La
Hermandad Oscura
H.P.
Lovecraft & August Derleth
(Relato de H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con August Derleth)
Probablemente las
circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción por el fuego de una
abandonada casa situada en una colina, a orillas del Seekonk, en un distrito
poco habitado entre los puentes de Washington y Red, no llegarán a conocerse
nunca. La policía fue acosada por el número habitual de maniáticos que se ofrecían
para facilitar informes sobre el asunto. Nadie más insistente que Arthur
Phillips, el descendiente de una vieja familia del East Side, residente desde
hacía mucho en la calle Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal;
preparó un relato de los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio.
Aunque la policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del
señor Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la
alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del Ateneo, en
el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había reunido allí con
la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su relato.
1
Por la noche, las calles de
cualquiera de las ciudades de la Costa Este proporcionan al paseante nocturno
visiones de lo extraño y lo terrible, de lo macabro y de lo insólito: al amparo
de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y
callejones de la ciudad aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y
remotas, se guarecen durante el día en sus grises nichos. Ellos son los
deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los perseguidos, y esas
almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas bajo el manto de la
noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede serlo para ellos la
fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados, hombres y mujeres
que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o que han buscado
experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en que la sociedad
humana se ha concentrado por un período de tiempo considerable, allí están
ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de oscuridad, como mariposas
nocturnas que se mueven en los alrededores de sus guaridas por breves horas antes
de huir de nuevo cuando surge la luz del sol. Como había sido un niño solitario
al que dejaban hacer lo que le daba la gana, debido a mi persistente falta de
salud, desarrollé muy pronto el hábito de deambular por las noches, al
principio sólo en la calle Angell y la vecindad donde viví durante mi niñez, y
luego, poco a poco, en un círculo más amplio de mi nativa Providence. Durante
el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río Seekonk desde la ciudad
hasta el campo abierto, o cuando me encontraba fuerte, jugaba con unos
compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub » edificada en una zona
boscosa no muy lejos de la ciudad. También me gustaba leer, y pasaba largas
horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía sin discriminación, y por lo
tanto asimilaba una gran variedad de conocimientos, desde las filosofías
griegas hasta la historia de la monarquía inglesa, de los secretos de la
antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr, de la ciencia de los papiros
egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico
en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la especialización, y de todo lo
que compraba sólo conservaba lo que, según él, era bueno; esto representaba, en
el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita y a menudo desconcertante.
Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a
cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los
de mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades
esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví
más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta
insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal
iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos
de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver
en las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y
escabullían por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para
escapar a las más intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad
acerca de los secretos de la vida de la ciudad que sólo la noche podía
descubrir. Cuando por fin finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que
me dedicaría a otros menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado
precaria para garantizarme la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me
habría gustado ir para continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo
para incrementar mis ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y
aumentó el tiempo durante el que paseaba por las noches, con la compensación de
dormir durante las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una
existencia normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes
vivíamos.
Mis compañeros de juventud
se habían alejado de mí, pero me encontré con Rose Dexter, descendiente de las
primeras familias inglesas que se instalaron en Providence, de ojos negros, de
proporciones singularmente atractivas y de facciones de gran belleza. a quien
persuadí para que compartiese mis paseos nocturnos. Con ella continué la
exploración de la Providence nocturna, con un nuevo aliciente: el ansia de
enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en mis paseos por la
ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y continuamos
encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos introducíamos en la
noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una ocurrencia del momento,
pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto deseo como yo por conocer
los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados desde hacía ya muchos años, y
se sintió pronto como en su casa en medio de la ciudad nocturna, al igual que
yo. Tampoco le gustaban las charlas intranscendentes, con lo que queda
demostrado hasta qué punto nos complementábamos. Durante algunos meses habíamos
estado explorando Providence en esta forma, cuando una noche, en la calle
Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla, sobre una ropa raída y
arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al doblar la esquina:
estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le observé al
pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y bigote, y el
indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares. Además, al
pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en el hombro y
habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría
decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después,
movido por un repentino impulso, le sugerí que podíamos acompañarle adonde
deseaba ir. Antes de que me diera cuenta plenamente de lo que había pasado,
íbamos los tres caminando juntos. Observé en seguida con qué aire escrutador
aquel individuo examinaba a mi compañera. Sin embargo, cualquier resentimiento
que pudiese surgir en mí estaba descartado porque reconocía que el interés de
ese extraño era inofensivo: resultaba más frío y crítico que pasional. También
aproveché la ocasión para examinarle lo más atentamente posible, en los
momentos fugaces en que la luz de las calles alumbraba el camino por el cual
pasábamos, y me inquietaba cada vez más la certidumbre de que le conocía o le
había conocido alguna vez. Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca
y una ligera corbata de Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la
hubiese llevado mucho tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista
no estaba sucia. Tenía la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con
cierta obsesión sus oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una
pequeña y tiesa barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre
las gentes de mi edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación;
no aparentaba ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su
vestimenta no era la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía
cortada con un patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en
Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en
seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le
pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría
usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo
dijese dos veces. En seguida le solté un apunte biográfico del padre de las
historias de detectives y maestro de los cuentos macabros, cuyas obras yo
admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité simplemente su romance con la señora
Sara Helen Whitman, pues se refería a Providence y a la visita con la señora
Whitman al cementerio al que nos dirigíamos. Pude observar que escuchaba con
atención extasiada, y parecía estar grabando en su mente todo cuanto le decía.
Pero no podía deducir de su rostro inexpresivo si lo que le con taba le
agradaba o le desagradaba, ni qué interés podría tener en ello. Por su parte,
Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se sentía
avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del amor.
Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de que
ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió casi
imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una farola de
la calle.
Una vez que supo nuestros
nombres, nuestro acompañante no parecía interesado en nada más, y
silenciosamente llegamos por fin al cementerio. Pensé que el señor Allan
entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía localizarlo para poder
volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía atractivo a aquellas
horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía poco encanto a un extraño,
incapaz de ver nada en plena oscuridad. Nos despedimos en la entrada, y Rose y
yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes
en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos alejado lo suficiente para
que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde. Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la
biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada tan frecuente en ella-. En
un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de
que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso de su nombre. Se
parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En
cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza, incluso en su ropa, y en
seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra de Poe. Un hombre tan
obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con una ropa pasada de
moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana que callejeaban de
noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más
extraño que hemos encontrado desde que empezamos nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo,
algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo
«extraño» trasluce de todos nosotros, los que buscamos la oscuridad -dije-. En
cierto modo, tendemos a crear nuestra propia realidad.
Pero mientras le contestaba,
me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no había necesidad de la aclaración
que buscaba ella afanosamente en las palabras de explicación que pronunció a
continuación. Sí, había algo extraño en el señor Allan, y lo que había era una
profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y lo aceptaba, en un buen
número de cosas triviales, pero particularmente en la falta de expresión de sus
facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido poco locuaz, no tenía
entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se había alterado la
expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que sugería un
distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés manifiesto que
mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo que se despertaba
mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión. Preferí llevar el tema
de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé a Rose a su casa.
2
Era inevitable, sospecho,
que me encontrase de nuevo con el señor Allan. Ocurrió dos noches después, no
lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte absurdo, pero no pude evitar el
pensamiento de que estaba esperándome, que su ansiedad por encontrarse conmigo
era tan grande como la mía. Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno
más, y me di cuenta en seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia
jovialidad, ningún trazo de emoción asomaba a su rostro; permanecía
absolutamente impasible, hierático, como diría un escritor romántico. Ni un
atisbo de sonrisa aparecía en su rostro, ni había ningún reflejo en sus
brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían sugerido, pude apreciar que el
parecido con Poe era asombroso, tanto que de haberme dicho el señor Allan que
era descendiente de Poe, le habría creído sin dudarlo.
Pensé que se trataba de una,
curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no hizo en esta ocasión
ninguna mención de Poe o de nada relacionado con Providence. Parecía, era
evidente, más interesado en escucharme que en hablar. Se mostraba tan
singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos visto antes. Pero
tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto mencioné que colaboraba con
artículos semanales relacionados con la astronomía en el Journal de Providence,
empezó a tomar parte en la conversación; lo que había sido durante algunas
manzanas un monólogo, se convirtió en diálogo. Pronto me di cuenta de que el
señor Allan no era un novato en cuestiones astronómicas. Escuchaba ansiosamente
mis puntos de vista, pero él mantenía los suyos, diferentes a los míos y a
veces muy discutibles. No se mostró remiso en manifestar que no sólo era
posible un viaje interplanetario, sino que innumerables estrellas, no sólo
planetas de nuestro sistema solar, estaban habitadas.
-¿Por seres humanos?
-pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser
seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el hombre. Incluso aquí, en este
planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído
las obras de Charles Fort. No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo,
le expliqué algunas de las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para
apoyar estas teorías. Vi que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la
cabeza de mi acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva;
era como si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice
es así.
Fue al hablar yo de objetos
voladores no identificados vistos cerca de Japón durante la última mitad del
siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso?
-interrogué.
Se lanzó a una extensa
perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la astronomía, todo
científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había vida solamente
en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos celestes con formas
de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a formas superiores.
Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los viajes
interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y pudiesen,
tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus habitantes, así
como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le
pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan
desarrollado no tendría necesidad de emplear tales métodos primitivos -señaló-.
Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la luna y escuchamos las señales
de radio de los planetas. Nosotros estamos aún en las primeras etapas de la
comunicación interplanetaria, y no digamos de los viajes espaciales, mientras
que otras razas en estrellas remotas hace mucho que han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con
tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de
ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha llegado a conclusiones
similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un
hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que
examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué,
aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si
nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle Angell, puede ser
que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con forma humana, pero
vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia muy superior a la de los
hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la
magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero no lo demostré en ningún
momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en el cúmulo de personajes que
pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos de Providence. El señor Allan
era un obseso de sus inauditas convicciones y como todos los obsesos ansiaba
hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como
invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar tiempo a que mi madre se acueste.
Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes
por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi
acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas se refirió a otras cuestiones,
y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato. Evidentemente se aburría; no
habíamos recorrido tres manzanas cuando llegamos a un callejón y allí el señor
Allan se despidió de mí bruscamente, se volvió hacia el callejón y se lo tragó
la oscuridad. ¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría
que salir inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor
de la manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde
allí podía observar la entrada del callejón sin ser visto. El señor Allan salió
tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a recobrar la
respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no fue así;
bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino. Movido por
la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el señor Allan
nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi dirigir la
vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía claramente a
un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más de medianoche.
Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía
desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin
desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió
hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví
a ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa,
pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había
mantenido en las sombras, puesto que al parecer el señor Allan no se había
acostado. Parecía que había pasado por la casa y rodeado la manzana entera,
pues de repente le vi acercarse a la casa, en la dirección en que habíamos
venido, y una vez más pasó por delante del lugar en que me ocultaba, y se
introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz. Esta vez, ciertamente,
se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más; entonces di media vuelta
y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell, convencido de haber hecho lo
mismo que el señor Allan la noche en que nos conocimos: me había seguido. Sí,
había llegado a la conclusión de que nuestro encuentro esta noche no había sido
fruto del azar, sino premeditado. Sin embargo, algunas manzanas más allá, me
sorprendí al ver que él, Allan, se acercaba en dirección a mí, procedente de la
calle Benefit. Traté de explicarme cómo se las había arreglado para dejar la
casa otra vez y dar un rodeo hasta conseguir caminar derecho hacia mí. Quise
imaginar en vano la ruta que pudo haber tomado para lograrlo. El caso es que
pasó a mi lado sin aparentar reconocerme. Pero no cabía duda: era él. La misma
semejanza con Poe le distinguía de cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su
nombre en mi boca y me volví para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza,
y caminó hacia adelante, dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo
había dejado momentos antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano,
todavía, trazar en mi mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de
los vericuetos y callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me
tropezase de nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos
encontrado en la calle Angell, luego caminamos hacia Benefit y el norte, y nos
volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber corrido mucho para poder dar la
vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía seguir semejante ruta? Me dejó
totalmente perplejo, especialmente porque ni siquiera había dado muestras de
conocerme, como si fuésemos completamente extraños. Pero si los acontecimientos
de la noche me habían dejado tan confundido, más lo estaba aún al encontrarme
con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me esperaba, y corrió hacia mí en
cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan?
-me preguntó.
-Ayer por la noche -le
respondí, y habría continuado con la explicación de los hechos de no haber
vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó
desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir
y le escuché. El señor Allan había estado esperando a que saliese de la
biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía pasear con ella.
Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco que dijeron fue muy
superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la ciudad, la
arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para quien
sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la
acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad
a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la
menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche
-dije.
Era parte de la verdad, pero
no toda. Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación
lógica, aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se
alarmase. El señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo
posible que el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación
cabía para lo que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros
acompañantes no era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente
habíamos paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante
era el mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes. Sin darle
importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas preguntas en
relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún momento de
nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo. No
dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante era el
mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al parecer
incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No tenía
motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí: los
hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había una
razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la ciudad
y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el crepúsculo y
se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer. Sin embargo, mi
compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras que el de Rose, que
yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero ¿por qué había
esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no era válida ante
la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me encontré anoche,
después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía haber acompañado a
Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última vez me crucé con el
extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla en la puerta de su
casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro extremo de la ciudad.
Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran quizá tres Allan -todos idénticos-,
trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el segundo señor Allan que me encontré la
noche anterior era el mismo con quien habíamos estado paseando hasta el
cementerio dos noches antes. El que sí podía ser otro era el de mi tercer
encuentro. Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba
sin resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la
noche con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.
3
Aun así, no estaba bien
preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos en la noche del lunes
siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa de subir a acostarse.
Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan parecidos como los
guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir entre ellos al
señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas calles de
Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo Se encaminaron al
salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar las sillas en
semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba algo acerca de la
«naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún demasiado
sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres idénticos, tan
pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme verdadera cuenta de
lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi lámpara de gas Welsbach,
que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea, no hasta el punto de
dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para pensar que a todos les
aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que algún mal hereditario
había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran muy negros y parecían
mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un defecto de percepción;
era como si viesen gracias a un extrasentido invisible para mí. La sensación
que experimenté no era predominantemente de miedo, sino de abrumadora
curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de algo extremadamente
desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi propia existencia.
Pocas cosas reseñables
habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero en cuanto el semicírculo
se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba la voz cantante me
señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a los hombres
sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí,
señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me
encontré con que me había convertido en el centro de todas las miradas. Más que
el objeto, el foco de sus miradas: los siete hombres no parecían mirarme a mí,
sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor
Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien tomé por el caballero
con quien me había encontrado en la calle Benefit- es producir en usted ciertas
impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene que hacer es relajarse y
ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que
amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que forma parte integrante de
este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron un rato en silencio, un
silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el alejado murmullo de
la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo describir como un cántico,
un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que aumentaba en volumen y
era interrumpido por sonidos que imaginé palabras aunque no podía distinguir
ninguna. La canción que cantaban, y la forma en que cantaban, eran
indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de los tonos no se
parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera serme familiar,
aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para
percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió una sensación de profundo
malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron difusas y se fundieron en
un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de que me barría el paso de
miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que algún tipo de hipnosis
era responsable de mi estado, pero me daba igual; la experiencia a la que me
estaba sometiendo era totalmente nueva y no desagradable, aunque había en ella
una nota discordante, como de algún mal acechando detrás de las relajantes
sensaciones que se acumulaban y me arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las
paredes y los hombres que tenía delante se emborronaron y desvanecieron. Me
daba cuenta de que todavía estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo
tiempo presentía que de alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y
empezó a manifestarse un sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo
que me rodeaba, así como de repulsión y alienación. Era como si temiese la
pérdida del conocimiento en un lugar extraño, sin medios para volver a la
tierra, pues lo que presenciaba era una escena extraterrestre, de unas
proporciones de grandeza y magnificencia incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del
espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión desconocida, y en el centro
veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en una ensenada de agitada
radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras enormes, cambiantes,
unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de altura y que reposaban
sobre su base compuesta de un material semielástico, con escamas y bultos. De
sus ápices salían cuatro miembros flexibles, cilíndricos, cada uno por lo menos
de un pie de ancho, y de una sustancia similar, aunque más parecida a la carne,
a la de los conos. Estos eran los supuestos cuerpos de los miembros que los
coronaban. Según pude observar, tenían la capacidad de contraerse y dilatarse
algunas veces hasta alcanzar una medida de largo similar a la altura del cono
al que estaban adheridos. Dos de estos miembros tenían unas enormes garras en
el extremo, mientras que un tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices
rojos con forma de trompeta, y el cuarto acababa en un globo amarillo de dos
pies de diámetro, en medio del cual había tres enormes ojos, de un ópalo
oscuro, que, dada su posición en el miembro elástico, podían volverse en
cualquier dirección. Fue una escena que me causó gran fascinación, pero al
mismo tiempo me inspiraba una repelencia atroz, dada la absoluta extrañeza y el
aura de temibles descubrimientos que se desprendía de ella. Con mayor claridad
y distinción, pude ver las figuras moverse: parecían atender a los grandes
cubos; logré ver que sus extrañas cabezas estaban coronadas por cuatro grandes
tallos grises con apéndices similares a unas flores y que, en su parte
inferior, ostentaban ocho tentáculos sinuosos y elásticos, del color verde
alga, constantemente agitados en un movimiento de serpentina. Esos tentáculos
se dilataban y se contraían, se alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a
otro como si tuviesen una vida independiente de aquella que animaba a los
conos, que parecían más perezosos. La escena estaba bañada en un descolorido
resplandor rojo, como el de un sol moribundo que, habiendo perdido a su
planeta, hubiese ocupado ahora el lugar de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible
impacto; era como si se me hubiese permitido mirar a otro mundo, un mundo
increíblemente mayor que el nuestro, diferente al nuestro por distintos valores
antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro en el tiempo y el espacio; y
mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -como si este conocimiento
estuviera introduciéndose en mí por algún sistema psíquico- que contemplaba una
raza destinada a morir, una raza que tenía que escapar de su planeta o morir.
Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y con un rápido y violento
esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me tenía apresado, exterioricé
la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un grito de protesta y me
levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía hacia atrás
estrepitosamente.
De inmediato la escena que
discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación volvió a enfocarse.
Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete caballeros parecidos
a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían emitido, el tararear y
las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado. Me calmé y mi pulso se
hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor
Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el señor Allan-, muy
alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo. ¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis
visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían expresión alguna, incluido
su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su
permiso.
Y silenciosamente, uno tras
otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle Angell.
Aquella experiencia me había
dejado una impresión sumamente desagradable. No poseía pruebas de haber visto
algo de otro planeta, pero podía atestiguar que había sido preso de una
extraordinaria alucinación, indudablemente por influencia hipnótica. ¿Pero cuál
era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era posible
aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado. Era
incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades
extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la
aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia
alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien
había oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos
múltiples de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o
menos de la misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía
la más mínima explicación. Tampoco tenía ningún significado palpable la escena
que había presenciado durante la demostración. De alguna forma había
comprendido que los grandes cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la
radiación violeta era como la vida: me di cuenta de que las criaturas de los
conos les servían en alguna forma, pero nada había descubierto que lo
demostrase. La visión entera carecía de sentido: era una de esas escenas que
podía haber sido creada por una imaginación altamente organizada, y
telepáticamente dirigida a un sujeto que se prestase a ello, como, por ejemplo,
yo mismo. Era ridículo demostrar así la existencia de vida extraterrestre; lo
único que demostraba era que yo había sido víctima de una alucinación inducida.
Pero, una vez más, se trataba de un círculo vicioso. Como alucinación, no tenía
razón de ser. Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente
inquietud que me atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.
4
Lo raro es que mi malestar
fue en aumento a medida que transcurría la mañana siguiente. Pese a estar
acostumbrado a las curiosidades humanas, a los frecuentes e increíbles
personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis paseos nocturnos por
Providence, las circunstancias que rodeaban al señor Allan y sus hermanos,
todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que no podía quitármelos de
la mente. Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del
callejón a orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante
nocturno. Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente
desierta; cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en
torno, todo era cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la
puerta y esperé. No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie
dentro de la casa. Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se
abrió nada más tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la
vista; por lo menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si
me estaban vigilando, yo no lo notaba. Abrí la puerta y entré en la casa.
Permanecí de pie durante un momento con mi espalda contra la puerta, para
acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que llenaba las habitaciones. Entonces
anduve cautelosamente a través del pequeño vestíbulo hacia la habitación
contigua, una salita llena de muebles tapizados por lo menos veinte años antes.
Ni rastro de seres humanos, aunque existían indicios de que no hacía mucho
alguien había andado por allí y había dejado huellas en el polvo visible del suelo
sin alfombras. Crucé la habitación y entre en un pequeño comedor. Lo crucé
también, y me encontré en una cocina. Al igual que el resto de las habitaciones
tenía pocas trazas de haber sido utilizada, pues no había nada de comida, y la
mesa parecía que no se había usado en años. Pero aquí también había un gran
número de huellas que demostraban que la casa estaba habitada. Y la escalera
demostraba asimismo un uso intenso. Pero fue en la parte posterior de la casa
donde descubrí lo que mayor desasosiego me produjo. Esta parte del edificio
consistía en una gran habitación, aunque era evidente que antiguamente habían
sido tres, pues en las paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los
tabiques que las habían separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que
había en el centro de la habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz
violeta bañaba la habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de
largo bloque introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque,
similar y apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes,
excepto en mis sueños.
Entré cautelosamente en la
habitación, alerta por si alguien interrumpía mi intromisión. Nadie ni nada se
movió. Me acerqué más a la caja de cristal encendida de violeta. Había algo
dentro de ella, aunque al principio no me percaté de esto, pues me fijé en que
estaba sobre una reproducción de tamaño natural de Edgar Allan Poe, iluminada,
como todo lo demás, por la misma luz violeta. No podía determinar su origen,
excepto que estaba envuelta en una sustancia parecida al cristal que formaba el
envase. Pero cuando finalmente me di cuenta de qué era lo que había encima de
la reproducción de Poe, casi grité de miedo, pues era una miniatura, una exacta
reproducción de uno de esos conos rugosos que sólo había visto ayer por la
noche en la alucinación a la que había sido inducido en mi casa de la calle
Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de los tentáculos de su cabeza -o lo que yo
creía que era su cabeza- evidenciaba indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con
una ojeada al otro envase para asegurarme de que estaba vacío y sin ocupar,
aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro que estaba paralelo a él;
me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible, pues estaba convencido que
los hermanos de la noche dormían arriba y en mi confusión por esta inexplicable
revelación que situaba mi alucinación de la noche anterior en otras
coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui de la casa sigilosamente,
aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras tan parecidas a la de Poe
en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de las calles que unían el
Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas manzanas antes de ponerme a
caminar más despacio, pues empezaba a llamar la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba
poner en orden mis caóticos pensamientos. No podía dar ninguna explicación a lo
que había visto, pero sabía intuitivamente que me había topado con un peligro
amenazante demasiado oscuro y repelente, y quizá demasiado vasto para poder
comprenderlo. Busqué un significado pero no pude hallar ninguno; nunca había
tenido una preparación muy científica, aparte de la química y la astronomía, de
modo que no estaba preparado para comprender el empleo de máquinas tan grandes
como las que había visto en esa casa alrededor de ese bloque encendido de
violeta donde estaba el cono rugoso en cálida y animadora radiación portadora
de vida. De hecho no era capaz de asimilar siquiera la misma maquinaria, pues
sólo existía una remota similitud con algo que podía haber visto antes, como la
dínamo de una central eléctrica. Estaban todas las máquinas conectadas de algún
modo a los dos bloques, y a los envases de cristal -si el material era
cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro, también unidos entre sí por unos
tubos.
Pero había visto suficiente
para convencerme de que el oscuro clan fraternal que caminaba por las calles de
Providence durante la noche con vestimenta y aspecto de Edgar Allan Poe paseaba
por motivos diferentes a los míos; los suyos no eran simple curiosidad acerca
de los personajes nocturnos, de los colegas paseantes de la noche. Quizá la
oscuridad era su estado más natural, al igual que la luz del sol era la de la
mayoría de las personas; pero sus motivos eran siniestros, no podía dudarlo.
Sin embargo, no lograba imaginarme lo que iba a suceder después. Por fin dirigí
mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme con algo que
me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto. Pero nada. Por
mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio, aunque leí
atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de Poe en
Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan
desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que
volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa noche. No había forma de
saber si mi visita a su casa había sido observada, a pesar de que creía haber
visto a un observador en la ventana de arriba en el momento de mi huida, cuando
estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no debía de tener fundamento alguno,
pues cuando me encontré con el señor Allan más tarde, y le saludé en la calle
Benefit, no había nada en su actitud o en sus palabras que dejase notar su
posible conocimiento de mi intromisión. Ahora bien, yo ya conocía su habilidad
para mantener su rostro impermeable a toda expresión: humor, disgusto, incluso
enfado o irritación eran ajenos a sus facciones, que nunca abandonaban esa
máscara introspectiva que caracterizaba a Poe.
-Espero que se haya
recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo, después de
intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté,
aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un repentino marco, que había
precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos
exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor Allan-. Son muchos.
Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva de la Tierra. Tampoco
la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas formas en otros planetas
y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los humanos, al igual que la
vida humana resulta extraña a esas otras formas de vida.
Por una vez, el señor Allan
se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía poco que decir. Estaba
claro, creyese yo o no que lo que había visto era una alucinación -incluso ante
el descubrimiento que había hecho en casa de mi acompañante- que él creía sin
la menor reserva en lo que decía. Hablaba de muchos mundos, como si le fuesen
familiares todos ellos. En un momento dado habló casi con reverencia de ciertas
formas de vida, particularmente de aquellas que tenían una asombrosa capacidad
de adaptación para tomar las formas de vida de otros planetas en su incesante
búsqueda de las condiciones necesarias para su existencia.
-La estrella que vi -le
interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor
Phillips.
Le escuché con alivio. Ya
que era imposible que ningún hombre pudiese ver la vida propia del espacio
exterior, lo que yo había experimentado no era más que la transmisión de una
alucinación del señor Allan y sus hermanos. Comunicación telepática,
ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que no había experimentado
antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante sensación de peligro que
rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar que se había apoderado de
mí, pues aquella explicación que me había apresurado a aceptar resultaba
sumamente ingenua. En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me
marché. Me fui de prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar
a Rose Dexter, pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al
teléfono público del edificio y la llamé a su casa. Contestó Rose, y confieso
que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan
esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo
unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su
casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en
seguida.
Hubo un largo silencio al
otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di
cuenta del acento de crueldad que había en su voz.
-Sería preferible que no fueras
-dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips,
que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que
yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le sugería que podría ser
peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono
-contesté, plenamente convencido de que sonaba a tonto, y de que a la vez era
cierto que no podría poner en palabras todas las terribles sospechas que habían
empezado a aparecer en mi mente, pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que
nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo
quebradamente.
-Intentaré explicártelo
cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y
colgó con una intransigencia que no presagiaba nada bueno y que me dejó
profundamente preocupado.
5
Llego ahora al final de los
apocalípticos acontecimientos concernientes al señor Allan y al misterio que
rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en ponerlos aquí, incluso ahora,
pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra mí se agravaría y daría lugar
a serias dudas con respecto a mi salud mental. Pero no me queda otro remedio.
De hecho, el futuro entero de la humanidad, el curso de todo lo que llamamos
civilización, puede verse afectado por lo que pueda o no pueda escribir acerca
de esta cuestión. Los acontecimientos culminantes se desarrollaron con rapidez
tras la conversación mantenida con Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio
telefónico. Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a
la conclusión de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la
noche siguiente, fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con
ella, y me coloqué en un lugar desde el que podía ver la entrada principal.
Allí esperé durante más de una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no
iba a la biblioteca aquella noche. Otra vez recurrí al teléfono, con intención
de preguntarle si podía acercarme a verla para explicarle lo de la noche
anterior. Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono. Rose había
salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted?
-pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho
sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió presurosa a encontrarse con
él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero que había llamado a Rose
tenía bigote. ¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más. Colgué y durante
unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor Allan se dedicaban
solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez habían ido a
esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión tal que me
hizo perder la cabeza. Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez
cuando llegué a la casa de la calle Angell. Afortunadamente mi madre se había
acostado, de modo que pude coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez
cargada, caminé apresuradamente a través de una Providence invadida por la
noche, manzana tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que
estaba la extraña casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que,
para otros paseantes nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que
caminaba. De todos modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en
peligro, y más allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y
mayor. Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me
sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en continuar,
y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi pulso.
Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa,
vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde
la puerta delantera a la trasera. No se veía el más mínimo rayo de luz. Pero sí
podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante, como el silbido de un cable
respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de la casa, y ahí vi indicios de
luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el interior, sino una pálida
radiación color lavanda que parecía emanar tenuemente de la propia pared. Me
retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa. Pero mi papel no
podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa oscura, quizá en
aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el envase de cristal
con el monstruo dentro de la radiación violeta. Di la vuelta hacia la parte
delantera de la casa, y subí los escalones que conducían a la puerta de
entrada. De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me
paré únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y
entré en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la
oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y
algo más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico
cuando fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro
mundo.
Me di cuenta de su
significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el señor Allan y sus
hermanos, pasando por una experiencia similar. ¡Ojalá no hubiese sido más que
eso! Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi
algo que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación
por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos
postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico.
Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción
de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal
bañado por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo
que me produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de
cristal! En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada
radiación violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente
bajo hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando
furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse
sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta
anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto
de Rose Dexter!
Lo que ocurrió a
continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el control, que disparé a
ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos. Sé que le di a uno
o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la habitación quedó
sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por parte del señor Allan y
sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la maquinaria, corrí hacia
adelante y cogí a Rose Dexter. No sé cómo, alcancé la calle con Rose. Miré
hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa, y
entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que no
pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí corriendo,
con Rose en mis brazos. Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso
histérica, pero al fin logré calmarla y se quedó callada, sin querer decir
nada. En silencio la llevé a casa. Sabía lo terrible que tenía que haber sido
su experiencia, y estaba dispuesto a no decir nada hasta que se hubiese
recuperado totalmente. En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta
con toda claridad de lo que había ocurrido en la casa del callejón, pero el
delito de incendio -del que me culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por
la pistola que había abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía
y rechazaban cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver
con cuestiones extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando
estuviese recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles
entender lo que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí,
indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es
humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa?
¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo que
había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante, que
pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma
humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres
para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban
que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a saber,
que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el
origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían
quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos, ¡como
si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-creaba, a
partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material que
simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me
proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces, cuando le pregunté por qué la
humanidad era objeto de escrutinio interplanetario: «¿Para hacer la guerra?
¿Para invadimos?»; y respondió: «Una forma de vida tan desarrollada no tendría
necesidad de utilizar métodos tan primitivos». ¿Podía algo servir de
explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la casa a orillas del
Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor Allan» y sus
hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del planeta de los cubos
y los conos rugosos, su planeta. Y seguramente lo más abominable de todo,
evidente para cualquier observador imparcial, era la razón por la cual querían
a Rose. Pretendían reproducir a su especie en la forma de hombres y mujeres,
para poder mezclarse con nosotros, sin ser detectados, sin sospechar de ellos,
y lentamente, a lo largo de décadas, quizá de siglos, mientras su mundo moría,
tomar y preparar la Tierra para aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de
ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso ahora! Más tarde. No he podido
ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me ocurre algo terrible.
Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante esa terrible
experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de violeta, y
es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha ido creciendo
hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo estar seguro de
que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose Dexter? Si lo hice,
sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios sabe lo que he
soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence
Journal, 17 de julio:
UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD
MATA A SU AGRESOR
Rose Dexter, hija del señor
Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de Benevolent, repelió y dio muerte
ayer noche a un joven al que acusó de haberla agredido. La señorita Dexter fue
encontrada en un estado de histeria mientras corría por la calle Benefit, en
las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del cementerio donde tuvo lugar
el suceso.
Su agresor fue identificado
como un viejo amigo, Arthur Phillips...
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario