Hasta en los Mares
H.P. Lovecraft & H. Barlow
(Este relato es de H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con H. Barlow..., el único trabajo tildando puramente hacía la Ciencia Ficción de estilo Post Apocalíptico)
El hombre descansaba sobre la erosionada cima
de un risco, oteando más allá del valle.
Desde allí podía ver una gran distancia, pero en toda la marchita
extensión no había ningún movimiento visible.
Nada se agitaba en la polvorienta llanura ni en la desmenuzada arena de
los lechos de ríos desecados mucho tiempo atrás, por donde una vez fluyeran los
caudalosas corrientes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en aquel mundo terminal,
aquel capítulo final de la prolongada presencia de la humanidad sobre el
planeta. Durante incontables eones, la
sequía y las tormentas de arena habían asolado todas las tierras. Los árboles arbustos habían dado paso a
pequeños y retorcidos matorrales que subsistieron largo tiempo merced a su
fortaleza: pero ellos, a su vez, perecieron ante la embestida de toscas hierbas
y fibrosa y dura vegetación de extraña evolución.
El omnipresente calor, creciente según la
Tierra giraba más próxima al Sol, marchitó y mató con rayos
inmisericordes. No había sucedido
repentinamente, transcurrieron largos eones antes de que pudiera sentirse el
cambio. Y, a lo largo de esas primeras
eras, la adaptable forma del hombre había seguido una lenta mutación,
moderándose a sí mismo para soportar el progresivamente tórrido aire. Luego llegó el día en que el hombre pudo
aguantar en sus calurosas ciudades, aunque enfermo, y comenzó el gradual
retroceso, lento pero imparable.
Aquellas ciudades y poblaciones cercanas al ecuador fueron las primeras,
por supuesto, pero después fueron seguidas por otras. El hombre, degenerado y exhausto, no pudo
hacer frente durante mucho tiempo al calor que ascendía inexorablemente. Se consumía, y la evolución era demasiado
lenta para dotarle de nuevas resistencias.
Aunque no bruscamente, las grandes ciudades
del ecuador fueron las primeras en ser abandonadas a merced de la araña y el
escorpión. En los primeros años hubo
muchos que resistieron, ideando curiosos escudos y armaduras contra el calor y
la mortífera sequedad. Esas almas
intrépidas, reforzando algunos edificios contra el sol implacable, crearon
mundos refugio en miniatura en cuyo interior no era necesaria la armadura
protectora. inventaron maravillosos ingenios, de forma que unos pocos hombres
continuaron en las oxidadas torres, esperando así aguantar en las antiguas
tierras hasta que terminara la sequía.
Ya que muchos no quisieron creer cuanto decían los astrónomos y
aguardaban la vuelta del viejo mundo.
Pero un día, los hombres de Dath, en la nueva ciudad de Niyara, hicieron
señales a Yuanario, su capital de antigüedad inmemorial, y no recibieron
ninguna respuesta de los pocos que permanecían en su interior. Y cuando los exploradores llegaron a la
milenario ciudad de torres enlazadas por puentes encontraron sólo
silencio. No había ni siquiera el horror
de la corrupción, ya que los lagartos carroñeros habían sido diligentes.
Sólo entonces la gente comprendió plenamente
que aquellas ciudades estaban perdidas para ellos y supieron que debían
abandonarlas por siempre a la naturaleza.
Los otros colonizadores de las tierras cálidas huyeron de sus
arriesgadas posiciones, y el silencio total reinó entre los altos muros de
basalto de un millar de torres vacías.
De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del pasado no
quedó finalmente nada. Entonces, allí se
alzaron, contra los desiertos sin lluvia, las ahuecadas torres de hogares
vacíos, factorías y estructuras de todas clases, reflejando la deslumbrante
radiación del sol y agostándose bajo el cada vez más intolerable calor.
Muchas tierras, sin embargo, habían escapado
aún a la plaga abrasadora, por lo que pronto los refugiados fueron absorbidos
en la vida de un nuevo mundo. Durante
siglos extrañamente prósperos, las blanqueadas ciudades desiertas del ecuador
fueron medio olvidadas y adornadas con fantásticas fábulas. Hubopocos pensamientos sobre aquellas torres
espectrales en ruinas... aquellos montones de muros gastados y invadidas por
cactos, oscuramente silenciosas y abandonadas.
Hubo guerras, devastadoras y prolongadas, aunque los tiempos de paz fueron
mayores. Pero siempre el henchido sol aumentaba su emisión según la Tierra
giraba más próxima a su progenitor. Era como si el planeta pensara volver a la
fuente de donde brotó, eones atrás, merced a un cataclismo de dimensiones
cósmicas. Tras un tiempo, el desastre reptó más allá del cinturón central. El sur de Yarat se convirtió en un árido
desierto... y luego el norte. En Perath
y Baling, cuyas antiguas ciudades fueron habitadas durante incontables siglos,
tan sólo se movían las escamosas formas de la serpiente y la salamandra, y en
la última Loton sólo se escuchaba las esporádicas caídas de las tambaleantes
torres y las desmoronadas cúpulas.
El gran desahucio del hombre de los dominios
que siempre conocieran tuvo lugar lenta, universal e inexorablemente. Ninguna tierra en el interior del creciente y
destructor cinturón se libró. Fue una
épica, una titánica tragedia cuya trama no fue revelada a los actores: el total
abandono de las ciudades del hombre. No
llevó siglos ni eras, sino milenios de crueles cambios. Y aún continuaba... sombría, inevitable,
brutalmente devastadora.
La agricultura se paralizó; rápidamente, el
mundo se volvió demasiado árido para las cosechas. Se remedió mediante sustitutos artificiales,
pronto universalmente empleados. Y
mientras los viejos lugares que habían conocido los grandes hechos de los
mortales eran abandonados, el botín rescatado por los fugitivos mermó más y
más. Objetos del mayor valor e
importancia quedaron olvidados en museos muertos -perdidos entre los siglos- y,
al fin, la herencia de un pasado inmemorial fue abandonada. La decadencia tanto física como cultural
surgió con el insidioso calor. Ya que
los hombres habían vivido tanto tiempo cómodos y seguros que este éxodo de
pasados escenarios fue difícil. Tales
sucesos no fueron recibidos Temáticamente, su misma lentitud era aterradora. La
degradación y el desastre fueron pronto comunes, los gobiernos se disolvieron y
las desamparadas civilizaciones se sumieron en la barbarie.
Luego, cuarenta y nueve siglos después de la
ruina del cinturón ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado y el
caos fue completo. No hubo trazas de
orden o decencia en las últimas escenas de esta titánica, atroz e impresionante
migración. Locura y frenesí acosaron a
todos, y los fanáticos portavoces de un Armaged6n estaban a la orden del día.
La humanidad se convirtió un lastimero
residuo de antiguas razas, un fugitivo no sólo de las condiciones imperantes,
sino también de su propia degeneración.
Aquellos que pudieron huyeron a las tierras del norte y el antártico, el
resto se sumió durante años en una increíble saturnalia, dudando vagamente de
la cercana tragedia. En la ciudad de
Borligo se llevó a cabo la total ejecución de los nuevos profetas, tras meses
de espera infructuosa. Pensaron que la
fuga a tierras del norte era innecesaria y no aguardaban el amenazador final.
Cómo perecieron debió ser terrible sin
duda... aquellas vanas y necias criaturas que pensaron desafiar al
universo. Pero las tiznadas y
chamuscadas torres son mudas...
Tales sucesos, no obstante, no deben ser registrados,
porque hay cosas más importantes para considerar que la lenta y total caída de
una civilización perdida. Durante un
largo periodo, la moral tuvo su punto más bajo entre los pocos valientes
asentados en las riberas del ártico y el antártico, tan templados como lo fuera
el sur de Yarat en tiempos muy
pretéritos. Pero aquello era sólo una prorrroga. El suelo era fértil, y las perdidas artes de
1ª ganadería fueron recobradas de nuevo.
Fue durante mucho tiempo
un tranquilo y pequeño epítome de las tierras perdidas, aunque no había ya inmensas multitudes ni
grandes edificios. Tan sólo el
diseminado remanente de humanidad superviviente a eones de cambios habitando
aquellas dispersas poblaciones de la tierra tardía.
Cuántos milenios duró esto, no se sabe. El sol era lento en invadir este último
refugio y, con el devenir de las eras, se desarrolló una raza fuerte y sana que
no guardaba memoria o leyendas de las viejas y perdidas tierras. Este nuevo pueblo efectuaba pocas
navegaciones, y las máquinas voladoras estaban totalmente olvidadas. Sus artefactos eran del tipo más simple, y su
cultura sencilla y primitiva. Aun así,
eran felices y aceptaban el caluroso clima como algo natural y acostumbrado.
Pero, desconocidos para aquellos sencillos campesinos,
aún mayores rigores de la naturaleza les estaban reservados. Mientras pasaban las generaciones, las aguas
del vasto e insondable océano fueron secándose lentamente, enriqueciendo el
aire y el reseco suelo, pero menguando más a cada siglo. El batiente oleaje aún relucía claro, y los
tornadizos remolinos permanecían, pero un destino de desecación pendía sobre la
total extensión de las aguas. No
obstante, la merma no podía ser detectada excepto mediante instrumentos más
delicados que los conocidos por la raza.
Aun descubriendo la gente esta contracción del océano, no es probable
que cundieran grandes alarmas o perturbaciones, ya que las pérdidas eran tan
ligeras y los mares tan grandes... sólo unos pocos centímetros durante muchos
siglos; pero en muchos siglos, e incrementándose...
Así desaparecieron por fin los océanos, y el
agua llegó a ser una rareza en el globo resecado por el ardiente sol. El hombre se había desparramado lentamente
por todas las tierras árticas y antárticas.
Las ciudades ecuatoriales, y muchas de las posteriores poblaciones,
estaban perdidas aun para las leyendas.
Había alteraciones de la paz a cada momento,
ya que el agua era escasa y sólo se encontraba en profundas cavernas. Incluso así, era bastante poca, y los hombres
morían en sedientos vagabundeas por lejanos lugares. Aunque tan lentos eran aquellos mortíferos
cambios que cada nueva generación era renuente a creer lo que oía de sus
padres. Nadie quería admitir que el
calor hubiera sido menor o el agua más abundante en los viejos tiempos, ni
guardarse del ardor resecante y agostador que estaba por llegar. Así fue hasta el final, cuando sólo unos
pocos centenares de humanos jadeaban en busca de aliento bajo el cruel sol: un
mísero puñado agrupado de los incontables millones que una vez moraran sobre el
sentenciado planeta.
Y los centenares disminuyeron aún más, hasta
que la humanidad se redujo a unas decenas.
Esas decenas se refugiaron junto a la menguante humedad de las cuevas y
supieron que el fin estaba cerca. Tan
pequeño era su radio de acción, que nadie había visto jamas las pequeñas
fabulosas áreas de hielo cercanas a los polos del planeta... si es que éstas
aún existían. incluso de haber sido así, y de haber sido conocidas por los
hombres, nadie podría haberlas alcanzado a través de los formidables desiertos
sin caminos. Y así el último y patético
resto disminuia...
No puede describirse esa espantosa cadena de sucesos
que despoblaron la Tierra entera, es demasiado tremendo para que nadie pueda
pintarlos o abarcarlos. Del pueblo de las eras afortunadas de la Tierra, miles
de millones de años atrás, sólo unos
pocos profetas y locos pudieron haber concebido lo que iba a suceder; pudieron
haber tenido visiones de las tierras silenciosas y muertas, y los lechos de los
mares totalmente vacíos. El resto habría
dudado... dudado tanto de la sombra de cambio sobre el planeta como de la
sombra de sentencia sobre la especie. Ya
que el hombre se ha considerado siempre como el amo inmortal de las cosas
naturales...
Cuando hubo aliviado los estertores
moribundos de la anciana, Ull lanzó una temerosa mirada a las deslumbrantes
arenas. Ella había sido un ser
espantoso, arrugado y deshidratado como una hoja marchita. Su rostro tenía el color de la enfermiza
hierba amarilla que se agostaba bajo el viento ardiente, y era espantosamente
vieja.’
Pero había sido una compañía, alguien con quien
compartir vagos temores, con quien hablar de cosas increíbles; un camarada con
el que compartir la esperanza de auxilio de esas otras silenciosas colonias más
allá de las montañas. No podía creer que
no viviera nadie en alguna otra parte, ya que Ull era joven y no tenía la
certidumbre de la anciana.
Durante muchos años no había conocido a nadie más que
la anciana: su nombre era Mladdna. Había
llegado el día de su undécimo cumpleaños, cuando los cazadores salieron a
buscar carne y no regresaron. Ull no
tenía madre que pudiera recordar, y había pocas mujeres en el grupo. Cuando los hombres desaparecieron, aquellas
tres mujeres, la joven y las dos viejas, habían gritado aterradas y gimoteado
durante mucho tiempo. -Luego la joven había enloquecido, dándose muerte con un
bastón afilado. Las ancianas la
enterraron en un agujero poco profundo excavado con sus propias uñas; así que
Ull estaba solo cuando llegó esta Mladdna, aún más vieja.
Ella caminaba con ayuda de un nudoso bastón,
una preciada reliquia de los viejos bosques, duro y pulido por los años de
uso. No dijo de dónde provenía, pero
renqueó hasta el interior mientras la joven suicida era enterrada. Allí aguardó hasta que volvieron las dos, y
éstas la aceptaron sin curiosidad.
Así fue durante muchas semanas, hasta que las
otras dos cayeron enfermas, y Mladdna no pudo curarlas. Extraño fue que aquellas dos, más jóvenes,
cayeran, mientras que ella, más débil y anciana, sobrevivió. Mladdna las había cuidado durante muchos
días, y por fin murieron, por lo que Ull quedó solo con la extranjera. Él gritó
toda la noche, hasta que ella acabó perdiendo la paciencia y le amenazó con
morir también. Entonces, oyéndola, se
calmó al fin, ya que no deseaba quedar en completa soledad. Tras eso, había vivido con Mladdna y ella desenterraba
raíces para comer.
La podrida dentadura de Mladdna estaba
demasiado enferma para roer la comida que encontraba, pero ellos la picaban
hasta que ella podía tomarla. Esta
fatigosa rutina de búsqueda y comida constituyó la infancia de Ull.
Ahora, a sus diecinueve años, era fuerte y firme, y la
anciana había muerto. No había nada que
le atara allí, por lo que se decidió por fin a buscar aquellas fabulosas
cabañas detrás de las montañas y vivir con aquel pueblo. Ull cerró la puerta de su choza -por qué, él
no pudo contestárselo, ya que no había allí animales desde hacía muchos años- y
dejó a la mujer muerta en su interior.
Medio deslumbrado, y aterrado ante su propia audacia, caminó durante
largas horas por las secas hierbas, hasta que por fin alcanzó las primeras
estribaciones de las colinas. El
atardecer llegó, y él trepó hasta que estuvo exhausto y se tumbó sobre la
hierba. Allí tendido, pensó en muchas
cosas. Se preguntó acerca de la vida
extranjera, apasionadamente ansioso de alcanzar la perdida colonia del otro
lado de las montañas, pero al fin se durmió.
Cuando despertó, había luz de estrellas en su rostro y
se sintió vigorizado. Ahora que el sol
se había ido por un tiempo, viajó más rápido y decidió apresurarse antes de que
la falta de agua se volviera insoportable.
No había llevado nada consigo, ya que el último pueblo, morando en un
lugar fijo y no teniendo ocasiones para acarrear su preciada agua, carecía de
recipientes de cualquier clase. Ull
deseaba alcanzar su meta antes de un día y escapar así de la sed, por eso se
apresuraba bajo el fulgor de las estrellas, corriendo a veces en la atmósfera
cálida y reduciendo a un paso ligero en otras ocasiones.
Prosiguió mientras el sol se elevaba, aunque
aún estaba en las pequeñas colinas con tres grandes picos alzándose al
frente. Bajo su sombra, descansó de
nuevo. Luego ascendió durante toda la
mañana, y a mediodía remontó el primer pico; allí se tumbó por un tiempo,
estudiando el espacio antes de la nueva etapa.
El hombre descansó sobre el borde erosionado
de un risco. Ante él pudo ver grandes
distancias, pero en toda la desértico extensión no había movimientos
visibles...
Llegó la segunda noche, y encontró a Ull
entre los rudos picos, con el valle y el lugar donde había descansado muy lejos
y abajo. Estaba cerca del segundo pico
ahora y aún se apresuraba. Alcanzó el
tercero aquel día, lamentando su locura.
Aunque no podía haber permanecido allí con el cadáver, solo en la
pradera. Trató de convencerse de esto y
se apresuró todavía hacia delante, cansadamente tenso.
Y por fin sólo hubo unos pocos pasos antes de
que el risco terminara, permitiéndole contemplar la tierra de más allá. Ull se tambaleó agotado por el camino rocoso,
cayendo y golpeándose aún más. Estaba
cerca, esa tierra donde los hombres rumoreaban que habían habitado, esa tierra
sobre la que había oído historias en su niñez.
El camino era largo, pero la recompensa grande. Una roca de gigantesco perímetro interrumpió
su Vista, y él la escaló ansiosamente.
Por fin pudo contemplar el sumido orbe de su tan ansiado destino, y sus
doloridos y sedientos músculos fueron olvidados cuando vio gozoso que una
pequeña aglomeración de construcciones pendía de la base del risco más lejano.
Ull no se detuvo, sino que, espoleado por lo
que vio, corrió, se tambaleó y se arrastró el kilómetro restante. Creyó detectar formas entre las rústicas
cabañas. El sol estaba a punto de
ponerse; el odioso, devastador sol que había acabado con la humanidad. No pudo vislumbrar detalles, pero pronto las
cabañas estuvieron cerca.
Eran muy viejas, de bloques arcillosos
consumidos por la perenne sequedad del mundo moribundo. Poco, en efecto, cambiaba excepto por los
seres vivientes: las hierbas y aquellos últimos hombres.
Ante él, una puerta abierta pendía de toscos
goznes. Bajo la luz moribunda Ull entró,
exhausto, buscando con avidez los ansiados rostros.
Luego se desplomó sobre el suelo y lloró a mares, ya
que sobre la mesa se apoyaba un reseco y antiguo esqueleto. Se levantó por fin,
enloquecido por la sed, insoportablemente dolorido y sufriendo las mayores
desilusiones que cualquier mortal pueda conocer. Era, pues, el último ser viviente sobre el
globo. Él, el heredero de la Tierra... todas las tierras, y todas igualmente
inútiles para él. Retrocedió
tambaleándose, sin mirar a la borrosa figura blanca bajo el reflejo de la luz
de la luna, y cruzó la puerta. Deambuló por el vacío poblado buscando agua e
inspeccionando con tristeza aquel lugar vacío, tan espectralmente conservado
por el aire inmóvil. Ahí había una
morada, allá un rústico lugar para fabricar objetos... recipientes de arcilla
que sólo contenían polvo y nada de líquido para mitigar su sed abrasadora.
Entonces, en el centro del pequeño poblado, Ull vio la
boca de un pozo. Sabía qué era, ya que
había oído cuentos sobre ello a Mladdna.
Con mísera alegría, se tambaleó hacia adelante y se inclinó sobre la
boca. Allí, por fin, estaba el final de
su búsqueda. Agua -fangosa, estancada y
escasa, pero agua- ante sus ojos.
Ull aulló con la voz de un animal torturado, tanteando
en busca de cubo y cadena. Su mano
resbaló en el fangoso borde y cayó sobre el pecho en el pretil. Durante un instante se mantuvo allí, luego,
sin un sonido, su cuerpo se precipitó en el negro pozo.
Hubo un ligero chapuzón en la tenebrosa superficie
cuando impactó contra una piedra sumergida, desprendida eones atrás de la
masiva albardilla. La agitación del agua
se sosegó progresivamente.
Así, por fin, la Tierra estuvo muerta. El último superviviente, digno de lástima,
había perecido. Los incontables miles de
millones, los lentos eones, los imperios y civilizaciones de la humanidad se
resumían en aquella pobre forma retorcida... ¡y cuán titánico sinsentido fue
todo! Ahora, en efecto, había llegado un
final y clímax para todos los esfuerzos de la humanidad... ¡cuán monstruoso e
increíble clímax a ojos de aquellos pobres necios complacientes de los días
prósperos! Nunca más conocería el
planeta el atronador hollar de millones de humanos... ni el reptar de los
lagartos o el zumbido de insectos, ya que-ellos también se habían ido. Había llegado el reino de las ramas sin savia
y de los interminables campos de marchita hierba. La Tierra, como su fría e imperturbable luna,
se había sumido en el silencio y la oscuridad para siempre.
Las estrellas ronroneaban; el mismo plan descuidado
continuaría por desconocidas infinidades.
Este final trivial para un episodio insignificante no importaba a las
distantes nebulosas o a los soles naciendo, floreciendo y muriendo. La estirpe del hombre, demasiado minúscula y
efímera para tener una función o propósito reales, era tal conclusión le habían
como si nunca hubiera existido. A tal
conclusión le habian llevado los eones de su ridícula y tramposa evolución.
Pero cuando los mortíferos rayos del sol naciente se derramaron por el
valle, una luz alcanzó el fatigado rostro de una quebrada figura que
yacía en el fango.
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario