La
Hoya de las Brujas
H.P.
Lovecraft & August Derleth
(¡Por ultima vez!... no son unas Brujas en un concierto de Metal... es un relato de H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con August Derleth)
El Distrito Escolar Número
Siete lindaba con una región salvaje situada al oeste de Arkham. Se alzaba en
el centro de una pequeña alameda de robles, algunos olmos y uno o dos arces. La
carretera conducía por un lado a Arkham y por el otro se perdía en los oscuros
bosques de poniente. Cuando tomé posesión de mi nuevo cargo de maestro, a
primeros de septiembre de 1920, el edificio de la escuela me pareció realmente
encantador, a pesar de que no pertenecía a ningún orden arquitectónico y de que
era exactamente igual a miles de otras escuelas de Nueva Inglaterra:
amazacotada, tradicional, pintada de blanco, resplandeciente en medio de los
árboles que la rodeaban.
Era ya por entonces un
edificio viejo. Sin duda estará ahora abandonado o derruido. Actualmente, el
distrito escolar dispone de muchos más fondos, pero en aquel tiempo sus
subvenciones eran un tanto miserables y escatimaba todo cuanto podía. Cuando
entré yo a enseñar, todavía se usaban, como libros de texto, ediciones
publicadas antes de empezar este siglo. A mi cargo tenía hasta veintisiete
alumnos; entre ellos varios Allen y Whateley, y Perkins, Dunlock, Abbott,
Talbot... y también un tal Andrew Potter. No puedo recordar ahora por qué
exactamente me llamó la atención Andrew Potter. Era un muchacho grandullón para
su edad, de cara muy morena, mirada fija y profunda, y un cabello negro,
espeso, desgreñado. Sus ojos me miraban con una persistencia que al principio
me dejaba perplejo, pero que finalmente me hizo sentirme extrañamente incómodo.
Estaba en quinto grado, y no tardé mucho en descubrir que podría pasar al
séptimo o al octavo con gran facilidad, pero que no hacía ningún esfuerzo por
conseguirlo. Daba la impresión de que se limitaba a tolerar a sus compañeros,
los cuales, por su parte, le respetaban, no por afecto, sino más bien por
miedo. Muy pronto comencé a darme cuenta de que este extraño muchacho me
trataba con la misma divertida tolerancia que a sus condiscípulos.
Tal vez fuese su forma de
mirar lo que inevitablemente me llevó a vigilarle con disimulo en la medida que
lo permitía el desarrollo de la clase. Así fue como llegué a advertir un hecho
vagamente inquietante: de cuando en cuando Andrew Potter respondía a un
estímulo que mis sentidos no llegaban a captar, y reaccionaba exactamente como
si alguien lo llamara; se despabilaba entonces, se ponía alerta, y adoptaba la
misma actitud que los animales cuando oyen ruidos imperceptibles para el oído
humano. Cada vez más intrigado, aproveché la primera ocasión para preguntar
sobre él. Uno de los chicos de octavo grado, Wilbur Dunlock, solía quedarse
después de terminar la clase y ayudar a la limpieza del aula.
-Wilbur -dije una tarde,
cuando todos se hubieron marchado-, observo que ninguno de vosotros le hacéis
caso a Andrew Potter. ¿Por qué?
Me miró con cierta
desconfianza, y reflexionó antes de encoger los hombros para contestar.
-No es como nosotros.
-¿En qué sentido?
El niño sacudió la cabeza.
-No le importa si le dejamos
jugar con nosotros o no. Además, no quiere.
Parecía contestar de mala
gana, pero a fuerza de preguntas conseguí sacarle alguna información. Los
Potter vivían hacia el interior, en las colinas boscosas de poniente, cerca de
una desviación casi abandonada de la carretera que atraviesa aquella zona
selvática. Su granja estaba situada en un valle pequeño, conocido en la
localidad como la Hoya de las Brujas y que Wilbur describió como «un sitio
malo». La familia constaba de cuatro miembros: Andrew, una hermana mayor que él
y los padres. No se «mezclaban» con la demás gente del distrito, ni siquiera
con los Dunlock, que eran sus vecinos más cercanos y vivían a un kilómetro de
la escuela y a unos siete de la Hoya de las Brujas. Ambas granjas estaban
separadas por el bosque. No pudo -o no quiso- decirme más. Cosa de una semana
después, pedí a Andrew Potter que se quedara al terminar la clase. No puso
ninguna objeción, como si mi petición fuera la cosa más natural. Tan pronto
como los demás niños se hubieron marchado, se acercó a mi mesa y esperó de pie,
con sus negros ojos expectantes, fijos en mí, y una sombra de sonrisa en sus
labios llenos.
-He estado examinando tus
calificaciones, Andrew -dije-, y me parece que con un pequeño esfuerzo podrías
pasar al sexto grado..., quizá incluso al séptimo. ¿No te gustaría hacer ese
esfuerzo?
Se encogió de hombros.
-¿Qué piensas hacer cuando
dejes la escuela?
Encogió los hombros otra
vez.
-¿Vas a ir al Instituto de
Enseñanza Media de Arkham?
Me examinó con unos ojos que
parecían haber adquirido súbitamente una agudeza penetrante; había desaparecido
su letargo.
-Señor Williams, estoy aquí
porque hay una ley que dice que tengo que estar -contestó-. Ninguna ley dice
que tengo que ir al Instituto.
-Pero, ¿no te interesaría?
-No importa lo que me
interesa. Lo que cuenta es lo que mi gente quiere.
-Bien, hablaré con ellos
-decidí en ese momento-. Vamos. Te llevaré a casa.
Por un instante, apareció en
su expresión una sombra de alarma, pero unos segundos después se disipó, dando
paso a ese aspecto de letargo vigilante tan característico en él. Se volvió a
encoger de hombros y permaneció de pie, esperando, mientras guardaba yo mis
libros y papeles en la cartera que habitualmente llevaba conmigo. Luego caminó
dócilmente a mi lado hasta el coche y subió, mirándome con una sonrisa de
inequívoca superioridad. Nos internamos en el bosque; íbamos en silencio, muy en
armonía con la melancólica tristeza que se iba apoderando de mí al entrar en la
región de las colinas. Los árboles se ceñían a la carretera y cuanto más nos
adentrábamos, más sombrío se volvía el bosque (tanto quizá porque estábamos a
últimos de octubre como por la espesura cada vez mayor de la arboleda). De unos
claros relativamente extensos, nos sumergimos en un bosque antiguo; y cuando
finalmente nos desviamos por un camino vecinal -poco más que una vereda- que me
señaló Andrew en silencio, comenzamos a rodar por entre árboles viejísimos,
extrañamente deformados. Tenía que conducir con precaución; el camino era tan
poco transitado que la maleza lo invadía por ambos lados. Y, cosa extraña, a
pesar de mis estudios de botánica, aquellas plantas me resultaban desconocidas,
aunque me pareció observar que había algunas saxífragas que presentaban una
curiosa mutación. De pronto, inesperadamente, desembocamos en el cercado de la
casa de los Potter.
El sol se había ocultado
tras la muralla de árboles y la casa estaba sumida en una luz de crepúsculo.
Más allá, valle arriba, se entendían unos pocos campos de labor. En uno había
maíz; en otro, rastrojo; en otro, calabazas. La casa propiamente dicha era
horrible; estaba casi en ruinas y tenía un piso alto que ocupaba la mitad de la
planta, un tejado abuhardillado, y postigos en las ventanas; sus dependencias,
frías y desmanteladas, parecían no haber sido usadas jamás. La granja entera
parecía abandonada. Las únicas señales de vida consistían en unas cuantas
gallinas que escarbaban la tierra detrás de la casa. Si no hubiera sido porque
el camino que habíamos tomado terminaba aquí, habría puesto en duda que ésta
fuera la casa de los Potter. Andrew me lanzó una mirada como tratando de
adivinar mis pensamientos. Luego saltó con ligereza del coche, dejándome que le
siguiera.
Entró en la casa delante de
mí. Oí que me anunciaba.
-Aquí está el señor
Williams, el maestro.
No hubo respuesta.
Luego, de repente, me hallé
en la habitación -iluminada tan sólo por una antigua lámpara de petróleo- donde
se hallaban los otros tres Potter. El padre era un hombre alto, de hombros
caídos y pelo gris, que no tendría más de cincuenta años, pero con aspecto de
ser muchísimo más viejo, no tanto física como psíquicamente. La madre estaba
indecentemente gorda; y la chica, alta y delgada, tenía el mismo aire avisado y
expectante que había observado en Andrew. Hizo brevemente las presentaciones, y
los cuatro permanecieron a la espera de que yo dijese lo que tuviera que decir;
me dio la impresión de que su actitud era un tanto incómoda, como si desearan
que terminase pronto y me fuera.
-Quería hablarles sobre
Andrew -dije-. Veo grandes aptitudes en él, y podría avanzar un grado o dos, si
estudiara un poquito más.
Mis palabras no obtuvieron
respuesta alguna.
-Estoy convencido de que
tiene suficientes conocimientos y bastante capacidad para estar en octavo grado
-dije, y me callé.
-Si estuviera en octavo
grado -dijo el padre-, tendría que ir al Instituto al terminar la escuela, por
cosa de la edad. Es la ley. Me lo han dicho.
Me vino a la memoria lo que
Wilbur Dunlock me había dicho del aislamiento de los Potter y, mientras
escuchaba las razones del viejo, me di cuenta de que toda la familia se hallaba
tensa y de que su actitud había variado imperceptiblemente. En el momento en
que el padre dejó de hablar, se restableció una uniformidad singular: era como
si los cuatro estuvieran escuchando una voz interior. Dudo que se enteraran
siquiera de mis palabras de protesta.
-No pueden esperar que un
muchacho inteligente como Andrew se recluya en un lugar como éste -dije por
último.
-Aquí estará bien -dijo el
viejo Potter-. Además, es nuestro. Y ahora no vaya hablando por ahí de
nosotros, señor Williams.
En su voz había una nota de
amenaza que me dejó asombrado. Al mismo tiempo se me hacía cada vez más patente
la atmósfera de hostilidad, que no provenía tanto de ellos como de la casa y
los campos que la rodeaban.
-Gracias -dije-. Ya me voy.
Di media vuelta y salí.
Andrew me siguió los pasos. Una vez fuera, dijo con suavidad:
-No debe usted hablar de
nosotros, señor Williams. Papá se pone como loco cuando descubre que hablan de
él. Usted le preguntó a Wilbur Dunlock.
Me quedé de una pieza. Con
un pie en el estribo del coche, me volví y le pregunté:
-¿Te lo ha dicho él?
Movió la cabeza
negativamente.
-Fue usted, señor Williams
-dijo al tiempo que retrocedía.
Y antes de que pudiera yo
abrir la boca otra vez, se había metido en la casa como una flecha.
Por un instante, permanecí
indeciso. Pero no tardé en reaccionar. Súbitamente, en el crepúsculo, la casa
adquirió un aspecto amenazador y todos los árboles del contorno parecieron
estar esperando el momento de doblarse hacia mí. En verdad, percibí un susurro,
como el rumor de una brisa en todo el bosque, aunque no soplaba aire de ninguna
clase, y me vino de la casa una oleada de malevolencia que me hirió como una
bofetada. Me metí en el coche y me alejé, sintiendo aún en la nuca aquella
impresión de malignidad, como el aliento ardiente de un salvaje perseguidor.
Llegué a mi apartamento de Arkham en un estado de gran agitación. Allí,
meditando lo que había pasado, decidí que había sufrido una influencia psíquica
sumamente perturbadora. No cabía otra explicación. Tenía el convencimiento de
que me había arrojado ciegamente a unas aguas mucho más profundas de lo que
creía, y lo auténticamente inesperado de esta vivencia angustiosa me la hacía
más estremecedora. No pude comer, preguntándome qué pasaba en la Hoya de las
Brujas, qué mantenía a la familia tan sólidamente unida, qué la ataba a aquel
paraje, y qué sofocaba en un muchacho prometedor como Andrew Potter incluso el
más fugaz deseo de abandonar aquel valle sombrío y salir a un mundo más
luminoso y alegre.
Durante la mayor parte de la
noche estuve dando vueltas sin poderme dormir, lleno de temores innominados e
inexplicables; y cuando por último me dormí, mi sueño se vio invadido de
pesadillas espantosas, en las que se me representaban unos seres infinitamente
ajenos a toda humana fantasía y tenían lugar hechos horrendos. Cuando me
desperté, a la mañana siguiente, experimenté la sensación de haber rozado un
mundo totalmente extraño al de los hombres. Llegué a la escuela por la mañana
temprano, pero Wilbur Dunlock estaba ya allí. Sus ojos me miraron con triste
reproche. No comprendí lo que había sucedido para provocar esa actitud en un
alumno normalmente tan servicial.
-No debía haberle dicho a
Andrew Potter que habíamos hablado de él -dijo con una especie de desdichada
resignación.
-No lo hice, Wilbur.
-Lo que sé es que yo no fui;
de modo que tiene que haber sido usted -dijo, y añadió- Esta noche han muerto
seis de nuestras vacas. Se les ha hundido encima el cobertizo donde estaban.
De momento me quedé tan
aturdido que no pude replicar.
-Algún golpe de viento
repentino... -comencé, pero me cortó en seguida.
-No ha hecho viento esta
noche, señor Williams. Y las vacas estaban aplastadas.
-No pensarás que los Potter
tienen nada que ver con eso, Wilbur -exclamé.
Me lanzó una mirada de
paciencia, como a veces mira quien sabe a quien debería saber pero no comprende
y no dijo nada.
Esta noticia me pareció aún
más alarmante que la experiencia de la tarde anterior. Por lo menos Wilbur
estaba convencido de que había una relación entre nuestra conversación sobre la
familia Potter y la pérdida de la media docena de vacas. Y estaba tan
hondamente convencido de ello, que de antemano se veía que nada en el mundo
podría disuadirle. Cuando entró Adrew Potter, traté inútilmente de descubrir en
él algún cambio desde la última vez que le vi. Mal que peor, concluí aquella
jornada de clase. Inmediatamente después de terminar, me marché apresuradamente
a Arkham y me dirigí a las oficinas de la Gazette, cuyo redactor jefe, como
miembro del Consejo de Educación del Distrito, se había portado muy amablemente
conmigo ayudándome a encontrar alojamiento. Era un hombre de casi setenta años
y tal vez podría ayudarme en mis indagaciones... Mi cara debía reflejar el
estado de agitación que sentía porque, nada más entrar, levantó las cejas y
dijo:
-¿Qué le pasa, señor
Williams?
Traté de disimular, toda vez
que nada en concreto podía exponer, y visto a la fría luz del día, lo que tenía
que contar parecería locura a cualquier persona sensata. Dije solamente:
-Me gustaría saber algo
sobre la familia de los Potter, que vive en la Hoya de las Brujas, al oeste de
la escuela.
Me lanzó una mirada
enigmática.
-¿No ha oído hablar nunca
del viejo Hechicero Potter? -preguntó, y antes de que pudiera contestar,
prosiguió-. No, naturalmente. Usted es de Brattleboro. Difícilmente podría
esperarse que los de Vermont se enteraran de lo que ocurre en una apartada
región de Massachusetts. Pues verá: el viejo vivía antes allí, él solo. Era ya
bastante viejo cuando yo lo vi por primera vez. Y estos Potter de ahora eran
unos familiares lejanos que vivían entonces en el Alto Michigan. Heredaron la
propiedad y vinieron a establecerse ahí cuando murió el Hechicero Potter.
-Pero, ¿qué sabe usted de
ellos? -insistí.
-Nada, lo que todo el mundo
-dijo-. Que cuando vinieron eran gente muy afable. Que ahora no hablan con
nadie, que no salen casi nunca... y muchas habladurías sobre animales que se
extravían y cosas así. La gente relaciona lo uno con lo otro.
De esta forma siguió la
conversación, en el curso de la cual lo sometí a un verdadero interrogatorio. Y
así fue cómo escuché una mezcla desconcertante de leyendas, alusiones, relatos
contados a medias, y sucesos totalmente incomprensibles para mí. Lo que parecía
indiscutible era que había un lejano parentesco entre el Hechicero Potter y un
tal Brujo Whateley que vivió cerca de Dunwich, «un tipo de mala calaña» según
mi amigo el redactor jefe. También parecía indudable que el viejo Hechicero
Potter había llevado una vida solitaria, que había alcanzado una edad
avanzadísima y que la gente solía evitar el paso por la Hoya de las Brujas. Lo
que parecía pura fantasía eran las supersticiones relacionadas con esa familia.
Se decía que el Hechicero Potter había «invocado algo que bajó del cielo y
vivió con él o en él hasta su muerte» y que un viajero extraviado, hallado en
estado agónico en la carretera general, había dicho en sus últimas ansias algo
así como que «una cosa con tentáculos... un ser pegajoso, de gelatina, con
ventosas en los tentáculos» salió del bosque y le atacó. Mi amigo me contó
varias historias más por el estilo. Cuando terminó, me escribid una nota para
el bibliotecario de la Universidad del Miskatonic, en Arkham, y me la tendió.
-Dígale que le facilite ese
libro. Quizá le sirva de algo -encogió los hombros-, o tal vez no. La gente joven
de hoy no se preocupa por nada.
Sin pararme a cenar,
proseguí mis investigaciones sobre un tema que, según presentía, me iba a ser
de utilidad si quería ayudar a Andrew Potter a encontrar una vida mejor, pues
era esto, más que el deseo de satisfacer mi curiosidad, lo que me impulsaba. Me
fui a Arkham y, una vez en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic,
busqué al bibliotecario y le di la nota de mi amigo.
El anciano me miró con
suspicacia, y dijo:
-Espere aquí, señor
Williams.
Y se fue con un manojo de
llaves. Deduje, pues, que el libro aquel estaba guardado bajo llave. Esperé un
tiempo que se me antojó interminable. Comencé a sentir hambre, y empezó a
parecerme poco decorosa mi precipitación.. Pero no obstante, intuí que no había
tiempo que perder, aunque no sabía exactamente qué catástrofe me proponía
impedir. Finalmente, subió el bibliotecario, portador de un volumen antiguo, y
me lo colocó en una mesa al alcance de su vista. El título del libro estaba en
latín -Necronomicon-, aunque su autor era evidentemente árabe -Abdul Alhazred-,
y su texto estaba escrito en un inglés arcaico. Comencé a leer con un interés
que pronto se convirtió en total turbación. El libro se refería a antiguas y
extrañas razas invasoras de la Tierra, a grandes seres míticos llamados unos
Dioses Arquetípicos y otros Primordiales de exóticos nombres, como Cthulhu y
Hastur, Shub-Niggurath y Azathoth, Dagon e Ithaqua, Wendigo y Cthugha. Todo
ello se relacionaba con una especie de plan para dominar la Tierra. Al servicio
de estos seres estaban ciertos pueblos extraños de nuestro planeta: los
Tcho-Tcho, los Profundos y otros. Era un libro repleto de ciencia cabalística y
de hechizos. En él se relataba una gran batalla interplanetaria entre los
Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y cómo habían sobrevivido cultos y
adeptos en lugares remotos y aislados de nuestro planeta, así como en otros
planetas hermanos. No comprendí la relación que podía haber entre ese
galimatías y el problema que a mí me preocupaba: la extraña e introvertida
familia Potter, con su deseo de soledad y su forma antisocial de vivir. No sé
cuánto tiempo estuve leyendo. Me interrumpí al darme cuenta de que, no lejos de
mi mesa, había un desconocido que no me quitaba ojo sino para ponerlo en el
libro que yo leía. Cuando se vio descubierto, se me acercó y me dirigió la
palabra.
-Perdóneme -dijo- pero, ¿qué
interés puede- tener ese libro para un maestro nacional?
-Eso me pregunto yo
-contesté.
Se presentó como el profesor
Martin Keane.
-Puedo afirmar -añadió- que me
sé el libro ese prácticamente de memoria.
-Es un fárrago de
supersticiones.
-¿Usted cree?
-Completamente.
-Entonces ha perdido usted
la facultad de asombrarse. Dígame, señor Williams, ¿por qué motivo ha pedido
ese libro?
Me quedé dudando, pero el
profesor Keane me inspiraba confianza.
-Salgamos a. dar una vuelta,
si no le importa.
Accedió con mucho gusto.
Devolví el libro a la biblioteca y me reuní con mi reciente amigo. Poco a poco,
y lo mejor que pude, le hablé de lo que pasaba con Andrew Potter, de la casa de
la Hoya de las Brujas, de mi extraña experiencia psíquica, e incluso del
curioso incidente de las vacas de los Dunlock. Escuchó hasta el final sin
interrumpirme, lleno de interés. Por último, le expliqué que si investigaba
acerca de la Hoya de las Brujas era únicamente por ayudar a mi alumno.
-Si hubiese usted indagado
un poco, estaría al corriente de los extraños acontecimientos que han tenido
lugar en Dunwich y en Innsmouth... así como en Arkham y en la Hoya de las
Brujas -dijo Keane cuando hube terminado-. Mire usted en torno suyo: esas casas
antiguas, sus ventanas cerradas hasta con postigos... ¡Cuántas cosas extrañas
han sucedido en esas buhardillas! Pero nunca sabremos nada con certeza. En fin,
dejemos a un lado los problemas de fe. No se necesita ver a la encarnación del
mal para creer en él, ¿no le parece, señor Williams? Me gustaría prestar un
pequeño servicio a ese muchacho, si usted me lo permite.
-¡Naturalmente!
-Puede resultar peligroso...
tanto para usted como para él.
-Por mí, no me importa.
-Pero le aseguro que para el
muchacho nada puede ser más peligroso que su situación actual; ni siquiera la
muerte.
-Habla usted
enigmáticamente, profesor.
-Es mejor así, señor
Williams. Pero entremos... Esta es mi casa. Pase, por favor.
Entramos en una de aquellas
casas antiguas de las que había hablado el profesor Keane. Las habitaciones
estaban llenas de libros y antigüedades de todas clases. Me dio la impresión de
que penetraba en un rancio pasado. Mi anfitrión me condujo hasta su cuarto de estar,
despejó un silla de libros y me rogó que esperara mientras subía al segundo
piso. No estuvo mucho tiempo ausente; ni siquiera me dio tiempo a asimilar la
curiosa atmósfera de la habitación. Cuando volvió, traía consigo unas piedras
toscamente talladas en forma de estrellas de cinco puntas. Me puso cinco de
ellas en las manos.
-Mañana, después de la
clase, si asiste el joven Potter, arrégleselas usted para que toque una de
ellas y fíjese bien en su reacción -dijo-. Dos requisitos más: debe usted
llevar una encima, en todo momento; y segundo, debe apartar de su mente todo
pensamiento sobre estas piedras y sobre sus propósitos. Estos individuos son
telépatas, poseen el don de leer los pensamientos.
Sobresaltado, recordé el
reproche que me hizo Andrew de haber hablado de su familia con Wilbur Dunlock.
-¿No debo saber para qué son
estas piedras? -pregunté.
-Siempre que sea capaz de
poner entre paréntesis sus propias dudas -contestó, con una melancólica
sonrisa-. Estas piedras son algunas de las muchas que ostentan el Sello de
R'lyeh, que impide a los Primordiales huir de sus prisiones. Son los sellos de
los Dioses Arquetípicos.
-Profesor Keane, la edad de
las supersticiones ha pasado -protesté.
-Señor Williams..., el
prodigio de la vida y sus misterios no pasan jamás -replicó-. Si la piedra no
significa nada, no tiene ningún poder. Si no tiene ningún poder, no podrá
afectar al joven Potter y tampoco lo protegerá a usted.
-¿De qué?
-Del poder que se oculta
tras ese aura maligna que usted percibió en la Hoya de las Brujas -contestó-.
¿O también era superstición? -sonrió-. No necesita contestar. Conozco su
respuesta. Si sucede algo cuando usted ponga la piedra sobre el muchacho; ya no
podrá él volver a su casa. Entonces deberá usted traérmelo aquí. ¿Trato hecho?
-Trato hecho -contesté.
El día siguiente fue
interminable, no sólo por la inminencia del momento crítico, sino porque me
resultaba extremadamente difícil mantener la mente en blanco ante la mirada
inquisitiva de Andrew Potter. Además, sentía más que nunca el aura de
malignidad latente, como una amenaza tangible, que emanaba de la región
salvaje, oculta en una hoya, entre sombrías colinas. Pero aunque lentas,
pasaron las horas y, justo antes de terminar, rogué a Andrew Potter que
esperara a que los demás se hubieran ido. Y nuevamente accedió con ese aire
condescendiente, casi insolente, que me hizo dudar si valía la pena «salvarle»
como tenía decidido en lo más hondo de mí mismo. Pero no abandoné mis
propósitos. Había ocultado la piedra en mi coche y, una vez que todos se
hubieron marchado, le dije que saliera conmigo. En ese momento, sentí que me
estaba comportando de un modo ridículo y absurdo. ¡Yo, un maestro graduado, a
punto de llevar a cabo una especie de exorcismo de brujo africano! Y por unos
instantes, durante los breves segundos que tardé en recorrer la distancia de la
escuela al automóvil, flaqueé y estuve a punto de invitarle simplemente a
llevarle a su casa.
Pero no. Llegué al coche
seguido de Andrew. Me senté al volante, cogí una piedra y la deslicé en mi
bolsillo; cogí otra, me volví como un rayo y la apreté contra la frente de
Andrew. Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca habría
imaginado lo que realmente sucedió. Al contacto con la piedra, asomó a los ojos
de Andrew Potter una expresión de extremado horror; inmediatamente siguió una
expresión de angustia punzante, y un grito de espanto brotó de sus labios.
Extendió los brazos, sus libros se desparramaron, giró en redondo, se
estremeció, echando espumarajos por la boca, y habría caído de no haberle
cogido yo para depositarlo en el suelo. Entonces me di cuenta del frío y
furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro y se alejaba doblando la
yerba y las flores, azotando el linde del bosque y deshojando los árboles que encontraba
en su camino. Aterrorizado, coloqué a Andrew Potter en el coche, le puse la
piedra sobre el pecho y, pisando el acelerador a fondo, enfilé hacia Arkham,
situada a más de doce kilómetros de distancia. El profesor Keane me estaba
esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto. También había previsto que
le llevaría a Andrew Potter, ya que había preparado una cama para él. Entre los
dos lo acomodamos allí; después, Keane le administró un calmante.
Entonces se dirigió a mí:
-Bien, ahora no hay tiempo
que perder. Irán a buscarle. Seguramente irá la muchacha primero. Debemos
volver a la escuela inmediatamente.
Pero entonces comprendí todo
el horrible significado de lo que le había sucedido a Andrew, y me eché a
temblar de tal manera que Keane tuvo que sacarme a la calle casi a rastras. Aun
ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido tanto tiempo desde
los terribles acontecimientos de aquella noche, siento de nuevo el horror que
se apoderó de mí al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, consciente
de mi pequeñez e impotencia frente a la inmensidad cósmica. En ese momento
comprendí que lo que había leído en aquel libro prohibido de la biblioteca
universitaria no era un fárrago de supersticiones, sino la clave de unos
misterios insospechados para la ciencia, y mucho, muchísimo más antiguos que el
género humano. No me atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había
hecho bajar del firmamento. A duras penas oía las palabras del profesor Keane,
que me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar los hechos de un
modo más científico y objetivo. Al fin y al cabo había logrado lo que me
proponía. Andrew Potter estaba salvado. Pero para asegurar el triunfo había que
librarle de los otros, que indudablemente le buscarían y acabarían por
encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba a estos cuatro
seres desdichados, cuando llegaron de Michigan para tomar posesión de la
solitaria granja de la Hoya de las Brujas.
Iba ciego al volante, camino
de la escuela. Una vez allí, a petición del profesor Keane, encendí las luces y
dejé la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás de mi mesa, y él se
ocultó fuera del edificio, en espera de que llegaran. Tenía que esforzarme por
mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba. La muchacha
surgió del filo de la oscuridad...
Después de sufrir la misma
suerte de su hermano, y haber sido depositada junto al escritorio, con la
estrella de piedra sobre el pecho, apareció el padre en el umbral de la puerta.
Ahora estaba todo a oscuras. Llevaba una escopeta. No tuvo necesidad de
preguntar lo que pasaba: lo sabía. Se plantó allí delante, mudo, señalando a su
hija y la piedra que tenía sobre el pecho, y levantó la escopeta. Su gesto era
elocuente: si no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta era la
contingencia que había previsto el profesor, porque se abalanzó sobre Potter
por detrás, y lo tocó con la piedra. Después, durante dos horas, esperamos en
vano la llegada de la señora Potter.
-No vendrá -dijo por fin el
profesor Keane-. Es en ella donde se hospeda esa entidad... Hubiera jurado que
era en su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir a la Hoya
del las Brujas. Estos dos pueden quedarse aquí.
Volábamos a todo gas en medio
de la oscuridad, sin preocuparnos por el ruido, ya que el profesor decía que
«la cosa» que habitaba en la Hoya de las Brujas «sabía» que nos acercábamos,
pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos por el talismán.
Atravesamos la densa espesura y tomamos el camino estrecho. Cuando desembocamos
en el cercado de los Potter, la maleza pareció extender sus tallos hacia
nosotros, a la luz de los faros. La casa estaba a oscuras, aparte el pálido
resplandor de la lámpara que iluminaba una habitación. El profesor Keane saltó
del coche con su bolsa llena de estrellas de piedra, y se puso a sellar la
casa. Colocó una piedra en cada una de las dos puertas, y una en cada ventana.
Por una de ellas, vimos a la señora Potter sentada ante la mesa de la cocina,
impasible, vigilante, enterada, sin disimulos ya, muy distinta de la mujer que
había visto no hacía mucho en esta misma casa. Ahora parecía una enorme bestia
acorralada.
Al terminar su operación, mi
compañero volvió a la parte delantera de la casa y, apilando unos montones de
broza contra la puerta sin atender a mis protestas, pegó fuego al edificio.
Luego volvió a la ventana para vigilar a la mujer, y me explicó que sólo el
fuego podía destruir esa fuerza elemental, pero que esperaba salvar todavía a la
señora Potter.
-Quizá sería mejor que no
mirara, señor Williams.
No le hice caso. Ojalá se lo
hubiera hecho... ¡y me habría evitado las pesadillas que perturban mi descanso
hasta el día de hoy! Me asomé a la ventana por detrás de él y presencié lo que
sucedía en el interior. El humo del fuego estaba empezando a penetrar en la
casa. La señora Potter -o la monstruosa entidad que animaba su cuerpo obeso-
dio un salto, corrió atemorizada a la puerta trasera, retrocedió a la ventana,
se retiró, y volvió al centro de la habitación, entre la mesa y la chimenea aún
apagada. Allí cayó al suelo, jadeando y retorciéndose. La habitación se fue
llenando poco a poco de un humo que empañaba la amarillenta luz de la lámpara,
impidiendo ver con claridad. Pero no ocultó por completo la escena de aquella
terrible lucha que se desarrollaba en el suelo. La señora Potter se debatía
como en las convulsiones de la agonía y, lentamente, comenzó a tomar
consistencia una forma brumosa, transparente, apenas visible en el aire cargado
de humo. Era una masa amorfa, increíble, palpitante y temblona como gelatina,
cubierta de tentáculos. Aún a través del cristal de la ventana, sentí su
inteligencia inexorable, su frialdad incluso física. Aquella cosa se elevaba
como una nube del cuerpo ya inmóvil de la señora Potter; luego se inclinó hacia
la chimenea, y se escurrió por allí como un vapor!
- ¡La chimenea! -gritó el
profesor Keane, y cayó al suelo.
En la noche apacible,
saliendo de la chimenea, comenzaba a desparramarse una negrura, como un humo,
que no tardó en concentrarse nuevamente. Y de pronto, la inmensa sombra negra
salió disparada hacia arriba, hacia las estrellas, en dirección a las Hyadas,
de donde el viejo Hechicero Potter la había llamado para que habitara en él.
Así abandonó el lugar en donde aguardara la llegada de los otros Potter, para
proporcionarse un nuevo cuerpo en que alojarse sobre la faz de la tierra. Nos
las arreglamos para sacar a la señora Potter fuera de la casa. Se encontraba
muy débil, pero viva.
No hace falta detallar el
resto de los acontecimientos de esa noche. Baste saber que el profesor esperó a
que el fuego hubiera consumido la casa, y recogió luego su colección de piedras
estrelladas. La familia Potter, una vez liberada de aquella maldición de la
Hoya de las Brujas, decidió partir y no volver jamás por aquel valle espectral.
En cuanto a Andrew, antes de despertar, habló en sueños de «los grandes vientos
que azotan y despedazan» y de «un lugar junto al Lago de Hali, donde viven
venturosos para siempre». Nunca he tenido valor para preguntarme qué era lo que
el viejo Hechicero Potter había llamado de las estrellas, pero sé que implica
unos secretos que es preferible no desentrañar y de cuya existencia jamás me
habría enterado, de no haberme tocado el Distrito Escolar Número Siete y de no
haber tenido entre mis alumnos al extraño muchacho que era Andrew Potter.
Fin
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