, de la que manaba un terrible aullido enmudecido. Al
oír este sonido, los flautistas de la torre y los cantores del pantano
aumentaron su música hasta el frenesí, y mi primo dio voz a terribles sonidos
ululantes que me parecieron como la burla macabra de una criatura infrahumana y
me llenaron de un terror abismal que nunca habla sentido anteriormente. Entre
los sonidos que emitía, yo había reconocido, además, uno de los temidos nombres
que con tanta frecuencia, y siempre envuelto en terrores desconocidos, aparecía
en la historia de esta desdichada comarca: "Ngai, ngha'ghaa, y-hab -
¡Yog-Sothoth!". De todo este conjunto resultaba un tumulto tan fantástico
y bestial que pensé que lo habría de oír el mundo entero y me aparté de la
ventana, incapaz de soportar por mas tiempo esa sensación de malignidad que ya
conocía de otras veces, pero que ahora no parecía emanar de las paredes de la
casa, sino de la vidriera.
Al hacer ese movimiento perdí pie y caí
de rodillas al suelo del gabinete. Durante unos momentos permanecí en dicha
postura, mientras recuperaba el uso de mis facultades, y luego me puse en pie,
tembloroso, y escuché, asustado de lo que podía oír. Pero no oí nada, en vista
de lo cual, terriblemente confundido e incapaz de comprender lo sucedido,
empecé a escalar de nuevo la estantería a pesar de los fuertes impulsos que me
apremiaban a emprender la huida. Mis pensamientos eran caóticos; me parecía
haber sufrido una alucinaci6n increíblemente fantasmagórica, y, sin embargo,
sentí que debía mirar una vez más hacia Ja torre de piedra del bosque. Así, desgarrado
entre este impulso y otro contrario que me impelía a retroceder, volví a subir
a mi posición anterior y abrí los ojos lentamente a la escena tan temida.
Vi la torre, vi el bosque iluminado por
la luna, y también vi a la luna descendiendo hacia el Oeste. Desde una de las
estrellas se extendía una línea tenue y vaporosa, como de bruma o como una
proyección de ectoplasma, pero de la escena que hacía unos instantes se había
quedado grabada en mi memoria para siempre, ¡no quedaba nada! La torre se alzaba
desierta y, aunque seguía sonando la rítmica cadencia del coro de ranas, todos
los demás sonidos habían cesado; no había nada ni en la torre ni a su
alrededor, y de mi primo tampoco se veía ni rastro. Permanecí durante unos
momentos con la cara pegada al cristal, sin dar crédito a mis ojos, y de pronto
me di cuenta de que mi primo debía estar volviendo a casa, quizá incluso
llegando ya, pues yo había perdido por completo el sentido del tiempo. Eché una
última ojeada, furtiva y temerosa, por la ventana circular y me retiré
apresuradamente de ella. La escena seguía tranquila y desierta.
Me dejé caer al suelo con ligereza, salí
del gabinete y subí a toda prisa las escaleras. Apenas me había encerrado en mi
habitación, cuando oí el ruido de la puerta principal y los pasos de mi primo
que se acercaban. Pero al escucharlos me sobresalté. ¿Qué pasos eran aquéllos?
¡Sin duda de más que una persona! ¡Y cuán lentos, cuán arrastrados! ¡Y cómo
eran las voces cuyos susurros llegaron hasta mí desde el pie de la escalera!
-¡Cuánto tiempo hacía! - dijo una voz gutural que indudablemente pertenecía a
mi primo Ambrose.
-¡Ay, Maestro! -¿Me encuentras cambiado?
-No, salvo en vuestra faz y vestimenta.
-¿Fuiste muy lejos? -A Mnar y a Carcosa.
¿Y vos, Maestro? -He estado en muchos lugares y he tenido muchos rostros. Del
tiempo pasado y del tiempo por venir. Pero habla en voz baja, que aquí hay
peligro. Hay un forastero de mi sangre entre estas paredes.
-¿Queréis que me vaya a dormir? -¿Lo
necesitas? -No.
-Entonces descansa y espera. Por la
mañana todo será como siempre.
-Aguarda un momento. ¿Conoces tú el año
tal como lo marcan los hombres? -No, Maestro. ¿He estado mucho tiempo fuera?
¿Dos años? ¿Diez? Fue audible la risa de Ambrose, y terrible de oír.
-¡Sólo un suspiro del tiempo! Más de
veinte veces diez. Se han producido grandes cambios, tal como predijeron los
Primordiales que nos sería dado contemplar. ¡Ya los verás! - Buenas noches,
Maestro.
-Buenas noches, sí. ¡Cuánto tiempo ha
transcurrido desde la última vez que nos las dimos aquí! Descansa, que mañana
tenemos mucho que hacer para preparar su llegada y abrirles el camino.
Se hizo el silencio y oí los pasos de mi
primo que subía lentamente por la escalera. Le oí avanzar con cautela, y la
misma normalidad de este sonido me pareció espantosa después de lo que acababa
de ver -si es que realmente había visto algo- por la ventana del gabinete y de
la conversación que acababa de oír - si es que realmente la había oído- al pie
de la escalera. ¡Ya empezaba otra vez a dudar de la evidencia de mis sentidos!
Mi primo cruzó el rellano, entró en su alcoba y cerró la puerta. Poco después
oí crujir su cama y todo quedó en calma.
Mi impulso inicial fue entonces el de
darme a la huida inmediatamente, pero la huida despertaría las sospechas de mi
primo sin satisfacer su hostilidad y sería imposible. Por otra parte, ese mismo
impulso me produjo, corno reacción, el sentimiento de que no debía abandonar a
Ambrose. No sabía lo que el destino habría ordenado que sucediera a
continuación, pero si estaba seguro de algo que tenía yo que hacer. Tenía que
ver otra vez al doctor Harper y exponer ante él, en orden cronológico, todo lo
que había sucedido, presentándole incluso reproducciones o copias de los
principales documentos existentes en la biblioteca de mi primo. A aquellas
horas de la noche no me apetecía en absoluto ponerme a esa tarea, pero sabia
que no tenía más remedio que hacerla. Antes de abandonar esta casa, tengo que
preparar un informe que sirva de guía a cualquiera cuyos servicios requiera el
destino para resolver el enigma del Bosque de Billington y los extraños y
horribles sucesos de Dunwinch.
Aquella noche no dormí.
A la mañana siguiente esperé a que mi
primo hubiera bajado al piso inferior antes de salir de mi cuarto; y lo hice
con miedo por lo que me podía encontrar. Mi temor, no obstante, era infundado.
Ambrose estaba ocupado en preparar el desayuno. Parecía de buen humor y su
aspecto acabó de aquietar mis temores, pues no vi nada en él que me recordara
mis experiencias nocturnas. Además, se mostró singularmente voluble y me deseó
que el coro de ranas del pantano no me hubiera impedido dormirme después de mi
hora habitual.
La aseguré que no había sido así.
El había estado pensando que las ranas
habían croado demasiado fuerte aquella noche y quizá hubiera algún método de
reducir su número.
Por alguna razón, esta sugerencia me
alarmó instantáneamente. No pude por menos de recordarle las instrucciones que
había dejado Alijah al respecto, ante lo cual él sonrió de modo siniestro y
altivo, como dando a entender que ya se había enterado de qué pretendía Alijah
y que le tenía completamente sin cuidado. Esta inesperada reacción me alarmó
todavía más, pero consideré necesario ocultar mis sentimientos.
Luego me comunicó que estaría ocupado
fuera de la casa durante casi todo el día. Esperaba que no me importara. Había
descubierto que tenía ciertos trabajos que hacer en el bosque.
Oculté mi satisfacción, pues su ausencia
me permitiría fácil acceso a los papeles del gabinete de estudio. Pero me di
cuenta de que tenía que disimular y, por lo menos, me ofrecí por si le era de
alguna utilidad.
-Eres muy amable, Stephen - sonrió-.
Pero se me ha olvidado decirte que ya tengo quien me ayude. El otro día, cuando
estabas fuera, contraté a un hombre y tengo que avisarte para que no te
alarmes. Tiene una forma muy rara de hablar y también va vestido de un modo
especial. Es un indio.
No pude ocultar mi asombro.
- Pareces sorprendido.
- Estoy atónito. ¿De dónde has sacado un
indio en estas tierras? - ¡Ah! El se presentó y yo le contraté. Te quedarías
sorprendido de lo que puede uno encontrar en estas montañas. - Se puso en pie,
dispuesto a fregar los platos, pues yo estaba terminando de desayunar y,
volviéndose hacía mí, añadió un último dato, fatídico-: Es una curiosa coincidencia
que sabrás apreciar. Se llama Quamis.
3. Narración de
Winfield Phillips
Stephen Bates acudió al despacho del
doctor Séneca Lapham, sito en el carnpus deja Universidad del Miskatonic, poco
después de las doce de la mañana del 7 de abril de 1924, por indicación del
doctor Armitage Harper, miembro del personal de la biblioteca. Era un hombre de
unos cuarenta y siete años de edad, bien conservado, que comenzaba a encanecer.
Aunque se notaba que hacía esfuerzos por mantenerse sereno, parecía profundamente
alterado, incluso agitado, y yo le catalogué de neurótico, tal vez de
histérico. Llevaba consigo un voluminoso manuscrito que constaba de un relato,
escrito por él mismo, de ciertas experiencias que le habían ocurrido, más un
conjunto de cartas y documentos relacionados con el asunto y cuidadosamente
copiados por él. Como el doctor Harper había telefoneado para anunciar su
llegada, fue hecho pasar directamente ante el doctor Lapham, quien parecía
extraordinariamente interesado en su caso, lo que me hizo suponer que el citado
legajo debía tener que ver con ciertos aspectos de la investigación
antropológica especialmente caros a mi jefe.
Mr. Bates se presentó a sí mismo y fue
invitado a referir inmediatamente su caso, sin ningún preámbulo. No necesitó
que se lo dijeran dos veces. Su relato resultó apasionado e incoherente y,
según pude comprobar, tenía que ver con la supervivencia de cultos arcaicos, si
es que entendí bien el ampuloso modo de hablar de Bates. No tardé en darme
cuenta, sin embargo, de que mi opinión sobre el relato no contaba para nada. La
grave expresión del doctor Lapham, sus labios fruncidos, su mirada escrutadora
y pensativa, su ceño contraído y sobre todo, la profunda atención con que
escuchaba, olvidándose incluso de la hora de comer, me demostraron que él por
lo menos sí concedía gran importancia a la narración de Bates, narración que,
una vez iniciada, siguió fluyendo de sus labios sin interrupción hasta que, de
pronto, se acordó del manuscrito, dejó de hablar y se lo entregó al doctor
Lapham rogándole que lo leyera sobre la marcha.
Para sorpresa mía, mi jefe accedió.
Abrió el legajo casi con avidez y fue entregándome las páginas a medida que las
iba leyendo. No solicitó de mí ningún comentario ni tampoco hizo ninguno él. Yo
leí el extraordinario documento con creciente asombro, al que contribuía no
poco el temblor que de vez en cuando percibía en las manos del doctor Lapham.
Cuando terminó - antes que yo- la lectura, que la había llevado cosa de una
hora, mi jefe miró fijamente a nuestro visitante y le apremió a que completara
el relato.
Pero Bates replicó que ya no había más
que contar. Lo había escrito todo. Era evidente, puesto que allí estaban, que
había logrado copiar los documentos relativos al tema o, por lo menos, los que él
consideró de mayor interés.
- ¿No le interrumpieron mientras los
copiaba? - Ni una sola vez. Mi primo volvió cuando ya había terminado. Vi al
indio. Iba vestido como nos han enseñado que iban los Narragansetts. Mi primo
me dijo que necesitaba mi ayuda.
¿Ah, sí? ¿Y qué quería de usted? -Pues
parece que ni él ni el indio ni los dos juntos podían manejar aquella piedra
grabada que mi primo había quitado del techo de la torre. A mí me parecía que
incluso un hombre solo podría moverla y así se lo dije. Mi primo entonces me
desafió a que la levantara. Explicó que deseaba transportarla a otro sitio y
enterrarla lejos de la torre. No me costó ningún esfuerzo hacer lo que me
pedía, sin necesidad de ayuda por su parte.
- ¿Su primo no le echó una mano? - No,
ni el indio.
El doctor Lapham dio papel y lápiz a
nuestro visitante.
- ¿ Querría usted hacer un plano de los
alrededores de la torre y señalar el sitio aproximado donde enterró la piedra?
Bates obedeció, un tanto perplejo. El doctor Lapham tomó gravemente el papel y
lo puso cuidadosamente junto con las últimas hojas del manuscrito que yo
acababa de entregarle. Luego se repantigó en su butaca y cruzó las manos sobre
la cintura: -¿No le pareció extraño que su primo no se ofreciera, a ayudarle? -
En absoluto. Habíamos hecho una apuesta. Yo la gané. No hubiera sido lógico que
él me ayudara a ganarle.
-¿Y eso fue todo lo que su primo pidió
de usted? - Sí.
- ¿Vio usted alguna señal de lo que
había estado haciendo su primo? -Sí, por cierto. Parecía como si él y el indio
hubieran estado limpiando los alrededores de la torre. Vi que habían alisado el
terreno, borrando las señales de garras y alas que yo había visto en una
ocasión anterior. Le pregunté qué había sido de ellas y me contestó
despreocupadamente que sin duda me las había imaginado porque allí no había,
nada.
- ¿Su primo, pues, está al corriente de
que usted sigue interesado en el misterio del Bosque de Billington? - Sí, desde
luego.
- ¿Me permite quedarme con este
manuscrito durante algún tiempo, Mr. Bates? Este vaciló, pero por fin accedió a
prestársela, si es que le podía ser de alguna utilidad. Mi jefe le aseguró que
efectivamente le era. Aun así, no parecía agradarle la idea de separarse del
legajo e hizo prometer al doctor Lapham que no se lo enseñaría a nadie.
- ¿Cree usted que debo hacer alguna cosa
determinada, doctor Lapham? - preguntó después.
- Sí, hay una cosa muy importante que
debe usted hacer.
- Estoy ansioso por llegar al fondo de
este asunto y quiero poner de mi parte todo lo que esté en mi mano.
- Entonces vuélvase a su casa.
- ¿A Boston? - Inmediatamente.
Pero no está bien dejar a mi primo a
merced de lo que haya allí en el bosque - protestó Bates-. Además, sospecharía
algo. - Se contradice usted, Mr. Bates. No importa en absoluto si sospecha algo
o no. Y, por lo que me acaba usted de contar, creo que su primo se encuentra en
perfectas condiciones de hacer frente a cualquier peligro que le pueda
amenazar.
Bates sonrió casi como un chiquillo,
metió la mano en un bolsillo interior y sacó una carta que depositó ante mi
jefe.
- Léala y dígame después si sigue
creyendo que es capaz de resolverse él solo sus propios problemas.
El doctor Lapham leyó lentamente la
carta, la dobló y la volvió a guardar en el sobre.
- Usted mismo me acaba de decir que su
conducta ha variado mucho desde que le escribió esta carta pidiéndole que fuera
a verle.
Con esto estuvo de acuerdo nuestro
visitante. Pero siguió sin decidirse a modificar sus planes, que consistían en
regresar a casa de su primo, permanecer en ella unos días más y, luego,
marcharse sin tanta precipitación.
- Yo considero que es muy aconsejable
que se vaya usted a Boston ahora mismo. Pero si insiste en permanecer allí, le
aconsejo que abrevie lo más posible su estancia, que no pase, digamos, de tres
días o así. Cuando vuelva por Boston para coger el tren, no deje de pasar por
aquí, aunque sea un momento.
Nuestro visitante asintió y se levantó
para marcharse.
- Espere un momento, Mr. Bates - dijo el
doctor Lapham.
Mi jefe atravesó la habitación hasta
donde estaba la caja fuerte, la abrió, tomó algo de su interior y regresó a su
mesa de despacho, poniendo ante Bates el objeto que había tomado de la caja
fuerte.
- ¿Ha visto algo parecido alguna vez,
Mr. Bates? Bates contempló el objeto. Era un bajorrelieve de unas siete
pulgadas de alto que representaba una especie de pulpo monstruoso con la cabeza
rodeada de tentáculos, un par de alas en la parte posterior y enormes garras en
las extremidades inferiores. Mientras Bates lo observaba, fascinado de horror,
el doctor Lapham esperaba con toda la paciencia del mundo.
- Es como..., pero no es exactamente
igual que esos seres que vi... o que creí ver la otra noche por la ventana del
gabinete -dijo, por fin, Bates.
- ¿Había visto usted anteriormente algún
bajorrelieve de esta índole? - insistió el doctor Lapham.
- No, nunca.
- ¿Ni en dibujo? Bates movió
negativamente la cabeza.
-Se parece a esos seres que revoloteaban
alrededor de la torre, que podían ser los que hablan dejado las huellas, pero
también se parece al ser con el que hablaba mi primo.
- ¡Ah! ¿Así interpreta usted la escena?
¿Cree usted que estaban hablando? - La verdad es que nunca me lo he planteado
seriamente, pero ¿qué otra cosa podían estar haciendo, si no? - Parece probable
que existiera cierta comunicación.
Bates seguía con la vista fija en el
bajorrelieve, que, si no recuerdo mal, procedía de la Antártida.
-Es horrible - dijo, por fin. - Sí que
lo es. Pero lo más horrible es pensar que el escultor lo haya copiado del
natural.
Bates hizo una mueca y movió negativamente
la cabeza.
- No puedo creerlo - dijo.
- No lo sabemos, Mr. Bates. Pero a veces
nos resulta más fácil creernos cualquier habladuría que aceptar la evidencia de
nuestros propios sentidos, porque nos convencemos a nosotros mismos de que
hemos sufrido una alucinación. - Se encogió de hombros, tomó el bajorrelieve y
lo contempló durante un momento antes de guardarlo de nuevo- . Quien sabe, Mr.
Bates. La técnica escultórica es primitiva y su concepción también. Pero ya se
le hace tarde para regresar, ¿no es así? Sin embargo, yo le sigo aconsejando
que se vaya a Boston.
Bates negó tercamente con la cabeza,
estrechó la mano del doctor Lapham y se marchó.
El doctor Lapham se puso en pie y estiró
los músculos un poco. Yo esperé que dijera algo de ir a comer, aunque ya era
media tarde, pero lo que hizo fue sentarse otra vez, colocar ante sí el legajo
de Bates y limpiarse cuidadosamente las gafas. Luego sonrió con cierta
amargura, lo cual me sorprendió.
- Me temo, Phillips, que no se toma
usted muy en serio ni a Mr. Bates ni lo que nos ha contado.
- Bueno, la verdad es que la explicación
que da a esas misteriosas desapariciones es la más disparatada que he oído.
- Pero no es más extraño que las
circunstancias en que se produjeron las propias desapariciones y reapariciones.
No estoy dispuesto a tratar este asunto con ligereza.
-¡Pero no irá usted a creerse lo que le
ha contado! Se reclinó sobre el respaldo de la butaca, se quitó las gafas y me
lanzó una mirada tranquilizadora.
- Es usted un muchacho muy joven. - Y, a
continuación, me dio una conferencia en miniatura que escuché con respeto y
creciente asombro, olvidándome en seguida de las punzadas del hambre. Empezó
diciendo que yo sin duda estaba lo bastante familiarizado con su obra para no
ignorar el enorme volumen existente de mitos y leyendas relacionadas con
rituales y religiones antiguos, especialmente entre los pueblos primitivos, y
la supervivencia de cultos arcaicos que han llegado hasta nuestros días tras
haber sufrido ciertas mutaciones. En determinadas zonas de Asia, por ejemplo,
habían proliferado cultos increíbles, de los cuales se habían descubierto
supervivencias contemporáneas en los lugares más curiosos. Me recordó que hace
muchos años Kimmich sugirió la posibilidad de que la cultura chimu procediera
del interior de China, aunque era de suponer que en la época de sus orígenes
China no existía todavía. Aun a riesgo de parecerme banal, insistió en las
extrañas esculturas de la isla de Pascua y del Perú. La estructura de los
cultos ha persistido sin ninguna duda, a veces con sus formas tradicionales y,
otras, con ropajes nuevos que, sin embargo, no impiden reconocerla. En la
civilización aria, acaso los últimos ritos que han sobrevivido sean los de los
druidas, por una parte, y los rituales diabólicos de la brujería y la
nigromancia, por otra, especialmente en ciertos puntos de Francia y de los
países balcánicos. ¿No se me había ocurrido nunca que todos estos cultos
poseían ciertas semejanzas muy llamativas? Contesté que básicamente todos los
cultos poseían una estructura análoga.
Dijo que él se refería a determinados
aspectos independientes de esas analogías básicas que nadie ponía en duda.
Prosiguió luego indicando que la idea de seres que vuelven una y otra vez a
este mundo no era privativa de un solo grupo cultural, pues existían señales
alarmantes de que en algunos puntos remotos del globo se seguía adorando a los
dioses antiguos, o a seres que resultan divinos en el sentido de que poseen una
estructura tan ajena a la humana y, por supuesto, a toda la vida animal del
planeta, que mueve a la adoración. Y, por su naturaleza, son malignos.
Tomó el bajorrelieve y lo mantuvo
levantado.
- Usted ya sabe que esta pieza proviene
de la Antártida. ¿Qué diría usted que puede representar? - Si tuviera que
decidirme, yo diría que es una representación tosca y primitiva de lo que los
indios llaman "el Wendigo".
- No está mal, salvo que en la cultura
antártica no hay nada que indique la existencia de una contrafigura local del
Wendigo ártico. No, esta pieza se encontró debajo de un glaciar. Tiene una edad
incalculable. En realidad, yo diría que es incluso anterior a la civilización
chimu. Es, pues, única, pero sólo en este sentido; en otros, no lo es ni
muchísimo menos. Acaso le sorprenda enterarse de que representaciones análogas
se han encontrado en las épocas más diversas. Algunas de ellas se remontan al
hombre de Cro-Magnon, y aún antes, hasta el alba misma de lo que solemos llamar
humanidad. Pero también aparecen en la Edad Media y durante la dinastía Ming, y
se han encontrado en la Rusia de Pablo I, en Hawai, en las Indias occidentales,
en la Java de nuestros días y en el Massachussetts de cuando los puritanos.
Esto son datos, ahora piense usted lo que quiera. A mí de momento esta figura
me impresiona ahora por un motivo distinto. Considero muy probable que fuera
alguna representación de este tipo a la que se referían aquellos dos viejos de
Dunwich que preguntaron a Ambrose Dewart si tenía "el signo".
- En pocas palabras, ¿lo que usted me
quiere dar a entender es que la criatura representada en ese bajorrelieve ha
sido copiada del natural? -pregunté.
- Yo no estaba junto al escultor
-contestó con exasperante seriedad-, pero no soy lo bastante arrogante como
para negar esa posibilidad.
- O sea, que usted se cree lo que nos
acaba de contar este tal Bates.
- Mucho me temo que es verdad, aunque
dentro de ciertos límites.
- ¡ Serán limites psiquiátricos!
-repliqué mordazmente.
- La fe se presenta fácilmente cuando no
hay pruebas, pero resulta difícil ante hechos que no debieran existir- movió la
cabeza-. Habrá observado usted que se ha repetido con cierta frecuencia el
nombre de uno de sus antepasados, el Rev. Ward Phillips.
- En efecto.
- No quisiera parecer oportunista, pero
¿podría usted recordar la historia de su familia y darme algún dato de lo que
le ocurrió a ese digno clérigo después de sus incidentes con Alijah Billington?
-Me temo que su vida no tuvo nada de particular. Murió poco después y fue muy
criticado, porque intentó recoger todos los ejemplares posibles de su libro
Prodigios Taumatúrgicos para quemarlos.
-¿Y eso no le dice a usted nada, después
de haber leído el manuscrito de Bates? -Es una mera coincidencia.
-Yo creo que es algo más. Las acciones
de su antepasado parecen como las de un hombre que hubiera visto al diablo y
quisiera borrar toda huella de su experiencia. El doctor Lapham era un
investigador concienzudo y durante el período en que estuve trabajando con él
tuve contacto con muchos sucesos y creencias extraños. El hecho de que estas
manifestaciones hubieran tenido lugar principalmente en rincones remotos y casi
inaccesibles del planeta no era obstáculo para que cualquier día ocurriera algo
parecido en nuestra inmediata vecindad. Además recordé situaciones anteriores
en las que el doctor Lapham, a punto de descubrir alguna supervivencia de un
mito monstruoso, había esbozado una teoría de vastas dimensiones que apuntaba
hacia la existencia de algo espantoso que le dejaba a uno paralizado de horror.
-¿Quiere usted decir que Alijah
Billington sostenía alguna relación con el diablo? - pregunté.
-Podría contestarle que sí y que no.
Desde el punto de vista del abogado del diablo, por supuesto, lo que se sabe de
Alijah Billington es que sin duda tenía ideas muy avanzadas para su tiempo, que
era más inteligente que la mayoría de su generación y que era capaz de
reconocer el peligro cuando se topaba con él. Practicaba rituales y ceremonias
que debían remontarse a los orígenes de la humanidad, pero sabía cómo eludir
sus consecuencias. Así parece al menos. Creo que es muy conveniente estudiar a
fondo estos documentos y este manuscrito sin pérdida de tiempo.
-Yo lo que creo es que da usted
demasiada importancia a este galimatías.
El doctor Lapham movió la cabeza con
cierta tristeza.
-La ciencia tiene la malísima costumbre
de etiquetar de "coincidencia", "alucinación" o cosas
parecidas todos los hechos que no caben a la primera en sus esquemas
preconcebidos. En lo que respecta a los sucesos del Bosque de Billington y sus
alrededores, especialmente de Dunwich, yo diría que a mí lo que me parece
increíble es atribuir a la casualidad que, cada vez que hay ciertas actividades
en el Bosque de Billington, se produzcan extrañas desapariciones en Dunwich y
su comarca. No hace falta que tomemos en cuenta el manuscrito de Mr. Bates,
excepto que menciona diversos relatos contemporáneos cuyos originales podemos
consultar sin dificultad aunque decidamos hacer caso omiso de lo que ha escrito
Bates. Estos fenómenos han ocurrido por lo menos tres veces en generaciones
separadas entre sí por más de doscientos años. No cabe la menor duda de que la
primera vez que se produjeron fueron atribuidos a la brujería y es muy probable
que algún desventurado sufriera y muriera por hechos que no había cometido y
que además se hallaban fuera del alcance de su entendimiento. Los días de la
caza y quema de brujas no estaban todavía muy lejos, y en todas las épocas hay
fanáticos y otros que hacen la vista gorda. En tiempos de Alijah, el Rev. Ward
Phillips y el crítico John Druven debieron captar algún chispazo de la verdad y
fueron invitados a visitar a Billington. En ese momento les ocurrió algo:
Druven desapareció y su caso siguió el curso que es habitual en las
desapariciones de Dunwich; el Rev. Ward Phillips no pudo recordar nada de lo
que había sucedido durante su visita a Billington, excepto que había estado
allí, y a continuación intentó destruir su libro, que, fíjese usted bien,
contenía referencias a acontecimientos de análogas características ocurridos
decenios antes. Ahora, en nuestros días, nos encontramos con la inexplicable
hostilidad de Ambrose Dewart contra su primo después de haberle mandado una
carta casi desesperada pidiéndole que fuera en su ayuda. Todos estos hechos
encajan en un mismo esquema.
Esto lo acepté sin discusión.
-Hay quien sostendrá que la casa posee
una malignidad propia, como insinúa a veces el manuscrito de Bates, y propondrá
alguna teoría de residuos psíquicos. Pero yo creo que se trata de mucho más que
eso, de muchísimo más, de algo increíblemente más horrible y maligno, que se
sitúa mucho más allá de los hechos que conocemos y la significación que le
damos.
La profunda seriedad con que hablaba el
doctor Lapham me impidió dudar ni por un momento de la extraordinaria
importancia que concedía al manuscrito de Bates. Era evidente que estaba
dispuesto a examinarlo a fondo y, como él mismo había dicho, sin pérdida de
tiempo, pues empezó a moverse por la habitación, recogiendo aquí y allá ciertos
volúmenes de las estanterías. Se detuvo para indicarme la conveniencia de que me
fuera a comer algo y me dijo que, de paso, dejara al doctor Armitage Harper una
nota que se puso inmediatamente a escribir. Le vi lleno de entusiasmo y
vitalidad. Escribió rápidamente y con su habitual fluidez, plegó el papel con
mano de experto y lo metió en un sobre que cerró y me entregó, advirtiéndome
que comiera bastante, pues era posible que nos quedáramos allí hasta después de
la hora de cenar.
Cuando regresé de comer, al cabo de unos
tres cuartos de hora, encontré al doctor Lapham completamente rodeado de libros
y papeles. Entre ellos reconocí un volumen grande y sellado que pertenecía a la
biblioteca de la Universidad y que sin duda le había sido enviado a solicitud
suya. Las páginas del manuscrito de Bates estaban separadas y algunas de ellas
señaladas.
-¿Puedo ayudarle? -Sí: abandonando todo
prejuicio y manteniendo su espíritu abierto al máximo; Siéntese, Phillips. - El
doctor Lapham se puso en pie y se acercó a la ventana, desde la que se divisaba
la muralla que rodea la biblioteca de la Universidad del Miskatonic y el perro
que allí había encadenado, como de guardia-. A veces pienso - prosiguió- que la
mayoría de los hombres tienen la suerte de no poder correlacionar todos los
conocimientos que poseen. Creo que Bates sirve perfectamente de ejemplo: ha
recogido una serie de datos que parecen inconexos, constantemente bordea una
terrible realidad, pero en rarísimas ocasiones hace un esfuerzo auténtico para
enfrentarse con ella. Se lo impiden las apariencias y todo un conjunto de
opiniones y creencias que no tienen más realidad que la que les dan los
convencionalismos sociales. Si el hombre vulgar llegara a sospechar la grandeza
cósmica de los universos, si tuviera un solo vislumbre de las pavorosas
profundidades del espacio exterior, o se volvería loco o rechazaría tales
conocimientos, prefiriendo aferrarse a cualquier superstición. Lo mismo sucede
con otras cosas. Bates ha recopilado una serie de hechos ocurridos durante el
transcurso de más de dos siglos y posee toda la información necesaria para resolver
el misterio del Bosque de Billington, pero no lo hace. Describe cada hecho como
si fuera una pieza de un rompecabezas incomprensible. A lo más que llega es a
establecer ciertas conclusiones preliminares, por ejemplo que su antepasado
Alijah Billington se dedicaba a ciertos quehaceres enigmáticos y posiblemente
ilegales que se acompañaban inevitablemente de ciertas desapariciones en los
alrededores; pero de ahí no pasa. Llega incluso a ver y a oír ciertos
fenómenos, pero a continuación pone en duda la evidencia de sus propios
sentidos. En pocas palabras, representa bastante bien al ciudadano medio que,
enfrentado ante manifestaciones que, por así decir, "no vienen en los
libros", encuentra más fácil y sensato dudar de sus sentidos. El habla de
"imaginación" y de "alucinaciones", pero es lo bastante
sincero como para reconocer que sus reacciones "normales" contradicen
por completo sus argumentos intelectuales. Al final, aunque realmente parece
que él no posee la clave definitiva que le permitiría comprender el
rompecabezas, le falta valor para encajar entre sí las piezas de que dispone y
llega a conclusiones más generales y significativas. Como consecuencia, se da a
la fuga y expone el problema al doctor Harper, quien me lo envía a mí.
Le pregunté si suponía que el manuscrito
de Bates era una relación escrupulosa de hechos verídicos.
-Creo que no nos queda otra alternativa
que suponerlo. O su relato es veraz o no lo es. Si negamos su veracidad nos
encontramos con que también tenemos que negar diversos hechos conocidos que han
sido presenciados por testigos y recogidos por la historia. Si sólo aceptamos
estos hechos conocidos, entonces tendremos que explicar los demás sucesos
recogidos por Bates como efecto de coincidencias y casualidades, sin tener en
cuenta que la posibilidad matemática de que tal serie de coincidencias se
produzca por azar dista de resultar admisible, cualquiera que sea el
procedimiento estadístico que utilicemos. Por eso me parece que no nos queda
otra alternativa. El manuscrito de Bates recoge una serie de acontecimientos
que correlacionan perfectamente con la historia conocida del lugar y de sus
habitantes. Si, por fin, quisiera usted sugerir que algunas partes del
manuscrito de Bates recogen hechos puramente imaginarios, dígame entonces de
dónde se saca esas fantasías extraterrestres, pues sus descripciones son
lúcidas, casi científicas, y los detalles que da hacen pensar que realmente ha
visto lo que describe. En lo que se conoce de la historia del hombre o de las
mutaciones del hombre no hay nada que permita explicar satisfactoriamente de
dónde se ha sacado Bates algunos de tales detalles. Más aún, también podría
usted defender que esas criaturas tan cuidadosamente descritas podían ser
producto de alguna pesadilla, en cuyo caso tendría usted que explicarme por qué
y cómo aparecen en las pesadillas de ese señor unas criaturas semejantes. En el
momento en que usted postula la posibilidad de que en los sueños o pesadillas
de un ser humano aparezcan seres absolutamente ajenos a su experiencia real de
la vida y también a sus intereses intelectuales y psicológicos, su postulado
resulta tan contrario a los hechos admitidos por la ciencia como los propios
seres en cuestión. Para nuestros propósitos nos conviene aceptar el manuscrito
como una relación de acontecimientos reales, y si estamos equivocados el tiempo
lo dirá.
Volvió a su mesa de despacho y se sentó
en la butaca.
-Usted recordará que durante el primer
año que estudió aquí leyó un trabajo sobre los curiosos ritos que realizan los
indígenas de Ponapé, en las islas Carolinas, como adoración de una deidad
marina, a un Ser Acuático, que al principio se tomó por Dagón, el conocido dios
del mar. Pero al indicárselo así a los nativos, éstos contestaron con
unanimidad que El era mayor que Dagón, que Dagón y los Profundos eran
servidores Suyos. Estas supervivencias de cultos antiquísimos son relativamente
frecuentes, aunque no suelen llegar a conocimiento del público. El caso de
Ponapé fue ampliamente difundido a causa de ciertos hallazgos realizados al
mismo tiempo: las extrañas mutaciones descubiertas en los cuerpos de algunos
nativos muertos en un naufragio ocurrido frente a la costa, como, por ejemplo,
la presencia de branquias rudimentarias, vestigios de tentáculos alrededor del
torso o, en un solo caso, la existencia de un ojo córneo situado en el centro
de una zona de piel escamosa próxima al ombligo de la víctima que, como las
demás del naufragio, pertenecía a una secta de adoradores del Dios del Mar. Lo
único que recuerdo en este momento que decían aquellos isleños es que su dios
había venido de las estrellas. Ahora bien, ya sabe usted que existe un notable
parecido entre las creencias religiosas y los esquemas mitológicos de los
atlantes, los mayas, los druidas y otros, y que constantemente se descubren
nuevas analogías básicas, especialmente los que ponen en relación el mar y el
cielo, como por ejemplo el paralelismo existente entre el dios Quetzalcoatl y
el griego Atlas, que se suponían emergidos en alguna parte del océano Atlántico
a fin de soportar el mundo sobre sus espaldas. Estas analogías no se encuentran
sólo entre religiones distintas, sino también entre leyendas pertenecientes a
pueblos muy diferentes, como por ejemplo la extensión de mitos marinos a
gigantes humanos originados en el mar. En el mar occidental para ser más
exactos, pues allí suponen las leyendas que nacen los titanes griegos, los
gigantes de la sumergida Lyonesse comunes en el folklore de Cornualles.
Menciono todos estos ejemplos para recalcar que todos ellos proceden de una
tradición única que se remonta a los tiempos primordiales, cuando se creía que
en las profundidades del mar moraban seres gigantescos, creencia que más
adelante dio origen a leyendas sobre el nacimiento de los gigantes. No deberían
sorprendernos las supervivencias de cultos que se descubren de vez en cuando,
como la de Ponapé, pues existe toda clase de precedentes, pero nos sorprende y
nos confunden las mutaciones físicas que concurren en este caso, las cuales se
han pretendido explicar ulteriormente recurriendo a la posibilidad, no
desmostrada desde luego, de que hubiera habido comercio carnal entre ciertos
moradores del mar y algunos nativos de las Carolinas. Si esto fuera verdad,
explicaría la presencia de esas mutaciones. Pero la ciencia, al carecer de
pruebas positivas de la existencia de tales moradores del mar, la niega por las
buenas. En cuanto a las mutaciones, las consideran pruebas
"negativas" y no aceptan su validez; para explicarlas se esfuerzan en
demostrar que se trata de atavismos ya conocidos por la ciencia y catalogan a
los indígenas en cuestión entre los casos de "regresión evolutiva",
archivando definitivamente el incidente. Si usted o yo o cualquiera decidiese
poner todos estos incidentes uno junto a otro se vería que dan varias veces la
vuelta al globo terrestre y además se advertirían ciertas analogías
inquietantes entre ellos, por ejemplo, que hay diversos elementos que se
repiten en casi todos los casos y que se confirman entre sí. Sin embargo, nadie
ha decidido emprender un estudio imparcial de estos fenómenos aislados, pues,
como le sucede a Mr. Bates, existe un miedo muy real y muy humano a lo que
podrían encontrar. Más vale no alterar el esquema general de la existencia, tal
como lo interpretamos, pues más allá de estos limites podemos toparnos con
extensiones del tiempo y del espacio con las que no estamos preparados para
enfrentarnos.
Yo recordaba el caso de los isleños de
Ponapé y así lo dije. En cambio, no llegué a comprender perfectamente qué
relación podían tener, ni aun remotamente, con el manuscrito de Bates, aunque
estoy seguro de que el doctor Lapham tenía algún motivo para hacerme recordar
aquel curioso incidente.
Por su parte, él siguió con sus
meticulosas explicaciones.
En muchísimos de los fenómenos aislados
que se presentan ante el antropólogo, entre otros, existe cierto esquema
estructural que es común a todos ellos. Se trata de un conjunto de mitos
basados en la creencia de que la tierra fue habitada en tiempos primitivos por
seres de otra especie, los cuales, a causa de ciertas prácticas tenebrosas,
perdieron el dominio de la tierra y fueron expulsados por los "Dioses
Ancestrales", quienes los confinaron y sellaron en el tiempo y el espacio,
pues no estaban sometidos a las leyes espacio-temporales como los hombres
mortales y además eran capaces de moverse en otras dimensiones. Estos seres,
aun expulsados y mantenidos a raya mediante sellos terribles, siguen viviendo
en "el exterior" y con frecuencia se manifiestan al intentar
recuperar el dominio de la tierra y de los seres "inferiores" que
ahora la prueban, cuya inferioridad se debe probablemente a que están sometidos
a leyes menores que no afectan a los expulsados. A éstos se les conoce por
varios nombres, el más corriente de los cuales es "los Primordiales",
y hay muchos pueblos primitivos que están a su servicio, como, por ejemplo, los
isleños de Ponapé. Además, estos "Primigenios" son maléficos y es
preciso reconocer que las barreras establecidas entre la humanidad y el horror
enloquecedor que ellos representan son puramente arbitrarias y totalmente
inadecuadas.
-¡Pero todo esto lo puede usted haber
deducido del manuscrito de Bates y los documentos que lo acompañan! - protesté.
-Y, sin embargo, no es así. Todo esto
existía muchos decenios antes de que Bates escribiera el manuscrito.
-Entonces es que Bates ya conocía esos
mitos de antes.
El doctor Lapham permaneció
imperturbable y lleno de gravedad.
-Aunque los conociera, eso no explica el
hecho indiscutible de que en el año 730 de nuestra era se escribiera en Damasco
un libro horrible y rarísimo sobre los Primordiales y la forma de relacionarse
con ellos. Lo escribió un poeta árabe llamado Abdul Alhazred, al que se suponía
loco, y se titula Al Azif, aunque hoy en día es más conocido en ciertos
círculos secretos con el título de Necronomicon, que es el de su traducción al
griego. Yo lo que quiero decir es que, si estas leyendas y estos conocimientos
figuran en textos de hace muchos siglos como hechos comprobados, y ahora, en
nuestros propios días, se producen ciertos fenómenos no humanos que parecen
corroborar algunos aspectos de lo que escribía aquel árabe, encuentro
absolutamente anticientífico achacar dichos fenómenos a fantasías o
maquinaciones de un simple individuo que además se le ve que no tiene ningún
conocimiento de estos temas.
De acuerdo. Siga.
-Los Primordiales - continuó- poseían
cierta afinidad con alguno de los cuatro elementos: tierra, agua, aire o fuego,
y cada uno tenía su medio predilecto para manifestarse. Entre ellos existían
asimismo cierta interdependencia y poseían facultades ultramundanas que los
hacían insensibles a los efectos del tiempo y el espacio, de tal manera que
constituían una amenaza omnipresente para la humanidad y, en realidad, para
todos los seres vivos del planeta. En sus incesantes esfuerzos por regresar a
la tierra los ayudan sus adoradores y seguidores, que suelen pertenecer a
culturas primitivas muy atrasadas y que, con mucha frecuencia, son individuos
física y mentalmente tarados, cuando no presentan - como los indígenas de
Ponapé- auténticas mutaciones fisiológicas. Su ayuda consiste en practicar
ciertas "aberturas" que permitan entrar a los Primordiales y a sus
servidores extraterrestres, y también en invocarlos, cualquiera que sea el
tiempo y el espacio en que se encuentren, mediante ciertos ritos que han sido
recogidos en parte por Abdul Alhazred y otros escritores de menor importancia
que continuaron su obra y han dejado aportaciones personales derivadas de las
mismas fuentes, pero enriquecidas con datos más modernos.
Al llegar a este punto hizo una pausa y
me miró profundamente.
-¿Me sigue usted, Phillips? Le aseguré
que si.
-Muy bien. Como le he dicho, estos
Primordiales han recibido nombres muy diversos. Entre ellos existen jerarquías.
La mayoría de ellos pertenece a un rango inferior y posee menos libertad que
los principales, pues incluso muchos de ellos están sometidos a gran parte de
las mismas leyes que gobiernan a la humanidad. El más importante de todos es
Cthulhu, a quien se supone "muerto, pero soñando" en la ciudad
sumergida de R'lyeh, que algunos autores sitúan en la Atlántida, otros en Mu y
unos pocos frente a la costa de Massachussetts. El segundo en importancia es
Hastur, llamado a veces El Que No Se Puede Nombrar o Hastur el Indecible, que
reside en Hali, en las Híadas. El tercero es Shubb-Niggurath, un horrible dios
o diosa de la fertilidad. A continuación viene uno al que suelen describir como
"Mensajero de los Dioses", Nyarlathotep, que comunica especialmente
con la más poderosa extensión de los Primordiales, es decir, con el maligno
Yog-Sothoth, que comparte el dominio de Azathoth, caos ciego e idiota que se
haya en el centro del infinito. Observo por la expresión de sus ojos que
empieza a reconocer algunos de estos nombres.
-Desde luego que si. Vienen en el
manuscrito.
-Y también en los documentos. Le diré, a
modo de paréntesis, que Nyarlathotep suele manifestarse como un "dios sin
rostro" que va acompañado por unos seres descritos como "flautistas
idiotas".
- ¡Lo que vio Bates! -Sí.
-Y entonces, ¿quienes eran los otros? -
Eso sólo podemos conjeturarlo. Pero si Nyarlathotep se caracteriza por ir
acompañado de unos flautistas idiotas, es de suponer que una de esas
manifestaciones era él; Parece que los Primordiales pueden cambiar de
apariencia, aunque cada uno tiene su propia forma e identidad. Abdul Alhazred
le describe "sin rostro", mientras que Ludvig Prinn, en su obra De
Vermis Mysteriis, lo llama "el ojo que todo lo ve", y Von Junzt, en
sus Unaussprechlichen Kulten, dice que tiene de común con otro de los
Primordiales, refiriéndose probablemente a Cthulhu, la característica de estar
"adornado de tentáculos". Estas diversas descripciones concuerdan con
esa manifestación que Bates denomina "excrecencia" o
"extensión".
Quedé asombrado de lo mucho que, al parecer,
se conocía de estas religiones primitivas o primordiales. Nunca había oído a mi
jefe hablar de aquellos libros y, desde luego, no los tenía en su biblioteca.
¿Cómo se había enterado de su existencia? -Bueno, los tienen en la Universidad,
pero están guardados bajo llave. Casi nunca los consulta nadie. Este libro -
señaló el extraño volumen que me había llamado la atención cuando volví de
comer- es el más famoso de todos y tengo que devolverlo esta noche. Es una
traducción latina del Necronomicon, efectuada por Olaus Wormius e impresa en
España en el siglo XVII. Este es el "Libro" a que se refieren el
manuscrito de Bates y los otros documentos, y de sus páginas proceden los
párrafos y fragmentos copiados por los corresponsales de Alijah Billington en diversas
partes del mundo. Efectivamente, existen copias, por lo menos parciales, de
este libro en la Biblioteca Widener, en el Museo Británico, en las
Universidades de Buenos Aires y Lima, en la Biblioteca Nacional de París y en
la de nuestra Universidad del Miskatonic. Algunos dicen que existe un ejemplar
oculto en El Cairo y otro en la Biblioteca del Vaticano. Otros creen que
diversos particulares poseen partes del libro, copiadas laboriosamente, lo cual
es cierto por lo menos en el caso de Alijah Billington, en cuya biblioteca
encontró Bates los documentos que conocemos. Y si Billington consiguió
fragmentos de ese libro, ¿por qué otros no iban a conseguirlos también? Se
levantó y, tomando de un armario una botella de vino añejo, se sirvió un vaso
que paladeó con evidente placer. Permaneció otra vez junto a la ventana durante
un rato, mientras en el exterior iban cayendo las tinieblas y comenzaban a
oírse los ruidos vespertinos de la provinciana Arkham. Por fin se volvió y
regresó a la mesa.
-Con esto ya está usted en antecedentes
del caso.
-¿Espera usted que me lo crea? -
pregunté.
-En absoluto, claro que no. Pero suponga
que lo aceptamos como hipótesis de trabajo y pasamos a examinar el misterio de
Billington propiamente dicho.
Lo acepté.
- Muy bien, entonces empecemos con
Alijah Billington, que es por donde, al parecer, también empezaron Dewart y
Bates. Creo que podemos aceptar como punto de partida que Alijah Billington se
entregaba a algún tipo de prácticas nefandas que acaso tuvieran alguna afinidad
con la brujería, como sin duda suponían el reverendo Ward Phillips y John
Druven. Poseemos datos que relacionan estas actividades de Alijah con el
Bosque, y especialmente con determinada torre de piedra que se alza en el
Bosque, y también sabemos que se realizaban de noche, "después de la hora
de cenar", como dice Laban, el hijo de Alijah. En este asunto, sea el que
sea, también estaba iniciado el indio Quamis, aunque parece que desempeñaba un
papel más bien secundario. En una ocasión el indio pronuncia con voz aterrada
el nombre de Nyarlathotep y el muchacho lo oye. Al mismo tiempo, las cartas de
Bishop nos demuestran que Jonathan Bishop, de Dunwich, se entregaba a prácticas
similares. Estas cartas son muy explícitas sobre el tema. Jonathan sabía lo
suficiente para invocar a una entidad que venía del cielo, pero no lo bastante
para cerrar el paso a otras entidades ni para protegerse a si mismo. De todo
ello se deduce fácilmente que el ser que acudía a la invocación, fuese lo que
fuese, utilizaba a los hombres para algo, y todo hace pensar que era para
alimentarse de una u otra forma. Si aceptamos esto, podemos explicar la razón
de tantas desapariciones que siguen todavía sin resolver.
-Pero entonces, ¿cómo se explica usted
que vuelvan a aparecer los cuerdos? -pregunté-. No hay la menor prueba de dónde
estuvieron mientras tanto.
-No puede haberla si hubieran estado,
como yo sospecho, en otra dimensión. Las conclusiones son espantosas, pero
están clarísimas. La entidad que acudía en respuesta a la invocación no era
siempre la misma. Ya recordará usted el sentido de las cartas y las
instrucciones sobre el modo de operar con diversos seres cuyos nombres
menciona. Pero, quienquiera que sea, procede de otra dimensión y al final se
retira a esa misma dimensión, aunque no sin llevarse consigo, por lo menos
alguna vez, a una criatura inferior, o sea, a un ser humano, para alimentarse
de él, ya sea de su sangre, de su fuerza vital o de alguna otra energía que no
podemos conjeturar. Con este fin, y también para que no hablara, fue drogado
John Druven, llevado a casa de Billington y ofrecido en sacrificio, exactamente
del mismo modo que Jonathan Bishop había actuado contra el entrometido Wiíbur
Corey.
-Aun admitiendo todo eso, existen
algunas contradicciones en los hechos que conocemos - dije.
Ah, esperaba que se diera usted cuenta.
Sí, las hay. Pero hay que verlas y reconocerlas. El no haberlas sabido ver es
el principal fallo de Bates. Permítame adelantar una hipótesis. Ailjah
Billington, por medios que desconocemos, se entera de ciertos secretos que hay
en la ancestral propiedad, relacionados con los Primordiales. Investiga,
adquiere conocimientos sobre la materia y, finalmente, descubre para qué sirven
el círculo de piedras y la torre que hay en una islita de ese pequeño afluente
del Miskatonic que Dewart denominó Misquamacus sacándose el nombre no se sabe
de dónde, pero desde luego no de su memoria personal. A pesar de obrar con
cautela, sin embargo, no puede evitar que se produzcan algunas incursiones
contra los habitantes de Dunwich. Tal vez intenta tranquilizarse y exculparse
achacando tales incursiones a la impericia de Bishop. Asimila cuidadosamente
diversas partes del Necronomicon, como hemos visto, que le envían desde
diversos lugares del mundo, pero al mismo tiempo se siente cada vez más
asustado por la vasta inmensidad de esa infinita dimensión extraterrestre con
la que ha establecido contacto. Sus airadas protestas contra la crítica que
publica Druven sobre el libro del Rev. Phillips indican dos cosas: que ha
empezado a sospechar que su propia mano no es enteramente suya y que ha
entablado combate contra una coacción compulsiva que tampoco es exclusivamente
suya. El ataque directo contra Druven, y su muerte, constituyen el punto
culminante de esta historia. A continuación se despide de Quamis y, mediante
los conocimientos obtenidos en el Necronomicon, cierra y sella la
"abertura" que había practicado, igual que tras la desaparición de
Bishop había cerrado y sellado la que éste utilizara, y se marcha a Inglaterra
a fin de recobrar su propia identidad lejos de las terribles fuerzas psíquicas
que operan en el Bosque.
-Eso suena bastante lógico.
-Ahora bien, teniendo en cuenta esta
hipótesis, veamos las instrucciones que deja Alijah Biflington en relación con
su finca de Massachussetts. - El doctor Lapham escogió una de las hojas
escritas por Bates y la colocó en la mesa, delante de él, encendiendo a
continuación la lámpara, de pantalla verde, que tenía en su mesa de trabajo-.
Aquí está. En primer lugar, conmina "a los que vengan después" a que
conserven la propiedad dentro de la familia y luego imparte una serie de reglas
deliberadamente oscuras, cuyo significado, sin embargo, admite que "podrá
encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington".
La primera regla es ésta: "No se ha de permitir que el agua deje de manar
alrededor de la isla donde está la torre ni alterar la torre en ningún detalle
ni implorar a las piedras." El agua dejó de manar por sí sola, lo cual,
que sepamos, no ha tenido malas consecuencias. Es evidente que por
"alterar la torre" Alijah entendía que no debía modificarse de modo
que resultase restaurada la abertura que acababa de cerrar. Está clarísimo que
la abertura que había cerrado estaba en el techo de la torre y que la había
cerrado con una piedra que lleva grabado un signo que, aunque no lo he visto,
no puede ser otro que el Signo Ancestral. Este signo es el símbolo de los
llamados Dioses Ancestrales o Arquetípicos, que poseen un poder absoluto sobre
los Primordiales, los cuales odian y temen el citado símbolo. Dewart alteró la
torre precisamente como Alijah esperaba que no se alterara. Por último, lo de
"implorar a las piedras" sólo puede referirse a alguna fórmula o
fórmulas que habría que recitar a fin de establecer un contacto preliminar con
las fuerzas existentes al otro lado del umbral.
Luego sigue diciendo: "No ha de
abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que
Acecha en el umbral ni invocar a las montañas." La primera parte se limita
a recalcar lo dicho en la primera regla o instrucción acerca de la torre de
piedra. La segunda hace referencia, por primera vez, a un Ser que acecha en el
umbral y cuya identidad ignorábamos: puede ser Nyarlathotep, Yog-Sothoth u
otro. Y la tercera debe referirse a una fase secundaria de los ritos
relacionada con alguna manifestación de los de fuera, muy posiblemente con el
sacrificio.
La tercera regla consiste en una nueva
advertencia: "No ha de molestar a ranas ni sapos, en especial a los sapos
gigantes del pantano que hay entre la casa y la torre, ni a las luciérnagas ni
a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a abandonar cerrojos y
defensas." Bates llegó a presentir el significado de esta regla, cuya
finalidad consiste simplemente en señalar que los animales citados poseen una
sensibilidad especial para detectar la presencia de los de fuera. Mediante la
intensidad de sus cantos y gritos, o del brillo que despiden, avisan de su
proximidad y permiten, por lo tanto, tomar las medidas pertinentes. Es, pues,
muy conveniente protegerlos y cuidarlos por la cuenta que les trae.
En la cuarta se menciona por primera vez
la ventana: "No ha de tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor
detalle." ¿Y por qué no? Según Bates, de la ventana se desprende una
intensa malignidad. Si estas reglas tienen una finalidad protectora, ¿por qué
no destruir la ventana? Sin duda Alijah conocía esa influencia maligna. Yo lo
que opino es que la ventana, modificada, puede resultar mucho más peligrosa que
como está.
-Esto no lo entiendo - interrumpí.
-¿No le sugiere nada la narración de
Bates? -La ventana es muy extraña, el cristal es diferente. Es evidente que la
diseñaron así aposta.
-Yo lo que sugiero es que acaso esa
ventana no sea en realidad una ventana, sino una lente o prisma o espejo que
refleja una visión de otras dimensiones, es decir, que procede del tiempo o del
espacio. Pero también puede haber sido concebida con la finalidad de reflejar
algún rayo misterioso que no afecte a la vista, pero que opere sobre vestigios
olvidados de nuestras antiguas facultades extrasensoriales, en cuyo caso no
habría sido construida por seres humanos. Esa ventana permitió a Bates, en dos
ocasiones, contemplar algo más que el mero paisaje que se extiende ante ella.
- Aceptémoslo provisionalmente y pasemos
a la última regla.
La última regla es sencillamente una
recapitulación de lo que se ha dicho antes y no presenta ninguna dificultad si
hemos entendido las que la preceden. "No ha de vender o enajenar la finca
sin añadir al contrato una cláusula que disponga "que la isla y la torre
deben dejarse como están y que la ventana no debe ser modificada, excepto para
destruirla"." De aquí lo que se desprende de nuevo es que la ventana
puede ejercer algún tipo de influencia maligna, lo cual, a su vez, sugiere la
posibilidad de que, por algún procedimiento que indujo Alijah probablemente
desconoce, pueda también convertirse en una nueva abertura, quizá no para que
entren físicamente los de Fuera, pero sí, por lo menos, para que se manifiesten
sus percepciones y, por tanto, sus sugestiones e influencias. Creo, por una
razón muy evidente, que la explicación más verosímil es ésta: por todos los
canales de información que poseemos se pone de manifiesto que en la casa y en
el Bosque opera alguna influencia. Alijah se ve impulsado a estudiar y
experimentar. Bates nos cuenta que, cuando Dewart tomó posesión de la casa, se
sintió arrastrado hacia la ventana y se puso a examinarla y a mirar por ella y
que, cuando fue a la torre del Bosque se sintió como obligado a quitar el
bloque de piedra que había incrustado en el techo. El propio Bates describe la
reacción que le produjo la casa inmediatamente después del primer incidente
extraño ocurrido con su primo, al que erróneamente califica de
"esquizofrénico". Aquí lo tengo, déjeme que se lo lea: "Y de
repente, mientras permanecía sintiendo el frescor del viento en el cuerpo, fui
consciente con una sensación creciente de opresión, abrumado por una
desesperación infinita, de una presencia horriblemente impura, de una malignidad
negra y ardiente que infiltraba la casa y los bosques que la rodeaban, de algo
corrompido y nauseabundo perteneciente a los más profundos abismos del alma
humana... Un aura de malignidad, terror y repugnancia flotaba en la habitación,
como una nube; la sentía rezumar de las paredes como una niebla
invisible." Además, también Bates se siente atraído por la ventana. Y
finalmente, al ser nuevo en la casa y carecer, por tanto, de ideas
preconcebidas, se da cuenta de que su primo se halla sometido a alguna influencia
anómala. La describe correctamente como algún tipo de lucha interior, pero se
equivoca al etiquetaría de esquizofrenia, porque no lo es.
¿No se excede usted un poco en sus
afirmaciones? En definitiva, sí parecen existir ciertos síntomas de doble personalidad.
- No, no, ninguno en absoluto. Ese es el
peligro de saber demasiado poco de un asunto. No se halla presente ninguno de
los síntomas de la esquizofrenia, salvo un conflicto relativamente superficial
entre dos talantes. Al principio, Ambrose Dewart se nos presenta como un
personaje amable y educado, como una especie de pequeño terrateniente
intelectual que busca alguna afición culta en que entretener sus ocios. Pero
luego empieza a notar algo que no sabe qué es y se pone cada vez más inquieto y
angustiado. Por fin llama a su primo. Cuando llega Bates, se encuentra con un
nuevo cambio. Dewart se siente incómodo en su presencia y poco a poco se le
vuelve decididamente hostil. Hay momentos más o menos breves en que vuelve a su
estado anterior, más natural, y durante todo el invierno que pasa en Boston
parece haber recuperado por completo la normalidad. Pero en cuanto vuelve a la
casa del Bosque, hace un mes, se manifiesta nuevamente su anterior hostilidad,
la cual se transforma poco a poco en una cautelosa vigilancia. Bates no se da
cuenta de esto con toda la claridad que debiera y a veces se siente aceptado
por su primo y a veces rechazado. Reconoce que existe un conflicto en Dewart y,
utilizando un término psiquiátrico que no conoce mejor que usted, lo califica
de esquizofrenia.
-Lo que usted sugiere entonces es que
esa influencia procede del exterior. ¿Y de qué naturaleza es? -Bueno, yo creo
que es evidente que procede del exterior, y opino que se trata de una
influencia consciente ejercida por una inteligencia rectora. Se trata, en
concreto, de la misma influencia que operó sobre Alijah, pero que fue vencida
por él.
-¿Uno de los Grandes Primordiales, pues?
-No, eso no está demostrado.
-Pero sí indicado.
-No, ni siquiera indicado. Lo que yo
opino es que esa influencia procede de un agente de los Primordiales. Si
examina usted minuciosamente el manuscrito de Bates observará que las
sugestiones e influencias detectadas son de naturaleza esencialmente humana.
Postulo que, si la influencia que actúa en la Casa Billington procediera
directamente de los Primordiales, las sugestiones que provoca serían
esencialmente inhumanas, al menos en alguna ocasión. No hay nada que demuestre
que lo son. Si la impresión recibida por Bates en cuanto a la impureza, el
horror y la malignidad de la casa y el bosque le hubieran sido transmitidas por
algún ser totalmente ajeno, lo probable es que su reacción no hubiera sido tan
fundamentalmente humana. No, lo que se provocó en él fue reacción humana, casi
diría que calculadamente humana.
Sopesé sus argumentos. Aunque la teoría
del doctor Lapham parecía sólida, yo advertía en ella un fallo manifiesto. El
opinaba que la influencia que operaba sobre Dewart y Bates era la misma que
había operado en Alijah Billington. Si esta influencia era, como él postulaba,
de origen humano, ¿cómo era posible que se ejerciera en dos momentos separados
entre sí por más de un siglo de distancia? Aduje esta objeción, escogiendo con
todo cuidado las palabras.
-Sí, la acepto, pero no existe ninguna
incompatibilidad. Tenga usted en cuenta que la influencia es de origen
extraterrestre. Procede, pues, de otras dimensiones desconocidas y, en
consecuencia, no está más sometida a las leyes físicas de la tierra que los
propios Primordiales. En pocas palabras, si la influencia es humana, como yo
defiendo, entonces también existe en un tiempo y un espacio coextensivos a los
nuestros y, sin embargo, distintos. Así posee la capacidad de existir en tales
dimensiones sin sufrir las limitaciones que imponen el tiempo y el espacio a
cualquier persona que habite en la Casa Billington. Existe en aquellas
dimensiones exactamente igual que las desgraciadas víctimas de los seres
invocados por Bishop, Billington y Dewart antes de ser arrojadas de nuevo a
nuestra dimensión.
-¡Dewart! él.
-Sí, -¿Sugiere usted que él es
responsable de las últimas desapariciones ocurridas en Dunwich? - pregunté,
atónito.
El doctor Lapham movió la cabeza con
gesto de conmiseración.
No. No lo sugiero. Lo afirmo
categóricamente, a menos que prefiera usted volver al terreno movedizo de las
coincidencias.
-En absoluto.
-Muy bien. Entonces veamos el caso.
Billington va a su círculo de piedras y a su torre y abre la
"puerta". Algunas personas ajenas a Billington oyen ruidos en el
bosque, y también su hijo Laban, que los menciona en su diario. - Estos
fenómenos van siempre acompañados por: a) una desaparición, y b) la reaparición
del que había previamente desaparecido. Ambas se producen siempre en las mismas
circunstancias extrañas; la segunda, varías semanas o meses después de la
primera, y tanto una como otra quedan para siempre sin resolver. Jonathan
Bishop escribe en su primera carta que se fue al círculo de piedras y allí
"Le llamé al Monte y Le contuve en el círculo, mas no sin gran trabajo y
esfuerzo, que talmente parecía como si el círculo no fuera lo bastante poderoso
para sujetar por mucho tiempo a uno de Esos". A continuación vuelven a
producirse las extrañas desapariciones y reapariciones de costumbre, en
circunstancias paralelas a las que acompañaron las actividades de Billington.
Estos hechos de hace más de un siglo se repiten en nuestros días, Ambrose
Dewart camina en estado de sonambulismo hasta la torre. En sueños percibe la
presencia de algo increíblemente pavoroso y terrible. Y es poseído por esa influencia
exterior, aunque no es consciente de ello. ¿Cree usted que un observador
imparcial que conociera estos hechos achacaría a simples coincidencias las
desapariciones y reapariciones ocurridas después del viaje nocturno de Dewart a
la torre de piedra y de que él mismo descubriera al día siguiente una enorme
mancha de sangre? Reconocí que pretender explicar mediante coincidencias
semejantes series de acontecinientos paralelos resultaba tan fantástico como la
propia explicación que proponía el doctor Lapham. Me hallaba perturbado y
profundamente alterado, porque el doctor Seneca Lapham era un intelectual de
gran categoría que atesoraba Vastísimos conocimientos, y verle adherirse a unas
teorías tan radicalmente distintas de las que habitualmente se admiten suponía
una profunda conmoción para una persona que, como yo, sentía por él enorme
admiración y respeto. Era evidente que, para él, tales hipótesis se basaban en
algo más que conjeturas, lo cual presuponía en él unas creencias que a mi,
francamente, no me cabían en la cabeza. No obstante, resultaba patente que mi
jefe no abrigaba dudas de ningún tipo y que se sentía seguro de sus
conocimientos sobre el tema y el caso.
-Le veo a usted muy encerrado en sus
pensamientos. Reflexionemos esta noche con la almohada y ya volveremos a hablar
del asunto mañana o pasado. Deseo que lea usted algunos de los pasajes que he
señalado en estos libros, pero al Necronomicon tendrá que echarle una ojeada
ahora mismo para poder devolverlo esta noche a la biblioteca.
Tomé inmediatamente el antiguo volumen y
vi que el doctor Lapham había señalado dos pasajes muy curiosos; que fui
traduciendo lentamente a medida que los leía. Trataban de ciertas terroríficas
entidades exteriores que se hallan constantemente al acecho, a las que el autor
árabe denomina en alguna ocasión "Los Que Reposan en la Espera",
mencionando sus respectivos nombres. Me llamó sobre todo la atención un largo
párrafo situado hacia la mitad del primer pasaje señalado.
"Ubbo-Sathla es la fuente
inolvidada de donde emanaron Aquellos que se atrevieron a oponerse a los Dioses
Ancestrales que gobernaban desde Betelgeuze, los Grandes Primordiales que
osaron combatir a los Dioses Ancestrales. Y estos Primordiales habían recibido
instrucción de Azathoth, que es un dios ciego y estúpido, y de Yog-Sothoth, que
es Todo-en-Uno y Uno-en-Todo y para El no existen limitaciones de tiempo ni de
espacio y Sus proyecciones en este mundo son Umr at Tawil y los Primigenios.
Los Grandes Primordiales sueñan desde la eternidad con un tiempo por venir en
que volverán a gobernar la Tierra y todo el Universo del que ella forma parte.
(...) El Gran Cthulhu emergerá de R'lyeh. Hastor, que es El Que No Se Puede
Nombrar, regresará de la oscura estrella que habita, próxima a Aldebarán y a
las Híadas. Nyarlathotep aullará eternamente en las tinieblas donde mora.
Shub-Niggurath, que es la Cabra Negra de los Mil Hijos, engendrará y volverá a
engendrar y extenderá Su dominio sobre todas las ninfas del bosque, y sobre los
sátiros y sobre los genios grandes y pequeños. Lloigor, Zhar e Ithaqua volverán
a cabalgar por los espacios interestelares y conferirán nobleza a los que Les
sigan, que son los Tcho-Tcho. Cthuga abarcará sus dominios desde Fomalhaut.
Tsathoggua vendrá de N'kai. (...) Y no se apartan de las Puertas, ya que el
tiempo se acerca y la hora está próxima. Y los Dioses Ancestrales duermen y
sueñan, ignorantes de aquellos que ya conocen los hechizos colocados por Ellos
sobre los Grandes Pr1-mordiales y que descubrirán la palabra que: rompe los hechizos,
así como ya gobiernan a los servidores que aguardan más allá de las puertas del
Exterior." El segundo pasaje venía un poco más lejos y era Igualmente
potente.
"Contra brujos y demonios, contra
los Profundos, contra los Dholes, contra los Voormis, contra los Tcho-Tcho,
contra el Abominable Mi-Go, contra los Shoggoth, contra los Lívidos, contra los
valusianos y contra los demás pueblos y criaturas que sirven a los Grandes
Primordiales y a Los que Estos han engendrado, la defensa es un pentáculo tallado
en piedra gris de la antigua Mnar, que también tiene poder, aunque menos,
contra los Grandes Primordiales en persona. Quien posea este signo podrá dar
órdenes a todos los seres que caminan, nadan, reptan y vuelan en los ámbitos
que se extienden hasta el Manantial de donde ya no se regresa. Poseerá poder en
Yhé como en la gran R'lyeh, en Y'ha-nthlei como en Yoth, en Yuggoth como en
Zothique, en N'kai como en K'nyan, en Kadath la del Desierto de Hielo como en
el Lago de Ilali, en Carcosa como en Ib. Mas, así como las estrellas se enfrían
y se apagan y así como los soles mueren y los espacios siderales se dilatan
cada vez más, así se desvanece el poder de todas las cosas, así del pentáculo
como de los hechizos colocados sobre los Grandes Primordiales por los dulces
Dioses Ancestrales, y así llegará un tiempo Como hubo una vez un tiempo en el
que el hombre volverá a saber que no está muerto El que reposa en la eternidad,
pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá."
Tomé los demás libros y algunas fotocopias
de textos manuscritos que estaba prohibido sacar de la Biblioteca del
Miskatonic y me, los llevé conmigo a casa. Durante la mayor parte de aquella
noche permanecí sumergido en sus páginas extrañas y terribles. Leí partes de
los Manuscritos Pnakóticos de los Fragmentos de Celaeno, de Una investigación
sobre las estructuras mitológicas de algunos primitivos contemporáneos con
especial referencia al Texto R'lyeh del Profesor Shrewsbury, del propio Texto
R'lyeh, de Cultes des Goules del conde d'Erlette, del Liber Ivonis, de
Unaussprechilchen Kulten de Von Junzt, de De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn,
del Libro de Dzyan, de los Cantos de Dhol y de los Siete Libros Cripticos de
Hsan. Leí sobre cultos terribles y blasfemos de épocas arcaicas, prehumanas que
habían sobrevivido en ciertas formas inmencionables que todavía se practican en
algunos remotos rincones de la tierra. Medité sobre crípticas descripciones de
oscuros idiomas prehumanos tales como el aklo, el naacal, el tsatho-yo y el
chian. Tropecé con horribles insinuaciones sobre ciertos ritos y
"juegos" de abismal malignidad, como el Mao y los ludi lloiathici.
Repetidas veces me encontré con topónimos de increíble antigüedad, como el
Valle de Pnath o Ulthar, N'kai y Ngranek, Ooth-Nargai y Sarnath la Condenada,
Throk e Jnganok, Kythamil y Lemuria, Hatheg-Kla y Khorazim, Carcosa, Yadith,
Lomar y Yian-Ho. También descubrí la existencia de otros Seres, cuyos nombres
se mencionaban en textos de pesadilla, acompañados de una relación de ciertos
extraños e increíbles sucesos terrenales que sólo se podían explicar a la luz
de estas ciencias prohibidas. Me hallé ante nombres desconocidos y también ante
otros que ya me eran familiares, y leí espantosas descripciones o meras
sugerencias de algún terror inconcebible en relatos relacionados con Yig, el
terrible dios serpiente; con Atlach-Nacha, de cuerpo de araña; con Gnoph-Keh,
la "cosa peluda" conocida asimismo como Rhan-Tegoth; con Chaugnar
Faugn, que se nutre como un vampiro; con los infernales perros de Tíndalos, que
rondan por los ángulos del tiempo; y una y otra vez con el monstruoso
Yog-Sothoth, el que es "Todo-en-Uno y Uno-en-Todo" y cuyo engañoso
disfraz consiste en un cúmulo de esferas iridiscentes que oculta un horror de
los orígenes. Leí cosas que el hombre mortal no está hecho para conocer, cosas
que podrían hacer estallar la cordura de un lector imaginativo, cosas que es
mejor destruir, pues el mero hecho de conocerlas puede acarrear a la humanidad
consecuencias tan terribles como el mismo retorno de los Grandes Primordiales
que fueron exiliados para siempre, desde el reino estelar de Betelgeuze, por
los Dioses Ancestrales, cuya ley habían desafiado.
Me pasé leyendo la mayor parte de la
noche, y durante el resto permanecí despierto, dando vueltas y más vueltas en
la cabeza a los espantosos datos que acababa de leer. Me daba miedo dormirme,
no fuera a soñar con alguna representación subconsciente de aquellos mitos
grotescos y horribles, de cuya mera existencia hacía pocas horas que me había
enterado, y no sólo por los libros, sino también por las persuasivas
explicaciones del doctor Seneca Lapham, cuyos conocimientos en materia de
antropología pocos de sus contemporáneos pueden igualar y aún menos superar.
Además me sentía demasiado agitado para dormir, pues los conceptos que me
habían revelado las páginas de aquellos raros y aterradores volúmenes eran tan
vastos y contenían tales amenazas para la humanidad que dediqué todos mis
esfuerzos conscientes a serenarme y recuperar mi normal equilibrio mental.
A la mañana siguiente fui al despacho
del doctor Lapham más temprano que de costumbre, pero me encontré con que mi
jefe ya estaba allí. Saltaba a la vista que llevaba un buen rato trabajando,
pues tenía la mesa cubierta de papeles donde había garabateado toda clase de
fórmulas, gráficos, diagramas y símbolos de índole esotérica.
-Ah, ya los ha leído usted - dijo cuando
deposité los libros en un. rincón de su mesa.
- Durante toda la noche - repliqué.
-Lo mismo me pasó, a mí, y noche tras
noche, cuando descubrí estos libros por primera vez.
-Si contienen aunque sea una mínima
parte de verdad, tendremos que revisar todos los conceptos actuales sobre el
tiempo y el espacio, e incluso sobre nuestros propios orígenes.
Mi jefe asintió, imperturbable.
- Todo verdadero hombre de ciencia sabe
que la mayoría de nuestros conocimientos se asientan sobre determinadas
creencias básicas que, ante una inteligencia extraterrestre, resultarían
indemostrables. Quizá acabemos por modificar nuestras creencias. En realidad,
lo que habitualmente denominamos "lo Desconocido" es pura conjetura,
a pesar de estos y otros libros. Pero creo que no podemos dudar de que fuera de
nosotros existe algo. En el esquema mitológico que nos ocupa nos encontramos
con fuerzas del bien y fuerzas del mal, exactamente igual que en ciertos otros
esquemas en los que no necesito insistir porque los conoce usted de sobra. Me
refiero a los cristianos, budistas, mahometanos, confucianos, shintoistas y, en
general, a todos los esquemas religiosos conocidos. La razón por la que,
refiriéndome ahora en concreto al esquema mitológico que nos ocupa, digo que es
necesario admitir. la existencia de algo ajeno y exterior a nosotros, es
sencillamente que, como habrá usted visto, sólo aceptando esta hipótesis, si
menos en líneas generales, podemos explicar no sólo los extraños y terribles
acontecimientos reseñados en los datos que acompañan a esos libros, sino toda
una serie interminable de sucesos, habitualmente censurados en los medios de
información, que contradicen por completo los dogmas de la ciencia. Estos
sucesos ocurren diariamente en todas las partes del mundo y algunos de ellos
han sido recogidos en dos notables libros de un escritor casi desconocido
llamado Charles Fort: El libro de los malditos y Nuevas tierras. Se los
recomiendo muy encarecidamente.
"Consideremos algunos de los hechos
reseñados, y digo "hechos" a sabiendas, dando por sentada incluso la
poca fiabilidad de los observadores humanos. Por ejemplo, en 1863 y 1864 se
registraron lluvias de piedras del cielo en Buschof, Pillitsfer, Nerft y
Dolgovdi, en Rusia. Esas piedras no eran de ninguna sustancia conocida en la
tierra y las describen como "grises con algunas vetas de, color pardo
rojizo". Esta descripción cuadra perfectamente a la piedra de Mnar, tantas
veces mencionadas en esos textos, y también a las llamadas "muelas de
Rowley", aparecidas unos pocos años antes en Birmingham, Inglaterra, y
poco después en Wolverhampton, que eran negras por fuera, pero por dentro del
mismo color que las anteriores." Otro ejemplo: "En 1893, desde el
buque de guerra británico Caroline se divisaron unas "luces
globulares" entre el barco y una montaña de la costa china. Las luces se
describen como "globulares". Fueron vistas en el cielo, pero a menos altura
que la cima de la montaña y muy separadas de ésta. Se movían en masa, aunque a
veces se ponían más o menos en fila. Se movían hacia el Norte y las vieron
durante dos horas, aproximadamente. Las volvieron a ver a la noche siguiente y
a la otra, el 24 y el 25 de febrero, a cosa de las once de la noche, en ambas
direcciones. Despedían cierta luminosidad que, vista por telescopio, parecía
más bien rosada. Parecían moverse a la misma velocidad que el Caroline. La
última noche, el fenómeno duró siete horas. Un fenómeno similar fue observado
por el capitán de otro navío británico, el Leander, quien, sin embargo, aseguró
que las luces se remontaron en las alturas hasta desvanecerse en la distancia.
Al cabo de once años justos, es decir, un 24 de febrero, la tripulación del
barco americano Supply vió tres objetos de distintos tamaños, pero los tres
"globulares", que también se movían hacia arriba "al
unísono" y que, al parecer, no obedecían a las "leyes físicas de esta
tierra y del aire". Mientras tanto, una luz globular análoga fue vista por
los viajeros de un tren cerca de Trenton, Missouri; según informó el empleado
de Correos del tren a la Monthly Weather Review, en su número de agosto de,
1898, la luz apareció durante una tormenta y, a pesar del fortísimo viento de
levante, que soplaba en ese momento, acompañó sin esfuerzo aparente al tren,
que iba en dirección norte, y se mantuvo a su misma velocidad hasta que, de
pronto, al llegar a las proximidades de un villorrio de Iowa, desapareció. En
1920, durante un verano excepcionalmente caluroso, dos jóvenes que paseaban por
un puente del río Wisconsin, en la localidad de Sac Prairie, a cosa de las diez
de la noche, vieron un singular cúmulo de luces cruzando el cielo meridional de
Este a Oeste, aproximadamente desde la estrella Antarés hasta los alrededores
de la estrella Arturo, el cual cúmulo de luces fue atravesado por una
"bola de luz negra, redonda a veces, otras ovaladas y en ocasiones con
forma de rombo"; las luces permanecieron hasta que este lejano objeto las
recorrió de parte a parte por completo." ¿No le recuerda nada todo esto?
-La garganta se me había ido quedando seca por el impacto de una creciente
convicción.
-Pues que uno de los Grandes
primordiales se manifiesta como "un cúmulo de esferas iridiscentes".
-Exactamente. No es que yo defienda que
ésta es la explicación de los hechos. Es que, si no, nos vemos obligados otra
vez a aceptar casualidades en lugar de explicaciones. Las descripciones de los
Grandes Primordiales datan de muchos siglos antes que se produjeran los fenómenos
aislados que acabo de ponerle de ejemplo, que han ocurrido durante los últimos
treinta años. Permítame ahora, para terminar, ilustrarle el tema de las
desapariciones misteriosas, excluyendo desapariciones voluntarias, aviones
perdidos y casos similares.
Dorothy Arnold, por ejemplo. Desapareció
el 12 de diciembre de 1910 entre la Quinta Avenida y la entrada a Central Park
que hay en la Calle Setenta y Nueve. Sin ningún motivo. Nunca ha sido vista de
nuevo ni se pidió rescate por ella ni nadie heredó nada.
De igual modo, el Cornhill Magazine
recoge la desaparición de un tal Benjamin Bathurst, representante del Gobierno
británico en la corte del emperador Francisco José, en Viena. En compañía de su
criado y su secretario, se detuvo en Perlberg, Alemania, para examinar los
caballos que iba a utilizar. Se fue detrás de los caballos y desapareció. Nunca
más se volvió a saber de Bathurst. De entre todas las desapariciones
misteriosas ocurridas en Londres entre 1907 y 1913, hubo tres mil doscientas
sesenta personas de las que no se volvió a tener la menor noticia. Un joven,
empleado en las oficinas de una fábrica de Battle Creeg, Michigan, salió de la
oficina para ir a la fábrica y nunca llegó. Desapareció. El Chicago Tribune del
5 de enero de 1900 recoge el caso de este joven, Sherman Church. Nunca se
volvió a saber más de él.
Ambrose Bierce desapareció en México, y
esto resulta aún más siniestro, pues Bierce había aludido alguna vez a Carcosa
y a Hali. Se dijo que murió luchando contra las tropas de Pancho Villa, pero
cuando desapareció tenía más de setenta años y estaba prácticamente inválido.
Nunca se ha vuelto a oír nada de Bierce. Esto sucedió en 1913. En 1920, Leonard
Wadham, que estaba dando un paseo por su barrio, en el sur de Londres, sufrió
una brusca interrupción del curso normal de sus percepciones y de pronto se
encontró en una carretera, cerca de Dunstable, a unas treinta millas de su
barrio.
Pero no hay que irse tan lejos. Aquí
mismo, en Arkham, Massachussetts, en septiembre de 1915, el profesor Laban Shrewsbury,
de 93 Curwen Street, desapareció total y absolutamente mientras daba un paseo
por las afueras de Arkham. Parece posible que él se temiera algo, pues entre
sus papeles dejó la disposición de que su casa debía mantenerse intacta y
cerrada durante un período de treinta años por lo menos. Ningún motivo, ninguna
pista. Pero es muy significativo que el Profesor Shrewsbury fuera el único en
Nueva Inglaterra que sabía más que yo de estos asuntos que ahora nos ocupan,
así como de disciplinas afines, terrestres y astronómicas. ¿Qué le parece todo
esto? Estos ejemplos que le acabo de dar son como de uno entre un millón si se
comparan con el número total de casos análogos conocidos.
Después de tomarme el tiempo necesario
para asimilar esta serie de hechos curiosos tan rápidamente narrada, pregunté:
-Admitiendo que los datos contenidos en estos libros raros expliquen los
sucesos que han tenido lugar en estos alrededores durante los últimos
doscientos años y pico, ¿quién es esa entidad que acecha junto al umbral, dando
por sentado que la entrada en cuestión es la abertura del techo de la torre?
-No lo sé.
-Pero seguramente lo sospecha.
-Oh, sí. Le sugiero que eche otra ojeada
a ese extraño documento titulado De las malignas brujerías llevadas a cabo en
Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana. Vea usted que allí se hace
referencia a "cierto Richard Billington" que "construyó en los
bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al Diablo
(...) y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas
Escrituras". Parece claro que se trata del círculo de piedras que rodea la
torre del Bosque de Billington. Ahora bien, el documento sugiere que Billington
temía a una "Cosa" que él mismo había "invocado de Noche" y
que había terminado por devorarle, pero no nos ofrece ninguna prueba
concluyente de que las cosas hayan sucedido así. El mago indio Misquamacus
había "hechizado al Demonio", encerrándolo en un pozo excavado en el
centro del círculo de piedras de Billington, "y lo habían cubierto
con"... Aquí vienen unas palabras ilegibles que probablemente son
"una piedra" o "una losa" sobre la cual habían (y aquí
volvemos otra vez al texto) "labrado el que denominamos Signo
Ancestral". A ese "Demonio" lo llamaban Ossadagowah, y explicaban
que era "hijo de Sadogowah", nombre que inmediatamente le recuerda a
uno el de una de las entidades menos conocidas de los mitos que hemos estado
examinando: me refiero a Tsathoggua. a veces conocido como Zhothagguah o
Sodagui, al que se describe como no antropomórfico, negro, proteiforme, cuyos
orígenes, se remontan a la noche de los tiempos y que ha sido adorado desde la
más remota antigüedad. Pero la descripción que de él da Misquamacus no coincide
con la habitualmente aceptada. El lo describe "diciendo que a veces es
pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y
otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de
Serpientes". Esta descripción del rostro podría convenir a Cthulhu, pero
las manifestaciones de Cthulhu suelen ir vinculadas a parajes acuáticos,
especialmente al mar, por supuesto, o, por lo menos, a lugares con más agua que
la que puedan ofrecer los pequeños afluentes del Miskatonic. Sin embargo, esa
descripción también podría convenir a Nyarlathotep, y aquí ya parece que nos
acercamos algo más a nuestro objetivo. Es evidente que Misquamacus cometió un
error de identificación, y también se equivocó en cuanto al destino de Richard
Billington, pues yo creo que hay base para suponer que Richard Billington salió
al Exterior por la famosa abertura a cuyo umbral tan especialmente alude Alijah
en las instrucciones que deja a sus herederos. Y esa base se encuentra en el
libro de su antepasado de usted. Alijah lo sabía también: que Richard había
regresado con otra forma, manteniendo cierto tipo de comercio con la humanidad.
Además, ya lo dicen las leyendas de Dunwich, y se supone que sus habitantes
debían estar más o menos al tanto de las creencias y de los ritos que
practicaba Richard Billington, pues él mismo había iniciado e instruido a los
antepasados de ellas. En el manuscrito de Bates figuran los solapados
comentarios de Mrs. Bishop sobre el "Maestro". Pero, para Mrs.
Bishop, el "Maestro" no era Alijah Billington. Esto resalta con toda
evidencia en los documentos de que disponemos, e incluso en el propio
manuscrito de Bates, antes de su conversación con Mrs. Bishop. Pero lo que ésta
dice está clarísimo. Fíjese: "Alijah Lo dejó encerrado y también dejó
encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver
después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus sí lo
sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle,
pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately y llevó
una cara de Doten y llevó una cara de Giles y llevó una cara de Corey, y se
sentó entre los Whately y entre los Doten y entre los Giles y entre los Corey,
y nadie le tomó sino por Whately o por Doten o por Giles o por Corey, y comió
entre ellos y durmió entre ellos y caminó y habló con ellos, pero tan poderoso
era en su Exterioridad que aquellos de quienes se apoderó, pronto se
debilitaron y murieron, pues ninguno fue capaz de contenerle. Sólo Alijah fue
más listo que el Maestro, ¡ ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya
hacía más de cien años que el Maestro había muerto." ¿No le dice esto nada
a usted? - No. Es completamente incomprensible.
- Muy bien. No debería serlo, pero todos
estamos atados en mayor o menor grado por unos hábitos mentales basados en lo
que parece lógico y racional a la luz de nuestros conocimientos. Richard
Billington salió por la abertura que él mismo había practicado, pero regresó
por otra, abierta probablemente a consecuencia de algún experimento similar a
los de Jonathan Bishop. Tomó posesión de diversas personas; es decir, penetró
en ellas, pero su existencia en el Exterior le había mutado ya y uno, por lo
menos, de los resultados de su estancia entre nosotros bajo esta forma
secundaria ha sido recogido en el libro de su antepasado, cuando refiere lo que
dio a luz la Dama Doten en la Candelaria del año 1787: una criatura que
"no era Bestia ni Hombre, sino una especie de Murciélago con rostro
humano. No emitía sonido alguno, pero lo miraba todo con ojos funestos. Había,
sin embargo, quienes aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un
fallecido de antiguo llamado Richard Bellingham o Bollinhan" (que
naturalmente es Richard Billington), "de quien se afirma que desapareció
por completo tras asociarse con Demonios en la comarca de Nuevo Dunnich".
Ya es suficiente. Es, pues, de suponer que Richard Billington, en forma física
o psíquica, siguió morando en la comarca de Dunwich, lo que sin duda explica su
participación en los horrores engendrados en dicha zona. Me refiero a esas
espantosas mutaciones que tan apresuradamente han sido catalogadas como signos
de "decadencia" o "degeneración" físicas. Y allí ha
permanecido durante más de un siglo. En pocas palabras, hasta que la casa del
Bosque de Billington ha vuelto a ser ocupada por un miembro de la familia. A
partir de ese momento, la fuerza que había sido Richard Billington, es decir,
el "Maestro" de que hablan Mrs. Bishop y las leyendas de Dunwich,
empezó a actuar de nuevo sobre la primitiva abertura a fin de volver a ponerla
en funcionamiento. Es muy probable que fuera por sugerencia de esa entidad
exterior al mundo que era Richard Billington, por lo que Alijah se puso a
estudiar los textos antiguos, los documentos y los libros y terminó por
restaurar el círculo de piedras y construir la torre. Para esto último debió
utilizar algunas piedras del círculo, lo que explicaría la mayor antigüedad de
una parte de la torre. Luego, naturalmente, quitó el bloque de piedra gris
donde estaba tallado el Signo Ancestral, igual que Dewart y el ayudante indio
que se había buscado persuadieron a Bates, hace sólo unos días, de que se lo
llevara de allí. Con esto quedó restaurada la abertura y comenzó un conflicto
extraño y sin duda memorable si hubiera quedado de él constancia escrita. En efecto,
Richard Billington, una vez cumplido su objetivo, inició la segunda fase del
proyecto, que consistía en reanudar su interrumpida existencia en este mundo,
en su propia casa además y en la persona de Alijah. Pero, desgraciadamente para
él, Alijah no se había contentado con llevar a cabo el primer objetivo de
Richard, sino que había seguido estudiando y se había procurado nuevas partes
del Necronomicon, que empezó a utilizar por su cuenta. Así fue cómo invocó a
algunos de los Seres del Exterior, a los que permitió asolar la comarca de
Dunwich a su gusto. Hasta que por fin tuvo el incidente que conocemos con
Phillips y Druven, y por si esto fuera poco, se dio cuenta además de cuáles
eran las verdaderas intenciones de Richard Billington. Por consiguiente, envió
de nuevo al Exterior al Ser o Seres que había invocado, así como también, con
toda probabilidad, a esa Fuerza que había sido su antepasado. Luego volvió a
sellar la abertura con la piedra que lleva el Signo Ancestral y se marchó,
dejando tras de sí una serie de instrucciones inexplicables. Pero algo quedó de
Richard Billington, algo permaneció allí del Maestro; lo bastante para poder
cumplir sus propósitos otro siglo después.
-¿Entonces la influencia que opera en
aquellos parajes es de Richard Billington y no la de Alijah? -Sin ninguna duda.
Además, tenemos indicios muy significativos de que es así. Para empezar, el
Billington que desapareció sin que volviera a saberse de él fue Richard y no
Alijah, que murió en Inglaterra de muerte natural. También está el conflicto
que Bates tomó erróneamente por una escisión de la personalidad de su primo y
que no era sino la voluntad de Richard, que se iba imponiendo a la de Dewart.
Finalmente queda una pequeña manifestación que resulta plenamente concluyente.
Richard Billington habla mantenido tan estrecha relación con los del Exterior
que se hallaba sometido a las mismas limitaciones que ellos en su dimensión, es
decir, en pocas palabras, al Signo Ancestral. Ya recordará usted que, al día
siguiente de la noche en que apareció aquel enigmático indio, Dewart requirió
la ayuda de Bates para transportar y enterar la piedra marcada con el Signo
Ancestral. Dewart desafió a Bates a que no era capaz de llevarla él solo y
Bates la llevó. Observe que ni Dewart ni el indio movieron un dedo para
ayudarle. En suma: no tocaron la piedra porque no se atrevían. Y es que Ambrose
Dewart ya no es Ambrose Dewart. Es Richard Billington. Y este indio, que
también se llama Quamis, es aquel mismo que ayudaba a Alijah en tiempos de éste
y el que un siglo antes, en su propia época, había servido a Richard, que
ahora, llamado por su Maestro, ha regresado otra vez de los terribles y
blasfemos Espacios Exteriores para reanudar los horrores iniciados hace más de
doscientos años. Y si no interpreto mal los signos, vamos a tener que actuar
rápida y urgentemente para evitar y frustrar sus propósitos. Sin duda Stephen
Bates tendrá cosas nuevas que contarnos dentro de tres días, cuando pase por
aquí de regreso a Boston. ¡Si es que se lo permiten! El presentimiento de mi
jefe se cumplió en bastante menos de tres días.
La desaparición de Stephen Bates no se
anunció públicamente. Nos enteramos por un trozo de papel que nos trajo un
cartero rural. Según nos dijo, lo había encontrado en la carretera del Aylesbury
Pike y, como parecía ir dirigido al doctor Lapham, lo había traído consigo para
entregárselo a mi jefe. El doctor Lapham leyó el papel en silencio y luego me
lo pasó a mí. Parecía haber sido garrapateado a toda prisa y, en algunos
puntos, la punta del lápiz había perforado el papel, como si, para escribir, lo
hubieran apoyado en la rodilla o en un tronco de árbol.
Doctor Lapham. Univ. Misk.- Bates. LO ha enviado tras de mí. Me libré la
primera vez, pero sé que me cogerá. Primero los soles y las estrellas. Luego el
olor. ¡Dios mío, qué olor! Como algo que lleva quemándose mucho tiempo. Salí
corriendo al ver luces sobrenaturales. Sali a la carretera. Oí que venía detrás
de mí como el viento entre los árboles. Luego el olor. Y el sol estalló y la
Cosa apareció en mil fragmentos QUE SE UNIERON EN UN TODO. ¡Dios mío! No
puedo...
No había más.
- Es demasiado tarde para salvar a
Bates, no cabe duda - dijo el doctor Lapham- . Y espero que no nos encontremos
con el que iba tras él, porque lo que es contra ése no tenemos ningún poder.
Nuestra única posibilidad es echar mano a Billington y al indio mientras la
Cosa está en el Exterior, pues no puede venir si no es invocada.
Abrió un cajón de la mesa mientras
hablaba y sacó de él dos brazaletes de cuero o muñequeras que al principio me
parecieron relojes de pulsera, pero que luego resultaron ser unas correas que
llevaban sujeta una piedra gris ovalada en cuya superficie había tallado un
curioso dibujo: una tosca estrella de cinco puntas, en el centro de la cual se veía
como una especie de pilar de llamas enmarcado por un rombo partido. Me entregó
una a mí y él se puso la otra en la muñeca.
- ¿Y ahora? - pregunté.
-Vamos a ir a esa casa y preguntar por
Bates. Puede ser peligroso.
Esperaba que yo protestara, pero no dije
nada. Seguí su ejemplo y me puse la correa que me había entregado. Luego abrí
la puerta y le cedí el paso.
En la Casa Billington no había señales
de vida. Varias ventanas tenían los postigos cerrados y, a pesar del frío, no
salía ningún humo de la chimenea. Dejamos el coche en el camino, delante de la
puerta principal de la casa, cruzamos una especie de atrio pavimentado con
grandes losas de piedra y llamamos con los nudillos en la puerta. No hubo
respuesta. Volvimos a llamar más fuerte y, cuando repetíamos la llamada por
tercera vez, la puerta se abrió sin previo aviso y nos vimos con un hombre de
mediana estatura, nariz aquilina y una mata llameante de cabello rojo. Tenía la
piel muy tostada, casi de color marrón, y unos ojos agudos y suspicaces. Mi jefe
se presentó inmediatamente.
-Buscamos a Mr. Stephen Bates y tenemos
entendido que vive aquí.
- Lo siento, pero ya no está. El otro
día se fue a Boston, que es donde vive habitualmente.
- ¿Puede usted darme sus señas? -Randle
Place, número 17.
-Muchas gracias, caballero - dijo el
doctor Lapham, y le dio la mano.
Un tanto sorprendido por esta cortesía
innecesaria, Dewart extendió la suya para estrechársela, pero apenas sus dedos
rozaron los de mi jefe, lanzó un grito ronco y retrocedió de un salto, agarrándose
con una mano al marco de la puerta. Su rostro sufrió una terrible
transformación; la expresión de suspicacia se mudó en odio inexpresable y furor
impotente, y en el fondo de sus ojos brilló una chispa de comprensión. Sólo
permaneció así durante un instante. Luego se retiró y cerró la puerta de un
portazo.
De alguna manera había captado la
presencia del extraño brazalete que llevaba el doctor Lapham.
Este, con calma imperturbable, regresó
al coche. Cuando me metí detrás del volante, vi que estaba consultando su reloj
de pulsera.
-Ya es media tarde. No nos queda mucho
tiempo. Espero que esta misma noche vaya a la torre.
-Esto ha sido como si le hubiera avisado
de que vamos por él. ¿Por qué? ¿No habría sido mejor que no supiera nada de
nosotros? -No hay razón para que no sepa nada de nosotros. Al contrario, es
mejor que lo sepa. Pero no perdamos tiempo en hablar. Tenemos mucho que hacer
antes de que anochezca, pues para entonces quiero que estemos aquí de vuelta. Y
tenemos que ir a Arkham por unas cosas que vamos a necesitar esta noche.
Media hora antes de que se pusiera el
sol íbamos caminando por el Bosque de Billington, adentrándonos desde el
extremo occidental de la propiedad, por donde no podían vernos desde la casa.
En la espesura del bosque ya reinaba una luz crepuscular y los matorrales
dificultaban nuestra marcha, pues íbamos muy cargados. El doctor Lapham no
había olvidado nada. Llevábamos palas, linternas, cemento, un bidón de agua,
una pesada palanca de hierro y otros útiles parecidos. Además, el doctor Lapham
se había provisto de una curiosa pistola antigua que disparaba balas de plata y
llevaba el plano que nos había dibujado Bates del sitio donde había enterrado
el bloque de piedra gris que llevaba grabado el Signo Ancestral.
Para evitar conversaciones innecesarias
en el bosque, el doctor Lapham habla explicado que, a su juicio, Dewart -es
decir, Billington- y acaso también el indio Quamis se personarían en la torre
en cuanto cayera la noche para llevar a cabo sus infernales prácticas. Hasta ese
momento lo teníamos todo previsto de antemano. Sin perder un segundo teníamos
que recuperar la losa de piedra, mezclar el cemento y tenerlo todo a punto. Lo
que sucediera después dependía del doctor Lapham, que me había dado órdenes
severísimas de obedecer al instante lo que me mandara sin hacer preguntas ni
interferir en sus acciones. Yo se lo había prometido, pero me sentía Heno de
terroríficos presentimientos.
Por fin llegamos a las cercanías de la
torre y el doctor Lapham descubrió rápidamente el lugar donde Bates habla
enterrado la piedra que llevaba grabado el sello. La desenterró con facilidad
mientras yo mezclaba el cemento, y no mucho después de la puesta del sol ya
estábamos preparados para empezar nuestra larga vigilia y espera. El crepúsculo
dio paso a la noche, y de la dirección del pantano, al este de la torre, nos
vino el latido demoniaco del coro de batracios. Por encima de la zona
encharcada, una constante vibración de luces vacilantes delataba la presencia
de miríadas de luciérnagas, cuyos resplandores blancos y verdosos parecían a
veces como una insólita aurora boreal. En todo el bosque a nuestro alrededor, y
al unísono con las voces y las luces, los chotacabras empezaron a cantar una
cadencia extraña y ultrarerrena.
Están cerca. Ellos -susurró mi jefe,
ominosamente.
Las voces de aves y ranas alcanzaron una
espantosa intensidad, batiendo un ritmo loco en la noche, latiendo con un
clamor infernal que creí que no iba a poder soportar. En el momento en que el
coro de voces alcanzaba el paroxismo sonoro, sentí que el doctor Lapham me
tocaba en el brazo y supe, sin necesidad de palabras, que Ambrose Dewart y
Quamis se acercaban.
De lo que sucedió durante el resto de
aquella noche apenas me siento capaz de escribir con objetividad, a pesar de
los muchos años transcurridos y de que, desde entonces, la campiña de Arkham ha
vuelto a disfrutar de una paz y una libertad que no había conocido durante más
de dos siglos. Los acontecimientos comenzaron con la aparición de Dewart, o,
mejor dicho, de Billington con la apariencia de Dewart, en la abertura de la
cúpula de la torre. El doctor Lapham había escogido acertadamente nuestro
escondrijo; desde él, a través del follaje, distinguíamos perfectamente todo el
marco de la abertura, y allí apareció de pronto la figura de Ambrose Dewart.
Casi al instante comenzó a fluir de entre sus labios una voz extraña y terrible
que profería palabras y sonidos primordiales. Tenía la cabeza alzada hacia las
estrellas. Su mirada y sus palabras se dirigían al espacio exterior. Las
palabras nos llegaron con nitidez, a pesar del estruendo de las ranas y los
chotacabras.
-Iä! Iä! N'ghaa, nn'ghai-ghai! lii! Iä!
N'ghai, n-yah, n-yah, shoggog, phthaghn! Iä! Iä! Y-hah, y-nyah, y-nyah! N'ghaa,
n'nghai, waf'l phthaghn. -Yog-Sothoth! YogSothoth!
Comenzó a soplar un viento entre los
árboles, un viento que venia de arriba, y el aire se tomó helado, mientras las
voces de las ranas y los chotacabras y el revoloteo de las luciérnagas
aceleraban su ritmo. Me volví alarmado hacia el doctor Lapham, justo a tiempo
de verle apuntar cuidadosamente con su arma y hacer fuego.
Giré velozmente la cabeza. Dewart
recibió el balazo y retrocedió, pero tropezó con el marco de la abertura y cayó
hacia adelante, de cabeza al suelo. Al instante apareció en la abertura el
indio Quamis, que continuó furiosamente el ritual iniciado por Billington.
-Iä! Iä! Yog-Sothoth! Ossadogowah! El segundo disparo del doctor Lapham
alcanzó al indio, que no cayó, sino que pareció desmoronarse sobre si mismo.
- Ahora, pues - dijo mi jefe con voz
fría e inflexible-, pongamos de nuevo en su sitio el bloque de piedra.
Yo cogí la piedra y él me siguió con el
cemento, envueltos en la demoníaca pulsación rítmica de las ranas y los
chotacabras. Corrimos a la torre sin preocuparnos de la maleza, pues el viento
aumentaba en intensidad y el aire se congelaba por momentos. Mirando hacia
arriba desde dentro de la torre vimos las estrellas a través de la abertura:
las estrellas y -horror de los horrores- algo más.
Ignoro cómo pudimos llegar al final de
aquella noche inolvidable con el recuerdo de aquel horror grabado en el ojo de
la mente. Sólo tengo vagas reminiscencias de que sellamos la abertura, de que
enterramos los restos mortales de Ambrose Dewart, libre por fin en la muerte de
la maligna posesión de Richard Billington, de que el doctor Lapham me aseguró
que la desaparición de Dewart sería achacada a las mismas causas misteriosas
que motivaron las demás, si bien en este caso esperarían en vano la reaparición
de su cuerpo... Recuerdo que lo único que quedaba de Quamis era un polvo
impalpable, pues, como dijo el doctor Lapham, llevaba muerto "más de dos
siglos" y sólo mantenía una apariencia de vida gracias a los malignos
poderes de Richard Billington. También conservo vagas imágenes de la destrucción
del círculo de piedras y del hundimiento de la propia torre, que quedó
sepultada en tierra desde abajo, de modo que la temida piedra gris con el Signo
Ancestral permaneció en su sitio al descender a las entrañas de la tierra. Sé
que en esa misma tierra descubrimos, a la luz de la linterna, extrañas
osamentas que se remontaban a los tiempos de aquel antiguo mago Misquamacus,
jefe de los Wampanaug, y que la magnífica vidriera del despacho quedó
completamente destruida. Nos llevamos algunos libros y documentos valiosos para
depositarlos en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic, recogimos todas
nuestras cosas, lo cargamos todo en el coche y huimos hasta el alba. De todo
esto, como digo, sólo me quedan vaguísimos recuerdos. Sólo sé que sucedió, pues
algún tiempo después me obligué a visitar aquella islita que en tiempos pasados
existiera en el centro del Misquamacus - como se llamaba aquel riachuelo en
tiempos de Richard Billington y como lo había llamado, sin saberlo, la lengua
poseída de Ambrose Dewart- y vi que, no quedaban ni rastros de la torre ni del
círculo de piedras. Nada quedaba del Espacio de Dagón ni de Ossadogowah ni de
aquella espantosa Criatura del Exterior que acechaba en el umbral, esperando a
que la invocaran.
De todo esto sólo me quedan recuerdos
vagos y fragmentarios por culpa de lo que vi enmarcado en aquella abertura por
donde sólo había esperado ver estrellas. Un olor nauseabundo se derramaba desde
el Exterior y lo que vi no eran estrellas, sino soles, los soles que vio Stephen
Bates en sus últimos momentos: grandes esferas de luz que se aglomeraban al
otro lado de la abertura, de las cuales las más próximas se apartaron para
dejar paso a una especie de protoplasma negro que fluía y confluía para dar
forma a aquel horror espantoso e inconcebible venido del espacio exterior, a
aquel engendro nacido del vacío sin forma de los tiempos primigenios, a aquel
monstruo amorfo y con tentáculos que acechaba en el umbral, cuya máscara era un
cúmulo de esferas iridiscentes: ¡el maligno Yog-Sothoth, que hierve para
siempre como el limo primordial en el caos nuclear de los orígenes, más allá de
los últimos indicios del espacio y el tiempo.
Fin
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