La
Ventana en la Buhardilla
H.P.
Lovecraft & August Derleth
(Relato H.P. Lovecraft creado en colaboración con August Derleth, en estilo de colaboración póstuma)
1
Me trasladé a casa de mi
primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes desde su inesperada muerte. Lo
hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba demasiado la soledad del valle
entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me parecía bastante lógico que esa propiedad
de mi primo favorito hubiese recaído sobre mí. Cuando aún no era propiedad de
los Wharton, la casa había estado sin habitar durante mucho tiempo. No había
sido utilizada desde que el nieto del campesino que la había construido se
marchó a la ciudad de Kingston, en la costa, y mi primo la compró a aquel
heredero disgustado con el tipo de vida que llevaba en esa triste y agotada
tierra. Fue algo imprevisto, como solían hacer las cosas los Akeley:
impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante
de arqueología y antropología durante muchos años. Se había licenciado en la
Universidad de Miskatonic, en Arkham, e inmediatamente después pasó tres años
en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros tres en América del Sur, América Central
y la parte suroeste de Estados Unidos. Había venido personalmente a dar la
respuesta a una proposición que le hicieron para formar parte del profesorado
de la Universidad de Miskatonic, pero en lugar de eso, se compró la vieja finca
de los Wharton y se dedicó a repararla: tiró todas las alas con excepción de
una, y dio a la estructura central una forma todavía más extraña que la que
había adquirido a lo largo de las veinte décadas de su existencia. Pero ni
siquiera yo tuve plena conciencia del alcance de estas reformas hasta que tomé
posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di
cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar uno de los laterales de la
casa, había reconstruido por completo la fachada y la parte posterior, y había
acondicionado una habitación en el desván del ala sur de la planta baja. La
casa había sido en principio de una planta, con un enorme desván, que sirvió en
su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida rural de Nueva
Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo de
construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de
mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia
Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió dejar
sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era
1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abril-
cuando me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el
testamento.
La casa estaba más o menos
como la había dejado. No concordaba con el paisaje de Nueva Inglaterra, ya que
a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos de piedra y en los troncos,
lo mismo que en la chimenea, había sido tan renovada que parecía fruto de
varias generaciones. La mayor parte de estas reformas las había hecho Wilbur
para su mayor comodidad, pero había un cambio que me causó extrañeza, y del que
Wilbur nunca había dado ninguna explicación: era la instalación en la zona sur
de la buhardilla, de una gran ventana redonda, con un curioso cristal opaco,
del que simplemente había dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta
y adquirida durante su estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como
«el cristal de Leng» y en otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las
Híadas». Ninguna de las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser
sincero, tampoco estos caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como
para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo,
haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez instalado en la casa, que toda la
vida de mi primo parecía desenvolverse, no en las habitaciones centrales del
piso de abajo, como sería de esperar, puesto que eran las más acondicionadas en
cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto abuhardillado. Aquí era donde
tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y los muebles más cómodos.
Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba los manuscritos relacionados
con su profesión y donde le sorprendió -mientras consultaba unos volúmenes de
la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la enfermedad coronaria que
acabó con su vida. O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus
cosas a mi forma de vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que
restablecer la disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las
estancias de la planta baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio
que la buhardilla me repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la
presencia de mi primo muerto, quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa,
pero también porque la habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me
sentía rechazado como por una fuerza física que no podía comprender, aunque
posiblemente aquel rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a
la que no comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba
hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de que la vieja ‘guarida’
de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien piensa que las casas
asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa había adquirido algo
del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella durante tanto tiempo,
sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas, pues ahora parecía hablar
fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era tanto una sensación opresiva
como la molesta convicción de no estar solo, de ser observado minuciosamente
por algo que me era desconocido. Quizá la responsable de estas fantasías era la
propia soledad de la casa, pero me daba la impresión de que la habitación
favorita de mi primo era algo vivo, que esperaba su regreso, como un animal que
no se ha dado cuenta de que la muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a
quien espera no volverá jamás. Quizá debido a esta obsesión presté a aquel
cuarto más atención que la que de hecho merecía. Había retirado de allí algunas
cosas, como, por ejemplo, una cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a
su lugar, como una obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo
conflictivas: que esta silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con
diferente constitución a la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o
que la luz no fuera tan buena abajo como arriba, por lo que también devolví a
la buhardilla los libros que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las
características de la habitación eran totalmente diferentes a las del resto de
la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si se exceptúa esa
habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero parecía haber sido
poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en cambio, estaba
bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar. Era como si la
habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para su propio uso,
hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de las cuales
hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin ninguna huella
identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había llevado una vida de
ermitaño, con la excepción de sus salidas a Ia Universidad de Miskatonic de
Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había viajado, ni recibía
visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por razones de trabajo
muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque siempre se portó
cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso que nunca permanecí
allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente
que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el deseo de cambiarla. El piso de
abajo era suficiente para mí; me proporcionaba un hogar agradable, y no me fue
difícil prescindir de la buhardilla y de las reformas que pensaba hacer allí,
hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin importancia. Además, con
frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y no tenía prisa alguna
por reformar la casa. El testamento de mi primo había sido refrendado
oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que nada amenazaba mi
propiedad. Todo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los
incumplidos planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños
incidentes que empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia;
eran cosas sin importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la
primera de ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante
que, hasta pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con
acontecimientos posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de
la chimenea en la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o
algún animal similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía
con tanta claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta
posterior, sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en
la noche. Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor
ruido. No me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la
puerta. Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al
gato, hasta que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente
lo habría matado.
Por sí solo, este incidente
era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un gato que conocía a mi
primo, y que al no conocerme a mí se había asustado? Pudiera ser. No pensé más
en ello. Sin embargo, no había pasado una semana cuando ocurrió un incidente
similar, pero con una acusada diferencia respecto al primero. Esta vez, en
lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se deslizaba a tientas, y que
me provocó un escalofrío, como si una serpiente gigante o la trompa de un
elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras el sonido, mi reacción
fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada; escuchaba y no descubría
nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una serpiente? ¿O qué? Aparte
del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros nuevos
incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las pezuñas de
una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de pájaros en
las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido aspirante de
unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran alucinaciones
mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los sonidos aparecían
en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día. De haber habido
algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la ventana, tendría que
haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de las colinas que
rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora cubierto de álamos,
abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá
no bahía sido interrumpido, de no ser porque una noche abrí la puerta de las
escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo, debido al calor que hacía
en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del gato empezaron otra
vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las puertas, sino de la misma
ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin dudarlo, sin pararme a
pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial para poder trepar hasta
el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen entrar por la ventana
redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y puesto que la ventana
no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba de un cristal opaco,
no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el ruido producido por los
arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro lado del cristal. Bajé
corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano para
iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo ruido, y
ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan negra
por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido desconcertado
durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que indudablemente eso habría
sido lo mejor, pero no fue así. Por esta época recibí de una vieja tía un gato,
llamado «Little Sam», que se había llevado un premio y que había sido mascota
mía hacía cosa de dos años, cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con
cierta alarma mis intenciones de vivir solo, y finalmente me había mandado uno
de sus gatos para que me hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su
nombre: tendría que haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última
vez que lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un
ejemplar de su especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto,
pero mostraba una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a
los pies de la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba
para que le dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que
parecían de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía
loco de miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que
pudiera refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las
reformas de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no
volvía hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre
rotundamente era a entrar en la buhardilla.
2
Fue el gato, en realidad, el
que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi primo. Las reacciones de
«Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro remedio que rebuscar entre
los revueltos papeles que había dejado mi primo, a ver si encontraba alguna
explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en seguida me tropecé con
una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una habitación de la
planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur era consciente
de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener instrucciones en caso de
muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur ignorase la inminencia de
su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo un mes antes de que le
sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un cajón, como si mi primo
hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para terminarla.
«Querido Fred -había
escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda poco tiempo de vida, y como
ya he dicho en mi testamento que serás mi heredero, quiero añadir a ese
documento unas cuantas disposiciones últimas que te ruego recuerdes y lleves a
cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que debes hacer sin falta, y del
modo que te indico:
l. Todos los papeles que
están en los cajones A, B y C de mi armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los
estantes H, I, J y K han de ser devueltos a la Biblioteca de la Universidad de
Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que
está en el cuarto abuhardillado de arriba tiene que ser rota. No se trata de
quitarla simplemente, debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión
sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser responsable de enviar un
terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más de esto. Hay otras cosas de
las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó
su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas
instrucciones? Comprendía que esos libros se devolviesen a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún interés especial en ellos. Pero
¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no llevarlos también allí? Y respecto
al cristal... Destruirlo era sin duda una tontería; tendría que comprar una
ventana nueva, y esto representaría un gasto superfluo. Esta parte de la carta
produjo el desgraciado efecto de despertar más y más mi curiosidad, y me
propuse mirar entre sus cosas con mayor atención. Esa misma noche fui a la
habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé con los libros de las
estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas de arqueología y
antropología se reflejaba claramente en la selección de sus libros: textos
referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias tribus
primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los mitos
de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse los
primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos
que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su
letra deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era
posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían
pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había
dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París,
lo que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios
idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh,
los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los Cánticos de
Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, los
Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro de
Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul
Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos.
Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos
que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias
antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído
mal, también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar
debidamente los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil
descifrar el inglés antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De
cualquier forma, pronto se acabó la paciencia: los libros mantenían unos
postulados tan extraños que sólo un antropólogo con gran vocación podía
coleccionar tal cantidad de literatura de ese tipo.
Aquellas obras no carecían
de interés, pero todas trataban más o menos del mismo tema. Era el viejo credo
del poder de la luz contra el poder de las tinieblas, o por lo menos así lo
interpreté yo. No importaba que se denominasen Dios y Demonio, o los Dioses
Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o nombres como los Nodens, el
Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios Arquetípico, o éstos de los
Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga de la confusión de los
mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro del infinito;
Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes del
tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el
espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que,
mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica
R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio
interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y
así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos llevaban
nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los Primordiales, que
incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del Himalaya y de otras
regiones montañosas de Asia; los Profundos, que merodeaban en las profundidades
del océano, bajo las órdenes de Dagon, para servir al Gran Cthulhu; los
Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos. Según constaba, algunos de ellos
habían surgido de aquellos lugares a los cuales los Primordiales fueron
desterrados -como Lucifer, que fue desterrado del Paraíso- después de su
rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares tales como las distantes
estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la Meseta de Leng, o incluso la
ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos
elementos preocupantes sugerían que mi primo se había tomado todo esto de las
mitologías más en serio de lo que yo pensaba. Las repetidas referencias a las
Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur me había hablado del cristal de
la ventana y de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Y más
específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto que estas referencias
podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un momento diciéndome a mí
mismo que «Leng» podía ser algún comerciante chino en antigüedades, y la
palabra «Híadas» podía provenir de una errónea interpretación. Pero esto era un
mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba que para Wilbur estas mitologías
desconocidas habían significado algo más que un entretenimiento temporal. De no
haber sido suficiente su colección de libros, sus anotaciones no habrían dejado
lugar a dudas. Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias.
Había dibujos toscos pero significativos que me causaron una extraña y
desagradable impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no
hubiese podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas
eran imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño
de un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a
primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres
con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de
batracio, que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde
claro, como el agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque
distorsionados; hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían
en lugares fríos a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos
cruces, con ciertos caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos.
Nunca pensé que mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía
como ciertas las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo
supiese, había demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había
escamoteado lo esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba
atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo
podía haber servido de modelo para estos dibujos, y no había tales
ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado. Movido por la
curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente, separé aquellas
de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy remotamente, encerrar lo
que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje
más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América. Cuevas llenas de bandadas de
murciélagos -como una densa nube- que empiezan a salir justo antes del ocaso, y
tapan el sol. Arbustos y árboles torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia
la derecha, montañas con nieve en las cimas, a la orilla de la región
desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro
Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor que la de un hombre.
Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas que se extienden tres
pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo demás se parecen a
un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a descansar en un
risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado encima de uno de
ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche.
Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer plano. Profundos junto con
humanos de origen parcialmente similar. blancos híbridos. Los Profundos,
escamosos, caminan con movimiento semejante al de las ranas, un andar
intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también como casi todos
los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife. ¿Innsmouth? No
se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen del fondo, al
lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no pueden
nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se veía.»
«17 de noviembre,’21.
Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo que vi. Cielos negros,
algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar. En primer plano un
profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó a burbujear en el
lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia adentro. Un ser acuático
gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más grande, diez, veinte veces
más grande que el gigante Octopus apollyon de la costa oeste. El cuello medía
fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía arriesgarme a ver su cara y
destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un
intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario, como si estuviese
mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un objeto en el
espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta cada vez
más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación, como en la
estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra. Sus
gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región
bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y cavernoso semejante a un
templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras monumentales, similares a
las de las pirámides. Escalones que descendían al negro fondo, Profundos al
fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de las escaleras. Un enorme
tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos ojos líquidos, separado
el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del acercamiento de la cosa
de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje
familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo destrozadas, familia
encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo escuchando. Hora: la noche. Chotacabras
llamando muy alto. Una mujer se acerca con una réplica de la estrella de
piedra. El viejo huye. Curioso. Debo buscar referencias.
«21 de marzo,’22.
Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado. Construí la estrella y
pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Se
abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer plano. Shantak enterado y
en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a oír sus garras. Pude
romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé
que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje tibetano, y los
Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus amos? Si los
sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del Gran
Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún tiempo. Profundo
shock.»
No volvió a abordar su
extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo menos eso indicaban sus
notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación, seguida una vez más por un
período de breve indulgencia. Su primera anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay
duda, están enterados ya de la existencia de la puerta. Muy arriesgado mirar
dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como uno nunca sabe sobre
qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave. Sin embargo, me
resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de costumbre, dije las
palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar del suroeste
americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes. Entonces
salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos grandes,
orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado parecido con el
oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró hacia adelante,
con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les permita ver este
lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi que se dirigía
directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de costumbre.
Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y yo no
creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro
paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas sin referencia a
sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había hablado. No me
cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto probablemente del
intenso estudio del material de aquellos libros procedentes de todos los
rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de justificación de
racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban
mezcladas con recortes de periódicos, que mi primo sin duda intentaba
relacionar con las mitologías a las que era tan aficionado: relatos de extraños
acontecimientos, objetos desconocidos en el cielo, desapariciones misteriosas
en el espacio, revelaciones curiosas referentes a cultos desconocidos, y otras
noticias por el estilo. Era dolorosamente patente que Wilbur había llegado a
creer con intensidad en ciertas facetas de credos primitivos: en especial que
había supervivientes contemporáneos de los endemoniados Primordiales y de sus
adoradores y adeptos, y era esto, más que nada, lo que trataba de probar. Era
como si hubiese tomado los escritos impresos en los viejos libros que poseía y,
tras aceptarlos como verdades literales, intentase añadir a la evidencia del
pasado el peso de la evidencia de su época. Cierto, había un elemento de
similitud, que resultaba inquietante, entre aquellos relatos antiguos y muchos
de los que mi primo había recortado, pero sin duda podía explicarse como simple
coincidencia. Aun siendo convincentes, los envié a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic para la Colección Akeley, sin copiar ninguno. Pero
los recuerdo vívidamente, tanto más por el desenlace inolvidable que siguió a
mis investigaciones, un poco inciertas, respecto a lo que había obsesionado a
mi primo.
3
Nunca habría sabido de la
«estrella» de no haberme encontrado accidentalmente con ella. Mi primo había
escrito repetidamente acerca de «hacer», «romper», «construir» y «destruir» la
estrella, como algo necesario para sus visiones, pero esta referencia carecía
de sentido para mí, y posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido
oportunidad de fijarme en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la
ventana redonda: las marcas en el suelo formaban una estrella de cinco puntas.
Esto no había sido visible previamente, ya que una gran alfombra cubría el
suelo; pero la alfombra se había desplazado durante el traslado de libros y
papeles a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad
quedó el suelo al descubierto. Incluso en aquel momento no caí en que aquellas
marcas pudiesen representar una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los
libros y papeles y moví del todo la alfombra, quedando al descubierto el centro
de la habitación, no se me apareció el diseño entero. Vi entonces que era una
estrella de cinco puntas, decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que
permitía dibujarla desde el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida
de que ésta era la razón por la que había en el cuarto de mi primo una caja de
tizas cuya utilidad no había comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo
lo demás a un lado. Fui a buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la
estrella y todas las ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un
diseño cabalístico, y no cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que
sentarse en su interior.
De modo que tras completar
el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por frecuentes reconstrucciones,
me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que algo ocurriese, aunque estaba
confundido con las anotaciones de mi primo referentes a la destrucción del
diseño cada vez que se veía amenazado. Recordaba que en los rituales cabalísticos
era la destrucción de esos diseños la que traía el peligro de invasión física.
Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo pasados unos minutos recordé «las palabras».
Las había copiado, y me levanté a buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu
R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un
extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la ventana redonda de la pared
sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de la ventana se volvió
transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un paisaje bañado por el
sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las nueve de una noche de
finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el paisaje que apareció
en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva Inglaterra: una
tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de cavernas y, en el
fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje había sido descrito
más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada
hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber vida en el paisaje que
yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la serpiente de cascabel que
trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados que comenzaba a elevarse.
Esto me permitió observar que no era mucho antes de la puesta del sol, ya que
el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo indicaba. Todos los
caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminos- del suroeste
americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se desarrollaba,
entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron
produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de referencia, en la
desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila desaparecieron, el
halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una serpiente entre sus garras,
el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y la escena toda se
convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca de una de las
mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando desde la oscura
cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles. No sé cuánto
tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de desaparecer
cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de piel áspera,
como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la superficie de su
cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un aspecto escuálido,
con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más repelente era su
rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al verlo recordé que
mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros detrás del primero,
algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna.
Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en mayor número, y se repartieron
por todas partes detrás de los arbustos. Entonces, parsimoniosamente, un
monstruo increíble hizo su aparición: primero un tentáculo, o algo así, luego
otro, y ahora media docena de ellos que exploraban cautelosamente el exterior de
la cueva. Y luego, desde la oscuridad del pozo de la caverna, emergió a medias
una terrible cabeza. De pronto, al impulsarse hacia delante, casi grité de
horror. La cara era una desfiguración monstruosa del mundo conocido: se elevaba
de un cuerpo sin cuello que era una masa de carne gelatinosa -a la vista
parecía goma-, y los tentáculos que la adornaban salían de una parte del cuerpo
que podía ser la mandíbula inferior o un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía
una percepción inteligente, pues desde el principio parecía haberse percatado
de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó sus ojos en mí, y empezó
a moverse con increíble rapidez en dirección a la ventana sobre el cada vez más
oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba dando cuenta del verdadero peligro
que corría, puesto que observaba absorto, y sólo cuando la cosa empezó a cubrir
todo el paisaje, cuando uno de sus tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la
atravesaba!-, sólo entonces experimenté la parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta,
entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la
gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para quitarme un zapato y
lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la ventana. Al mismo tiempo,
recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas a la destrucción de la
estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del diseño. Y mientras oía el
ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi
primo.
Si no hubiera esperado
tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo aquello, podía haber
seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora sé que la ventana
redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un espacio y un
tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur Akeley deseaba
encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del espacio, de las
estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios Primigenios!-
se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal de Leng -que
quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había sacado mi
primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes físicas
excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del movimiento de la
tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer sobre la tierra
el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi curiosidad.
Y ahora sé que los modelos
de los dibujos hechos por mi primo, entre sus anotaciones, por muy toscos que
fueran, representaban a seres que existían y no eran producto de su
imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los murciélagos que
encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron haber entrado por
la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto translúcido podía
explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más. Sé, sin lugar a
dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque nada podría
destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos en el
suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se
había quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra
el monstruoso cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese
podido identificar como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o
muerta, en la superficie o en las profundidades subterráneas de la tierra!
Fin
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