El
Pescador del Cabo del Halcón
H.P. Lovecraft & August Derleth
(Relato de Lovecraft, escrito en colaboración con August Derleth)
Por la costa de
Massachusetts se rumorean muchas cosas acerca de Enoch Conger. Algunas de ellas
sólo se comentan en voz muy baja y con grandes precauciones. Tan extraños
rumores circulan a lo largo de toda la costa, difundidos por los hombres del
mar del puerto de Innsmouth, sus vecinos, ya que él vivía a unas pocas millas
más al sur, en el Cabo del Halcón. Ese nombre se debe a que allí, en las épocas
migratorias, se puede ver a los halcones peregrinos, los esmerejones y aun los
grandes gerifaltes sobrevolar aquella estrecha lengua de tierra que se adentra
en el mar. Allí vivió Enoch Conger, hasta que no se le vio más, pues nadie
puede afirmar que haya muerto.
Era fuerte, de pecho y
hombros anchos, y con largos brazos musculosos. Pese a no ser un hombre viejo,
llevaba barba, y coronaba su cabeza una cabellera muy larga. Sus ojos azules se
hundían en un rostro cuadrado. Cuando llevaba su chubasquero de hombre de mar,
con el sombrero haciendo juego, parecía un marino desembarcado de alguna vieja
goleta siglos atrás. Era un hombre taciturno. Vivía solo en la casa de piedra y
madera que él mismo había construido, donde podía sentir el viento soplar y
escuchar las voces de las gaviotas, de las golondrinas, del aire y del mar, y
desde donde podía admirar el vuelo de las grandes aves migratorias en sus viajes
hacia tierras lejanas. Se decía de él que se entendía con ellas, que hablaba
con las gaviotas y las golondrinas, con el viento y con el golpeante mar, y aun
con otros seres invisibles que, sin embargo, emitían, en unos tonos extraños,
algo parecido a los mudos sonidos de ciertas grandes bestias batracias,
desconocidas en los pantanos y ciénagas de la tierra.
Conger vivía de la pesca, y
aunque ésta escaseaba, le era suficiente. Por el día y por la noche echaba sus
redes al mar; lo que sacaba lo llevaba a Innsmouth, a Kingsport, o aún más
lejos, para venderlo. Pero una noche le vieron llegar solo a Innsmouth; no
traía nada de pesca y permanecía con los ojos muy abiertos, atónitos, como si
hubiese estado mirando mucho tiempo la puesta del sol y se hubiese quedado
ciego. En las afueras de la ciudad, entró en una de las tabernas donde solía
ir, se sentó en una silla, solo, y se puso a tomar una cerveza. Algunos
curiosos que estaban acostumbrados a verle se acercaron a su mesa para beber
con él, hasta que bajo los efectos del alcohol empezó a balbucear. Pero hablaba
como si lo hiciese para sí mismo, y sus ojos no parecían ver a nadie.
Decía que había visto algo
maravilloso esa noche. Había sacado su barca hasta el Arrecife del Diablo,
situado a más de una milla de Innsmouth, y allí había echado su red. Sí, había
sacado muchos peces; pero en su red había algo más; algo que era una mujer y
que, sin embargo, no lo era; algo que le hablaba como un ser humano, pero con
el tono gutural de una rana y con el acompañamiento de una música aflautada
como la que, en los meses de primavera, se oye en los pantanos; algo que tenía
una gran incisión, profunda y ancha, en lugar de una boca, pero una infinita
dulzura en sus ojos; algo que llevaba, bajo el pelo largo que caía de su
cabeza, hendiduras como agallas; algo que le rogaba y le suplicaba para que le
dejara volver a los fondos del mar; algo que le prometió, a cambio, su propia
vida si alguna vez la necesitaba.
-Una sirena -dijo uno con
una risotada.
-No era una sirena -dijo
Enoch Conger-, porque tenía piernas, aunque los dedos de sus pies eran como los
de los palmípedos, y tenía manos, aunque los dedos de sus manos eran como los
de sus pies, y la piel de su cara era como la mía, aunque su cuerpo tenía el
color del mar.
Se rieron de él, pero él no
les escuchó. Sólo uno de ellos no se rió, porque había oído a los viejos
hombres y mujeres de Innsmouth contar unas historias muy extrañas, que se
remontaban a los tiempos de los barcos clíper y del comercio con las Indias
Orientales. Según esos ancianos, en aquellos tiempos se habían celebrado
algunas bodas entre hombres de Innsmouth y mujeres de las islas del Pacífico
Sur; hablaban luego de extraños acontecimientos ocurridos en el mar, cerca de
Innsmouth. Ese hombre no se rió, simplemente escuchó, se calló y luego se
marchó, sin haberse unido a las risas burlonas de sus compañeros. Pero Enoch
Conger no reparó en él, como tampoco se dio cuenta de las risas que había
provocado. Continuó su relato; explicó cómo había sacado a la criatura de las
redes en sus brazos, describió la sensación que le había producido el contacto
con su piel fría y la textura de su cuerpo; contó cómo la había soltado, cómo
la vio nadar y sumergirse entre las rocas del Arrecife del Diablo, cómo la vio
aparecer de nuevo, levantar sus brazos una última vez hacia arriba y
desaparecer para siempre.
Después de aquella noche,
Enoch Conger volvió poco a la taberna. Cuando venía era para sentarse solo y
eludir a cuantos le preguntaban por su «sirena» y querían saber si le había
hecho alguna proposición antes de dejarla libre. Volvió a mostrarse taciturno,
hablaba poco, bebía su cerveza y se iba. Lo único que se sabía era que ya no
pescaba cerca del Arrecife del Diablo, que echaba sus redes en algún otro lugar
próximo al Cabo del Halcón. Aunque se rumoreaba que temía volver a ver la cosa
extraña que había cogido aquella noche entre sus redes, se le veía con
frecuencia en la punta de la estrecha lengua de tierra, de pie, mirando al mar,
como si esperase ver aparecer una embarcación en el horizonte, o el mañana que
siempre ronda y nunca llega para los buscadores de futuro e incluso para muchos
hombres, sea lo que sea lo que esperan y piden a la vida.
Enoch Conger se volvió cada
vez más introvertido y él, que había sido un asiduo cliente de la taberna de
Innsmouth, acabó por no aparecer más por allí. Se limitaba a traer el pescado
al mercado y volvía apresuradamente a su casa con las provisiones que
necesitaba. Mientras tanto, la historia de su sirena se extendió a lo largo de
toda la costa, y tierra adentro hacia Arkham y Dunwich, por el Miskatonic, e
incluso más allá, en las negras y tupidas colinas donde vivía la gente menos
inclinada a tomarse a broma estas cosas.
Pasó un año, y otro, y otro,
y una noche llegó a Innsmouth la noticia de que Enoch Conger había resultado
gravemente herido durante su solitaria pesca. Dos pescadores le habían visto al
pasar tendido en su barca y le habían socorrido. Como su casa del Cabo del
Halcón era el único lugar adonde quería ir, le llevaron allí, antes de ir
rápidamente a buscar al doctor Gilman de Innsmouth. Cuando volvieron a casa de
Enoch Conger, acompañados del médico, el viejo pescador había desaparecido.
El doctor Gilman se abstuvo
de comunicar su opinión, pero los dos pescadores que le habían traído
cuchichearon y contaron a quien quería oírlo el singular relato. Hablaron de la
gran humedad que reinaba en la casa, de las innumerables gotas de agua que se
deslizaban a lo largo de las paredes, que colgaban del picaporte de la puerta y
que empapaban la cama donde habían dejado a Enoch Conger, antes de salir en
busca del doctor. Hablaron de las huellas mojadas dejadas en el suelo por unos
pies palmípedos. Aquellas huellas eran muy profundas a lo largo de todo su
recorrido desde la casa hasta el mar, como si un gran peso, tan grande como el
de Enoch Conger, hubiese sido llevado por esos pies, obligados a hundirse en el
suelo a cada paso, hasta dejar la nítida impresión de su dibujo.
Pronto se enteró todo el
mundo de lo sucedido. Pero la gente se reía de los pescadores, pues no había
más que una sola línea de huellas, y Enoch Conger era un hombre demasiado
pesado como para que alguien pudiese cargar con él todo ese recorrido. El
doctor Gilman no había hecho el menor comentario, salvo que había visto pies
palmípedos en algunos habitantes de Innsmouth, pero que los dedos de Enoch
Conger, que había examinado en alguna ocasión, eran normales y no palmípedos.
Algunos curiosos fueron a la casa del Cabo del Halcón para ver si podían
descubrir algo nuevo. Pero volvieron desilusionados. No vieron nada, y se
sumaron a los que se burlaban de los infelices pescadores. Al cabo de algún
tiempo, aquellos dos pobres hombres fueron reducidos al silencio, y no faltaron
quienes dejaron caer la sospecha de que ellos eran quienes habían hecho
desaparecer a Enoch Conger y habían inventado aquella historia para encubrir su
acción. Ese rumor se extendió también a otros lugares.
Dondequiera que haya ido,
Enoch Conger no volvió a su casa del Cabo del Halcón. El viento y el tiempo la
destrozaron a su antojo: arrancaron una tabla aquí y otra allá, desgastaron los
ladrillos de la chimenea, rompieron las ventanas y hundieron el tejado. Las
gaviotas, las golondrinas y los halcones que la sobrevolaban no volvieron a oír
la voz que, en un tiempo, les había contestado. Poco a poco, a lo largo de la
costa, los rumores que circulaban en torno al asesinato se acallaron, pero
surgieron ciertos signos oscuros que, si bien descartaban cualquier posibilidad
de homicidio, inducían a pensar en algún fenómeno mucho más aterrador e
inexplicable.
Un día en que el venerable
Jedediah Harper, patriarca de los pescadores de la costa, bajó a tierra con sus
hombres, juró haber visto cerca del Arrecife del Diablo a un extraño grupo de
criaturas que nadaban. Esos seres, según decía, no eran humanos del todo, ni
batracios tampoco; eran criaturas anfibias que cruzaban el agua mitad al estilo
de los seres humanos y mitad como ranas; formaban un grupo de más de cuarenta,
y eran machos y hembras. Habían pasado cerca de su barca y brillaban a la luz
de la luna, como unos seres espectrales surgidos de las profundidades del
Atlántico. Parecían estar cantando a Dagon, un canto de alabanza. Y entre
ellos, sí, formando parte del mismo grupo, había visto a Enoch Conger, nadando
con los demás, desnudo como ellos, y uniendo su voz a las suyas en el cántico
de alabanza. Atónito, le había llamado, Enoch se había vuelto para mirarle, y
le había visto la cara. Luego todos, así como Enoch Conger. se sumergieron bajo
las olas y no volvió a verlos más.
Cuentan que, por haber
hablado tanto, el viejo hombre fue reducido al silencio por miembros de los
clanes Marsh y Martin, que, según se decía, estaban emparentados con algunos
habitantes del mar. La barca Harper no volvió a salir a la mar, el viejo no
tenía ya que ganarse la vida, ni los hombres que habían formado su tripulación.
Transcurrió mucho tiempo
hasta que, un día, un hombre joven; que había pasado su niñez en Innsmouth y se
acordaba de Enoch Conger, regreso al puerto de esta ciudad y contó cómo él, en
compañía de su hijo pequeño, habían salido a remar a la luz de la luna. Ya
habían pasado el Cabo del Halcón cuando, de repente, justo detrás de su barca y
tan cerca que hubiesen podido tocarle con un remo, surgió el torso desnudo de
un hombre entre las olas. Se mantenía en el agua tal como si otros, a quienes
no podían ver, le estuvieran sosteniendo por debajo. Su cara, el rostro de
Enoch Conger, se volvía hacia el Cabo del Halcón y parecía mirar con nostalgia
la casa que seguía allí en ruinas. El agua chorreaba de su largo pelo, de su
barba, y resbalaba sobre su cuerpo oscuro; su piel, debajo de las orejas, tenía
como dos grandes agallas. Y luego, tan extraña y repentinamente como había
surgido, desapareció, sumergiéndose en el mar.
A lo largo de la costa de
Massachusetts, cerca de Innsmouth, se rumorean muchas cosas acerca de Enoch
Conger, y otras se insinúan en voz baja...
Fin
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