El
Sobreviviente
H.P.
Lovecraft & August Derleth
(Este relato es otro de la serie de “colaboración
postuma” después de la muerte de Lovecraft.
Conceptos y notas
preliminares pertenecen a H.P.L. y luego August Derleth le dio su
toque, teniendo como resultado este relato)
Me había propuesto no volver
a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi huida de Providence en la
noche del horrible descubrimiento -hay recuerdos que todo el mundo desea
suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su existencia- pero me veo
obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa de la calle Benefit,
y mi precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente fuese sometido a
presiones injustas por parte de la policía, deseosa de hallar alguna
explicación a su horrible descubrimiento. Ese horror lo experimenté, antes que
cualquier otro humano, ante la vista de algo ciertamente mucho más terrible que
cuanto haya podido verse después, al cabo de tantos años, tras pasar la casa a
ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría algún día.
Ciertamente, no cabe esperar
de un anticuario que esté tan instruido en lo que respecta a ciertas antiguas
sendas del conocimiento humano como en lo que concierne a casas antiguas. Sin
embargo, cabe pensar que, inmerso en la investigación del hábitat humano,
tropiece en ocasiones con ciertos misterios considerablemente más complejos que
la fecha de un pabellón o la procedencia de un techo estilo holandés, y logre
sacar de ellos determinadas conclusiones, por increíbles, horribles, espantosas
o aun condenables -¡sí, condenables!- que sean. En los lugares frecuentados por
los anticuarios es bien conocido el nombre de Alijah Atwood; no digo más por
modestia, pero cualquier persona que tenga interés en buscar referencias
encontrará, en esos directorios dedicados a la información para anticuarios,
más de un párrafo que trata de mí.
Vine a Providence, Rhode
Island, en 1930, con la intención de visitarla brevemente y seguir luego hacia
Nueva Orleans. Pero vi la casa Charriere en la calle Benefit, y me atrajo como
sólo un anticuario puede ser atraído por una casa extraña y solitaria en una
calle de Nueva Inglaterra, que no era de la misma época, una casa de cierta
antigüedad, con un aura indescriptible que atraía y repelía al mismo tiempo. Se
decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de
cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso -si he
de fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore- de las
viviendas de los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros. No
es mi intención escribir sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el
ámbito de mi experiencia, ciertas revelaciones sin explicación científica
alguna, aunque soy lo suficientemente racional como para pensar que dicha
explicación puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el hombre utilice
para su interpretación un procedimiento científico correcto. En este sentido,
estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada. Ningún fantasma
transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas, ninguna voz
exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral aparecía a la hora
de las brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie podía negar que la
casa estaba rodeada por un halo no sé si de terror, de perversión o de
horribles misterios; si llego a ser un hombre menos insensible, esa casa, sin
duda, me hubiese hecho perder la razón. El halo resultaba menos corpóreo que en
otras casas que he conocido, pero sugería la existencia de secretos
inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser humano. Sobre todo,
transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de siglos muy
anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas, cuando el mundo
era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía menos de tres
siglos.
La observé primero como
anticuario, encantado de descubrir una casa, entre otras características de
Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del siglo XVII. Era, por
tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la atención de cualquier
viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo mismo que otras ciudades
viejas del continente americano, pero en esta primera visita a Providence no
venía particularmente en busca de antiguas viviendas, sino para ver a un colega
anticuario de renombre. Fue camino de su casa, situada en la calle Barnes,
cuando pasé por la casa Charriere. Al observar que no estaba habitada, decidí
alquilarla para mí. De todos modos, puede que no lo hubiese hecho de no haberme
incitado la peculiar aversión de mi amigo a hablar de la casa y el hecho de
mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel lugar. Quizá sea injusto con él,
ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el pobre hombre, sin saberlo ninguno
de los dos, estaba ya en su lecho de muerte. Sea como sea, hablé con él en su
habitación, sentado al borde de la cama, en lugar de hacerlo en su despacho.
Fue allí donde le pregunté acerca de la casa, describiéndosela para que no
hubiese dudas respecto a cuál me refería, ya que por entonces yo no sabía el
nombre ni nada acerca de ella.
Un hombre llamado Charriere,
un cirujano francés venido de Quebec, había sido su dueño. Pero mi amigo
Gamwell no sabía quién la había construido. A Charriere sí le había conocido.
«Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero nadie lo vio mucho más. Se
había retirado de la medicina» dijo Gamwell. Cuando éste conoció la casa, el
doctor Charriere ya vivía en ella, como debieron hacerlo sus antepasados,
aunque esto Gamwell no podía asegurarlo. El doctor Charriere había llevado una
vida recluida y había muerto hacía tres años, en 1927, según la noticia oficial
aparecida en su día en el Journal de Providence. La fecha de la muerte del
doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo indicarme; todo lo demás se
mantenía a oscuras. La casa sólo había sido alquilada una vez: la había ocupado
durante un corto período de tiempo un profesional y su familia, pero la dejaron
después de un mes, quejándose de la humedad y de los malos olores del vetusto
edificio. Desde entonces se encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya
que el doctor Charriere había dejado en su testamento una considerable suma de
dinero para pagar los impuestos durante muchos años -algunos decían que veinte-
y garantizar que la casa estaría allí en el caso de que los herederos del
cirujano la reclamasen. El doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas
referencias a un sobrino que hacía su servicio militar en Indochina. Todos los
intentos para encontrar al sobrino habían sido inútiles, y ahora se dejaba que
la casa siguiese en pie hasta que expirase el período de tiempo que el doctor
Charriere había estipulado en su testamento.
-Voy a alquilarla -le dije a
Gamwell.
Enfermo como estaba, mi
colega anticuario se apoyó sobre un codo para incorporarse en el lecho y
expresar su disconformidad.
-Un capricho pasajero,
Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de esa casa.
-¿Qué cosas? -le pregunté
llanamente.
Pero de esto no quiso
hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.
-Pienso verla mañana
-continué.
-No encontrará en ella nada
que no pueda encontrar en Quebec, créame -recalcó Gamwell.
Pero, como dije antes, su
extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la casa no contribuyó sino a
aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para siempre: solamente alquilarla
por seis meses más o menos, como centro de operaciones mientras visitaba los
alrededores de la ciudad y los caminos y paseos de Providence en busca de
antigüedades de esa región. Finalmente Gamwell accedió a darme el nombre de la
firma de abogados en cuyas manos Charriere había dejado su testamentaría.
Después de haber solicitado una entrevista con ellos y vencido el escaso
entusiasmo con que acogieron mi proposición, me convertí en el amo de la vieja
casa Charriere por un período de no más de seis meses, que podían ser menos, si
así lo decidía.
Tomé posesión de la casa en
seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar que se había instalado agua
corriente, pero en cambio carecía de corriente eléctrica. Entre el mobiliario
de la casa, que permanecía tal como quedó a la muerte del doctor Charriere,
encontré para alumbrado una docena de lámparas de varias formas y épocas,
algunas aparentemente con más de un siglo de antigüedad. Esperaba hallar la
casa llena de telarañas y de polvo, pero cuál no sería mi sorpresa cuando
comprobé que no era así. Y eso que, según tenía entendido, los abogados -la
firma Baker & Greenbaugh- no estaban encargados de la limpieza de la casa
durante ese medio siglo que -según lo estipulado en el testamento del doctor
Charriere- podía transcurrir hasta que se presentara a tomar posesión su único
heredero.
La casa correspondía
exactamente a la imagen que me había hecho de ella. Abundaba la madera. En
algunas habitaciones cuyas paredes habían sido empapeladas el papel se había
despegado, y en otras, el yeso había ido adquiriendo, con el paso de los años,
un tono amarillento. Las habitaciones eran irregulares y daban la impresión de
ser o muy grandes o demasiado pequeñas. Había dos plantas, pero se veía que el
piso de arriba no había sido utilizado nunca. El de abajo, sin embargo,
conservaba las huellas de su antiguo ocupante, el cirujano. Una de las
habitaciones le había servido de laboratorio, y otra anexa, de despacho. Ambos
cuartos parecían haber sido abandonados recientemente en el curso de alguna
investigación, como si su último y efímero ocupante -post-mortem Charriere- no
hubiese penetrado en ellos. No me causó extrañeza, ya que la casa era
suficientemente grande como para poder vivir en ella sin necesidad de utilizar
aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el laboratorio se hallaban en la
parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín frondoso, lleno de arbustos y
árboles. Extendido a lo largo de toda la parte posterior de la casa, este
jardín era de un tamaño muy considerable, ya que ocupaba el ancho de tres
solares y en profundidad equivalía a uno. Remataba en un muro de piedra muy
alto que lindaba con la calle de atrás.
El estado en que se habían
quedado el laboratorio y el estudio indicaban que, sin lugar a duda, el doctor
Charriere se hallaba en plena investigación cuando le llegó su hora. Por mi
parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó desde el primer
momento. Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario. La vista de los
extraños y casi cabalísticos dibujos, que parecían cuadros fisiológicos de
diversas especies de saurios, me indujo a pensar que la labor de investigación
emprendida por el doctor Charriere iba más allá del simple estudio del hombre.
Entre aquellos saurios, los más destacados eran del orden Loricata y de los
géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros dibujos
representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como
algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que
correspondían al período Jurásico. De todas maneras, sé que no fue esa primera
ojeada y la curiosidad que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi
estudio de la extraña investigación del doctor Charriere. Lo que me arrastró
realmente fue ese halo de misterio -perceptible para un anticuario- que se
desprendía de toda la casa.
La casa Charriere me
impresionó desde el primer momento, pues era una casa totalmente de su época,
salvo en el hecho de la posterior instalación de agua corriente. Tenía la
impresión de que había sido el doctor Charriere quien la había construido.
Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica que habíamos
mantenido, no me había dado a entender lo contrario. Pero tampoco había
mencionado la edad que tenía el cirujano el día de su muerte. Suponiendo que
hubiera muerto a los ochenta años, no podía haber sido él quien había edificado
la casa, ya que ésta había sido construida alrededor de 1700, ¡dos siglos antes
de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo tanto, que el nombre que
llevaba la casa era el del último propietario y no el del constructor. Buscando
una explicación racional respecto a este punto, descubrí algunos hechos
desagradablemente inverosímiles.
Por un lado, la fecha del
nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún sitio. Busqué su tumba:
curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había solicitado y obtenido
permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura estaba junto a un viejo y
gracioso pozo que parecía haber sido construido más o menos al mismo tiempo que
la casa y permanecía intacto, con su techo, su cubo y otros accesorios, sin
duda tal como habían estado desde que se construyó la casa. Eché una ojeada a
la lápida en busca de la fecha de nacimiento, pero con desazón observé que en
la piedra sólo aparecían su nombre: Jean-François Charriere; su profesión:
cirujano; los lugares en los que había residido o trabajado: Bayona, París,
Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su muerte: 1927. No había nada
más, pero era suficiente para permitirme seguir investigando más a fondo.
Escribí en el acto a amistades de varios lugares en donde podían investigarse
los hechos.
Dos semanas después tenía
ante mí los resultados de dichas investigaciones. Pero lejos de quedar
satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había empezado por dirigirme a
un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que, ya que éste era el primer
lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido allí. Luego pedí informes
a París, después a un amigo de Londres que podía tener acceso a los archivos de
los asuntos británicos en la India, y finalmente a Quebec. Salvo una relación
de fechas, no obtuve ninguna información interesante. Un Jean-François
Charriere había nacido, efectivamente, en Bayona ¡en el año 1636! El nombre no
era desconocido en París, ya que un joven de diecisiete años, llamado
Jean-François Charriere, había estudiado con el exiliado monárquico Richard
Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En Pondichérry, y luego
en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor Jean-François Charriere,
cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde 1674 en adelante.
Y en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor Charriere se remontaba
a 1691. Había practicado en esa ciudad durante seis años, y abandonó
posteriormente la ciudad con destino desconocido.
Evidentemente, sólo podía
llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François Charriere, nacido en Bayona
en 1636 y cuyo último paradero conocido había sido Quebec, precisamente el
mismo año en que se construyó la casa Charriere de la calle Benefit, era un
antepasado del cirujano que había vivido en la casa y llevaba el mismo nombre.
Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta entre el año 1697 y la vida
del último habitante de la casa, pues en ningún sitio aparecían datos relativos
a la familia de ese primer Jean-François Charriere. No había ningún dato
respecto a la existencia de una señora Charriere o de hijos, que necesariamente
debieron existir para que continuase su descendencia hasta el presente siglo.
Todavía cabía suponer que el viejo señor que había venido de Quebec era soltero
y que, al llegar a Providence, había contraído matrimonio. Tendría entonces
sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba que ese matrimonio
se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía, como anticuario,
las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La desilusión, pues, no
fue tan grande como para hacerme abandonar mis investigaciones.
Opté por un nuevo
procedimiento, y me dirigí a la firma Baker & Greenbaugh para solicitar
información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más extraño
todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés,
ambos abogados se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas
sus instrucciones habían llegado por carta, junto con unos cheques por un valor
muy elevado. Habían trabajado para el doctor Charriere durante los seis años
que precedieron a su muerte, y desde entonces hasta la fecha. No habían sido
empleados por él anteriormente. Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto
que la existencia de un sobrino implicaba la existencia, por lo menos en alguna
época, de un hermano o una hermana de Charriere. Pero por ese camino tampoco
conseguí la menor información. Gamwell me había informado mal: Charriere no
había especificado que se refería a un sobrino, sino que había dicho: «el único
varón superviviente de mi familia». Se había pensado que este superviviente
podía ser un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas maneras,
el testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su
heredero porque él mismo se dirigiría a la firma Baker & Greenbaugh, bien
por carta o personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a
dudas. Ciertamente había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero
también resultaba evidente que habían sido muy bien recompensados por la
confianza que había sido depositada en ellos y que no iban a traicionarla
contándome más de lo que me habían contado. Después de todo, según dijo
razonablemente uno de los abogados, sólo habían transcurrido tres años desde la
muerte del doctor Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el
heredero superviviente se presentase.
Después de aquel fracaso,
recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que seguía en cama y se encontraba
aún más débil. Su médico de cabecera, con quien me crucé cuando salía de la
casa, me dio a entender por primera vez que Gamwell quizá no volvería a
levantarse, y me pidió que procurara no excitarle, ni cansarle con muchas
preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar todo lo que pudiese acerca
de Charriere, pese a que la primera sorpresa me la llevé yo ante el escrutinio
al que me sometió Gamwell. Parecía como si mi amigo esperara que una estancia
de menos de tres semanas en la casa Charriere me hubieran alterado incluso mi
aspecto físico. Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué
que había encontrado la casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba
conocer algo más de su último ocupante. Gamwell había mencionado que le vio
alguna vez.
-Fue hace muchos años -dijo
Gamwell-. Si han pasado tres años después de su muerte, déjame pensar... debió
de ser en 1907.
-¡Pero eso fue veinte años
antes de que muriese! -exclamé asombrado.
De todas formas, Gamwell
insistió en que ésa era la fecha.
¿Y qué aspecto tenía?
Insistí con la pregunta.
Desgraciadamente, la
senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo intelecto del viejo.
-Coges un tritón, lo haces
crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas traseras, lo vistes con
ropas elegantes -dijo Gamwell- y ya tienes al doctor Jean-François Charriere.
Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío. Vivía en otro mundo.
-¿Cuántos años tenía? -le
pregunté- ¿Ochenta?
-¿Ochenta? -se quedó
pensativo-. La primera vez que le vi, yo no tenía más de veinte años y él no
aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido Atwood, no había
cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez. ¿O sería la
perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en 1907. Y murió
veinte años después.
-Es decir, a los cien.
-Tal vez.
En fin, tampoco Gamwell pudo
proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada específico, nada concreto, no se
perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un recuerdo de alguien, pensaba yo,
hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque él mismo no hubiese sabido decir
por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que Gamwell no quería reconocer,
falseaban sus propios elementos de juicio. A continuación me dirigí a los
vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos del doctor Charriere eran
escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable porque coleccionaba
lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó que realizaba
diabólicos experimentos en su laboratorio. La única anciana era una tal señora
Hepzibah Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás de la valla
que limitaba el jardín de la casa Charriere. La encontré muy apagada. Estaba en
una silla de ruedas que empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña y fríos
ojos azules, inquisidores detrás de sus quevedos. Pero la anciana se animó
cuando mencioné el nombre del doctor Charriere, y cuando supo que yo vivía en
la casa, empezó a hablar.
-No vivirá ahí mucho tiempo,
acuérdese de mis palabras. Es una casa endemoniada -dijo con una fuerza que, de
pronto, degeneró para convertirse en un parloteo senil-. Más de una vez le he
observado. Un hombre alto, jorobado como una hoz, con una perilla pequeña,
igual que la de una cabra. ¿Y qué era aquello que reptaba entre sus pies? Una
cosa negra y larga, demasiado grande para ser una serpiente; pero yo pensaba en
serpientes cada vez que miraba al doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos
durante la noche? ¿Y qué era lo que ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé
lo que es un perro y lo que es un zorro. Era como un alarido de una foca. He
visto cosas, eso sí, pero nadie cree a una anciana con un pie en la tumba. Y usted,
usted tampoco me hará caso, porque nadie lo hace.
¿Qué podía deducir de todo
esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al despedirme: -No haga caso de
las divagaciones de mi madre. Padece arteriosclerosis, lo que, en ciertas
ocasiones, le debilita la mente-. Pero yo no pensaba que la señora Cobbett
fuera una débil mental. Recordaba el brillo tan vivo de sus ojos mientras
estaba hablando. Parecía estar en posesión de un secreto tan prodigioso que ni
su guardián, la severa e inflexible hija que permanecía inmóvil junto a ella,
hubiera podido percibir o imaginar siquiera sus contornos. Los desengaños me
esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos que había
conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor información que cada
dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas, registros, lo intenté todo.
Pero lo único que podía encontrarse era la fecha en que se había construido la
casa: 1697, y la de la muerte del doctor Jean-François Charriere. Si algún otro
Charriere había muerto en esta ciudad, no había señal de ello en ningún sitio.
Me parecía inconcebible que todos los miembros de la familia Charriere,
anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle Benefit, hubiesen muerto
fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido así, ya que no
encontraba otra explicación posible. En la casa descubrí un retrato. Pese a que
no llevaba ningún nombre inscrito, por las iniciales J. F. C. supuse que se
trataba del doctor Charriere. El cuadro, que estaba colgado en un rincón
apartado y casi inaccesible del piso superior, representaba una cara delgada y
ascética, con una barba desordenada; lo que más resaltaba en ese rostro eran
los pómulos salientes que acentuaban el hundimiento de las mejillas y el brillo
de los ojos negros. En general, su aspecto era desvaído y siniestro.
En vista de la imposibilidad
de obtener más información por otros medios, decidí dedicarme de nuevo al
examen de los papeles y libros dejados en el despacho y el laboratorio del
doctor Charriere. Hasta entonces me había ausentado mucho de la casa en busca
de información acerca del pasado del doctor Charriere, y ahora me había
recluido en ella casi con la misma obstinación. Quizá debido a esta reclusión
percibí con mayor fuerza el halo misterioso de la casa -a nivel psíquico tanto
como físico-. Ahora, por vez primera, llegaba a notar la extraña mezcla de
olores que habían decidido al efímero inquilino y a su familia a abandonar la
casa apenas alquilada. Algunos de ellos eran los aromas típicos y comunes de
todas las casas viejas, pero otros me eran totalmente desconocidos. Sin
embargo, logré identificar fácilmente el olor predominante: lo había percibido
ya en otras ocasiones, en jardines zoológicos y en las proximidades de ciertos
pantanos de aguas estancadas. Se trataba de un miasma que, con una fuerza
increíble, sugería la presencia cercana de reptiles. Cabía admitir la
posibilidad de que ciertos reptiles hubiesen llegado, a través de la ciudad,
hasta el refugio que les podía proporcionar el jardín de la casa Charriere. En
cambio, lo que sí parecía inconcebible era que hubiese llegado hasta allí una
cantidad tan grande de ellos como para llenar la casa entera de su hedor. Pero
por mucho que busqué no logré encontrar el lugar de donde emanaba ese olor a reptil,
ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me ocurrió que podía provenir del
pozo, pensé que sin duda se trataba de una ilusión mía, provocada por mi deseo
de encontrar alguna explicación racional.
El olor persistía. Noté
también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido que con la humedad se
acentúan los olores. Como la casa también estaba húmeda, la brevedad de la
estancia del último inquilino era comprensible. Lo cierto era que éste no se
había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel hedor llegó a desagradarme
en ocasiones, no me inquietaba -al menos no tanto como me inquietaban otros
aspectos de la casa. Parecía que la vieja casa había empezado a protestar
contra mi intromisión en el despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener
ciertas alucinaciones que se hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte,
durante la noche oía un extraño ladrido que parecía provenir del jardín. Por
otra parte, y también durante la noche, veía algo como una extraña y encorvada
figura de reptil rondando por el jardín, cerca de las ventanas del despacho.
Pese a que esta y otras visiones se repetían, me empeñé en considerarlas como
meras alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica noche en que
oí un ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera bañando en
el jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en la
casa. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí
hacia el despacho. Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que
estaba soñando aún. Mi pesadilla parecía generada directamente por la
naturaleza de ciertas lecturas que acababa de hacer indagando entre los papeles
del doctor Charriere. Porque se trataba de una pesadilla, en ese momento no me
cabía la menor duda, aunque apenas pude divisar al intruso, el intruso que
había penetrado en el despacho, llevándose unos papeles del doctor Charriere.
La luz amarillenta y tenue de la lámpara que mantenía en alto me cegaba
parcialmente. Tan sólo veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el
momento en que saltaba por la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín,
pude verlo entero. Aquello no duró más que un instante, pero me pareció que
llevaba un traje muy ajustado al cuerpo y hecho de un extraño material áspero y
oscuro. No habría dudado en perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la
lámpara, una serie de cosas inquietantes.
El intruso había dejado sus
huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y mojadas. Pero lo más extraño
era la forma misma de los pies que dibujaban: unos pies anormalmente anchos,
con uñas tan largas que habían dejado su marca delante de cada dedo. En el
lugar en que el intruso había permanecido inclinado sobre los papeles había
charcos de agua. El ambiente estaba saturado de ese fuerte olor a reptil, el
mismo que yo había comenzado a aceptar como parte integrante de la casa, pero
tan fuerte ahora que me sentí tambalear y estuve a punto de desmayarme. Sin
embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la curiosidad.
En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue que uno de
los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa Charriere -y
habían decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que fuese
destruida-, había estado nadando antes de venir a invadir el estudio. Aquella
circunstancia me parecía poco convincente pero si la rechazaba ¿cómo explicar
entonces lo que yo mismo acababa de presenciar? Fijándome en los documentos,
noté inmediatamente la desaparición de varios de ellos. Afortunadamente, los
que faltaban eran los que había leído ya y que había dejado amontonados en una
pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba entender el valor que aquellos
papeles podían tener para nadie, a no ser que alguna otra persona estuviera tan
interesada como yo, quizá con el fin de reclamar para sí la propiedad de la
casa y los terrenos. Todos ellos eran apuntes relativos a la longevidad de los
cocodrilos, los caimanes y otros reptiles. Para mí, era ya evidente desde hacía
algún tiempo que el doctor Charriere se había volcado de forma obsesiva en el
estudio de la longevidad de los reptiles y de sus causas con el fin de aprender
cómo el hombre podría llegar a alargar su propia vida. Hasta entonces nada en
esos apuntes me había inducido a pensar que el doctor Charriere hubiera
descubierto los secretos de esa longevidad. Tan sólo algunos párrafos
alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera sometido a «operaciones» a
alguien -no especificaba quién- con el fin de alargarle la vida.
En realidad, existía también
otra clase de notas escritas, según me pareció a mí, por el doctor Charriere.
Sin embargo, en su contenido se apartaban de la investigación más o menos
científica seguida por éste en torno a la longevidad de los reptiles. Se trataba
de una serie de enigmáticas referencias a ciertas criaturas mitológicas, entre
las cuales dos eran frecuentemente citadas: «Cthulhu» y «Dagon». Eran, por lo
visto, deidades del mar en alguna mitología muy antigua y de la que nunca había
oído hablar hasta entonces. Los misteriosos apuntes se referían también a otros
seres (¿hombres?), llamados Los Profundos, que gozaban de una longevidad muy
larga y estaban al servicio de esos dioses antiguos. Eran evidentemente unos
seres anfibios que vivían e las profundidades de los océanos. Entre aquellos
apuntes se encontraban las fotografías de una estatua monolítica
particularmente horrenda y con marcados rasgos saurios. Estaban acompañadas del
texto siguiente: «Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Idolo?» En otras
fotografías aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido
con la primera estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos
acusados de reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado:
«Tótem de los indios Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos
por ind. Tlingit.» Estas extrañas anotaciones demostraban claramente que su
autor estaba dispuesto a estudiar cualquier antiguo rito de brujería, cualquier
superstición religiosa primitiva, con tal de que aquello le sirviera para
alcanzar su objetivo.
No tardé mucho en darme
cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El doctor Charriere,
evidentemente, no se había volcado en el estudio de la longevidad por puro amor
al estudio. No, lo que él pretendía con ello era conseguir alargar su propia
vida. Y en sus apuntes ciertos indicios espeluznantes daban a entender que, al
menos parcialmente, había tenido éxito. Este era un descubrimiento
desagradable, que me impedía apartar de mi mente el recuerdo del extraño
misterio que envolvía los últimos años y la muerte del primer Jean-François
Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del último doctor
Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927. Aunque los
acontecimientos de aquella noche no me habían asustado excesivamente, opté por
comprar una pistola Luger de segunda mano y una linterna. La lámpara me había
impedido ver durante la noche, cosa que, en idénticas circunstancias, no me
ocurriría con una linterna. Si el visitante nocturno había sido uno de los
vecinos, estaba seguro de que esos papeles no harían otra cosa que llamar su
atención y, tarde o temprano, volvería. Ante esa posibilidad deseaba estar
preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente al merodeador en la casa que
yo había alquilado, estaba decidido a disparar si no obedecía a mi orden de
alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no deseaba llegar.
La noche siguiente reanudé
mi lectura de los libros y papeles del doctor Charriere. Era indudable que muchos
de los libros habían pertenecido a antepasados suyos, pues databan de siglos
atrás. Una de las obras, escrita por R. Wiseman y traducida del inglés al
francés, apoyaba la tesis de una relación existente entre el doctor
Jean-François Charriere, alumno de Wiseman en París, y ese otro cirujano del
mismo nombre que había vivido hasta hacía poco en Providence, Rhode Island. En
conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los
idiomas conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir
la mayor parte de los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de
otras lenguas románicas. Me era totalmente incomprensible el significado de un
título como Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba
de un libro del mismo estilo que el Cultes des Goules, del conde d'Erlette, era
porque se hallaba colocado junto a él. Libros de zoología estaban mezclados con
gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en esa mezcolanza se
encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación Existente entre los
Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano con Especial
Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis, de
Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de
Remigius; La Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de
Aylesbury, Massachusetts, etcétera. Era indudable que, por su antigüedad,
muchos de estos libros eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido
editados entre 1670 y 1820 y se encontraban en perfecto estado de conservación,
pese a haber sido constantemente manipulados.
Sin embargo, aquellas obras
tenían poco interés para mí. A veces pienso que por no haber dedicado un poco
más de tiempo a su examen perdí en esa ocasión la oportunidad de aprender aún
más de lo que aprendería luego; pero el dicho afirma que tener demasiados
conocimientos acerca de temas que el hombre haría mejor en ignorar es más
pernicioso que tener pocos. Otro de los motivos que me impulsaron a abandonar
tan pronto el examen de todos aquellos libros fue un descubrimiento que hice.
Oculto entre ellos encontré algo que, a primera vista, me pareció un diario. Un
examen más minucioso me convenció de que aquello no era tal cosa, sino una
simple libreta, porque las primeras fechas apuntadas en ella eran tan remotas
que no podían corresponder a ningún momento de la vida del doctor Charriere,
por muchos años que hubiese logrado vivir. Y sin embargo, era evidente que,
desde las primeras y más antiguas hojas hasta las últimas y más recientes,
todas las anotaciones habían sido escritas por la misma mano. En todas ellas se
reconocía la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces
que, recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas
notas de su interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas
reunidas y ordenadas por orden cronológico. Además de las anotaciones, en
aquellas páginas figuraban también unos dibujos que producían indudablemente
una gran impresión, pese a la poca maestría con que habían sido realizados. En
cierto sentido, recordaban a las primeras obras de ciertos artistas
autodidactas.
La primera página del
manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851. Arkham. Aseph Goade, P.» A
continuación venía lo que me pareció ser el retrato de Aseph Goade. Era un
dibujo en el que determinados rasgos de su fisonomía -más propios de un
batracio que de un hombre- habían sido intencionadamente realzados. Tenía la
boca anormalmente ancha, los labios como de cuero cuarteado, la frente muy baja
y ojos que parecían recubiertos por una membrana; era una fisonomía chata,
claramente similar a la de una rana. El dibujo ocupaba casi la totalidad de la
página. Del texto que le acompañaba deduje que se trataba del relato del
descubrimiento -en el campo de la pura investigación intelectual, pues era
imposible de toda evidencia que existiera semejante criatura- de una especie
subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a «Los Profundos», cuyo nombre había
leído en notas anteriores?) Para el doctor Charriere, en cambio, aquel ejemplar
de esa especie subhumana era una realidad, una verificación en el curso de su
investigación, que le permitiría demostrar la existencia de un parentesco entre
el batracio y el hombre y, por lo tanto, entre éste y el saurio.
A continuación venían otros
apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de ellos eran un tanto ambiguos
-quizá a propósito- y, a primera vista, parecían no tener ningún sentido. ¿Qué
podía yo sacar de una página como ésta?:
1857 San Agustín. Henry
Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no ictiológicas. Debe tener 107 años.
Ningún proceso de degeneración. Todos los sentidos muy agudos. Origen incierto,
algunos antepasados dedicados al comercio en Polinesia.
1861. Charleston. Familia
Balzac. Piel de las manos cubierta de costras. Mandíbula doble. Toda la familia
presenta las mismas características. Anton 117 años. Anna 109 años. Infelices
lejos del agua.
1863. Innsmouth. Familias
Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed Marsh, comerciante en Polinesia,
contrajo matrimonio con una nativa. Todos con características faciales
similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las mujeres raras veces vistas
por las calles, pero mucha natación durante la noche -familias enteras nadando
en dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto de la ciudad permanecía
en sus casas-. Notable relación con P. Tráfico considerable entre Innsmouth y
Ponapé. Algunas ceremonias religiosas secretas.
1871. Jed Price, atracción
de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán». Aparece en estanques llenos de
caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida. Reputado por sus dientes
puntiagudos, pero imposible determinar si eran naturalmente así o si habían
sido afilados.
Esta era en general la
sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta. Aquellas notas hacían
referencia a diversos puntos del continente, desde el Canadá hasta México,
pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel momento se hizo patente
la extraña obsesión del doctor Jean-François Charriere, que le empujaba a
comprobar la longevidad de ciertos seres humanos que, en sus mismos rasgos,
parecían mostrar algún parentesco con antepasados saurios o batracios.
Indudablemente, si se
conseguía admitir la realidad de aquellos hechos -sin interpretarlos como una
pintoresca y colorida descripción de personas marcadas por ciertos acusados
defectos físicos- cabía reconocer el peso de la evidencia buscada por el doctor
Charriere para corroborar extraña y provocativamente su propia creencia. Sin
embargo, y en muchos aspectos, el cirujano no había pasado de hacer puras
conjeturas. Parecía que lo único que pretendía era establecer una relación
entre los datos recopilados. Esa relación la había buscado en las doctrinas de
tres civilizaciones distintas. La más conocida estaba contenida en las leyendas
vudús de la cultura negra. Inmediatamente después, la doctrina que había
generado los cultos a los animales en el antiguo Egipto. Finalmente, la tercera
y la más importante de todas, según las anotaciones del cirujano, era una
cultura completamente extraña y tan vieja como la tierra misma, o más aún. Era
la civilización de unos Dioses Arquetípicos, de su terrible e incesante
conflicto con los Primigenios, tan primitivos como ellos mismos y que se
llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres
similares. Esos tenían a su servicio unos seres tan extraños como podían serlo
el Pueblo Tcho-Tcho, los Profundos, los Shantaks, los Abominables Hombres de las
Nieves, y otros más. Al parecer, algunos de ellos eran seres subhumanos; en
cuanto a los demás, o eran criaturas en vía de transformación, o no eran
humanos en absoluto. El resultado de la investigación del doctor Charriere era
fascinante, pero en ningún momento había establecido y menos aún comprobado una
relación definitiva. Se encontraban ciertas referencias a los saurios en el
culto vudú; existían relaciones similares con la cultura religiosa del antiguo
Egipto; y aparecían oscuras y sugerentes referencias a una relación con los
saurios representados por el mítico Cthulhu, en una época anterior al
Crocodilus y al Gavialis; y aún antes del Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del
Megalosaurus y otros reptiles de la era mesozoica.
Además de estas interesantes
notas, había diagramas de lo que parecían ser extrañísimas operaciones y cuya
naturaleza no comprendía en ese momento. Aparentemente habían sido copiados de
antiguos textos, entre ellos una obra de Ludvig Prinn, titulada De Vermis
Mysteriis, frecuentemente citada como fuente de referencias y que me era
también totalmente desconocida. Las operaciones en sí mismas sugerían una
raison d’être demasiado aterradora para poder aceptarla; una de ellas, por
ejemplo, cuyo propósito era estirar la piel, consistía en realizar muchas
incisiones para «permitir el crecimiento». Otra explicaba cómo un sencillo
corte en cruz en la base de la columna vertebral era suficiente para lograr
«una extensión del hueso de la cola». Lo que estos fantásticos diagramas
sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin duda formaba
parte de la extraña investigación realizada por el doctor Charriere. A partir
de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente justificada: un estudio
como éste no podía llevarse a cabo más que en secreto si se quería evitar la
burla de todos los científicos.
En estos papeles pude leer
también la descripción de esas experiencias. Estaban relatadas de tal modo que
no podía tratarse más que de experiencias vividas por el propio narrador. Sin
embargo, eran anteriores a 1850 -en algunos casos en varias décadas- aunque,
como todas las demás notas, estaban escritas de puño y letra del doctor
Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se trataba del relato de
experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la de admitir que era más
que octogenario en el momento de su muerte, y muchísimo más, tanto que empecé a
sentirme molesto y a no poder apartar de mi mente a ese otro doctor Charriere
que había existido antes que él.
La suma total del credo del
doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e hipotética convicción de
que el ser humano podía, por medio de operaciones y otras prácticas tan
extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad característica de los
saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto como siglo y
medio, o quizá dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se retiraba a
algún lugar húmedo para dejarse caer en un estado de semiinconsciencia, que
venía a ser una especie de gestación, hasta el momento en que se despertaba,
con ciertas alteraciones en su aspecto y comenzaba otra larga vida. Dados los
cambios fisiológicos que sufría durante aquellos períodos de gestación, el
individuo se adaptaba a un modelo de existencia distinto en cada una de sus
vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había apoyado
únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de naturaleza similar,
y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que se habían dado en
los últimos doscientos noventa y un años. Esa cifra cobró un significado mayor
para mí cuando caí en la cuenta de que ese era justo el tiempo que había
transcurrido desde la fecha de nacimiento del primer doctor Charriere hasta el
día de la muerte del otro cirujano. No obstante, en todo ese material no había
nada que sugiriera un procedimiento concreto de tipo científico, con pruebas
aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias, quizá suficientes para
llenar de horribles dudas y de un convencimiento espantoso y a medio cuajar a
un lector fortuito, pero que no podían llegar a satisfacer el rigor de
cualquier hombre de ciencia.
¿Hasta qué punto habría
seguido profundizando en la investigación del doctor Charriere? Lo ignoro.
Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo
gritar de horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su
contenido siguiesen esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se
presentará nunca. Ahora ya no tiene remedio; la casa es propiedad municipal y
será destruida.
Estaba examinando estos
«hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di menta, con eso que la gente
llama el «sexto sentido», de que estaba siendo observado detenidamente. No
queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi reloj de bolsillo y colocándolo
delante de mí utilicé el pulido y brillante interior del estuche a modo de
espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que estaban a mis espaldas. Y
vi ahí, reflejada difusamente, la más horrible caricatura que pueda imaginarse
de un rostro humano. Me dejó tan estupefacto que, sin pensarlo, volví la cabeza
para observarlo directamente. Pero no había nada en la ventana, excepto la
sombra de un movimiento. Me levanté, apagué la luz, y me acerqué a la ventana.
Una silueta alta, curiosamente encorvada que, medio agachada y arrastrando los
pies, se dirigía hacia la oscuridad del jardín: ¿fue realmente eso lo que vi?
Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para perseguirle. Quienquiera que
fuese, vendría otra vez, como había venido la noche anterior.
De modo que, mientras
esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones que me venían a la
mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno, confieso que coloqué,
encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se oponían a que la casa
Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían asustarme para que me
marchara, pues ignoraban que mi estancia en la casa iba a ser tan breve. Cabía
pensar también en la posibilidad de que hubiese algo en el estudio que deseaban
obtener. Pero esa eventualidad no me pareció muy convincente, porque si tal era
su intención, habían tenido tiempo de sobra para conseguirlo durante el largo
período en que la casa estuvo deshabitada. Lo cierto es que en ningún momento
se me ocurrió pensar en la verdadera explicación de los hechos. No soy más
escéptico que cualquier otro anticuario; pero la aparición de mi visitante, lo
confieso, no me sugirió nada que hubiera podido relacionar con su verdadera
identidad, a pesar de todas las circunstancias coincidentes que podían tener
cierto significado para mentes menos científicas que la mía. Sentado allí en la
oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la atmósfera de la vieja
casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le influía la vida de Providence
que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan lejos. Estaba poblada de
residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el olor persistente de la
humedad, sumado a ese otro tan peculiar y característico de ciertas zonas en
los parques zoológicos donde viven los reptiles; el olor a madera vieja
mezclado con ese otro que desprendía la piedra de las paredes en el sótano,
aroma de material descompuesto porque, con el tiempo, la madera tanto como la
piedra habían ido deteriorándose. Pero había algo más: el vaporoso indicio de
una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto en minuto.
Estuve esperando así cerca
de una hora, antes de percibir algún ruido. Cuando lo oí, fue irreconocible. Al
principio me pareció que era un ladrido, algo muy similar al sonido emitido por
los caimanes; pero pensé que sería mi imaginación febril, y que no había sido
más que el ruido de una puerta al cerrarse. Pasó algún tiempo antes de que
volviese a oír algún otro sonido: el crujido de unos papeles. ¡El intruso había
logrado entrar en el estudio delante de mis propias narices sin que lo
advirtiera! Estaba estupefacto y encendí la linterna que tenía enfocada hacia
la mesa.
Lo que vi fue algo
increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino la absoluta
desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé que perdería el
conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente peligro me
invadió y, sin pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia que nos
separaba, sabía positivamente que cada disparo había dado en el cuerpo bestial
que se inclinaba sobre la mesa del doctor Charriere en el oscuro estudio.
De lo que sucedió
inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy poco: un cuerpo
revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en persecución. Era
evidente que le había herido, porque había manchado el suelo de sangre, desde
la mesa del estudio hasta la ventana por la que había saltado, atravesando y
rompiendo el cristal. Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí las huellas
sangrientas. Aunque no hubiera estado desangrándose, el fuerte olor que
despedía y que se percibía en el aire de la noche me habría permitido seguirle.
Me llevó por el jardín, no
muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo que estaba detrás de ella.
Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo. A la luz de la
linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente
construidos, que bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de
sangre que encharcaba el borde del pozo, que estaba seguro de haber herido
mortalmente al intruso. La confianza de que así había sido me impulsó a
seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro. ¡Ojalá hubiese dado media
vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar! Pero seguí adelante y bajé
por las escaleras situadas contra la pared del pozo, que no conducían a la
superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba con un túnel que
atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en el jardín. Movido
ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi víctima, me introduje
en el túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra que manchaba mi ropa.
Con la linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi arma preparada. Más allá
había una especie de caverna -lo suficientemente grande como para que cupiera
un hombre arrodillado- y, en medio de la luz emitida por mi linterna, apareció
un ataúd. Al verlo dudé un instante, pues me di cuenta que la desviación del
túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.
Pero había llegado demasiado
lejos para poder retroceder. El hedor en este espacio era indescriptible. La
atmósfera del túnel entero estaba impregnada de ese nauseabundo olor a reptil,
pero ahora se había vuelto tan denso que tuve que hacer un gran esfuerzo para
acercarme al ataúd. Llegué a él y vi que estaba destapado. Los charcos de
sangre llegaban hasta el mismo féretro que habían manchado. Con una mezcla de
curiosidad y de temor ante lo que iba a ver, me incorporé cuanto pude.
Temblando, alumbré con la linterna el interior del ataúd...
Habrá quien diga que mi
memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años que han transcurrido, pero
lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en mi memoria. Bajo la luz de mi
linterna yacía un ser que acababa de morir, y cuya existencia implicaba una
serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura que yo había matado. Mitad
hombre, mitad saurio, era el macabro recuerdo de lo que una vez había sido un
ser humano. Sus ropas estaban rotas, desgarradas por las horribles mutaciones
de su cuerpo; la piel, cubierta de costras; sus manos y sus pies descalzos eran
planos, de aspecto fuertes, parecidos a unas garras. Aterrado, noté también el
apéndice en forma de cola que había crecido en la base de la columna vertebral,
y su mandíbula horriblemente alargada, una mandíbula de cocodrilo en la que aún
crecía una mota de pelo, como la barba de una cabra...
Todo esto fue lo que vi
antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor, pues ya había reconocido lo
que yacía en el ataúd. Había permanecido allí desde 1927 en una
semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de volver a la vida, con un
aspecto horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-François Charriere,
cirujano, nacido en Bayona en el año 1636 y «muerto» en Providence en 1927.
¡Ahora ya sabía que el superviviente de quien hablaba en su testamento no era
otro que él mismo, nacido otra vez, devuelto a la vida por el conocimiento
endemoniado de ritos más antiguos que la propia humanidad, y ya olvidados, tan
antiguos como los primeros días de la tierra, cuando las grandes bestias
luchaban y se destruían entre sí!
Fin
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