El Sabueso
Howard Phillips Lovecraft
En mis torturados oídos resuenan incesantemente un
chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un
gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que
son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas
misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por
qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la
tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e
interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de
la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que
atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un
mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden
rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos
los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro
insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los
prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba
vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes,
y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo
de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse
pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los
estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras
«personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo
eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de
desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los
saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes
expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que
adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St.
John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego,
increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos
reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas
sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes
demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas
una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían
llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces
el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos
funerales en un imaginario templo oriental, y a veces —¡cómo me estremezco al
recordarlo!— la espantosa fetidez de una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia
había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían
una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno
taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más
antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las
formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían
encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas
cabecitas doradas de niños recién enterrados.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos
y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado,
encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a
Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos
instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John
y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez;
y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de
objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca
de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el
valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.
Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos
nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el
punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente
bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo,
estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la
forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un
minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una
torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante
sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra.
Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e
insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el
maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible
cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien
que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un
saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un
poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna
otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los
grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el
descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que
volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con
un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban
como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a
vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa
nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste
aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver ni situar de un
modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los
campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado
hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de
un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras
azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la
pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los
murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos
olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido cuya existencia
objetiva apenas podíamos estar seguros.
Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia
dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era
increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y
regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho —sorprendentemente mucho— era lo que quedaba del
cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque
aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había
producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos
sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las
cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el
ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del
cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un
rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en
un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente
repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base
llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos
identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un
grotesco y formidable cráneo.
En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que
debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el
caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado,
pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta que nos parecía algo familiar. En
realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y
equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el
prohibido Necronomicon del
árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de
cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún
trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo
árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las
almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una
última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba,
volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos
apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St.
John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba
que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento.
Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia
cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto
holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano
aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente,
y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a
Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como
reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua
mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra
puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que
parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las
puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta
baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo
voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna
brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de
la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y
empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el
leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El
amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces
encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de
sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las
simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en
la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John le invité a
entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había
nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una
absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma
noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en
una espantosa realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el
museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera
secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro
temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad que nuestra
extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos
acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una
extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una
rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel
momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos
enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más
negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos
habían sido proferidos en idioma
holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente
horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos
ateníamos a la teoría que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de
excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de
nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante
fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para
ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la
presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche
aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible.
El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la
biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de
describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes
murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.
El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre,
cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del
ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus
gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al
terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga
forma negra siluetada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no
pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:
—El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa
inerte de carne lacerada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros
descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que
él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos
el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me
atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que
volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo.
No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí
temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día
siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y
enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches
oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños
ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el
Victoria Embankment, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de
las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en
aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme
a mí.
Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de
jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el
objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a
intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo
que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran
preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel
antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el
moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con
el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la
desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me
habían despojado de aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la
mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre
de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una
familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún
rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e
insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una
pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas
inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas
losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la
brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y
frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me
acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los
murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para
rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco
esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis
motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y
parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó
mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me
encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío
cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con
un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la
enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de
enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo
habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto
entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo,
mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos
ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si
se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un
sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus
sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr;
gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de
risa histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y
colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de
murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial...
Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el
maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el
olvido, mi único refugio contra lo desconocido.
Fin
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