Randolph Carter en:
La Llave de Plata
H.P. Lovecraft
Cuando Randolph Carter cumplió los
treinta años, perdió la llave de la puerta de los sueños. Anteriormente había
compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a
extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a hermosas e
increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos.
Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta
capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo. Ya no pudieron
hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta más allá de
las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes
a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna, hermosos
e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil.
Había leído mucho acerca de cosas reales,
y había hablado con demasiada gente. Los filósofos, con su mejor intención, le
habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a
analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos. Había
desaparecido el encanto, y había olvidado que toda la vida no es más que un
conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia
alguna entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que
sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo para considerar las unas
por encima de las otras. La costumbre le había atiborrado los oídos con un
respeto supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los
sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran insulsas y pueriles,
y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas
de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto,
de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin preocuparse ni
interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que
brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.
Le habían encadenado a las cosas de la realidad,
y luego le habían explicado el funcionamiento de esas cosas, hasta que todo
misterio hubo desaparecido del mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos
imperiosos de huir a las regiones crepusculares donde la magia moldeaba hasta
los más pequeños detalles de la vida, y convertía sus meras asociaciones
mentales en paisaje de asombrosa e inextinguible delicia, le encauzaron en
cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo
maravilloso en los vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del
cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo que buscaba en un terreno
donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le
dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba maduro todavía, ya que
prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación física.
De este modo, Carter había intentado
hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos y las
emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los
espíritus más exquisitos y delicados. Admitió, cuando se lo dijeron, que el
dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador dispéptico de la vida real,
es más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien
puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que él recordaba confusamente
de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó
laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.
De cuando en cuando, no obstante, le
resultaba inevitable considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de
sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán contradictoriamente
contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que
aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los
principios con los cuales le habían enseñado a combatir la extravagancia y
artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida diaria de nuestro
mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa
a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida obstinación en no
querer admitir su propia falta de razones y propósitos. De este modo, se fue
convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que
incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y privado de
cualquier tipo de autenticidad.
En los primeros días de esta servidumbre,
se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con
ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos senderos que
le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una observación
más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y
prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de
inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor
parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que
trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza
primordial por combatir los terrores de lo desconocido. A Carter le aburría la
solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a
partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su propia ciencia
jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés que
podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer
ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de pura
fantasía.
Pero cuando comenzó a estudiar a los
filósofos que habían derribado los viejos mitos, los encontró aún más
detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos que la
belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla
alguna en este cosmos sin objeto, sino únicamente a su consonancia con los
sueños y los sentimientos que han modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas
a partir del caos. No veían que el bien y el mal, y la felicidad y la belleza,
son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único
valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros
padres; y que sus características, aun las más sutiles, son diferentes en cada
raza y en cada cultura. En cambio, negaban todas estas cosas rotundamente, o
las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos
con las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban
penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio; aunque, eso sí,
henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo que en realidad no
era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que habían hecho era
cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la licencia y
de la anarquía.
Carter apenas gozaba de estas modernas
libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la
belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble
mediante la cual sus paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos
con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la
mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder
sustraerse a la ilusión de que la vida tiene un sentido distinto del que los
hombres le atribuyen, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética
y belleza, aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la
naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y su impersonal
amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de
justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el antiguo saber, las
antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que
ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y de los
criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de un universo carente
de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez perdidos estos
marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y
de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el bullicio y
en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación,
en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de
todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces se
entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden
social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y
contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un
momento es la ruina del siguiente. La belleza serena y duradera sólo se halla
en los sueños; pero este consuelo ha sido rechazado por el mundo cuando, en su
adoración de lo real. arrojó de sí los secretos de la infancia.
En medio de este caos de falsedades e
inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de
sentido común y buena familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la
edad y su sentido del ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia;
pero su amor por la armonía le impidió apartarse de los senderos propios de su
raza y condición. Caminaba impasible por las ciudades de los hombres, y
suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez
que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las
primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños
que había vivido de niño, y añoraba los países etéreos que ya no podía
encontrar. Viajar era sólo una burla; ni siquiera la Guerra Mundial le conmovió
gran cosa, aunque participó en ella desde el principio en la Legión Extranjera
de Francia. Durante cierto tiempo trató de buscar amigos, pero no tardó en
darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y monótonos, y demasiado
apegados a las cosas terrenales. Se alegraba vagamente de no tener trato con
sus familiares, porque ninguno le habría sabido comprender, excepto, quizá, su
abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía tiempo que ambos habían muerto.
Entonces comenzó a escribir libros de
nuevo, cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero
tampoco encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus
pensamientos eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como
antes. Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales
que su imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil
marchitaba las flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines.
La religiosidad convencional que adjudicaba a sus personajes los impregnaba de
un sentimentalismo empalagoso, en tanto que el mito del realismo y de la
necesidad de pintar acontecimientos y emociones vulgarmente humanos, degradaban
toda su elevada fantasía, convirtiéndola en un fárrago de alegorías mal
disimuladas y superficiales sátiras de la sociedad. Así, sus nuevas novelas
alcanzaron un éxito que jamás habían conocido las de antes; pero al comprender
cuán insulsas debían ser para agradar a la vana muchedumbre, las quemó todas y
dejó de escribir. Eran unas novelas triviales y elegantes, en las que se
sonreía educadamente de los propios sueños que apenas si describía por encima;
pero se dio cuenta de que eran artificiosas y falsas, y carecían de vida.
Después de estos intentos se dedicó a
cultivar el ensueño deliberado, y ahondó en el terreno de lo grotesco y de lo
excéntrico, como buscando un antídoto contra los anteriores lugares comunes.
Estos campos no tardaron, sin embargo, en poner de manifiesto su pobreza y su
esterilidad; y pronto se dio cuenta de que las habituales creencias ocultistas
son tan escasas e inflexibles como las científicas, aunque desprovistas de toda
verosimilitud. La estupidez grosera, la superchería y la incoherencia de las
ideas no son sueños, ni ofrecen a un espíritu superior ninguna posibilidad de
evadirse de la vida real. Así, pues, Carter compró libros aun más extraños, y
buscó escritores más profundos y terribles, de fantástica erudición; se
sumergió en los arcanos menos estudiados de la conciencia, ahondó en los
profundos secretos de la vida, de la leyenda y de la remota antigüedad, y
aprendió cosas que le dejaron marcado para siempre. Decidió vivir a su modo y
amuebló su casa de Boston de forma que pudiera armonizar con sus cambios de
humor. Consagró una habitación a cada uno de ellos, y las pintó con los colores
adecuados, disponiendo en ellas los libros convenientes y dotándolas de objetos
y aparatos que le proporcionasen las sensaciones requeridas en cuanto a luz,
calor, sonidos, sabores y aromas.
Una vez oyó hablar de un hombre al cual,
allá en el Sur, le rehuían y le temían todos por las cosas blasfemas que leía
en arcaicos libros y en tabletas de arcilla que había conseguido traer
clandestinamente de la India y de Arabia. Y fue a visitarlo, y vivió con él, y
compartió sus estudios durante siete años, basta que una noche les sorprendió
el horror en un viejo cementerio desconocido, del que, de los dos que habían
entrado, sólo uno regresó. Entonces volvió a Arkham, la ciudad terrible y
embrujada de Nueva Inglaterra, donde habían vivido sus antepasados, y allí hizo
experiencias en la oscuridad, entre sauces venerables y ruinosos tejados, que
le hicieron sellar para siempre ciertas páginas del diario de uno de sus
predecesores, de una mentalidad excepcionalmente tenebrosa. Pero estos horrores
sólo le llevaron hasta los límites de la realidad; y no pudiendo traspasarlos,
no llegó a la auténtica región de los sueños por la que él había vagado durante
su juventud. De este modo, cuando cumplió los cincuenta años, perdió toda
esperanza de paz o de felicidad, en un mundo demasiado atareado para percibir
la belleza y demasiado intelectual para tolerar los sueños.
Habiendo comprendido al fin la fatalidad
de todas las cosas reales, Carter pasó sus días en soledad, recordando con
añoranza los sueños perdidos de su juventud. Consideró que era una estupidez
seguir viviendo de esa manera, y por mediación de un sudamericano, conocido
suyo, consiguió una poción muy singular, capaz de sumirle sin sufrimiento en el
olvido de la muerte. La desidia y la fuerza de la costumbre, no obstante, le
hicieron aplazar esta decisión, y siguió languideciendo sin resolverse a poner
fin a su vida, y vagando por el mundo de sus recuerdos. Quitó las extrañas
colgaduras de las paredes y volvió a arreglar la casa como en sus primeros años
de juventud: repuso las cortinas purpúreas, los muebles victorianos y todo lo
demás.
Con el paso del tiempo, casi llegó a
alegrarse de haber diferido su determinación, ya que sus recuerdos de juventud
y su ruptura con el mundo hicieron que la vida y sus sofisterías le pareciesen
muy distantes e irreales, tanto más cuanto que a ello se añadió un toque de
magia y esperanza que ahora empezaba a deslizarse en sus descansos nocturnos.
Durante años, en sus noches de ensueño, sólo había visto los reflejos
deformados de las cosas cotidianas, tal como las veían los más vulgares
soñadores; pero ahora comenzaba a vislumbrar de nuevo el resplandor de un mundo
extraño y fantástico, de una naturaleza confusa aunque pavorosamente inminente,
que adoptaba la forma de escenas nítidas de sus tiempos de niñez y le hacía
recordar hechos y cosas intranscendentes, largo tiempo olvidados. A menudo se
despertaba llamando a su madre y a su abuelo, cuando hacía ya un cuarto de
siglo que ambos descansaban en sus tumbas.
Luego, una noche, su abuelo le recordó la
llave. Aquel sabio de cabeza encanecida, con la misma apariencia de vida que en
sus buenos tiempos, le habló larga y seriamente de su rancia estirpe y de las
extrañas visiones que habían tenido aquellos hombres refinados y sensibles que
eran sus antepasados. Le habló del cruzado de ojos llameantes, y de los crueles
secretos que éste aprendió de los sarracenos durante el tiempo que lo tuvieron
en cautiverio; del primer sir Randolph Carter, que estudió artes mágicas en
tiempos de la reina Isabel. Asimismo, le habló de Edmund Carter, que estuvo a
punto de ser ahorcado con las brujas de la ciudad de Salem, y que había
guardado en una caja una gran llave de plata que había recibido de manos de sus
mayores. Antes que Carter despertara, su etéreo visitante le dijo dónde
encontraría la caja y que se trataba de un cofrecillo de prodigiosa antigüedad,
cuya tosca tapa, tallada en madera de roble, no había abierto mano alguna desde
hacía doscientos años.
Entre el polvo y las sombras del desván
lo encontró, remoto y olvidado en el último cajón de una enorme cómoda. El
cofrecillo era como de un pie cuadrado, y tenía unos bajorrelieves góticos tan
tenebrosos, que no se extrañó de que nadie se hubiera atrevido a abrirlo desde
los tiempos de Edmund Carter. No sonó nada dentro al sacudirlo, pero despidió
místicos perfumes de especias olvidadas. Lo de que contenía una llave no era,
sin duda alguna, más que una oscura leyenda. Ni siquiera el padre de Randolph
Carter había sabido nunca que existiese tal cofrecillo. Estaba reforzado con
tiras de hierro herrumbroso y no parecía haber medio alguno de abrir su
imponente cerradura. Carter tenía el vago presentimiento de que dentro
encontraría la llave de la perdida puerta de los sueños, pero su abuelo no le
había dicho una sola palabra de cómo y dónde usarla.
Un viejo criado suyo forzó la tapa
esculpida; y al hacerlo, las horribles caras les miraron desde la madera
ennegrecida. En el interior, un pergamino descolorido envolvía una enorme llave
de plata deslustrada, labrada con misteriosos arabescos; pero no había allí
explicación legible de ninguna clase. El pergamino era voluminoso, y estaba
cubierto de extraños jeroglíficos pertenecientes a una lengua desconocida,
trazados con un antiguo junco. Carter reconoció en ellos los mismos caracteres
que había visto en cierto rollo de papiro que perteneciera al terrible sabio
del Sur, el que desapareció una noche en determinado cementerio de remota
antigüedad. Aquel hombre se estremecía siempre que consultaba el rollo, y
Carter tembló ahora también.
Pero limpió la llave y la conservo esa
noche a su lado, metida en su aromático estuche de roble viejo. Entre tanto,
sus sueños se fueron haciendo más vívidos y, aunque en ellos no aparecía
ninguna de aquellas extrañas ciudades, ni los increíbles jardines de sus viejos
tiempos, fueron adquiriendo un significado definido cuya finalidad no dejaba
lugar a dudas. Era llamado en sueños desde un pasado remoto, y se sentía
arrastrado por las voluntades unidas de todos sus antepasados hacia alguna
fuente oculta y ancestral. Entonces comprendió que debía penetrar en el pasado
y confundirse con las viejas cosas; y día tras día pensó en las colinas del
norte, donde se hallan la encantada ciudad de Arkham y el impetuoso Miskatonic,
y la rústica y solitaria morada de su familia.
Bajo la lívida luz del otoño, Carter
emprendió el viejo camino a través de un mágico panorama de colinas onduladas y
de prados cercados de piedra, y atravesó el valle lejano de laderas cubiertas
de bosque, recorrió la serpeante carretera, pasó junto a las abrigadas granjas
y bordeó los meandros cristalinos del Miskatonic, cruzado aquí y allá por
rústicos puentecillos de madera o de piedra. En una de sus curvas vio el grupo
de olmos gigantescos donde había desaparecido misteriosamente uno de sus
antepasados hacía ciento cincuenta años, y se estremeció al sentir el viento
que soplaba de modo significativo entre sus troncos. Luego apareció la casa
solitaria y ruinosa del viejo Goody Fowler, el brujo, con sus ventanucos
endemoniados y su gran tejado que descendía casi hasta el suelo por la parte de
atrás. Pisó el acelerador al pasar por delante, y no moderó la marcha hasta
haber coronado la colina donde había nacido su madre, y los padres de su madre,
en un blanco y viejo caserón que todavía conservaba su imponente aspecto desde
la carretera, colgado sobre un paisaje trágico y maravilloso de rocosas
pendientes y valles verdeantes, en cuyo horizonte se divisaban los lejanos
campanarios de Kingsport, y aún más allá se adivinaba la presencia de un mar
arcaico y henchido de sueños.
Luego vino la ladera de monte bajo donde
se alzaba la mansión que Carter no había visitado desde hacía cuarenta años.
Caía ya la tarde cuando llegó al pie del lugar, y a mitad de camino se detuvo a
contemplar la extensa comarca dorada y celestial, inundada por la luz sesgada
del sol poniente. Toda la fantasía y el anhelo de sus sueños recientes parecían
encarnar en este paisaje apacible y extraño que le sugería la ignorada soledad
de otros planetas. Recorrió con la mirada el tapiz desierto de los prados que
se estremecía entre tapias derruidas y mágicos macizos de bosque que destacaban
por encima del ondulado perfil de las colinas, y el valle espectral, poblado de
árboles, que se precipitaba entre sombras hacia los húmedos bordes de los
riachuelos cuyas aguas sollozaban al discurrir gorgoteantes entre hinchadas y
retorcidas raíces.
Algo le dijo que su automóvil no
pertenecía a este universo, así que lo dejó junto al límite del bosque y,
metiéndose la enorme llave en el bolsillo de la chaqueta, siguió subiendo a pie
por la cuesta. Se internó en lo profundo del bosque, aun a sabiendas de que el
edificio estaba en lo alto de una loma totalmente despejada de árboles, excepto
por el norte. Se preguntó qué aspecto ofrecería la casa, puesto que estaba
vacía y abandonada, en parte por culpa suya, desde la muerte de su extraño tío
abuelo Christopher, ocurrida hacía treinta años. Durante su niñez había pasado
largas temporadas allí, y había descubierto extrañas maravillas en los bosques
que se extendían al otro lado del huerto.
Las sombras se hicieron más densas a su
alrededor, porque la noche estaba cerca. A su derecha, se abrió entre los
árboles un calvero, de suerte que, durante un momento, pudo distinguir leguas y
leguas de praderas bañadas de luz crepuscular. y al fondo, el campanario de la
Congregación, que se alzaba sobre la Colina Central de Kingsport. Arrebolados
con el último resplandor del día, los cristales redondos de las lejanas
ventanitas parecían despedir llamaradas del fuego. Sin embargo, al sumergirse de
nuevo en las sombras, recordó de pronto, con un sobresalto, que esta visión
fugaz no podía proceder sino de algún trasfondo de su memoria infantil, ya que
hacía mucho tiempo que la iglesia había sido derruida para construir en su
lugar el Hospital de la Congregación. Había leído la noticia con interés, ya
que el periódico hablaba además de las extrañas galerías o pasadizos que se
habían encontrado en la roca, bajo sus cimientos.
A través de su confusión, le pareció oír
una voz aflautada, y al reconocer su acento familiar después de tantos años,
sintió un nuevo escalofrío. Benjiah Corey, el antiguo criado de su tío
Christopher, era ya un anciano en aquella época lejana de su niñez en que venía
a pasar temporadas enteras al viejo caserón. Ahora tendría más de ciento
cincuenta años; pero aquella voz cascada no podía ser de nadie más. Carter no
pudo distinguir lo que decía, pero el tono era inconfundible y obsesionante.
¡Quién iba a decir que el «Viejo Benjy» aún estaba vivo!
-¡Señorito Randy! ¡Señorito Randy! ¿Dónde
estás? ¿Quieres matar de un disgusto a tu tía Martha? ¿No te dijo que no te
alejaras de la casa cara a la noche, y que volvieras antes de oscurecer?
¡Randy! ¡Ran...dyyy! En mi vida he visto un chiquillo que le guste tanto
corretear por el bosque; se pasa el día merodeando por esa maldita caverna de
serpientes... ¡Eh, Ran...dyyy!
Randolph Carter se paró en la densa
oscuridad y se restregó los ojos con la mano. Era muy extraño. Algo no andaba
bien. Se encontraba en un paraje donde no debía estar; se había extraviado en
unos lugares muy apartados, adonde no debía haber ido, y ahora era
imperdonablemente tarde. No había mirado la hora en el reloj del campanario de
Kingsport, aun cuando podía haberla visto fácilmente con su catalejo de
bolsillo; pero sabía que su retraso era algo muy extraño y sin precedentes. No
estaba seguro de haberse traído consigo el catalejo, y se metió la mano en el
bolsillo de la blusa para cerciorarse. No, no lo traía; pero en cambio llevaba
una llave de plata que había encontrado en alguna parte, dentro de una caja.
Tío Chris le dijo una vez algo muy raro acerca de una arqueta cerrada donde
había una llave, pero tía Martha le hizo callar bruscamente, diciendo que no
debía contar historias de ese género a un muchacho que ya tenía la cabeza
demasiado llena de quimeras. Entonces intentó recordar exactamente dónde había
encontrado la llave, pero todo era muy confuso. Se preguntó si no sería en el
desván de su casa de Boston, y se acordó vagamente de haber sobornado a Parks
con el sueldo de media semana para que le ayudara a abrir la caja, y guardara
silencio después; pero al evocar la escena, la cara de Parks le resultó muy
extraña, como si las arrugas de innumerables años hubieran hecho presa de
pronto en el vivo y menudo cockney.
-¡Ran. . . dyyy ! ¡Ran... dyyy! ¡Eh! ¡Eh!
¡Randy!
Una linterna oscilante apareció por la
curva oscura, y el viejo Benjiah se arrojó sobre la silueta silenciosa y
perpleja de Carter.
-¡Maldito crío, ahí estabas tú! ¿No
tienes lengua en la boca, que no contestas? ¡Hace media hora que te estoy
llamando, y me has tenido que oír hace rato! ¿Es que no sabes que tu tía Martha
está la mar de preocupada por tu culpa? ¡Espera y verás, cuando se lo diga a tu
tío Chris! ¡Deberías saber que estos bosques no son lugar a propósito para
andar por ahí a estas horas! Te puedes tropezar con cosas malas, de las que
nada bueno puedes esperar, como mi abuelo sabía muy bien antes que yo. ¡Vamos,
señorito Randy, o Hanna no nos guardará la cena!
De este modo, Carter se vio arrastrado
cuesta arriba, hacia donde brillaban fascinantes las estrellas a través de los
altos ramajes otoñales. Y oyeron ladrar a los perros, y vieron la luz
amarillenta de las ventanas tras la última revuelta del camino, y contemplaron
el parpadeo de las Pléyades por encima del calvero donde se erguía un gran
tejado negro contra el agonizante crepúsculo de poniente. Tía Martha estaba en
el umbral, y no regañó demasiado al pequeño tunante cuando Benjiah lo hizo
entrar. Demasiado bien sabía por tío Chris que estas cosas eran propias de los
Carter. Randolph no le enseñó la llave, sino que cenó en silencio y sólo
protestó cuando llegó la hora de acostarse. El solía soñar mejor despierto, y
por otra parte, quería utilizar la llave aquella.
A la mañana siguiente, Randolph se levantó
temprano, y habría echado a correr hacia la arboleda de arriba, si su tío Chris
no le hubiera cogido, obligándole a sentarse a desayunar. Impaciente, paseó la
mirada a su alrededor, por aquella estancia de suelo inclinado, por la alfombra
andrajosa, por las descubiertas vigas del techo y por los pilares angulares, y
sólo sonrió cuando las ramas del huerto arañaron los cristales de la ventana
del fondo. Los árboles y las colinas estaban allí cerca, a su lado, y
constituían las puertas de aquel reino intemporal que era su verdadera patria.
Luego, cuando le dejaron libre, se tentó
el bolsillo de la blusa para ver si tenía la llave; y al ver que sí, cruzó el
huerto y echó hacia arriba, por donde el monte se elevaba hasta por encima del
calvero. El suelo del bosque estaba tapizado de musgo y de misterio. Los
grandes peñascos cubiertos de líquenes se erguían vagamente, bajo la luz
difusa, como enormes monolitos druidas entre los troncos inmensos y retorcidos
de un bosque sagrado. A mitad de su ascenso, Randolph cruzó un torrente cuyas
cascadas, un poco más abajo, cantaban misteriosos sortilegios a los faunos
escondidos, a los egipanes y a las dríadas.
Luego llegó a la extraña cueva que se
abría en la falda del monte, a la temible Caverna de las Serpientes que la
gente del campo solía rehuir, y de la que pretendía mantenerle alejado Benjiah.
La cueva era profunda, más profunda de lo que cualquiera habría sospechado,
porque Randolph había descubierta una hendidura en el rincón más profundo y
oscuro, que daba acceso a otra gruta más grande aún: a un espacio secreto y
sepulcral cuyas graníticas paredes daban la impresión de haber sido trabajadas
por un ser inteligente. Esta vez entró reptando, como en las demás ocasiones, y
alumbrándose con las cerillas que había cogido del cuarto de estar, y se
deslizó por la grieta del final con una ansiedad inexplicable para sí mismo. No
sabía por qué razón se aproximó a la pared del fondo con tanta resolución, ni
por qué sacó instintivamente la gran llave de plata. Pero siguió adelante; y
cuando, aquella noche, regresó excitado a casa, no dio ninguna explicación por
su tardanza, ni prestó la más mínima atención a la regañina que se ganó por
haber ignorado totalmente la llamada de cuerno que anunciaba la comida de
mediodía.
Hoy coinciden todos los parientes lejanos
de Randolph Carter en que, cuando éste tenía diez años, ocurrió algo que
despertó su imaginación. Su primo Ernest B. Aspinwall, de Chicago, es diez años
mayor que él, y recuerda muy bien el cambio operado en el muchacho después del
otoño de 1883. Randolph había contemplado paisajes fantásticos, como nadie los
ha contemplado en la vida; pero más extraños aún eran algunos de los poderes
que mostró en relación con cosas muy reales. Parecía, en suma haber adquirido
el don singular de la profecía, y a veces reaccionaba de un modo extraño ante
cosas que, pese a carecer totalmente de importancia en aquel momento,
justificaban más tarde sus singulares actitudes. En el curso de los decenios
subsiguientes, a medida que se inscribían nuevos inventos, nuevos nombres y
nuevos acontecimientos en el libro de la historia, la gente podía recordar
sorprendida cómo Carter se había referido años antes a cosas que de algún modo,
pero inequívocamente, se relacionaban con ellos. El mismo no comprendía sus
propias palabras, ni sabía por qué ciertas cosas le producían determinada
emoción, aunque suponía que ello era debido seguramente a algún sueño que a la
sazón no lograba recordar. A principios de 1897, cuando cierto viajero mencionó
el pueblo francés de Belloy-en-Santerre, se puso pálido, y sus amigos lo
recordaron después porque, en 1916, durante la Guerra Mundial, recibió en ese
pueblo una herida que estuvo a punto de costarle la vida.
Los parientes de Carter hablan a menuda
de todo esto, porque él ha desaparecido recientemente. Su viejo criado, el
menudo Parks, que durante muchos años había soportado con paciencia sus
extravagancias, fue el último que le vio aquella mañana en que cogió el coche y
se fue con una llave que acababa de encontrar. Parks le había ayudado a sacar
la llave del antiguo cofrecillo que la contenía, y se sentía singularmente
impresionado por los grotescos relieves que adornaban dicha arqueta, y por
alguna otra causa que no le era posible referir. Cuando Carter se marchó, dejó
dicho que iba a los alrededores de Arkham a visitar la comarca de sus
antepasados.
A mitad de la cuesta del Monte del Olmo,
por la carretera que va hacia las ruinas de la morada solariega de los Carter,
encontraron el coche cuidadosamente aparcado en la cuneta. Dentro encontraron
un cofrecillo de aromática madera, adornado con unos relieves que llenaron de
pavor a los campesinos que dieron con el vehículo. Este cofrecillo contenía tan
sólo un pergamino, cuyos caracteres no pudieron descifrar ni lingüistas ni
paleógrafos. La lluvia había borrado las huellas de sus pasos, pero parece que
la policía de Boston podría haber dicho mucho sobre el desorden que reinaba
entre las vigas derrumbadas de la mansión de los Carter. Era, según dijeron,
como si alguien hubiera andado revolviendo entre las ruinas recientemente.
Encontraron, algo más allá, un pañuelo blanco de bolsillo entre las rocas del
bosque, pero no pudieron demostrar que pertenecía al desaparecido.
Entre los herederos de Randolph Carter se
habla de repartir sus bienes, pero yo pienso oponerme firmemente a ello porque
no creo que haya muerto. Existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la
fantasía y en la realidad, que sólo un soñador puede adivinar; y, por lo que sé
de Carter, creo que lo que ha sucedido es que ha descubierto un medio de
atravesar estos nebulosos laberintos. Si volverá o no alguna vez, es cosa que
no puedo afirmar. El buscaba las perdidas regiones de sus sueños y sentía
nostalgia por los días de su niñez. Después encontró una llave, y me inclino a
creer que logró utilizarla para sus extraños fines.
Se lo preguntaré cuando le vea, porque
espero encontrarlo en cierta ciudad soñada que ambos solíamos frecuentar. Se
dice en Ulthar, comarca que se extiende al otro lado del río Skai, que un nuevo
rey ocupa el trono de ópalo de Ilek-Vad; la ciudad fabulosa de infinitos
torreones que se asienta en lo alto de los acantilados de cristal que dominan
ese mar crepuscular donde los Gnorri, seres barbudos con aletas natatorias,
construyen sus singulares laberintos; y creo que sé cómo interpretar este
rumor. Ciertamente, espero con impaciencia el momento de contemplar esa gran
llave de plata, porque en sus misteriosos arabescos pueden estar simbolizados
todos los designios y secretos de un cosmos ciegamente impersonal.
Fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario