Los Sueños de la Casa de la Bruja
Howard Phillips
Lovecraft
(Solo tengo que decir dos cosas: la primera es, que este es
otro de mis relatos favoritos..., y la segunda, es que, creo, de aquí J.K.
Rowling sacó a uno de sus personaje "Colagusano")
Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que
provocaron la fiebre, o si fue la fiebre la causa de los sueños. Detrás de todo se agazapaba el horror
lacerante y mohoso de la antigua ciudad y de la execrable buhardilla donde
escribía, estudiaba y luchaba con cifras y fórmulas cuando no estaba dando
vueltas en la mezquina cama de hierro.
Sus oídos se estaban sensibilizando de manera poco natural e
intolerable, y ya hacía tiempo que había parado el reloj barato de la repisa de
la chimenea, cuyo tictac había llegado a parecerle como un tronar de
artillería. Por la noche, los rumores de
la ciudad oscurecida, el siniestro corretear de las ratas en los endebles
tabiques y el crujir de las ocultas tablas en la centenaria casa bastaban para
darle la sensación de barahúnda. La oscuridad
siempre estaba llena de inexplicables ruidos, y no obstante Gilman se
estremecía a veces temiendo que aquellos sonidos se apagaran y le permitieran
oír otros rumores más leves que acechaban detrás de ellos.
Se encontraba en
la inmutable ciudad de Arkham, llena de leyendas, de apiñados tejados a la holandesa que se tambaleaban sobre desvanes donde las brujas
se ocultaron de los hombres del Rey en los oscuros tiempos coloniales. Y en toda la ciudad no había lugar más
empapado en recuerdos macabros que el desván que albergaba a Gilman, pues precisamente
en esta casa y en este cuarto se había ocultado Keziah Mason, cuya fuga de la
cárcel de Salem continuaba siendo inexplicable.
Aquello ocurrió en 1692: el carcelero había enloquecido y desvariaba
acerca de algo peludo, pequeño y de blancos colmillos que había salido
corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather pudo explicar las
curvas y ángulos dibujados sobre las grises paredes de piedra con algún líquido
rojo y pegajoso.
Posiblemente Gilman no debiera haber estudiado
tanto. El cálculo no euclidiano y la
física cuántica bastan para violentar cualquier cerebro, y cuando se los mezcla
con tradiciones folklóricas y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad
multidimensional detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las
leyendas góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la
chimenea, apenas puede esperar encontrarse completamente libre de una cierta
tensión mental. Gilman era de Haverhill,
pero sólo después de haber ingresado en el colegio universitario de Arkham
empezó a asociar sus conocimientos matemáticos con las fantásticas levendas de
la magia antigua. Algo había en el
ambiente de’vieja ciudad que actuaba oscuramente sobre su imaginación. Los profesores de la Universidad de
Miskatonic le habían recomendado que fuera más despacio y habían reducido
voluntariamente sus estudios en varios puntos.
Además, le habían prohibido consultar los dudosos tratados antiguos
sobre secretos ocultos que se guardaban bajo llave en la biblioteca de la
Universidad. Pero estas precauciones
llegaron tarde, de modo que Gilman pudo obtener algunos terribles datos del
temido Necronomicón de Abdul Alhazred, del fragmentario Libro de Eibon, y del
prohibido Unausspreclichen Kulten de Von Junzt, que correlacionó con sus fórmulas
abstractas sobre las propiedades del espacio y la conexión de dimensiones
conocidas y desconocidas.
Sabía que su cuarto estaba en la antigua Casa de la
Bruja; en realidad lo había alquilado por tal motivo. En los archivos del Condado de Essex figuraban
numerosos datos acerca del proceso contra Keziah Mason y lo que esta mujer
había admitido bajo presión del tribunal de Oyer y Terminer fascinó a Gilman
hasta un punto realmente irrazonable.
Keziah le había hablado al juez Hathorne de líneas y curvas que podían
trazarse para señalar direcciones, a través de los muros del espacio, hacia
otros espacios de más allá insinuando que tales líneas y curvas eran utilizadas
frecuentemente en ciertas reuniones de medianoche celebradas en el sombrío
valle de la piedra blanca, situado más allá de la Loma del Prado, y en el
islote desierto del río. También había
hablado del Hombre Negro, del juramento que ella había prestado y de su nuevo
nombre secreto, Nahab. Tras de lo cual
trazó aquellas figuras en la pared de su celda y desapareció.
Gilman creía cosas extrañas acerca de Keziah, y sintió
un raro estremecimiento al enterarse de que la casa en que había vivido la
anciana seguía en pie después de más de doscientos treinta y cinco años. Cuando oyó los rumores que corrían por Arkham
entre susurros acerca de la persistente presencia de Keziah en la antigua casa
y en los estrechos callejones, acerca de marcas irregulares, como de dientes
humanos, observadas en ciertos durmientes de aquella y de otras casas, acerca de
los gritos infantiles oídos la víspera del Día de Mayo y en el Día de Todos los
Santos, del hedor percibido en el ático del viejo edificio precisamente después
de esos días temidos, y acerca de la cosa pequeña y peluda, de afilados
dientes, que rondaba por la vieja casa y por laciudad y acariciaba a la gente curiosamente
con el hocico en las oscuras horas que preceden al amanecer, decidió vivir allí
a toda costa. Una habitación resultaba
fácil de obtener, pues la casa era impopular y dificil de alquilar y desde
hacía tiempo se dedicaba a alojamiento barato.
No hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero sabía que
deseaba estar en aquel edificio donde alguna circunstancia había dado, más o
menos repentinamente, a una vulgar anciana del siglo xvii, un atisbo de
profundidades matemáticas tal vez más atrevidas que las más modernas
elucubraciones de Planck, Heisenberg, Einstein y de Sitter.
Estudió las maderas y las paredes de yeso en busca de
dibujos crípticos en los lugares accesibles donde se había desprendido el
empapelado, y al cabo de menos de una semana logró alquilar el ático del este
en donde se decía que Keziah se había dedicado a la brujería. Había estado desalquilado desde el principio,
ya que nadie se había mostrado dispuesto a ocuparlo por mucho tiempo, pero el
patrón polaco tenía miedo de alquilarlo.
Sin embargo, nada en absoluto le ocurrió a Gilman hasta que le dio la
fiebre. Ninguna Keziah fantasmal merodeó
en los sombríos pasillos o en los aposentos, ninguna cosa pequeña y peluda se
deslizó al interior del tétrico cuarto para hocicar a Gilman, ni éste encontró
rastros de los conjuros de la bruja pese a su constante búsqueda. Algunas veces, paseaba por el oscuro
laberinto de callejuelas sin pavimentar y que olían a moho, donde las
misteriosas casas pardas de ignorada antigüedad se inclinaban, se tambaleaban v
hacían muecas burlonas a través de las ventanas de pequeños cristales. Sabía que allí habían ocurrido en otros
tiempos cosas extrañas, y flotaba en el aire una vaga sugerencia de que quizá
no todo lo perteneciente a aquel pasado anómalo había desaparecido, al menos en
las callejuelas más oscuras, estrechas e intrincadamente retorcidas. En dos ocasiones remó también hasta el
maldecido islote del río e hizo un croquis de los extraños ángulos descritos
por las hileras de piedras grises cubiertas de crecido musgo que allí se
alzaban y cuyo origen era oscuro e inmemorial.
La habitación de Gilman era de buen tamaño pero de forma
irregular; la pared del norte se inclinaba perceptiblemente hacia el interior
mientras que el techo, de poca altura, bajaba suavemente en igual
dirección. Aparte de un evidente agujero
correspondiente a un nido de ratas y los rastros de otros tapados, no había
entrada ninguna, ni señales de que la hubiera habido, al espacio que debía de
existir entre la pared inclinada y la recta pared exterior de la parte norte de
la casa, aunque desde el exterior se veía una ventana que había sido tapiada en
un tiempo muy remoto. El desván situado
encima del techo, que debía haber tenido inclinado el suelo, era asimismo
inaccesible. Cuando Gilman subió con una
escalera . al desván lleno de telarañas que quedaba directamente encima de su
habitación, encontró vestigios de una abertura antigua hermética y pesadamente
cerrada con antiguos tablones y asegurada con fuerte estacas de madera,
corrientes en la carpintería de los tiempos coloniales. Sin embargo, el casero, a pesar de sus muchos
ruegos, se negó a permitirle investigar lo que había de trás de aquellos
espacios cerrados.
A medida que transcurría el tiempo, aumentó su interés por la pared y
el techo de su cuarto, pues comenzó a adivinar en los extraños ángulos de la
construcción un significa do matemático que parecía brindar vagos indicios a su
objetivo. La vieja hechicera podía haber
tenido muy buenas razones para vivir en una habitación de extraños ángulos
¿acaso no decía haber traspasado los límites del mundo espacial conocido a
través de ciertos ángulos? Su interés fu
desviándose gradualmente de los espacios vacíos situados a otro lado de las
paredes inclinadas, pues ahora parecía que la finalidad de tales superficies
atañía al lado del cual se encontraba.
La fiebre y los sueños comenzaron a principios de
febrero. Durante algún tiempo, parece que los extraños ángulos de la habitación
de Gilman tuvieron sobre él un raro efecto casi hipnótico; y, a medida que el
sombrío invierno avanzaba, se encontró contemplando con creciente intensidad la
esquina en donde el techo descendente se unía con la pared inclinada. En aquella época, le preocupó gravemente su
incapacidad para concentrarse en sus estudios y comenzó a temer seriamente por
los resultados de los exámenes parciales.
También le molestaba aquel exacerbado sentido de la audición. La vida se había convertido para él en una
persistente y casi insufrible cacofonía, y tenía la constante y amedrentadora
impresión de percibir otros sonidos procedentes, tal vez, de regiones situadas
más allá de la vida, temblando al mismo borde de la percepción. En cuanto a ruidos concretos, los peores eran
los que hacían las ratas en los antiguos tabiques. A veces, su rascar parecía no sólo furtivo,
sino deliberado. Cuando llegaba desde
más allá de la pared inclinada del norte, estaba mezclado con una especie de
castañeteo seco; y cuando procedía del desván situado encima del techo
inclinado, clausurado hacía más de un siglo, Gilman siempre se preparaba para
lo peor, como si esperara algo horrible que sólo aguardara su momento antes de
bajar para aniquilarlo totalmente.
Los sueños estaban más allá del límite de la cordura, y
Gilman pensaba que eran resultado conjunto de sus estudios de matemáticas y de
sus lecturas sobre leyendas populares.
Había estado pensando demasiado en las vagas regiones que, según sus
fórmulas, tenían que existir más allá de las tres dimensiones conocidas, y en
la posibilidad de que la vieja Keziah Mason, guiada por alguna influencia
imposible de conjeturar, hubiera encontrado la puerta de acceso a aquellas
regiones. Los amarillentos legajos del
juzgado del distrito que contenían el testimonio de aquella mujer y el de sus
acusadores sugerían terriblemente cosas fuera del alcance de la experiencia
humana, y las descripciones del frenético y pequeño objeto peludo que le hacía
las veces de demonio familiar eran desagradablemente realistas, a pesar de ser
increíblemente detalladas.
Ese ser, de tamaño no mayor que el de una rata grande y
al que las gentes del pueblo llamaban caprichosamente «Brown Jenkin», parecía
haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 no
menos de doce personas atestiguaron haberío visto. También los rumores recientes acerca de él
coincidían de una manera desconcertante e incomprensible. Los testigos decían que tenía el pelo largo y
forma de rata, pero que la cara, con afilados dientes y barba, era
diabólicamente humana, en tanto que sus zarpas parecían diminutas
manecillas. Llevaba recados de la vieja
al diablo y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro. Su voz era una especie de risita detestable y
podía hablar todos los idiomas. De las
múltiples monstruosidades que Gilman veía en sus pesadillas ninguna le
provocaba tanto pavor y repugnancia como aquel malvado y diminuto híbrido, cuya
imagen se le presentaba en forma mil veces más odiosa de lo que su mente
despierta había deducido de los viejos legajos y los rumores modernos.
Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en
soñar que caía en abismos infinitos de inexplicable crepúsculo coloreado y
llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales y de
gravitación Gilman ni siquiera podía concebir.
En sus sueños ni caminaba ni trepaba, ni volaba ni nadaba, ni reptaba;
pero siempre experimentaba una sensación de movimiento, en parte voluntaria y
en parte involuntario. No podía juzgar
bien acerca de su propio estado, pues brazos, piernas y torso siempre le
resultaban imposibles de ver, desvanecidos en alguna clase de alteración de la
perspectiva; pero percibía que su organización física y sus facultades quedaban
transmutadas de manera mágica y proyectadas oblicuamente, aunque conservando
una cierta grotesca relación con sus proporciones y propiedades normales.
Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de
indescriptibles masas anguladas de sustancia de colorido ajeno a este mundo,
algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Algunos de los objetos orgánicos tendían a
despertar vagos recuerdos dormidos, aunque no podía formarse una idea
consciente de lo que burlonamente imitaban o sugerían. En los últimos sueños empezó a distinguir
categorías independientes en las que los objetos parecían dividirse y que
suponían en cada caso una especie radicalmente distinta de normas de conducta y
de motivación básica. De estas categorías,
una le pareció que incluía objetos algo menos ilógicos y desatinados en sus
movimientos que los pertenecientes a las demás.
Todos los objetos, tanto los orgánicos como los
inorgánicos, eran completamente indescriptibles, e incluso
incomprensibles. A veces Gilman
comparaba los inorgánicos a prismas, a laberintos, a grupos de cubos y planos,
y a edificios ciclópeos; y las cosas orgánicas le daban sensaciones diversas,
de conjuntos de burbujas, de pulpos, de ciempiés, de ídolos indios vivos y de
intrincados arabescos vivificados por una especie de animación ofidia. Todo cuanto veía era indescriptiblemente
amenazador y terrible, y si uno de los entes orgánicos parecía, por sus
movimientos, haberse fijado en él, sentía un terror tan espantoso y horrible
que generalmente se despertaba sobresaltado.
De cómo se movían los entes orgánicos no podía decir más que de cómo se
movía él mismo. Con el tiempo observó
otro misterio: la tendencia de ciertos entes a aparecer repentinamente
procedentes del espacio vacío, o a desvanecerse con igual rapidez. La confusión de gritos y rugidos que
retumbaba en los abismos desafiaba todo análisis en cuanto a tono, timbre o
ritmo, pero parecía estar sincronizada con vagos cambios visuales de todos los
objetos indefinidos, tanto orgánicos como inorgánicos. Gilman experimentaba el continuo temor de que
pudiera elevarse hasta algún grado insufrible de intensidad durante alguna de
sus oscuras e implacables fluctuaciones.
Pero no era en estas vorágines de alienación total
cuando veía a Brown jenkin. Aquel horror
abominable estaba reservado para ciertos sueños más ligeros y vívidos que le
asaltaban inmediatamente antes de caer profundamente dormido. Gilman permanecía echado en la oscuridad,
luchando para mantenerse despierto, cuando una leve claridad parecía relucir en
torno a la centenaria habitación revelando en una neblina violácea la
convergencia de los planos angulados que de manera tan insidiosa se habían
apoderado de su mente. El horror parecía
salir del agujero de las ratas en el rincón y avanzar hacia él, deslizándose
por las tablas del suelo combado, con una maligna expectación en su diminuto y
barbado rostro humano; pero, afortunadamente, el sueño siempre se desvanecía
antes que la aparición se acercara demasiado a él para acariciarlo con el
hocico. Tenía los dientes diabólicamente
largos, afilados y caninos. Gilman
trataba de taponar el agujero de las ratas todos los días, pero noche tras
noche los verdaderos habitantes de los tabiques roían la obstrucción, fuera lo
que fuera. En una ocasión hizo que el
casero clavara una lata sobre el orificio, pero a la noche siguiente las ratas
habían abierto un nuevo agujero, y al hacerlo habían empujado o arrastrado un
curioso trocito de hueso.
Gilman no informó de su fiebre al doctor, pues
sabía que si ingresaba en la enfermería de la Universidad no podna
pasar los exámenes, para cuya preparación necesitaba
todo su tiempo. Aun así, le suspendieron
en cálculo diferencial y en psicología general superior, aunque le quedaba la
esperanza de recuperar el terreno perdido antes de terminar el curso.
En marzo, un nuevo elemento entró a formar parte de su
sueño preliminar, y la forma de pesadilla de Brown jenkin comenzó a verse
acompañada por una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez más a una
vieja encorvado. Este nuevo elemento le
trastornó más de lo que pudiera explicar, pero acabó por decidir que era igual
a una vieja con la que se había encontrado dos veces en el oscuro laberinto de
callejas de los abandonados muelles. En
aquellas ocasiones, la mirada maliciosa, sardónica y aparentemente
injustificada de la bruja, casi le había hecho estremecer, especialmente la
primera vez, cuando una rata de gran tamaño, que atravesó la boca en sombras de
un callejón vecino, le hizo pensar irrazonablemente en Brown jenkin. Y pensó que aquellos temores nerviosos se
estaban reflejando ahora en sus desordenados sueños.
No podía negar que la influencia de la vieja casa era
nociva, pero los restos de su morboso interés le retenían allí. Se dijo que las fantasías nocturnas se debían
sólo a la fiebre, y que cuando desapareciera se vería libre de las monstruosas
visiones. No obstante, aquellas
apariciones tenían una absorbente vivacidad y resultaban convincentes, y
siempre que despertaba conservaba una vaga sensación de haber vivido gran parte
de lo que recordaba. Tenía la horrenda
certidumbre de haber hablado en sueños olvidados con Brown jenkin y con la
bruja, los cuales le habían apremiado para que fuese a alguna parte con ellos a
encontrarse con un tercer ser más poderoso.
Hacia finales de marzo empezó a mejorar en matemáticas,
aunque las otras asignaturas le fastidiaban de un modo creciente. Estaba adquiriendo una habilidad intuitiva
para resolver ecuaciones riemannianas, y asombró al profesor Upham con su
comprensión de la cuarta dimensión v de otros problemas que sus compañeros
ignoraban. Una tarde se discutió la
posible existencia de curvaturas caprichosas en el espacio y de puntos teóricos
de aproximación, o incluso de contacto, entre nuestra parte del cosmos y otras
regiones diversas tan remotas como las estrellas más lejanas o los mismos
vacíos transgalácticos, e incluso tan fabulosamente distantes como unidades
cósmicas hipotéticamente concebibles más allá del continuo tiempo-espacio
einsteniano. La forma en que Gilman trató
el tema dejó admirados a todos, aunque algunas de sus ilustraciones hipotéticas
provocaron un aumento de las siempre abundantes habladurías sobre su nerviosa y
solitaria excentricidad. Lo que hizo que
los estudiantes sacudieran la cabeza fue su teoría sobriamente enunciada de que
un hombre con conocimientos matemáticos fuera del alcance de la mente humana
podía pasar de la Tierra a otro cuerpo celeste que se encontrara en uno de los
infinitos puntos de la configuración cósmica.
Para ello, dijo, sólo serían necesarias dos etapas:
primero, salir de las esfera tridimensional que conocemos, y segundo, regresar
a la esfera de las tres dimensiones en otro punto, tal vez infinitamente
lejano. Que esto se pudiera hacer sin
perder la vida era concebible en muchos casos.
Cualquier ser procedente de un lugar del espacio tridimensional podría
sobrevivir probablemente en la cuarta dimensión; y la supervivencia en la
segunda etapa dependería de qué parte extraña del espacio tridimensional
eligiera para su reentrada. Los
habitantes de algunos planetas podían vivir en otros, incluso en astros
pertenecientes a otras galaxias o a similares fases dimensionales de otro
continuo espacio-tiempo, aunque, naturalmente, debía existir un inmenso número
de ellos mutuamente inhabitables, aunque fueran cuerpos o zonas espaciales
matemáticamente yuxtapuestos.
También era posible que los habitantes de una zona
dimensional determinada pudieran soportar la entrada en muchos dominios
desconocidos e incomprensibles de dimensiones más numerosas, o indefinidamente
multiplicadas, de dentro o de fuera del continuo tiempo-espacio dado, y lo
contrario podría darse. Esto era
cuestión de conjetura, aunque se podía estar bastante seguro de que el tipo de
mutación que supondría pasar de un plano dimensional dado al plano
inmediatamente superior no destruiría la integridad biológica tal como la
entendemos. Gilman no podía explicar muy
claramente las razones que tenía para esta última suposición, pero su vaguedad
en este punto quedaba más que compensada por su claridad al tratar otros temas
muy complejos. Al profesor Upham le
causó especial placer su demostración de la relación que existía entre las
matemáticas superiores y ciertas fases de la magia transmitidas a lo largo de
los milenios desde tiempos de indescriptible antigüedad, humanos o prehumanos,
cuando se tenían mayores conocimientos acerca del cosmos y de sus leyes.
Alrededor del 1 de abril, Gilman estaba muy preocupado
porque la fiebre no desaparecía. También
le inquietaba lo que sus compañeros de hospedaje decían acerca de su
sonambulismo. Parece que se ausentaba
frecuentemente de la cama, y los crujidos de la madera del suelo de su
habitación a ciertas horas de la noche despertaron más de una vez al huésped de
la habitación de abajo. Aquel sujeto
habló también del ruido de pies calzados durante la noche; pero Gilman estaba
seguro de que en esto se equivocaba, porque sus zapatos y también el resto de
la ropa siempre estaban en su sitio por la mañana. En aquella casa vieja y deteriorada podían
experimentarse las sensaciones más absurdas. ¿Acaso el propio Gilman no estaba
seguro de oír, en pleno día, ciertos ruidos, aparte del rascar de las ratas,
procedentes de las negras bóvedas situadas más allá de la pared inclinada v del
techo descendente? Sus oídos, de
sensibilidad patológica, comenzaron a captar débiles pasos en el desván,
cerrado desde tiempo inmemorial, encima de su habitación, y algunas veces la
ilusión de tales pasos tenía un realismo angustioso.
Sin embargo, sabía que su sonambulismo era cierto, pues
dos noches habían encontrado vacía su habitación con toda la ropa en su
lugar. Se lo había asegurado Frank
Elwood, el compañero de estudios, cuya pobreza le había obligado a hospedarse
en aquella escuálida casa, de manifiesta impopularidad. Elwood había estado estudiando hasta la
madrugada, y subió para que Gilman le ayudara a resolver una ecuación
diferencial, encontrándose con que no estaba en su cuarto. Había sido algo atrevido de su parte abrir la
puerta, que no estaba cerrada con llave, después de llamar y no recibir
respuesta, pero necesitaba ayuda y pensó que a Gilman no le importaría
demasiado que lo despertara suavemente.
Pero Gilman no estaba allí ninguna de las dos veces, y cuando Elwood le
contó lo sucedido se preguntó dónde podía haber estado vagando, descalzo y sólo
con sus ropas de dormir. Decidió
investigar el asunto si continuaban las noticias acerca de sus paseos
sonámbulos, y pensó en esparcir harina sobre el suelo del pasillo para
averiguar a dónde se dirigían sus pisadas.
La puerta era la única salida concebible, ya que la estrecha ventana
daba al vacío.
Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman,
aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de un hombre supersticioso que
arreglaba telares llamado Joe Mazurewicz, y cuya habitación se encontraba en la
planta baja. \lazurewicz había contado absurdas historias acerca del fantasma
de la vieja Keziah y de aquel ser husmeante, peludo y de dientes afilados,
afirmando que algunas veces le perseguían de tal manera que sólo su crucifijo
de plata (que con ese propósito le había regalado el padre lwanicki, de la
iglesia de San Estanislao) podía darle algún alivio. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de
las brujas. La víspera del primero de
mayo era la Noche de Walpurgis, cuando los espíritus infernales vagaban por la
tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para entregarse a ritos y
actos indecibles. Siempre era una mala
fecha en Arkham, aunque la gente de categoría de la avenida Miskatonic y de las
High y Saltonstall Streets pretendían no saber nada acerca de ello. Ocurrirían cosas desagradables, y
probablemente desaparecerían uno o dos niños.
Joe sabía de estas cosas, pues su abuela, en su país de origen, lo había
oído de labios de la suya. Lo más
prudente era rezar el rosario en este período.
Hacía tres meses que ni Keziah ni Brown jekin se habían acercado a la
habitación de joe, ni a la de Paul Choynski, ni a ningún otro sitio, y esto era
un mal síntoma. Algo deberían estar
tramando.
El día 16, Gilman fue al consultorio del médico y se
sorprendió al comprobar que su temperatura no era tan alta como había
temido. El médico le interrogó a fondo y
le aconsejó que fuese a ver a un especialista de los nervios. Gilman se alegró de no haber consultado al
médico de la Universidad, un hombre más inquisitivo. El viejo Waldron, que ya anteriormente le
había restringido el trabajo, le hubiera obligado a tomarse un descanso, cosa
imposible ahora que estaba a punto de obtener grandes resultados con sus
ecuaciones. Se encontraba indudablemente
próximo a la frontera entre el universo conocido y la cuarta dimensión, y nadie
era capaz de predecir hasta dónde podría llegar.
A veces se preguntaba sobre el motivo de tan extraña
confianza, incluso cuando pensaba así. ¿Provenía este peligroso sentido de
inminencia de las fórmulas con que cubría tantos papeles día tras día? Los pasos amortiguados, furtivos e
imaginarios del clausurado desván le alteraban.
Y ahora, además, tenía la creciente sensación de que alguien estaba
tratando de persuadirle constantemente de que hiciera algo terrible que no
podía hacer. ¿Y el sonambulismo? ¿A dónde iba algunas noches? ¿Qué era aquella
leve sugerencia de sonido que a veces parecía vibrar a través de la confusión
de rumores identificables, incluso a plena luz del día y en plena vigilia? Su ritmo no correspondía a nada terreno, como
no fuera a la cadencia de uno o dos innombrables cantos de aquelarre, y algunas
veces temía que correspondieran a ciertos atributos de los vagos gritos o
rugidos oídos en aquellos abismos soñados totalmente extraños.
En tanto los sueños se iban haciendo atroces. En la fase preliminar más ligera la vieja
malvada se le aparecía claramente, y Gilman comprendió que era la que le había
atemorizado en los barrios pobres. La
encorvado espalda, la nariz ganchuda y la barbilla llena de arrugas eran
inconfundibles, y sus ropas pardas e informes eran las que él recordaba. La
cara de la vieja tenía una expresión de horrible malevolencia y exultación, y cuando
Gilman despertaba podía recordar una voz cascada que persuadía y
amenazaba. Gilman tenía que conocer al
Hombre Negro e ir con ellos hasta el trono de Azatoth, en el mismo centro del
Caos esencial. Esto era lo que decía la
bruja. Tendría que firmar en el libro de
Azatoth con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto, ahora que sus
investigaciones independientes habían llegado tan lejos. Lo que le impedía ir con ella v Brown Jenkin
y el otro al trono del Caos, en torno del cual tocan las agudas flautas
descuidadamente, era porque había visto el nombre «Azatoth» en el Necronomicón,
v sabia que correspondía a un mal primordial demasiado horrible para ser
descrito.
La vieja se materializaba siempre cerca del rincón donde
se unían la pared inclinada y el techo descendente. Parecía cristalizarse en un punto más cercano
al techo que al suelo, y cada noche se acercaba un poco más y era más visible
antes de que el sueño se desvaneciera.
También Brown jenkin estaba un poco más cerca del final, y sus colmillos
amarillentos relucían odiosamente en la fosforescencia sobrenatural de color
violeta. Su repulsiva risita de tono
agudo resonaba continuamente en la cabeza de Gilman, y por la mañana recordaba
cómo había pronunciado las palabras «Azatoth» y «Nyarlathotep».
En los sueños más profundos todas las cosas eran también
más visibles, y Gilman tenía la sensación de que los abismos en penumbra
crepuscular que le rodeaban eran los de la cuarta dimensión. Los entes orgánicos, cuyos movimientos
parecían inconsecuentes y sin motivo, eran probablemente proyecciones de formas
vitales procedentes de nuestro propio planeta, incluidos los seres
humanos. Lo que fueran los otros en su
propia esfera, o esferas dimensionales, no se atrevía a pensarlo. Dos de las cosas movedizas menos
incongruentes, un conjunto bastante grande de iridiscentes burbujas
esferoidales alargadas, y un poliedro mucho más pequeño de colores desconocidos
y ángulos formados por superficies y que cambiaban a gran velocidad, parecían
observarle y seguirle de un lado a otro o flotar delante de él a medida que
cambiaba de posición entre gigantescos prismas, laberintos, racimos de cubos y
planos, y formas que casi eran edificios; y continuamente los gritos y rugidos
se hacían cada vez más estentóreos, como si acercaran algún monstruoso clímax
de insoportable intensidad.
En la noche del 19 al 20 de abril sucedió algo
nuevo. Gilman estaba moviéndose, medio
involuntariamente, por los abismos en penumbra con la masa burbujeante y el
pequeño poliedro flotando delante, cuando percibió los ángulos de extraña
regularidad que formaban los bordes de unos gigantescos grupos de prismas
vecinos. Unos segundos después se
hallaba fuera del abismo tembloroso, de pie en una rocosa ladera bañada por una
intensa y difusa luz de color verde.
Estaba descalzo y en ropa de dormir, y cuando trató de andar encontró
que apenas podía levantar los pies. Un
torbellino de vapor ocultaba todo menos la pendiente inmediata, y se estremeció
al pensar en los sonidos que podían surgir de aquel vapor.
Vio entonces dos formas que se le acercaban
arrastrándose con gran dificultad: la vieja y la pequeña cosa peluda. La bruja se puso trabajosamente de rodillas y
consiguió cruzar los brazos de singular manera, en tanto que Brown jenkin señalaba
en cierta dirección con una zarpa horriblemente antropoide que levantó con
evidente dificultad. Movido por un
impulso involuntario, Gilman se arrastró en la dirección señalada por el ángulo
que formaban los brazos de la bruja y la diminuta garra del diabólico engendro,
y antes de dar tres pasos arrastrando los pies se encontró nuevamente en los
ensombrecidos abismos. Bullían a su
alrededor formas geométricas, y cayó vertiginosa e interminablemente, para
acabar despertando en su lecho, en la buhardilla demencialmente inclinada de la
vieja casa embrujada.
Por la mañana se sintió sin fuerzas para nada,
y no asistió a ninguna de las clases.
Alguna desconocida atracción dirigía su vista en una dirección al
parecer incongruente. pues no podía evitar el mirar fijamente a cierto punto
vacío del suelo. Según fue avanzando el
día, su mirada sin vista cambió de situación, y para mediodía había dominado el
impulso de contemplar el vacío. A eso de
las dos salió a comer, y mientras recorría las angostas callejuelas de la
ciudad se encontró girando siempre hacia el sudeste. Con gran es-fuerzo se detuvo en una cafetería
de Church Street, y después del almuerzo sintió el misterioso impulso con mayor
intensidad.
Tendría que consultar a un especialista de los
nervios después de todo, pues tal vez aquello estuviera relacionado con su
sonambulismo, pero mientras tanto podría intentar al menos romper por sí mismo
el morboso encantamiento.
Indudablemente, era aún capaz de resistir el misterioso impulso, de modo
que se dirigió deliberadamente y muy decidido hacia el norte por Garrison
Street. Cuando llegó al puente que cruza
el Miskatonic le corría un sudor frío, y se agarró a la barandilla de hierro
mientras contemplaba el islote de mala fama, cuyas regulares ringleras de
antiguas piedras en pie parecían cavilar sombríamente en medio del sol de la
tarde.
Y algo le sobresaltó entonces. Pues había un ser vivo claramente visible en
el desolado islote, y al volver a mirar se dio cuenta de que era la extraña
vieja cuyo siniestro aspecto tanto le había impresionado en sus sueños. También se movían las altas hierbas cerca de
ella, como si algún otro ser vivo se estuviese arrastrando por el suelo. Cuando la vieja empezó a volverse hacia él,
Gilman huyó precipitadamente del puente v se refugió en el laberinto de
callejas del muelle. Aunque el islote
estaba a buena distancia, sintió que un maleficio monstruoso e invencible podía
brotar de la sardónica mirada de aquella figura encorvado y vieja vestida de
marrón.
La atracción hacia el sudeste todavía
continuaba, y Gilman tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarse hasta la
vieja casa y subir las desvencijadas escaleras.
Estuvo varias horas sentado, silencioso y enajenado, mientras su mirada
se iba volviendo paulatinamente hacia el Oeste.
A eso de las seis, su aguzado oído oyó las dolientes plegarias de Joe
Mazurewicz dos pisos más abajo; cogió desesperado el sombrero y salió a la
calle dorada por el atardecer, dejando que el impulso que lo empujaba hacia el
Sudeste lo llevara adonde quisiera. Una
hora más tarde la oscuridad le encontró en los campos abiertos que se extendían
más allá de Hangmas Brook, mientras las estrellas primaverales parpadeaban
sobre su cabeza. El fuerte impulso de
andar se estaba transformando gradualmente en anhelo de lanzarse místicamente
al espacio, y entonces, repentinamente, supo de dónde procedía la fortísima
atracción.
Era del cielo. Un
punto definido entre las estrellas ejercía dominio sobre él y lo llamaba. Al parecer era un punto situado en algún
lugar entre la Hidra y el Navío Argos, y comprendió que hacia él se había
sentido impulsado desde que despertó poco después de amanecer. Por la mañana había estado debajo de él, y
ahora se encontraba aproximadamente hacia el sur, pero deslizándose hacia el
oeste. ¿Qué significaba esta novedad? ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cuánto
duraría? Afianzándose en su resolución,
dio la vuelta y se encaminó una vez más hacia la siniestra casa.
Mazurewicz le estaba aguardando en la puerta y parecía
ansioso y reticente a la vez por susurrarle alguna nueva historia
supersticiosa. Se trataba de la luz
maléfica. joe había participado en los festejos de la noche anterior -era el
Día del Patriota en Massachussetts-, regresando a casa después de
medianoche. Al mirar hacia arriba desde
afuera, le pareció al principio que la ventana de Gilman estaba a oscuras, pero
luego vio en el interior el tenue resplandor de color violeta. Quería advertirle sobre ese resplandor, ya
que en Arkham todos sabían que era la luz embrujada que rodeaba a Brown Jenkin
y al fantasma de la propia bruja. No lo
había mencionado antes, pero ahora tenía que decirlo, porque significaba que
Keziah y su familiar de largos colmillos andaban detrás del joven. Algunas veces, Paul Chovnski, Dombrowski, el
casero, y él habían creído ver el resplandorfiltrándose por entre las rendijas del
clausurado desván, encima de la habitación que ocupaba el señor, pero los tres
habían acordado no hablar del asunto.
Sin embargo, más le valdría al señor buscar habitación en algún otro
lugar y pedir un crucifijo a algún buen sacerdote como el padre lwanicki.
Mientras charlaba el buen hombre, Gilman sintió que un
pánico desconocido le aferraba la garganta.
Sabía que Joe debía estar medio borracho al regresar a casa la noche
antes, pero la mención de una luz violácea en la ventana de la buhardilla tenía
una espantosa importancia. Aquella era
la clase de luz que envolvía siempre a la vieja y al pequeño ser peludo en los
sueños más ligeros y claros que precedían a su hundimiento en abismos
desconocidos, y la idea de que una persona despierta pudiera ver la soñada
luminosidad resultaba inconcebible. Sin
embargo, ¿de dónde había sacado aquel hombre tan extraña idea? ¿Acaso no se
había limitado él a vagar dormido por la casa, sino que también había
hablado? No, joe dijo que no. Pero tendría que averiguarlo. Tal vez Frank Elwood pudiera decirle algo,
aunque le molestaba mucho preguntarle.
Fiebre.... sueños insensatos..., sonambulismo...,
ilusión de ruidos.... atracción hacia un punto del cielo.... y ahora la
sospecha de decir dormido cosas de loco... Tenía que dejar de estudiar, ver a
un psiquiatra y procurar dominarse.
Cuando subió al segundo piso se detuvo ante la puerta de Elwood, pero
vio que el otro estudiante había salido.
Siguió subiendo a disgusto hasta su habitación, y en ella se sentó a
oscuras. Su mirada continuaba
sintiéndose atraída hacia el sur, pero también se encontró aguzando el oído
para captar algún ruido en el clausurado desván de arriba, y medio imaginando
que una maléfica luminosidad violácea se filtraba a través de una rendija muy
pequeña del techo inclinado y bajo.
Aquella noche, mientras Gilman dormía, la luz violeta
cayó sobre él con inusitada intensidad, y la bruja y el pequeño ser peludo se
acercaron más que nunca y se mofaron de él con agudos chillidos inhumanos y
diabólicas muecas. Gilman se alegró de
hundirse en los abismos crepusculares, aunque la persecución de aquel grupo de
burbujas iridiscentes y del pequeño y caleidoscópico poliedro resultaba
amenazadora e irritante. Luego sobrevino
un cambio, cuando vastas superficies convergentes de una sustancia de aspecto
escurridizo aparecieron encima y debajo de él, cambio que culminó con una
llamarada de delirio y un resplandor de luz desconocida y extraña, en la cual
se mezclaban demencial e inextricablemente el amarillo, el carmesí y el índigo.
Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástica
balaustrada que dominaba una infinita selva de exóticos e increíbles picos,
superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en
equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de
piedra, otras de metal, que relucían magníficamente en medio de la compuesta y
casi cegadora luz que sobre todo ello derramaba un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres discos
prodigiosos de fuego, todos ellos de diferente color 5 situados a distinta
altura por encima de un curvado hori’zonte, infinitamente lejano, de bajas
montañas. Detrás de él se elevaban filas
de terrazas más altas hasta donde alcanzaba la vista. La ciudad se extendía a sus pies hasta donde
alcanzaba la vista, y Gilman deseó que ningún sonido brotara de ella.
El suelo del cual se levantó fácilmente era de una
piedra veteada y bruñida que no pudo identificar, y las baldosas estaban
cortadas en formas caprichosas, que más que asimetricas le parecieron estar
basadas en alguna simetría ir-rracional, cuyas leyes era incapaz de
entender. La balaustrada lellegaba hasta
el pecho y estaba delicada y fantásticamente forjada, y a lo largo del barandal
se veían intercaladas, de trecho en trecho, pequeñas figuras de grotesca
concepción y exquisita talla. Las
figuras lo mismo que la balaustrada parecían ser de un metal brillante, cuyo
color no se podía adivinar en el caos de mezclados fulgores, y cuya naturaleza
invalidaba todas las conjeturas.
Representaban algún objeto acanalado en forma de barril y con delgados
brazos horizontales que salían como radios de rueda de un anillo central y con
abultamientos o bulbos que salían de la cabeza y de la base. Cada uno de estos bulbos era el eje de un
sistema de cinco brazos, largos, planos, rematados en triángulos dispuestos
alrededor del eje, como los brazos de una estrella de mar, casi horizontales,
pero ligeramente curvados desde el barril central. La base del bulbo inferior se fundía en el
largo barandal con un punto de contacto tan delicado que varias figuras se
habían roto y desprendido. Medían éstas
alrededor de cuatro pulgadas y media de altura, Y los aguzados brazos tenían un
diámetro máximo de unas dos pulgadas v media.
Cuando Gilman se levantó, las losas le dieron una
sensación de calor en los pies. Estaba
completamente solo, y lo primero que hizo fue acercarse a la balaustrada y
contemplar con vértigo la infinita y ciclópea ciudad que se extendía a casi dos
mil pies por debajo de la terraza.
Mientras escuchaba, le pareció que una rítmica confusión de tenues
sonidos musicales que recorrían una amplia escala diatónico ascendía desde las
estrechas calles de abajo, y deseó poder ver a los habitantes del lugar. Al cabo de un rato se le nubló la vista, y
hubiera caído al suelo de no haberse agarrado instintivamente a la reluciente
balaustrada. Su mano derecha fue a dar
en una de las figuras que sobresalían, y el contacto pareció infundirle cierta
fortaleza. Sin embargo, la presión era
excesiva para la exótica delicadeza de aquel objeto metálico, y la figura
erizada se le rompió en la mano. Aún
medio mareado, continuó apretándola mientras su otra mano se agarraba a un
espacio vacío en la lisa balaustrada.
Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus
espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal
terraza. Vio cinco figuras que se
acercaban silenciosamente, aunque sus Movimientos no eran furtivos; dos de
ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a
la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de
altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban
valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que
agitaban como una araña mueve las patas...
Gilman despertó en la cama, empapado de sudor frío v con
una sensación de escozor en la cara, manos y pies. Saltando al suelo, se lavó y vistió con
frenética rapidez, como si le fuera indispensable salir de la casa lo antes
posible. No sabía adónde quería ir, pero
comprendió que tendría que sacrificar las clases otra vez. La extraña atracción hacia aquel punto situado
entre la Hidra y el Navío Argo había disminuido, pero otra fuerza todavía más
potente la había reemplazado. Ahora
notaba que tenía que dirigirse hacia el norte, infinitamente al norte. Sintió miedo de cruzar el puente desde el
cual se veía el islote en medio del río Miskatonic, de modo que se dirigió al
puente de la avenida Peabody. Tropezaba
a menudo, pues ojos y oídos permanecían encadenados a un altísimo punto del
vacío cielo azul.
Después de una hora aproximadamente, consiguió un mayor
dominio de sí mismo y vio que se había alejado mucho de la ciudad. Todo cuanto le rodeaba tenía la estéril
tristeza de las salinas, y el estrecho camino que se alejaba delante de él
conducía a Innsmouth, esa antigua ciudad abandonada que la gente de Arkham
estaba, curiosamente poco dispuesta a visitar.
Aunque la atracción hacia el norte no había disminuido, la resistió como
había aguantado la otra y finalmente acabó por descubrir que casi podía
contrarrestarlas una con otra. Regresó a
la ciudad y, luego de tomar una taza de café en un bar, se arrastró hacia la
biblioteca pública y allí estuvo hojeando distraídamente una serie de revistas
amenas. Unos amigos observaron lo
quemado que estaba por el sol, pero Gilman no les habló de su paseo. A las tres almorzó algo en un restaurante y
observó que la atracción o se había atenuado o se había dividido. Se metió en un cine barato para matar el
tiempo, y vio la misma película una y otra vez sin prestarle atención.
A eso de las nueve de la noche volvió a casa y entró en ella
lentamente. Joe Mazurewicz estaba allí mascullando oraciones y Gilman subió
apresuradamente a su buhardilla sin detenerse para ver si Elwood estaba en
casa. Fue al encender la débil luz
cuando le atenazó la sorpresa. Vio
inmediatamente que sobre la mesa había algo que no debía estar allí, y una
segunda ojeada no dejó lugar a dudas.
Tumbada sobre un costado, pues no podía tenerse en pie, estaba la
exótica y erizada figura que en el monstruoso sueño había arrancado de la
fantástica balaustrada. No le faltaba
ningún detalle. El asomado centro en
forma de barril, los delgados brazos radiados, los abultamientos en los dos
extremos y los delgados brazos de estrella de mar, ligeramente curvados hacia
afuera, que salían de aquellos abultamientos; todo estaba allí. A la luz de la bombilla, el color parecía ser
una especie de gris iridiscente veteado de verde; y Gilman pudo ver, en medio
de su horror y de su asombro, que uno de los abultamientos acababa en un borde
irregular y roto correspondiente al anterior punto de unión con la soñada
balaustrada.
Tan sólo el estar próximo al estupor le impidió
gritar. Aquella fusión de sueño y
realidad resultaba imposible de soportar.
Aturdido, tomó el objeto bajó tambaleándose a la habitación de
Dombrowski, el casero. Las dolientes
plegarias del supersticioso Mazurewicz se oían todavía en los humedos pasillos,
pero a Gilman ya le tenían sin cuidado.
Dombrowski estaba en casa y le acogió amablemente. No. no había visto nunca aquel objeto y nada
sabía acerca de ello. Pero su mujer le
había dicho que había encontrado una cosa rara de latón en una de las camas
cuando limpiaba a mediodía, y tal vez fuera aquello. Dombrowski llamó a su mujer y ella entró
contoneándose como un pato. Sí, era
aquello. Lo había encontrado en la cama
del señor, en la parte más cercana a la pared.
Le había parecido raro, pero, claro, el señor tenía tantas cosas raras
en la habitación, libros, objetos curiosos, cuadros... Desde luego, ella no
sabía nada acerca de aquella figura.
De modo que Gilman volvió a subir las escaleras más
desconcertado que nunca, convencido de que estaba todavía soñando o de que su
sonambulismo le había llevado a extremos inconcebibles y a robar en lugares
desconocidos. ¿En dónde habría cogido aquel extraño objeto? No recordaba haberío visto en ningún museo de
Arkham. Claro que de algún sitio había
tenido que salir; y el verlo mientras lo cogía en sueños debía haber provocado
la escena de la terraza con la balaustrada.
Al día siguiente haría algunas cautelosas indagaciones, e iría a
consultar al especialista en enfermedades nerviosas.
En tanto, trataría de vigilar su
sonambulismo. Al subir al piso de arriba
y cruzar el pasillo de la buhardilla, esparció en el suelo algo de harina que
había pedido prestada al casero después de explicarle francamente para qué la
quería. Entró en su cuarto, puso el
aguzado objeto sobre la mesa .se echó en la cama, completamente agotado mental
v físicamente, sin detenerse para desnudarse.
Desde el hermético desván le llegó el apagado rumor de uñas y pasos de
patas, diminutas, pero se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. Aquella
misteriosa atracción hacia el norte comenzaba de nuevo a ser fuerte, aunque
ahora parecía proceder de un lugar del cielo mucho más cercano.
A la cegadora luz violeta del sueño, la vieja
y el pequeño ser peludo de afilados colmillos se presentaron de nuevo, con
mayor claridad que en ninguna ocasión anterior.
Esta vez llegaron hasta él, y Gilman sintió que las secas garras de la
bruja le agarraban. Sintió también que
le sacaban violentamente de la cama y le conducían al vacío espacio, y durante
un momento oyó los rítmicos rugidos y vio el amorfo crepúsculo de los abismos
difusos que hervían a su alrededor. Pero
el momento fue fugaz, pues inmediatamente se encontró en un pequeño y
descuidado recinto limitado por vigas y tablones sin cepillar que se elevaban
para juntarse en ángulo por encima de él y formaban un curioso declive bajo sus
pies. En el suelo había cajones
achatados colmados de libros muy antiguos en diversos estados de conservación,
y en el centro había una mesa y un banco, al parecer sujetos al suelo. Encima de los cajones había una serie de
pequeños objetos de forma y uso desconocidos, y a la brillante luz violeta
Gilman creyó ver un duplicado de la erizada figura que tanto le había
intrigado. A la izquierda, el suelo
bajaba bruscamente dejando un hueco negro y triangular del cual surgió, tras un
segundo de secos ruidos, el odioso ser peludo de amarillentos colmillos y
barbado rostro humano.
La bruja, con una horrible mueca, todavía le
tenía agarrado, y al otro lado de la mesa estaba en pie una figura que Gilman
no había visto nunca, un hombre alto y enjuto de piel negrísima, aunque sin el
menor rasgo negroide en sus facciones, completamente desprovisto de pelo o
barba, y que COMO única indumentaria llevaba una túnica informe de pesada tela
negra. No se le veían los pies a causa
de la mesa y el banco, pero debía de ir calzado, pues cuando se movía se oía
ruido como de zapatos. No hablaba, ni
había expresión alguna en su rostro.
Unicamente señaló un libro de prodigioso tamaño que
esttaba abierto sobre la mesa en tanto que la bruja le ponía a Gilman en la
mano derecha una inmensa pluma de ave color gris. Se respiraba un clima de miedo aterrador, y
se llegó a la culminación cuando el ser peludo trepó hasta el hombro de
Gilrnan agarrándose a sus ropas,
descendió por su brazo izquierdo y finalmente le hundió los colmillos en la
muñeca justo por debajo del puño de la camisa.
Cuando brotó la sangre, Gilman se desmayó.
Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y
vio que el puño de la camisa estaba manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la
escena del hombre negro en el espacio desconocido permanecía muy clara en su
memoria. Supuso que las ratas le habían
mordido mientras dormía, provocando el desenlace del terrible sueño. Abrió la puerta y vio que la harina que había
esparcido sobre el suelo del pasillo estaba intacta, exceptuando las enormes
pisadas del hombre que se hospedaba en el otro extremo de la buhardilla. De modo que esta vez no había andado en
sueños. Pero algo tenía que hacer para
acabar con las ratas. Hablaría con el
dueño. Una vez más trató de tapar el
agujero de la parte baja de la pared inclinada metiendo a presión una vela que
parecía tener el tamaño indicado. Le
zumbaban los oídos terriblemente, como con el eco de algún espantoso ruido
percibido en sueños.
Mientras se bañaba y mudaba de ropa, trató de recordar
qué había soñado después de la escena que vio en el espacio iluminado de
violeta, pero en su mente no cristalizó nada concreto. La escena debía haber correspondido al desván
clausurado de arriba, que tan violentamente había comenzado a obsesionarle,
pero las impresiones posteriores eran débiles y confusas. Percibió señales de vagos abismos envueltos
en una luz crepuscular, y de otros aún más vastos y oscuros que quedaban más
allá, abismos sin ninguna sugerencia fija.
Le habían llevado hasta allí los grupos de burbujas y el pequeño
poliedro que siempre se le escapaba; pero ellos, como él mismo, se habían
transformado en jirones de niebla en aquel vacío ulterior de oscuridad
definitiva. Algo le había precedido, un
jirón mayor que a veces se condensaba y adquiría una forma vaga, y Gilman pensó
que su avance no se había producido en línea recta, sino más bien a lo largo de
las curvas.y espirales de alguna vorágine etérea que obedecía a leyes
desconocidas para la física y las matemáticas de cualquier cosmos concebible. Finalmente, hubo una insinuación de inmensas
sombras que saltaban, de una monstruosa pulsación semiacústica y del monótono
sonido de flautas invisibles; pero nada más.
Gilman llegó a la conclusión de que esto último procedía de lo que había
leído en el Necronomicón acerca de la
insensata entidad, Azatoth, que impera sobre el tiempo y el espacio desde un
negro trono en el centro del Caos.
Cuando se lavó la sangre de la muñeca, comprobó que la
herida era muy leve y Gilman sintió curiosidad por la posición de los dos diminutos
pinchazos. Se dio cuenta que no había
sangre en la sábana donde había estado acostado, un hecho muv raro considerando
la gran cantidad que manchaba su piel v el puño de la camisa. ¿Habría estado
caminando dormido por la habitación y la rata le había mordido mientras estaba
sentado en una silla, o detenido en alguna posición menos lógica? Examinó todos los rincones buscando manchas
de sangre, pero no encontró ninguna.
Pensó que tendría que esparcir harina en la habitación además de hacerlo
en el pasillo, aunque, después de todo, no necesitaba más pruebas de su
sonambulismo. Sabía que caminaba
dormido, y debía curarse de ello.
Tendría que pedirle a Frank Elwood que le ayudara. Aquella mañana, los extraños impulsos
procedentes del espacio parecían menos fuertes, describir lo que escuchó, su
voz se convirtió en un susurro inaudible.
Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los
supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al
continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche
de Walpurgis, tradicionalmente temida.
Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la
cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre
dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran
oído hablar. En cuanto a un plan de
acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y
evitara dormir solo. Si empezaba a
hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba
despierto. Además, debía ver a un
psiquiatra con urgencia. En tanto
llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de
identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para
acabar con aquellas ratas.
Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a
clase aquel día. Continuaban acosándole
extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura
a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno
de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le
pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias
semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y
los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.
En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente
libre de síntomas morbosos. Elwood le
dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse
dormido;
en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las
ratas por todas partes. El único
elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya
imaginación se encontraba muy excitada.
Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le
obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir;
insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba
encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los
pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir
suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que
había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los
Santos. Pero estos ingenuos informes
poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del
tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.
Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos
locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin
éxito. Sin embargo, el interés que
provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad
científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos
radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery
encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había
al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era
incapaz de clasificar. No solamente no
correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los
lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la
figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.
En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero
hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba aunque les reemplazó
otra sensación todavía más inexplicable.
Era un vago e insistente impulso de escapar de su actual estado, sin
ninguna sugerencia de la dirección concreta en que deseaba huir. Cuando cogió la extraña figura que tenía
sobre la mesa, le pareció que la antigua atracción del norte se hacía más
intensa, pero, aun así, ésta quedaba dominada por la nueva y asombrosa
necesidad.
Llevó la erizada imagen a la habitación de Elwood,
tratando de no escuchar las dolientes plegarias del reparador de telares, que
subían desde la planta baja. Elwood
estaba allí, gracias a Dios, y al parecer se movía por su cuarto. Tenían tiempo para charlar un rato antes de
salir para desayunar e ir al Colegio, y Gilman le contó apresuradamente sus
recientes sueños y temores. Su amigo se
mostró muy comprensivo y estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Le impresionó el aspecto enfermizo que
presentaba su compañero y notó que estaba muy quemado por el sol, como otros lo
habían notado la semana anterior. Sin
embargo, no fue mucho lo que pudo decirle.
No había visto a Gilman andar en sueños, y no tenía la menor idea de lo
que podía ser la curiosa imagen. Pero
había oído al canadiense francés que se hospedaba debajo de Gilman conversando
con Mazurewicz una noche. Hablaban del
temor que les inspiraba la próxima Noche de Walpurgis, para la que sólo
faltaban pocos días, e intercambiaban comentarios compasivos sobre el pobre y
predestinado Gilman. Desrochers se había
referido a los pasos nocturnos de pies calzados y descalzos que resonaban en el
techo de su cuarto, que quedaba debajo del de Gilman, y a la luz violácea que
había visto una noche en que se había decidido a subir para fisgar a través del
ojo de la cerradura de la puerta de Gilman.
Pero, según dijo a Mazurewicz, no se había atrevido a mirar cuando había
percibido aquella luz por las rendijas de la puerta. También había oído hablar en voz baja, pero
cuando empezó a describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro
inaudible.
Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los
supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al
continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche
de Walpurgis, tradicionalmente temida.
Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la
cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre
dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran
oído hablar. En cuanto a un plan de
acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y
evitara dormir solo. Si empezaba a
hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba
despierto. Además, debía ver a un
psiquiatra con urgencia. En tanto
llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de
identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para
acabar con aquellas ratas.
Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a
clase aquel día. Continuaban acosándole
extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura
a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno
de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood
le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias
semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y
los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.
En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente
libre de síntomas morbosos. Elwood le
dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse
dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas
partes. El único elemento perturbador
era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba
muy excitada. Mazurewicz insistía en que
debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había
sido bendecido por el buen padre lwanicki.
También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos
cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches
que Gilman se había ausentado de él.
Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche,
y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su
habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin
por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco
significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de
un cajón de la cómoda de su amigo.
Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos
locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin
éxito. Sin embargo, el interés que
provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad
científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos
radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery
encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos
había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era
incapaz de clasificar. No solamente no
correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los
lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la
figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.
En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero
hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba Gilman, pero
Dombrowski lo tapó durante el día. El
veneno no estaba produciendo mucho efecto, pues se continuaban oyendo carreras
y rasgueos en el interior de las paredes.
Elwood volvió tarde aquella noche y Gilman se quedó
levantado esperándole. No quería dormir
solo en una habitación, especialmente porque al atardecer le había parecido ver
a la repulsiva vieja cuya imagen se había trasladado de manera tan horrible a
sus sueños. Se preguntó quién sería y
qué habría estado cerca de ella golpeando una lata en un montón de basura que
había a la entrada de un patio miserable.
La bruja pareció verle y dedicarle una maliciosa mueca, aunque esto
quizá fue cosa de su imaginación.
Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados
y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios
matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a
Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el
folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood
convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja
podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e
importantes. Los cultos secretos a que
se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos
sorprendentes desde antiguas,,, olvidadas épocas; y no era de ninguna manera
imposible que Kezhiah hubiera dominado el arte de atravesar los muros
dimensionales. La tradición subraya la
inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una
bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que
hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?
Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir
poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a
situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las
condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente
inalcanzable? Por otra parte, las
posibilidades pintorescas eran enormes.
El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y
permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin
padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades
insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros
similares. Por ejemplo, se podría pasar
a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período
remoto de la historia de la Tierra.
Resultaba imposible conjeturar si alguien había
intentado conseguirlo. Las leyendas son
vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar
espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con
seres y mensajeros del exterior. Existía
la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles,
el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Niarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante
problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimales
y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las
hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se
fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe
Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron
al oír los tonos angustiados de sus plegarias.
Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro
lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la
puerta. Y entonces vio a la bruja y al
pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado
por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos
dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood,
profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió
gritar. Como en otra ocasión, la
horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón
y lo dejó flotando. De nuevo, una
infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de
unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso,
desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose
en torno suyo por todos lados.
Delante de él estaba el hombre negro de flotantes
vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en
tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas
para que se acercara. Brown jenkin se
estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del
hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el
hombre negro señaló silenciosamente. La
bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las
mangas del pijama. Subieron una escalera
que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una
tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en
un rellano. La hechicera anduvo en el
picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara v desapareciendo
en el interior.
El oído hipe’rsensible del muchacho captó un
espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la
habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como
ordenándole que lo cogiera. La vista de
este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se
precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la
calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que
allí aguardaba. Poco antes de perder el
sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos,
semejante a una rata deforme.
La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una
vorágine de horror. En el mismo instante
en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues
se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido
sobre la cama deshecha. Le dolía el
cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama,
vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de
barro seco. A pesar de lo nebuloso de
sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado
demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas
de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le
parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más
pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de
una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro
dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura
atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio
que al otro lado no había huellas.
Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los
lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y
comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había
ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto
sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro
con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego
estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de
ahorcarse. Se las tocó con las manos,
pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para
decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas
horas de la noche. No, nadie había
subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos
apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que
habían despertado sus sospechas. Añadió
que era una época del año muy mala para Arkham.
Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz
le había dado. Ni siquiera durante el
día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños,
especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.
Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana,
pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de
una especie de expectación Y parecía estar aguardando algún golpe
demoledor. A mediodía almorzó en el
University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba
el postre. Pero no llegó a comerlo
nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas
y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación
de Elwood con pasos vacilantes.
La noche anterior se había producido un extraño
secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada
Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar
rastro. La madre, al parecer, temía tal
acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para
explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown jenkin rondando
su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas
y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el
aquelarre de la Noche de Walpurgis.
Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y
tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a
la policía, porque no creían en tales cosas.
Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella
podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki
no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.
Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las
declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada
del callejón poco después de medianoche.
Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a
tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro
gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un
muchacho blanco con su ropa de dormir.
La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra
los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.
Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en
estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas
terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy
grave había ocurrido y los estaba amenazando.
Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo
objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y
solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más
horrorosos. Gilman tenía que consultar a
un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los
periódicos se ocupaban del rapto.
Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el
momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más
descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor
del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había
salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no
adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en
algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos
terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas,
el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la
escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos
de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de
la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en
el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos..., ¿qué
significaha todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante
las leyes de la cordura?
Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella
noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante
horas. Eso fue el 30 de abril; con el
crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y
los viejos supersticiosos temían.
Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que
la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro
barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra
blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía
aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no
creían que se hiciera nada. joe insistió en que el joven estudiante no dejara
de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció
para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.
Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados
medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares
en el piso de abajo. Gilman escuchaba a
la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían
esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos
de la vieja casa. Recuerdos malsanos de
cosas leídas en el Necronomicón y en
el Libro Negro brotaron en su mente,
y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos
supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo
origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.
Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar
los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle.
¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab
v su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a
la cabra negros? Vio que Elwood se había
quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría
firmado en el libro del hombre negro después de todo?
Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó
las lejanas notas llegadas en alas del viento.
A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta
él, y las reconoció pese a todo. La
hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile.
¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la
vieja Keziah, Brown jenkin... y ahora advirtió que había un agujero recién
abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las
más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que
escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz
eléctrica. Y entonces vio la colmilluda
y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que
acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la
hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante
él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa
informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño
poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió
un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía
presagiar un clímax indecible e inaguantable.
Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo
de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos
primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de
materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran
levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos
los mundos a ciertos temidos períodos.
Pero todo se desvaneció en un segundo. Ahora estaba otra vez en el espacio angosto y
picudo bañado por una luz violácea, con el suelo inclinado, las cajas de
libros, el banco y la mesa, los extraños objetos y el abismo triangular a cada
lado. Sobre la mesa había una figura
blanca y pequeña, la figura de un niño desnudo e inconsciente, y al otro lado
estaba la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de
grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro, de
extrañas proporciones, curiosos dibujos cincelados y delicadas asas laterales,
en la izquierda. Entonaba alguna especie
de cántico ritual en una lengua que Gilman no pudo entender, pero que parecía
algo citado cautelosamente en el Necronomicón.
A medida que la escena se aclaraba, Gilman vio a la
hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la
mesa. Incapaz de dominar sus emociones,
Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y advirtió al hacerlo
que pesaba poco. En el mismo momento, el
repulsivo Brown Jenkin trepó sobre el borde del triangular vacío negro de la
izquierda. La bruja le hizo señas a
Gilman de que mantuviera el cuenco en determinada posición, mientras ella
alzaba el enorme y grotesco cuchillo hasta donde se lo permitió su mano derecha
sobre la pequeña víctima. El ser peludo
de afilados colmillos continuó el desconocido ritual riendo entre dientes, en
tanto que la bruja mascullaba repulsivas respuestas. Gilman sintió que un profundo asco dominaba
su parálisis mental y emotiva, y que el cuenco de liviano metal le temblaba en
las manos. Un segundo más tarde el
rápido descenso del cuchillo rompía el encantamiento y Gilman dejaba caer el
cuenco con ruido semejante al tañido de una campana en tanto que sus dos manos
se agitaban frenéticamente para detener el monstruoso acto.
En un instante llegó hasta el borde del piso en declive,
rodeando la mesa, y arrancó el cuchillo de las garras de la bruja arrojándolo
por el agujero del angosto abismo triangular.
Pero, pasados unos instantes, las garras asesinas se cerraban sobre su
cuello, en tanto que la arrugada cara adquiría una expresión de enloquecida
furia. Sintió que la cadena del crucifijo
barato se le hundía en la carne, y en medio del peligro se presentó cómo
afectaría la vista del objeto a la diabólica vieja. La fuerza de la hechicera era completamente
sobrehumana, pero mientras ella trataba de estrangularle, Gilman se abrió la
camisa con esfuerzo y tirando del símbolo de metal, rompió la cadena y lo dejó
libre.
Al ver la cruz, la bruja pareció ser víctima del pánico
y aflojó su presa lo suficiente como para que Gilman pudiera zafarse de
ella. Se liberó de las garras que le atenazaban
el cuello y hubiera arrastrado a la bruja hasta el borde del abismo si aquellas
garras no hubieran recobrado nuevas fuerzas para cerrarse de nuevo sobre su
cuello. Esta vez Gilman decidió
responder de igual manera y agarró la garganta de la hechicera con sus propias
manos. Antes que ella pudiera darse
cuenta de lo que él hacía, le rodeó el cuello con la cadena del crucifijo y un
momento después apretó lo suficiente hasta cortarle la respiración. Cuando ya se agotaba la resistencia de la
hechicera, Gilman notó que algo le mordía en el tobillo y vio que Brown jenkin
había acudido en defensa de su amiga.
Con un salvaje puntapié lanzó a aquel engendro al interior del abismo y
lo oyó quejarse desde el fondo de algún lugar lejano.
No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre
el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi
acabó con los últimos vestigios de su razón.
Brown Jenkin, dotado de fuertes músculos y cuatro manos diminutas de
demoníaca destreza, había estado ocupado mientras la bruja trataba de
estrangularlo. Los esfuerzos de Gilman
habían sido en vano. Lo que él había
evitado que hiciera el cuchillo en el pecho de la víctima, lo habían logrado,
en una muñeca, los colmillos amarillentos del peludo engendro y el cuenco que
había caído al suelo, estaba lleno junto al pequeño cuerpo sin vida.
En su soñado delirio Gilman oyó el diabólico cántico del
ritmo inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita, y supo que
el hombre negro tenía que estar allí.
Los confusos recuerdos se mezclaron con la matemática, y se le antojó
que su inconsciente conocía los ángulos que necesitaba para guiarse y regresar
al mundo normal, solo y sin ayuda, por primera vez. Se sintió seguro de encontrarse en el desván,
herméticamente cerrado desde tiempo inmemorial, de encima de su habitación,
pero le parecía muy dudoso escapar a través del suelo en declive o de la trampa
cerrada hacía tantos años. Además, huir
de un desván soñado, ¿no le conduciría sencillamente a una casa imaginada, a
una proyección anómala del lugar que realmente buscaba? Se encontraba completamente ofuscado en
cuanto a la relación sueño-realidad de lo que había experimentado.
El tránsito por aquellos vagos abismos sería terrible,
pues el ritmo de Walpurgis estaría vibrando, y al final tendría que oír el
latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. Incluso podía percibir una apagada sacudida
monstruosa cuyo ritmo sospechaba demasiado claramente. En la noche del Sabbath siempre se hacía más
sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos
indescriptibles. La mitad de los
cánticos de la noche del Sabbath se ajustaban al ritmo de aquel latido
escuchado suavemente que ningún oído humano podría soportar en su desvelada
plenitud espacial. Gilman también se
preguntó si podría fiarse de sus instintos para regresar parte del espacio que
le correspondía. ¿Cómo estar seguro de no aterrizar en aquella ladera de luminosidad
violácea de un planeta lejano, en la terraza almenada sobre la ciudad de
monstruos provistos de tentáculos, en algún lugar situado más allá de nuestra
galaxia, o en las negras vorágines de ese postrer vacío de Caos, en donde reina
Azatoth, el demonio-sultán desprovisto de mente?
Inmediatamente antes de lanzarse, se apagó la luz
violeta y Gilman quedó en la más completa oscuridad. La bruja, la vieja Keziah, Nahab, aquello
debía significar su muerte. Y mezclados con
los remotos cánticos de la noche del Sabbath, y con los quejidos de Brown jenkin
en el abismo inferior, le pareció oír otros gemidos más frenéticos que llegaban
desde profundidades desconocidas. joe Mazurewicz, sus conjuros contra el Caos
Reptante, que ahora se convertía en un aullido de triunfo, mundos de sardónica
realidad que invadían los torbellinos de sueños febriles, lá, ShubNiggutah, El
Macho Cabrío con el Millar de Crías...
Encontraron a Gilman en el suelo de la buhardilla de
extraños rincones mucho antes de que amaneciera, pues el terrible grito había
hecho acudir inmediatamente a Desrochers y a Choynski, a Dombrowski y a
Mazurewicz, e incluso había despertado a Elwood, que dormía en su sillón. Estaba vivo, con los ojos abiertos y fijos,
pero parecía medio inconsciente. Tenía
en el cuello las señales dejadas por las manos asesinas, y una rata le había
mordido en el tobillo. Tenía la ropa muy
arrugada y el crucifijo de Joe había desaparecido. Elwood pensó atemorizado, rehusando imaginar
la respuesta, qué nueva fórmula había adoptado el sonambulismo de su
amigo. Mazurewicz estaba medio aturdido
por una «señal» que decía haber recibido en respuesta a sus preces y se
persignó frenéticamente cuando se oyó el chillido de una rata que llegaba desde
el otro lado de la pared inclinada.
Una vez acomodado Gilman en la cama, en la habitación de
Elwood, enviaron a buscar al Dr. Malkowski, un médico de la vecindad de probada
discreción. Le puso éste dos inyecciones
hipodérmicas que le relajaron y le sumieron en un sueño reparador. El enfermo recobró el conocimiento varias
veces durante el día y narró a Elwood algunos pasajes de sus pesadillas más
recientes. Fue un proceso muy penoso, y
desde el principio se puso de manifiesto un hecho desconcertante.
Gilman, cuyos oídos habían mostrado últimamente una anor
‘ mal sensibilidad, estaba completamente sordo.
Volvieron a llamar al Dr. Malkowski sin tardanza y éste dijo que Gilman
tenía los dos tímpanos rotos como resultado de algún estruendo superior al que
cualquier ser humano pudiera concebir o soportar. Cómo había podido oír semejante ruido en las
últimas horas sin que despertara todo el valle del Miskatonic, era más de lo
que el honrado médico podía decir.
Elwood escribió su parte de la conversación, y así
pudieron comunicarse los dos amigos.
Ninguno de los dos podía explicarse aquel caótico asunto y decidieron
que lo mejor que podían hacer era pensar en ello lo menos posible. Pero estuvieron de acuerdo en marcharse de
aquella maldita casa lo antes posible.
Los periódicos de la noche hablaron de una batida llevada a cabo por la
policía poco antes del amanecer en un desfiladero de más allá de Meadow Hili,
donde alborotaban unos curiosos noctámbulos, mencionando que la piedra blanca
había sido objeto de supersticiones desde hacía mucho tiempo. No se habían practicado detenciones, pero
entre los fugitivos que huyeron se creyó ver a un negro enorme. En otra columna se decía que no se habían
encontrado rastros del niño desaparecido, Ladislas Wolejko.
El horror que coronó todo sobrevino aquella misma
noche. Elwood jamás lo olvidaría, y no
pudo volver a clase durante el resto del curso debido a la crisis nerviosa que
sufrió como consecuencia de ello. Le
pareció oír a las ratas del otro lado del tabique durante toda la velada, pero
les prestó poca atención. Fue luego,
mucho después de que Gilman y él se hubieran acostado, cuando comenzaron los
atroces gritos. Elwood saltó de la cama,
encendió la luz y se acercó hasta el sofá en que dormía su amigo. Gilman daba gritos de naturaleza realmente
inhumana, como si estuviera sometido a una tortura indescriptible. Se retorcía bajo las sábanas, y una gran
mancha roja empezaba a extenderse en las mantas.
Elwood apenas se atrevió a tocarle, pero, poco a poco,
fueron disminuyendo los gritos y la agitación.
Para entonces, Dombrowski, Choynski, Desrochers, Mazurewicz Y el huésped
del piso alto se habían reunido en la puerta dé la habitación, y el casero
había enviado a su mujer a telefonear al Dr. Malkowski. Un grito se les escapó a todos cuando algo
que parecía una rata de gran tamaño saltó del ensangrentado lecho y huyó por el
suelo hasta un nuevo agu.iero recién abierto en la pared. Cuando llegó el médico v c@ menzó a retirar
las ropas de la cama, Walter Gihnan muerto.Sería una atrocidad hacer algo más
que insinuar lo que causó la muerte a Gilman.
Casi tenía un túnel abierto en el cuerpo, y algo le había comido el
corazón. Dombrowski, desesperado porque
el veneno que había esparcido contra las ratas no había surtido efecto,
rescindió su contrato de alquiler y antes de que transcurriera una semana se
había ido con todos sus antiguos huéspedes a una casa destartalada pero menos
vieja, situada en Walnut Street. Durante
algún tiempo lo peor fue mantener callado a Mazurewicz, pues el taciturno
mecánico de telares jamás estaba sobrio y siempre andaba gimiendo y mascullando
acerca de espectros y cosas terribles.
Parece que aquella última y espantosa noche joe se había
agachado para ver de cerca las huellas rojas que había dejado la rata desde la
cama de Gilman hasta el agujero de la pared.
Sobre la alfombra aparecían confusas, pero había un trozo de suelo al
descubierto desde el borde de la alfombra hasta el friso de la pared. Allí Mazurewicz encontró algo monstruoso, o
creyó encontrarlo, pues nadie se mostró de acuerdo con él a pesar de la
indudable extrañeza de las huellas. Las
marcas del suelo eran muy diferentes de las dejadas habitualmente por las
ratas, pero ni siquiera Choynski y Desrochers quisieron reconocer que eran como
huellas de cuatro diminutas manos humanas.
Nunca se volvió a alquilar la casa. Tan pronto como la dejó Dombrowski, empezó a
cubrirla el manto de la desolación definitiva, pues la gente la rehuía, tanto
por su mala fama como por el pésimo olor que en ella se advertía. Tal vez el veneno contra las ratas del
inquilino anterior había surtido efecto después de todo, pues al poco tiempo de
su partida, la casa se convirtió en una pesadilla para la vecindad. Los funcionarios de Sanidad encontraron que
el mal olor procedía de los espacios cerrados que rodeaban la buhardilla del
este de la casa y dedujeron que el número de ratas muertas debía de ser
enorme. Pero decidieron que no valía la
pena abrir y desinfectar aquellos lugares tanto tiempo clausurados, ya que el
hedor desaparecería pronto y el vecindario no era muy exigente. De hecho, siempre circularon rumores acerca
de hedores inexplicables en la Casa de la Bruja inmediatamente después de la
víspera del Día lo de Mayo y de la noche de Todos los Santos. Los vecinos se resignaron por desidia, pero
el mal olor fue un elemento más en contra de aquel lugar. Finalmente, la casa fue declarada inhabitable
por las autoridades.
Los sueños de Gilman y las circunstancias que los
rodearon no han sido explicados nunca.
Elwood, cuyas ideas sobre aquel episodio son a veces casi
enloquecedoras, volvió a la Universidad el otoño siguiente y se graduó en el
mes de junio. A su regreso notó que los
comentarios habían disminuido en la ciudad, y, en efecto, pese a ciertos
rumores que aún circulaban sobre risas fantasmales que resonaban en la casa
desierta, rumores que duraron casi tanto tiempo como el propio edificio, no se
ha vuelto a murmurar acerca de las apariciones de la vieja Keziah o de Brown
Jenkin desde que Gilman murió. Fue una
suerte que Elwood no se encontrara en Arkham después, aquel año en que ciertos
sucesos hicieron que se reanudaran bruscamente los rumores acerca de pasados
horrores. Por supuesto, oyó hablar del
asunto más tarde y sufrió los indecibles tormentos de oscuras y desconcertadas
conjeturas, pero peor habría sido que hubiera estado allí y hubiera visto las
cosas que probablemente habría visto.
En marzo de 1931, un gran vendaval
arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya
abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos
y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso de la buhardilla quedó sembrado
de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Esto ocurrió en diciembre y cuando se
procedió a limpiar lo que había sido habitación de Gilman y se encargó esta
labor a unos obreros que se mostraron aprensivos y poco deseosos de hacerla,
comenzaron los rumores. Entre los
escombros caídos a través del derrumbado techo inclinado, los obreros
descubrieron ciertas cosas que les llevaron a interrumpir su trabajo y llamar a
la policía. Ésta requirió posteriormente la presencia de un juez de primera
instancia y de varios profesores de la Universidad. Había allí huesos, triturados y astillados,
pero fácilmente identificables como humanos, huesos cuya evidente
contemporaneidad no encajaba con la remota fecha en que tuvieron que ser
introducidos en el desván de bajo techo inclinado, cerrado desde muchísimo
tiempo atrás a todo ser humano. El médico
forense dictaminó que algunos de los huesos correspondían a un niño pequeño, en
tanto que otros, que se encontraron mezclados con jirones de tela podrida de
color oscuro, pertenecían a una mujer más bien pequeña y de edad avanzada. El cuidadoso examen de los escombros permitió
también encontrar gran cantidad de huesos de ratas atrapadas en el
derrumbamiento, y otros huesos más antiguos roídos de tal modo por unos
pequeños colmillos que fueron y son aún motivo de controversia y reflexión.
Se hallaron también trozos de libros y papeles, y un polvo amarillento
consecuencia de la total desintegración de volúmenes y documentos todavía más
antiguos. Todos los libros y papeles sin
excepción parecían ser de magia negra en sus formas más avanzadas y espantosas,
y la fecha evidentemente reciente de algunos de ellos sigue siendo un misterio
tan inexplicable como la presencia allí de huesos humanos. Un misterio todavía mayor es la absoluta
homogeneidad de la complicada y arcaica caligrafía encontrada en una gran
diversidad de papeles cuyo estado y filigrana hacen pensar en diferencias
temporales de por lo menos ciento cincuenta o doscientos años. Para algunos, el mayor misterio de todos es
la variedad de objetos, completamente inexplicables, encontrados entre los
escombros en diverso estado de conservación y deterioro, cuya forma,
materiales, manufactura y finalidad no ha sido posible explicar. Uno de los objetos que interesó profundamente
a varios profesores de la Universidad Miskatónica, es una reproducción muy
estropeada y parecida a la extraña imagen que Gilman donó al museo del centro,
excepto que es de gran tamaño, está tallada en una rara piedra azul en lugar de
ser de metal, y tiene un pedestal de insólitos ángulos con jeroglíficos
indescifrables.
Los arqueólogos y los antropólogos todavía están tratando de explicar
los raros dibujos grabados sobre un cuenco aplastado, de metal ligero, cuya
parte interior mostraba cuando se encontró unas sospechosas manchas de color
oscuro. Los extranjeros y las crédulas
comadres muestran igual asombro acerca de un moderno crucifijo de níquel con la
cadena rota hallado entre los escombros y que Joe Mazurewicz identificó
temblando como el que le había regalado al pobre Gilman hacía muchos años. Creen algunos que las ratas arrastraron el
crucifijo hasta el desván cerrado, en tanto que otros piensan que debió quedar
tirado en algún rincón del cuarto que ocupó Gilman. Y aun hay otros, entre ellos el mismo Joe,
que sostienen teorías demasiado descabelladas y fantásticas para que pueda
creerlas ninguna persona sensata.
Cuando se derribó la pared inclinada de la habitación de Gilman, se
vio que el espacio triangular cerrado que quedaba entre el tabique y el muro
norte de la casa contenía una cantidad muy inferior de escombros, incluso
teniendo en cuenta su tamaño, que la propia buhardilla. Pero fue encontrado allí un horrible depósito
de materiales de mayor antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de
espanto. En pocas palabras, el suelo era
un verdadero osario de huesos infantiles, unos bastante recientes, mientras que
otros retrocedían en infinita gradación hasta un período tan remoto que su
pulverización era casi total. Sobre esa
profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de
forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los
escombros.
En medio de esos desechos, embutido entre un tablón caído y un montón
de ladrillos de la chimenea, había un objeto destinado a provocar en Arkham
mayor perplejidad, disimulado temor y rumores supersticiosos que los que
hubiera despertado cualquier otra cosa hallada en la casa maldita. Era el esqueleto, parcialmente aplastado, de
una enorme rata enferma cuyas anomalías anatómicas todavía son tema de
discusión y motivo de singular reticencia entre los miembros del departamento
de anatomía de la Universidad. Es muy
poco lo que ha trascendido acerca de ese esqueleto, pero los obreros que lo
descubrieron susurran con voz autorizada acerca de los largos pelos de color
castaño oscuro relacionado con él.
Los huesos de las diminutas patas, según los rumores, hacen pensar en
la capacidad prensil típica de un mono diminuto más que de una rata, mientras
que el pequeño cráneo con sus afilados colmillos de color amarillo es
extraordinariamente anómalo y, visto desde ciertos ángulos, se asemeja a una
parodia, degradada de manera monstruosa y en miniatura, de un cráneo
humano. Los obreros se santiguaron
aterrados cuando encontraron este blasfemo vestigio, pero luego encendieron
velas de agradecimiento en la iglesia de San Estanislao porque pensaron que
aquella risita aguda y fantasmal ya nunca se volvería a oír.
Fin
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