Randolph Carter en:
Lo Innombrable
Howard Phillips
Lovecraft
Estábamos sentados en una ruinosa tumba
del siglo XVI, a avanzada hora de la tarde de un día de otoño, en el viejo
cementerio de Arkham, y divagábamos sobre lo innombrable. Mirando hacia el
sauce gigantesco del cementerio, cuyo tronco casi había hundido la antigua y
casi ilegible losa, y había hecho un comentario fantástico sobre el alimento
espectral e incalificable que sus colosales raíces succionaban sin duda de
aquella tierra vetusta y macabra; mi amigo me amonestó por decir esas
tonterías, y añadió que puesto que no se habían efectuado enterramientos desde
hacía más de un siglo, probablemente el árbol no recibía otro alimento que el
ordinario. Añadió además que mi constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable»
eran un recurso pueril, muy en consonancia con mi escasa categoría como
escritor. Yo era muy aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos
que paralizaban las facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin
palabras y sin recuerdos para decir qué habían experimentado. Conocemos las
cosas, decía él, sólo a través de nuestros cinco sentidos o nuestras
intuiciones religiosas; por tanto, es completamente imposible hacer referencia
a ningún objeto o visión que no pueda describirse claramente mediante las
sólidas definiciones empíricas o las correctas doctrinas teológicas,
preferentemente congregacionalistas, con las modificaciones que la tradición o
sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.
Con este amigo, Joel Manton, discutía a
menudo lánguidamente. Era director de la East High School, nacido y criado en
Boston, y participaba de esa sordera autocomplaciente de Nueva Inglaterra para
las delicadas insinuaciones de la vida. Su opinión era que sólo nuestras
experiencias normales y objetivas poseen importancia estética, y que lo que
incumbe al artista es no tanto suscitar una fuerte emoción mediante la acción,
el éxtasis y el asombro, como mantener un plácido interés y apreciación con
detalladas y precisas transcripciones de lo cotidiano. En particular, era
contrario a mi preocupación por lo místico y lo inexplicable; porque aunque
creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no admitía que fuera tema
suficientemente común para abordarlo en literatura. Para un intelecto claro,
práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese encontrar su mayor
placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las combinaciones
originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas por el hábito y el
cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él, todas las
cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y efectos fijos; y
aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces visiones y
sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y manejable, se
creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo aquello
que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano ordinario.
Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea «innombrable».
No era razonable, según él.
Aunque me daba cuenta de que era inútil
aducir argumentos imaginativos y metafísicos frente a la autosatisfacción de un
ortodoxo de la vida diurna, había algo en el escenario de este coloquio
vespertino que me incitaba a discutir más que de costumbre. Las gastadas losas
de pizarra, los árboles patriarcales, los centenarios tejados holandeses de la
vieja ciudad embrujada que se extendía alrededor; todo contribuía a enardecerme
el espíritu en defensa de mi obra; y no tardé en llevar mis ataques al terreno
mismo de mi enemigo. En efecto, no me fue difícil iniciar el contraataque, ya
que sabía que Joel Manton seguía medio aferrado a muchas de las supersticiones
de que las gentes cultivadas habían abandonado ya; creencias en apariciones de
personas a punto de morir en lugares distantes, o impresiones dejadas por
antiguos rostros en las ventanas, a las que se habían asomado en vida. Dar
crédito a estas consejas de vieja campesina, insistía yo, presuponía una fe en
la existencia de sustancias espectrales en la tierra, separadas de sus
duplicados materiales y consiguientes a ellos. Implicaba, además, una capacidad
para creer en fenómenos que estaban más allá de todas las nociones normales;
pues si un muerto puede transmitir su imagen visible o tangible a la distancia
de medio mundo o desplazarse a lo largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo
suponer que las casas deshabitadas están llenas de extrañas entidades
sensibles, o que los viejos cementerios rebosan de terribles e incorpóreas
generaciones de inteligencias? Y dado que el espíritu, para efectuar las
manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir limitación alguna de las
leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia imaginar que los seres
muertos perviven psíquicamente -en formas —o ausencias de formas— que para el
observador humano resultan absoluta y espantosamente «innombrables»? El
«sentido común», al reflexionar sobre estos temas, le aseguré a mi amigo con
calor, no es sino uña estúpida falta de imaginación y de flexibilidad mental.
Había empezado a oscurecer, pero a ninguno
de los dos nos apetecía dejar la conversación. Manton no parecía impresionado
por mis argumentos, y estaba deseoso de refutarlos Con esa confianza en sus
propias opiniones que tanto éxito le daba como profesor, mientras que yo me
sentía demasiado seguro en mi terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y
las luces brillaron débilmente en algunas de las ventanas distantes; pero no
nos movimos. Nuestro asiento —un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que
a mi prosaico amigo no le inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la
antigua obra de ladrillos, maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros,
ni la total negrura del lugar que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del
siglo XVII que se interponía entre nosotros y la calle iluminada. Allí,
sentados en la oscuridad, junto a la hendida tumba próxima a la casa
deshabitada, conversábamos sobre lo «innombrable»; y cuando mi amigo dejó de
burlarse, le hablé de la espantosa prueba que había detrás del relato mío del
que más se había burlado él.
El relato se titulaba La ventana del ático
y había aparecido en el número de Whispers correspondiente a enero de 1922. En
muchos lugares, especialmente en el sur y en la costa del Pacífico, retiraron
la revista de los kioscos a causa de las quejas de los estúpidos pusilánimes;
pero en Nueva Inglaterra no causó ninguna emoción, y las gentes se encogieron
de hombros ante mis extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se
sobresaltase con aquel ser biológicamente imposible; no era sino una conseja
más, una habladuría que Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para
incluirla en su caótica Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente
autentificada que ni siquiera se había atrevido a citar el nombre de la
localidad donde había tenido lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que
yo hacía de la breve nota del viejo místico... ¡era completamente imposible, y
típica de un plumífero frívolo y fantasioso! Mather había dicho efectivamente
que había nacido semejante ser; pero nadie, salvo un sensacionalista barato,
podría pensar que se hubiese desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de
las gentes por las noches, y se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y
alma, hasta que alguien lo descubrió siglos después en la ventana, aunque no
pudo describir qué fue lo que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era
más que descarada mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo
Manton. Entonces le hablé de lo que había descubierto en un viejo diario
redactado entre 1706 y 1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a
menos de una milla de donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad
irrefutable de las cicatrices que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda,
que el diario describía. Le hablé también de los temores que abrigaban otras
gentes de esa región, y de lo que se murmuró durante generaciones, y de cómo se
demostró que no era fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en
1793 en una casa abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que
había.
Fue sin duda un ser horrible... rio es de
extrañar que los estudiosos se estremezcan al abordar la época puritana de
Massachussetts. Se conoce muy poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie,
aunque a veces supura horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la
brujería es un destello de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de
los hombres; pero incluso eso es una pequeñez. No había belleza, no había
libertad... como puede comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos,
y los sermones envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa
herrumbrosa camisa de fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la
perversión y el satanismo. Esta era, verdaderamente, la apoteosis de lo
innombrable.
Cotton Mather, en ese demoníaco sexto
libro que nadie debe leer de noche, no se anda con rodeos al lanzar sus
anatemas. Severo como un profeta judío, y lacónicamente imperturbable como
nadie hasta entonces, habla de la bestia que dio a luz un ser superior a las
bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo manchado, y del desdichado y
vociferante borracho al que ahorcaron por tener un ojo así. De todo esto se
atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió después. Quizá no llegó a
saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay quien sí que se enteró,
aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio explicación pública de por qué
se hablaba con temor de la cerradura de la puerta que había al pie de la
escalera de cierto ático donde vivía un viejo solitario, amargado y decrépito,
el cual se había atrevido a levantar la losa de determinada sepultura anónima,
sobre la cual, sin embargo, existen numerosas leyendas capaces de helarle la
sangre a cualquiera.
Todo está en ese diario ancestral que
encontré: las secretas alusiones e historias susurradas sobre seres con un ojo
manchado que andaban asomándose a las ventanas por la noche o eran vistos por
los prados desiertos, cerca de los bosques. Mi antepasado vio a un ser así en
una carretera sombría que corría por un valle, el cual le dejó señales de
cuernos en el pecho y de garras en la espalda; y cuando buscaron sus pisadas en
el polvo, encontraron huellas mezcladas de pezuñas hendidas y zarpas vagamente
antropoides. En una ocasión, un jinete del servicio de correo contó que había
visto a la luz de la luna, unas horas antes del amanecer, a un viejo corriendo
y llamando a una criatura espantosa que andaba a zancadas por Meadow Hill, y
muchos le creyeron. Desde luego, corrió una extraña historia una noche de 1710,
cuando el viejo solitario y decrépito fue enterrado en una cripta que había
detrás de su propia casa, cerca de la losa de pizarra sin inscripción. Nadie
abrió la puerta que daba acceso a la escalera del ático, sino que dejaron la
casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían ruidos en ella, la gente
murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese bastante sólido el cerrojo de
la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio frustrada cuando el
horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola alma viva o entera.
Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter espectral... pero
supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva. Su recuerdo
sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido secreto.
Durante esta narración, mi amigo Manton se
había ido quedando en silencio, y observé que mis palabras le habían
impresionado. No se rió al callarme yo, sino que me preguntó muy serio sobre el
niño que enloqueció en 1793, y qué parecía ser el héroe de mi historia. Le dije
que el chico había ido a aquella casa encantada y desierta, seguramente movido
por la curiosidad, ya que creía que las ventanas conservan latente la imagen de
quienes habían estado sentados junto a ellas. El chico fue a examinar las
ventanas de aquel horrible ático a causa de las historias sobre los seres que
se habían visto detrás de ellas, y regresó gritando frenéticamente.
Cuando acabé de hablar, Manton se quedó
pensativo; pero poco a poco volvió a su actitud analítica. Concedió que quizá
había existido realmente un monstruo espantoso; pero me recordó que ni siquiera
la más morbosa aberración de la naturaleza tiene por qué ser innombrable ni
científicamente indescriptible. Admiré su claridad y persistencia; pero añadí
nuevas revelaciones que había recogido entre la gente de edad. Leyendas
espectrales, aclaré, relacionadas con apariciones monstruosas más horribles que
cuantas entidades orgánicas podían existir; apariciones de formas bestiales y
-gigantescas, visibles a veces, y a veces - sólo tangibles, que flotaban en las
noches sin luna y rondaban por la vieja casa; la cripta que había detrás, y el
sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado un árbol. Tanto si tales
apariciones habían matado o no personas a cornadas o sofocándolas, como se
decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían causado una tremenda
impresión; y aún eran secretamente temidas por los más viejos de la región,
aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado... Quizá desaparecieran,
si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se refería a la estética, si
las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas consistían en distorsiones
grotescas, ¿qué representación coherente podría expresar o reflejar una
nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de maligna y caótica
perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza? Modelado por el cerebro
de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante horror vaporoso, con todo
su nauseabunda verdad, lo intensa, escalofriantemente innombrable?
Sin duda se había hecho muy tarde. Un
murciélago singularmente silencioso me tozó al pasar, y creo que a Manton
también, porque aunque no podía verle, noté que levantaba el brazo. Luego dijo:
—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa
de la ventana del ático?
—Si —contesté---. Yo la he visto.
—¿Y encontraste algo... en el ático o en
algún otro lugar?
—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá
fue eso lo que vio el niño; si era muy sensible, no necesitó ver nada en el
cristal de la ventana para perder la razón. Si pertenecían al mismo ser, debió
de tratarse de una monstruosidad histérica y delirante. Habría sido blasfemo
dejar tales huesos en el mundo; así que los metí en un saco y los llevé a la
tumba que hay detrás de la casa. Había una abertura por donde los pude arrojar
al interior. No pienses que fue una tontería por mi parte... Quisiera que
hubieses visto el cráneo. Tenía unos cuernos de unas cuatro pulgadas; en
cambio, la cara y la mandíbula eran igual que la tuya o la mía.
Al fin pude notar que Manton, ahora muy
cerca de mí, experimentaba un auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se
dejó intimidar.
-¿Y los cristales de las ventanas?
-Habían desaparecido todos. Una de las
ventanas había perdido completamente el marcó; en las demás, no había rastro de
cristales en las pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas
de celosía que cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que
llevaban un siglo o más sin cristales...
quizá los rompiera el niño, si es que llegó hasta allí; la leyenda no lo dice.
Manton se quedó pensativo otra vez.
—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde
está? Tanto si tiene cristales como si no, quisiera echarle una ojeada. Y
también a la tumba donde pusiste aquellos huesos, y la otra sepultura sin
inscripción... todo eso debe de ser un poco terrible.
—La has estado viendo... hasta que se ha
hecho de noche.
Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo
me esperaba; porque ante este golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí
neuróticamente y dejó escapar un grito, con una especie de atragantamiento que
liberó su tensión contenida. Fue un grito singular, y tanto mas terrible cuanto
que fue contestado. Pues aún resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa
negrura, y comprendí que se abría una ventana de celosía en aquella casa vieja
y maldita que teníamos allí cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana
hacía tiempo que habían desaparecido, comprendí que se trataba del marco
espantoso de aquella ventana demoníaca del ático.
Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido
y glacial procedente de la misma espantosa dirección, seguida de un alarido
penetrante que brotó junto a mí, de aquella tumba agrietada de hombre y
monstruo. Un instante después, fui derribado del horrible banco donde estaba
sentado por el impulso infernal de una entidad invisible de tamaño gigantesco,
aunque de naturaleza indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de
raíces de ese horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido
jadeante y un aleteo, y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad
con legiones de seres semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó
un vórtice de viento helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos
y cascotes sueltos; pero, misericordiosamente, me desvanecí-antes de comprender
lo que ocurría.
Manton, aunque más bajo que yo, es más
resistente; porque abrimos los ojos casi al mismo tiempo, a pesar de que sus
heridas eran más graves. Nuestras camas estaban juntas, y en pocos segundos nos
enteramos de que estábamos en el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían
congregado a nuestro alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a
nuestra memoria, contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber
que un granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro
lado de Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se
dice que hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el
pecho, así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no
estaba malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo
más desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que
Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados médicos,
hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas. Entonces
dijo que habíamos sido victimas de un toro resabiado... aunque resultó difícil
explicar e identificar al animal.
Cuando las enfermeras y los médicos nos
dejaron, le susurré una pregunta sobrecogida:
—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas
señales... ¿ha sido eso?
Pero yo estaba demasiado perplejo para
alegrarme, cuando me contestó en voz baja algo que yo medio me esperaba:
—No... no ha sido eso ni mucho menos.
Estaba en todas partes... era una gelatina... un limo.., sin embargo, tenía
formas, mil formas espantosas imposibles de recordar. Tenía ojos... uno de
ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la abominación final. Carter, ¡era
lo innombrable!
Fin
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