Randolph Carter en:
La Declaración de Randolph
Carter
Howard Phillips Lovecraft
Les repito, señores, que sus
investigaciones son inútiles. Deténganme para siempre, si quieren; encarcélenme
o mándenme ejecutar, si es que necesitan una víctima para aplacar esa ficción
que ustedes llaman justicia; pero no puedo añadir más a lo que he dicho ya.
Todo lo que puedo recordar, lo he contado con la mayor sinceridad. Nada he
falseado ni ocultado; y si algo resultase vago, se debería a la negra confusión
que nubla mi espíritu y a los dudosos horrores que ha suscitado en mí.
Lo repito, no sé qué ha sido de Harley
Warren; creo, sin embargo, -y casi lo espero- que disfruta de la paz del pleno
olvido, si es que semejante dicha existe en alguna parte. Es cierto que durante
cinco años he sido su más íntimo amigo, y que he colaborado parcialmente en sus
terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mi memoria es
incierta y confusa, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos a
las once y media de aquella espantosa noche, como dice, por la barrera de
Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo añadir que íbamos
provistos de linternas y azadas, y de un curioso rollo de alambre unido a
ciertos instrumentos, ya que todas esas cosas han desempeñado su cometido en
esa única escena que permanece grabada de manera indeleble en mi trastornada
memoria. Pero tengo que insistir en que, de lo que sucedió a continuación, y de
la razón por la cual me encontraron solo y en un estado de completo
ofuscamiento, no sé más que lo que he repetido tantísimas veces. Ustedes me
dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que pudiera servir de
escenario a tan tremendo episodio. Yo les digo que no sé más que lo que vi. Ya
fuera visión o pesadilla -fervientemente deseo que así sea-, es todo cuanto
recuerdo de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el
mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo
él, o su sombra -o cierta criatura que no me es posible describir-, podría
contar.
Como he dicho antes, yo estaba
perfectamente enterado de los singulares estudios de Harley Warren, y hasta
cierto punto había participado en ellos. De su inmensa colección de libros
extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en
las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en
lenguas que desconozco. La mayoría me parece que están en árabe; y el libro
infernal que provocó el desenlace -libro que él se llevó consigo de este
mundo-, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en otra parte. Warren
no me dijo nunca de qué trataba exactamente. En cuanto a la índole de nuestros
estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con exactitud? Y me
parece providencial que así sea, porque se trataba de cosas terribles, a las
que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por verdadero interés.
Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí una
noche, antes de que sucediera aquello, al contemplar la expresión que tomó su
rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, a juicio suyo, ciertos
cadáveres no se descomponen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en
sus tumbas durante miles de años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren,
porque sospecho que ha conocido horrores que superan mi imaginación. Ahora temo
por él.
Confieso una vez más que no recuerdo bien
cuál era, aquella noche, nuestro propósito. Desde luego, se trataba de algo
relacionado con el libro que Warren llevaba consigo -con ese libro vetusto, de
caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes-; pero
les juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes
dice que nos vio a las once y media por la barrera de Gainsville, en dirección
al pantano del Gran Ciprés. Probablemente será cierto, pero yo no lo recuerdo
con claridad. Lo que se me ha quedado grabado en el alma es una escena
solamente, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, porque
recuerdo que la luna creciente estaba ya muy alta, en el cielo vaporoso.
Ocurrió en un cementerio antiguo; tan
antiguo, que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas.
El cementerio se halla en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa
maleza, de musgo, de yerbas extrañas con tallo rastrero, en donde reinaba una
vaga fetidez que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con la idea de rocas
corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y desolación. Me
sentía como obsesionado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros
seres vivos que interrumpíamos un mortal silencio de siglos. Por encima de la
cresta del valle, en un pálido cuarto creciente, asomó la luna entre fétidos
vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas. Y bajo sus rayos
vacilantes y tenues pude distinguir un inquietante panorama de antiguas
lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos; todo estaba desmoronado,
cubierto de musgo, ennegrecido por la humedad, medio oculto en el espesor
exuberante de una vegetación malsana.
La primera impresión vívida que tuve de
mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me paré
con Warren ante un sepulcro medio hundido, casi tapado por la tierra y la
maleza, y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me
di cuenta de que traía conmigo una linterna eléctrica y dos azadas, mientras
que mi compañero iba provisto de otra linterna y de un equipo telefónico
portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que por lo visto, sabíamos
perfectamente dónde estábamos y cuál era nuestra misión allí; y, sin demora,
cogimos nuestras azadas y empezamos a quitar yerba, matojos y tierra de aquella
tumba plana de aspecto inmemorial. Después de descubrir enteramente su
superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos
pasos para examinarla. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego
regresó al sepulcro, y empleando su azada como palanca, trató de levantar la
losa inmediata a unas ruinas de piedra que un día puede que hubieran sido un
monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que le ayudara. Finalmente,
aflojamos la piedra entre los dos y la levantamos hacia un lado.
La losa levantada dejó al descubierto una
negra abertura, de la que brotó un hedor tan nauseabundo que retrocedimos
horrorizados. Poco después, sin embargo, nos acercamos nuevamente a aquella
cavidad y comprobamos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras
linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre cuyos peldaños
goteaba una especie de líquido inmundo nacido en las entrañas de la tierra, y
cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me viene a la
memoria, por vez primera, las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa
voz de tenor, sin alterarse ante el pavoroso escenario que nos rodeaba:
-Siento tener que pedirte que aguardes
fuera; sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona tan nerviosa
como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te
he contado, las cosas que voy a tener que ver, y las que voy a tener que hacer.
Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga unos nervios de
acero pueda afrontarlo y regresar después a la superficie en su sano juicio. No
te ofendas, que bien sabe el cielo lo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en
cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a una persona tan
nerviosa como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya digo que no te
puedes figurar lo que hay ahí! Pero te doy mi palabra de tenerte al corriente,
por el teléfono, de todo lo que haya. ¡Tengo aquí hilo suficiente para llegar
al centro de la tierra y volver!
Todavía resuenan en mi memoria aquellas
palabras desapasionadas, y puedo recordar que le hice varias objeciones. Creo
que yo tenía vivísimos deseos de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades
sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible en su negativa. Incluso amenazó con
abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultaba eficaz,
puesto que sólo él poseía la clave del asunto. Todo eso lo recuerdo aún, aunque
ya no sé qué es lo que buscábamos. Después de haber conseguido que yo accediera
de mala gana a sus propósitos, Warren cogió el carrete de cable y ajustó los
aparatos. A una señal suya, cogí uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa
y estropeada que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me
estrechó la mano, se cargó el rollo de cable, y desapareció en el interior de
aquel osario indescriptible.
Durante un minuto seguí viendo el
resplandor de su linterna, y oyendo el chirrido del alambre a medida que lo iba
soltando; pero, de pronto, la luz desapareció como si mi compañero hubiera
doblado un recodo de la escalera, y, casi al mismo tiempo, el chirrido dejó de
oírse también. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas
profundidades por medio de aquellos cables milagrosos cuya superficie aislante
aparecía verdosa bajo el apagado resplandor de la luna creciente.
En el silencio desolado de aquella
necrópolis blanca y vacía, mi imaginación empezó a concebir las fantasías más
horripilantes y las ilusiones más espantosas, en tanto que las tumbas y los
extraños monolitos adquirían por momentos una horrenda intencionalidad. En los
repliegues más tenebrosos del valle plagado de repugnante vegetación, creí ver
unas sombras sin forma que parecían escurrirse sigilosamente como en una
blasfema procesión ceremonial, y ocultarse en las tumbas corrompidas de la
colina. Ni aun el resplandor blancuzco de la luna lograba disolver estas
sombras huidizas.
Yo consultaba constantemente el reloj, a
la luz de la linterna, y escuchaba con febril ansiedad por el receptor del
teléfono; pero estuve más de un cuarto de hora sin oír nada. Luego sonó un clic en el aparato, y llamé a mi amigo
con voz destemplada. A pesar de lo excitado que me sentía, no estaba preparado
para escuchar las palabras que me llegaron de aquella tumba, pronunciadas con
la voz más desgarrada y temblorosa que jamás le oyera a Harley Warren. El, que
con tanta serenidad había bajado poco antes, me hablaba ahora desde las
profundidades con un susurro trémulo, más siniestro que el más taladrante
alarido:
-¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy
viendo yo!
No pude contestar. Enmudecido, sólo me cabía
esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:
-¡Carter, es terrible. monstruoso...,
increíble!
Esta vez no me faltó la voz, y derramé
por el transmisor un mar de preguntas excitadas. Aterrado, seguí repitiendo:
-¡Warren! ¿Qué es?, ¿qué es?
Otra vez me llegó la voz de mi amigo,
enronquecida por el miedo, teñida ahora de desesperación:
-¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo
que no se puede imaginar... No me atrevo a contártelo... Ningún hombre podría
contemplarlo y seguir con vida... ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé cosa semejante!
De nuevo se hizo el silencio,
interrumpido por mi torrente de preguntas atropelladas. Después volví a oír la
voz de Warren, rota ya por el más incontrolado terror:
-¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a
colocar la losa y márchate de ahí, si puedes!… Déjalo todo y vete... ¡Es tu
única oportunidad! ¡Hazlo así y no me preguntes nada!
Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir una
vez más mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad, de
sombras; y allá abajo se ocultaba una amenaza que sobrepasaba los límites de la
imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en
medio de mi terror, me sentí ofendido de que pudiera considerarme capaz de
abandonarle en semejantes circunstancias. Un nuevo clic, y después de una pausa, se oyó el grito lastimero de Warren:
-¡Corre! ¡Por el amor de Dios, pon la
losa y zumba, Carter!
Aquella expresión infantil que acababa de
emplear mi compañero, terriblemente asustado, me devolvió mis facultades. Tomé
una determinación y le grité:
-¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!
Pero a este ofrecimiento, me contestó con
un grito de extrema desesperación:
-¡No! ¡Tú no puedes entenderlo! Es
demasiado tarde... y la culpa es mía.
Echa la losa otra vez y corre... ¡Ni tu ni nadie podríais hacer nada ya!
La inflexión de su voz había cambiado
otra vez; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada
resignación. Sin embargo, percibí en ella una honda ansiedad por mí.
-¡Rápido..., antes de que sea demasiado
tarde!
Traté de no hacerle caso; intenté vencer
la parálisis que me retenía y cumplir mi palabra de bajar en su ayuda, pero las
palabras que murmuró a continuación me cogieron aún inmovilizado, encadenado
por mi tremendo horror.
-¡Carter..., huye! Es inútil..., debes irte...,
mejor uno solo que los dos... La losa...
Un silencio; otro clic, y luego la débil voz de Warren:
-Ya casi ha terminado todo... No me hagas
esto más penoso todavía... Tapa esa escalera infernal y salva tu vida... Estás
perdiendo el tiempo... Adiós, Carter..., nunca te volveré a ver.
Aquí, el susurro de Warren se dilató en
un grito; y el grito se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado de
todo el horror del mundo...
-¡Malditas sean estas criaturas!
infernales..., son legiones... ¡Dios mío! ¡Huye! ¡¡Huye !! ¡¡¡Huye!!!
Después de eso, se hizo un silencio. No
sé durante cuantísimo tiempo permanecí allí sentado, sumido en un negro
estupor, murmurando, mascullando palabras, llamando, gritando en el teléfono.
Una y otra vez, durante una eternidad, susurré, llamé, grité, chillé:
-¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás
ahí?
Y entonces llegó hasta mí el más absoluto
horror, lo increíble, lo imposible, lo abominable. He dicho que me había
parecido una eternidad, el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez
la desgarrada advertencia de Warren, y que durante ese tiempo, sólo mis propios
gritos habían roto el espantoso silencio. Pero al cabo de un rato, sonó un
nuevo clic en el receptor, y pegué el
oído para escuchar. Llamé de nuevo:
-¡Warren! ¿Estás ahí?
Y en respuesta, oí lo que ha provocado
estas tinieblas en mi espíritu. Ignoro por completo a qué criatura pertenecía
aquella voz, y tampoco puedo describirla con detalle, puesto que las primeras
palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que
dura hasta el momento en que desperté en el hospital. Vagamente, puedo decir
que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana,
espectral. Pero esto no da idea de aquella voz. Esto es el final de mi experiencia,
y aquí termina mi relato. Oí la voz, y ya no me enteré de nada más. La oí allí,
sentado, petrificado en aquel cementerio desconocido de la hondonada, rodeado
de lápidas leprosas y tumbas desmoronadas. Allí, en medio de una vegetación
putrefacta y vapores corrompidos, oí claramente la voz que brotó de las
recónditas profundidades de aquel impuro sepulcro abierto, mientras en torno
mío seguían danzando sin forma unas sombras necrófagas, bajo la luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
-¡Loco, Warren ya está MUERTO!
Fin
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