La
Tumba
Howard
Phillips Lovecraft
Al relatar las
circunstancias que han conducido a mi reclusión en este refugio para enfermos
mentales, me doy cuenta de que mi situación actual suscitará las naturales
dudas sobre la autenticidad de mi relato. Es una lástima que la mayor parte de
la humanidad tenga una visión mental tan limitada a la hora de sopesar con
calma y con inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos y sentidos sólo
por unas pocas personas psíquicamente sensibles, que acontecen más allá de la
experiencia común. Los hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una
distinción clara entre lo real y lo irreal; que todas las cosas parecen lo que
parecen sólo en virtud de los delicados instrumentos psíquicos y mentales de
cada individuo, merced a los cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico
materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de clarividencia
que traspasan el velo común del claro empirismo.
Me llamo Jervas Dudley, y
desde mi más tierna infancia he sido soñador y visionario. Dueño de una fortuna
comercial, y
temperamentalmente incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de gozar del
trato social de mis amistades, he vivido siempre en regiones alejadas del mundo
visible; he pasado mi adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y
poco conocidos, y vagando por los campos y arboledas próximas a mi casa
solariega. No creo que lo que leía en aquellos libros y veía en aquellos campos
y arboledas fuera exactamente lo que podían leer y ver otros niños allí; pero
no debo hablar demasiado de esto, ya que una referencia más detallada serviría
para confirmar las crueles calumnias sobre mi cordura que oigo contar a veces
en voz baja a los furtivos enfermeros que tengo a mi alrededor. Me limitaré a
relatar los hechos sin analizar sus causas.
He dicho que viví separado
del mundo visible, pero no que viviera solo. Ninguna criatura humana sería
capaz de tal cosa; porque la falta de compañía de los vivos empuja a uno
inevitablemente a buscar la de seres que no lo son, o ya no lo están. Cerca de
mi casa hay una hondonada boscosa, en cuyas profundidades crepusculares pasaba
yo la mayor parte de mi tiempo, leyendo, pensando o soñando. Al pie de sus
musgosas laderas di mis primeros pasos, y alrededor de sus robles grotescos y
nudosos tejí mis primeras fantasías de adolescente. Llegué a conocer bastante
bien a las dríadas tutelares de aquellos árboles, y presencié a menudo sus
danzas delirantes bajo el forzado resplandor de una luna menguante... Pero no
debo hablar ahora de estas cosas. Hablaré únicamente de la tumba solitaria que
había en la más intrincada espesura de la ladera la tumba abandonada de los
Hyde, vieja y eminente familia cuyo último descendiente directo había sido
depositado en sus negras cavidades bastantes decenios antes de que yo naciera.
La cripta a la que me
refiero es de antiguo granito, gastado por el tiempo y manchado por las brumas
y humedades de generaciones. Excavado en la falda del monte, el recinto sólo
tiene visible la entrada. La puerta, una losa imponente, está sostenida por
unos goznes de hierro herrumbroso y permanece extraña y siniestramente
entornada sólidamente sujeta con candados y
pesadas cadenas de hierro, a
la tosca manera de hace medio siglo. La residencia de la familia cuyos vástagos
descansan aquí en sus urnas coronaba en otro tiempo el declive en el que se
encuentra la tumba; pero hace tiempo ya que se derrumbó, presa de las llamas
que un rayo provocó. Los habitantes más viejos de la región hablan con voz
atemorizada de aquella tormenta que destruyó a media noche la sombría mansión,
aludiendo de tal forma a lo que ellos llaman la «ira divina», que en los
últimos años se avivó vagamente en mí la siempre fuerte fascinación que había
sentido por el sepulcro oculto en la espesura. Sólo un hombre había perecido en
el incendio. Cuando el último de los Hyde fue enterrado en este lugar de
quietud y de sombras, la urna de sus cenizas llegó de un lejano país, al que la
familia fue a establecerse tras el incendio. Ya no hay nadie que deposite
flores ante ese pórtico de granito, y son pocos los que desafían las lúgubres
sombras que parecen demorarse extrañamente junto a sus piedras desgastadas por
el agua.
Nunca olvidaré la tarde en
que descubrí esa semioculta morada de la muerte. Fue a mediados del verano,
cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje selvático en vívida y
casi homogénea masa de verde; cuando los sentidos se embriagan con esas oleadas
de húmedo verdor y de fragancia sutilmente indefinible a tierra y a vegetación.
En tal ambiente, la razón pierde perspectiva; el tiempo y el espacio se vuelven
triviales e irreales, y los ecos de un pasado prehistórico llama con
insistencia a las puertas de la conciencia cautivada.
Había estado vagando todo el
día por las místicas arboledas de la hondonada, inmerso en pensamientos que no
vienen al caso, y conversando con seres a los que no hay por qué mencionar. A
la edad de diez años había visto y oído muchos prodigios ignorados por la
multitud, y en determinados aspectos me sentía extrañamente anciano. Cuando —después
de abrirme paso entre dos zarzas enmarañadas- encontré la entrada de la cripta,
no tenía idea de lo que había descubierto. Los bloques de oscuro granito, la
puerta extrañamente entornada, y los relieves funerarios esculpidos en el arco,
no suscitaron en mí
ninguna asociación dolorosa
ni terrible. Yo sabía y había imaginado muchas cosas acerca de las sepulturas y
las tumbas; pero debido a mi carácter especial, me habían tenido apartado de
todo contacto con cementerios y lugares de enterramiento. La extraña
construcción de piedra de la boscosa ladera era para mi simple motivo de
curiosidad y divagación; y su interior frío y húmedo, que en vano traté de
escrutar desde la tentadora rendija, no contenía para mí signo alguno de
corrupción o de muerte. Pero en aquel instante de curiosidad nació en miel loco
e irrazonado deseo que me ha traído a este infernal confinamiento. Acuciado por
una voz que debió de brotar del alma espantosa del bosque, decidí penetrar en
la atrayente oscuridad a pesar de las gruesas cadenas que me cerraban el paso.
A la luz débil del día, sacudí los herrumbrosos obstáculos con objeto de abrir
más la puerta de piedra, y traté de deslizar mi cuerpo delgado por la angosta
holgura; pero ninguno de mis intentos tuvo éxito. Mi inicial curiosidad se
volvió ahora frenética; y cuando regresé a casa en el creciente crepúsculo,
había jurado a ¡os cien dioses del bosque que, costara lo que costase, algún
día forzaría la entrada de esas frías y tenebrosas profundidades que parecían
llamarme. El médico de barba gris que entra a diario en mi habitación dijo una
vez a un visitante que tal decisión marcó el principio de una lamentable
monomanía; pero dejaré que el juicio definitivo lo emitan los lectores, cuando
lo sepan todo.
Los meses siguientes a mi descubrimiento
los pasé haciendo inútiles intentos de forzar el complicado candado de la
cripta, y discretas averiguaciones sobre la naturaleza e historia del recinto.
Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, me enteré de muchas cosas,
aunque mi habitual reserva me impedía contar a nadie lo que sabía yío que me
proponía. Quizá merezca la pena aclarar que no me sorprendió ni me produjo
terror el enterarme de la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas sobre
la vida y la muerte me habían llevado a asociar vagamente el barro frío con el
cuerpo que respira, e intuía que la grande y siniestra familia de la mansión
incendiada estaba representada en cierto modo en el recinto de
piedra que trataba de
explorar. Los rumores que corrían sobre ritos misteriosos y profanas orgías que
se habían celebrado en épocas pasadas en la antigua residencia despertaron en
mi un poderoso interés por la tumba, ante cuya puerta permanecía sentado a
diario durante horas y horas. Una de las veces arrojé una vela por la rendija
de la puerta, pero no conseguí ver nada, salvo un tramo de húmedas escaleras de
piedra que descendían. El olor del lugar me producía repugnancia, y no
obstante, me fascinaba. Sentía que lo había percibido anteriormente, en un
pasado remoto más allá de todo recuerdo; antes incluso de encarnarme en este
cuerpo que ahora poseo.
Al año siguiente de mi
descubrimiento de la tumba, di con una traducción carcomida de las Vidas de
Plutarco en el desván de mi casa, atestado de libros. Leyendo la vida de Teseo,
me sentí muy impresionado por ese pasaje en que habla de una gran piedra bajo
la cual el joven héroe encontraría la prueba de su destino cuando fuese lo
bastante fuerte para levantar su enorme peso. La leyenda tuvo el efecto de
aplacar mi vivísima impaciencia por entrar en la cripta, ya que me hizo
comprender que aún no había llegado el momento. Más tarde, me decía, llegaría a
tener una fuerza y una ingeniosidad que me permitirían abrir fácilmente la
puerta encadenada; pero hasta entonces, debía conformarme con lo que parecía
ser la voluntad del Destino.
Así que mis vigilancias
junto a la húmeda entrada se volvieron menos insistentes, y dediqué gran parte
de mi tiempo a otras ocupaciones, aunque eran igualmente extrañas.
Me levantaba a veces en
silencio, por la noche, y salía furtivamente a pasear por los cementerios y
lugares de enterramiento, de los que mis padres me habían tenido apartado. No
puedo decir qué hacía yo allí, ya que ahora no estoy seguro de la realidad de
ciertas cosas; pero sé que al día siguiente de esos vagabundeos nocturnos
asombraba a menudo a los queme rodeaban mostrando un conocimiento de cosas casi
olvidadas desde hacía gene-raciones. Fue después de una noche así cuando
escandalicé a la comunidad con un extraño comentario sobre el entierro del rico
y afamado Squire Brewster, artífice de la historia local inhumado en 1711, y
cuya lápida de pizarra, con una calavera y dos tibias cruzadas, se iba
convirtiendo lentamente en polvo. En un momento de infantil imaginación, juré
no sólo que el empresario de la funeraria Goodman Simpson le había robado al
difunto los zapatos de hebilla de plata, las calzas de seda y el calzón de raso
antes de enterrarlo, sino que el propio squire, que no había muerto del todo,
se había dado la vuelta dos veces en el ataúd, el día después del entierro.
Pero la idea de entrar en la
tumba jamás se me fue del pensamiento, hasta que me la reavivó efectivamente el
inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos
poseían al menos un ligero vinculo con la familia supuestamente extinguida de
los Hyde. Ultimo vástago de mi línea paterna, era igualmente el último de esta
otra más vieja y misteriosa. Empecé a sentir que la tumba era mía, y a pensar
con ardiente ansiedad en el momento en que pudiera trasponer el umbral de
piedra y bajar a la oscuridad por aquella escalera cubierta de limo. Adopté
entonces la costumbre de escuchar con intensa atención en la puerta entornada
eligiendo para esta extraña vigilancia mis horas predilectas: la quietud de la medianoche.
Por la época en que llegué a mayor, había hecho un pequeño claro en los
matorrales delante de la mohosa fachada de la ladera, dejando que la vegetación
de su alrededor lo cubriera como las paredes y techumbre de un cenador
silvestre. Este cenador era mi templo; y la puerta encadenada, mi altar; y aquí
me tumbaba en el suelo musgoso, pensando extraños pensamientos y soñando
extraños sueños.
La noche en que tuve la
primera revelación fue bochornosa. Debí de quedarme dormido de cansancio,
porque cuando oí voces tuve la clara sensación de despertar. No quiero hablar
de sus tonos y acentos, ni referirme a su calidad; pero sí puedo decir que noté
extrañas peculiari4sdes en el vocabulario, la pronunciación y el modo de
vocalizar. En aquel oscuro coloquio parecían estar representados todo los
matices del dialecto de Nueva Inglaterra
desde las toscas expresiones de los colonialistas puritanos a la retórica precisa de hace cincuenta años;
pero de
eso me di cuenta después. En
aquel momento, mi atención estaba en otro fenómeno: un fenómeno tan fugaz, que
no puedo jurar que fuese real. Al volver a casa, fui sin vacilar a un cofre
carcomido que había en el desván, y allí encontré la llave que al día siguiente
abrió con toda sencillez el obstáculo que durante tanto tiempo había tratado de
forzar en vano.
Había una luz suave de
atardecer, la primera vez que entré en la cripta de la ladera abandonada. Me
sentía embargado por un hechizo, y el corazón me saltaba con una exultación
difícil de describir. Cuando cerré la puerta detrás de mí, y empecé a descender
por los goteantes peldaños a la luz de mi vela, tuve la impresión de que
conocía el camino; y aunque la vela chisporroteaba por el vaho sofocante del
lugar, me sentí extrañamente a gusto en aquel ambiente estancado de pudridero.
Al mirar a mi alrededor, descubrí numerosas losas de mármol sobre las que
descansaban ataúdes o restos de ataúdes. Algunos de ellos estaban cerrados e
intactos; otros casi habían desaparecido, quedando sus asas de plata y sus
placas aisladas entre curiosos montones de polvo blanquecino. En una de las
placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, quien había venido de Sussex en 1640
y había muerto aquí unos años más tarde. En un nicho llamativo había un ataúd
bastante bien conservado y vacío, adornado con un simple nombre que me hizo
sonreír y estremecer a la vez. Un inexplicable impulso me decidió a subir a la
ancha losa, apagar la vela, y tumbarme en el interior de la caja vacía.
Salí tambaleante de la
cripta, a la luz gris del amanecer, y cerré la puerta y la cadena, detrás de
mí. Ya no era joven, aunque sólo veintiún inviernos habían enfriado mi
envoltura corporal. Los aldeanos madrugadores que me vieron regresar me miraron
con extrañeza, asombrados ante los signos de obscena disipación que observaban
en alguien cuya vida tenía fama de austera y solitaria. No me presenté ante mis
padres hasta después de un sueño largo y reparador.
A partir de entonces, acudí
a la tumba cada noche, viendo y oyendo y haciendo cosas que no debo recordar.
Mi modo de hablar, siempre sensible a las influencias
ambientales, fue lo primero
en sucumbir al cambio, y no tardaron en notar mi arcaísmo de dicción tan
súbitamente adquirido. Después, apareció en mi comportamiento un extraño
descaro y temeridad, hasta que, de manera in-consciente, asumí la actitud de un
hombre de mundo, a pesar de mi vida recluida. Mi lengua, anteriormente
reservada, se volvió voluble, adquiriendo la gracia fácil de un Chesterfield y
el cinismo descreído de un Rochester. Exhibí una erudición singular, totalmente
distinta del saber fantástico y monacal que había adquirido en mi juventud, y
cubrí las guardas de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que
revelaban influencias de Gay, de Prior y de los más ágiles ingenios y rimadores
augustos. Una mañana, durante el desayuno, estuve al borde del desastre, al
ponerme a declamar con acento claramente ebrio una efusión de júbilo báquico
del siglo XVIII, alegre y georgiana, jamás registrada en libro al-guno, y que
decía así:
Venid, muchachos, con la
jarra de cerveza,
Bebed por el presente, antes
de que huya;
Apilad en vuestro plato una
montaña de carne,
Pues el comer y el beber nos
vuelve alegres; Llenad, pues, vuestros vasos:
Pronto pasar la vida
¡Y muertos, ya no brinda
réis por vuestro rey y vuestra amiga!
Dicen que Anacreonte tenía
roja la nariz. Dios me bendiga. Prefiero estar rojo aquí abajo, Que hecho un
lirio... ¡y muerto la mitad del año! Así que ven, Betty, querida;
Ven y bésame;
¡No hay en el averno otra
hija de tabernero como tú!
El joven Harry anda tan
tieso como puede, Ya perderá la peluca y rodará bajo las metas. Pero llenad
llenad vuestros vasos.
¡Es mejor estar bajo la mesa
que encontrarse bajo tierra! Así que disfrutad, reíd,
Bebed a garganta llena.
¡Menos risa habrá con seis
pies de tierra encima!
¡Que el demonio me fulmine!
No puedo dar un paso, ¡Maldito si puedo tenerme en pie!
Ea, tabernero, di a Betty
que traiga una silla;
¡Quiero quedarme otro rato,
ya que mi esposa no estd! Echadme una mano,
Que no puedo tenerme,
¡Pero quiero disfrutar
mientras estoy sobre la tierra!
Fue por entonces cuando
concebí el miedo que ahora me dan las tormentas. Indiferente antes a esas
cosas, ahora me producían un horror indecible, y trataba de esconderme en el
último rincón de la casa cada vez que el cielo amenazaba desencadenar una
tormenta con todo el aparato eléctrico. Un lugar que frecuentaba con
predilección durante el día era el sótano ruinoso de la mansión incendiada; y
en la imaginación me representaba el edificio tal como fuera al principio. En
una ocasión, sobresalté a un aldeano llevándole confiadamente a un subsótano
poco profundo, cuya existencia parecía conocer yo a pesar de que había
permanecido ignorado y olvidado durante generaciones.
Por último, ocurrió lo que
había estado temiendo durante mucho tiempo. Mis padres, alarmados por el cambio
operado en la actitud y el aspecto de su único hijo, empezaron a ejercer sobre
todos mis movimientos un afectuoso espionaje que amenazaba resultar
catastrófico. No había hablado a nadie de mis visitas a la tumba, y había
guardado mi secreto propósito con celo religioso desde mi niñez; pero ahora me
vi obligado a adoptar la precaución al recorrer los laberintos de la hondonada
boscosa, con el fin de despistar a un posible perseguidor. Conservaba siempre
la llave de la cripta colgada del cuello con un cordón, procurando que nadie
conociese su existencia. Jamás saqué del sepulcro nada de lo que encontré entre
sus muros.
Una mañana, al salir de la
húmeda tumba y cerrar la cadena de la puerta con mano no muy firme, descubrí
entre unos arbustos la temida cara de un espía. Sin duda se aproximaba el
final, puesto que se había descubierto el cenador y desvelado el objetivo de
mis excursiones noc-
turnas. Pero el hombre no me
abordó, de modo que me apresuré a regresar a casa, a fin de escuchar a
escondidas lo que le contara a mi preocupado padre. ¿Iban a ser divulgadas al
mundo mis permanencias en el otro lado de la puerta encadenada? ¡Imaginad mi
maravillado asombro al oír al espía informar a mi padre con cauteloso susurro
que yo había pasado la noche en el cenador, delante de la tumba, con mis
soñolientos ojos clavados en la rendija de la puerta encadenada! ¿Por qué
milagro había sufrido mi espía semejante ilusión? Ahora me sentí convencido de
que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por esta circunstancia
providencial, reanudé mis visitas a la cripta sin el menor disimulo, confiado
en que nadie podía presenciar mi entrada. Durante una semana, disfruté
plenamente de esa jovialidad macabra que no puedo describir, cuando sucedió
aquello, y me trajeron a esta morada maldita de monotonía y de dolor.
No debí aventurarme a salir
de casa aquella noche, ya que los truenos corrompían las nubes, y de la fétida
ciénaga del fondo de la hondonada se elevaba una infernal fosforescencia. La
llamada de los muertos era distinta también. En vez de brotar de la tumba de la
ladera, me llegó del sótano carbonizado de lo alto, cuyo demonio tutelar me
hacia señas con dedos invisibles. Al salir de la arboleda a la planicie que
rodea las ruinas descubrí, al resplandor brumoso de la luna, algo que siempre
había esperado vagamente. La mansión que había desaparecido hacía un siglo, se
alzaba de nuevo con solemne majestuosidad ante mis ojos arrobados; cada ventana
estaba iluminada con el resplandor de numerosas velas. Por el largo camino
subían los coches de la aristocracia de Boston, mientras que acudía a pie un
numeroso grupo de gentes exquisitamente empolvadas de las mansiones vecinas. Me
mezclé con esa multitud, aunque sabía que yo debía estar entre los anfitriones,
y no en el grupo de los invitados. En el salón había música, risas, y vino en
cada mano. Reconocí varias caras, aunque las habría reconocido mucho mejor si
las hubiese visto consumidas o devoradas por la muerte y la descomposición; y
en medio de aquella multitud desenfrenada e inconsciente. yo era el más
violento
y atrevido. Mis labios proferían torrentes de
alegres blasfemias, y en mis escandalosas ocurrencias no respetaba ninguna ley
humana, de la naturaleza o de Dios.
De pronto, estalló un trueno
que se oyó incluso por encima del clamor de la embrutecida orgía, hendió la
misma techumbre e impuso un sobrecogido silencio a la bulliciosa concurrencia.
Rojas lenguas de fuego y abrasadoras bocanadas de calor envolvieron la casa; y
los juerguistas, aterrados ante la calamidad desencadenada, que parecía rebasar
los limites de la naturaleza, huyeron gritando y desaparecieron en la noche.
Sólo me quedé yo, retenido en mi butaca por un miedo insuperable como no había experimentado
jamás. Y entonces, un segundo horror se apoderó de mi. ¡Reducido en vida a
cenizas, esparcido mi cuerpo a los cuatro vientos, nopod ría descansar jamds en
la tumba de los Hyde! ¿No estaba mi ataúd preparado para mí? ¿No tenía yo
derecho a descansar hasta la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey
Hyde? ¡Sí! Reclamaría mi herencia de muerte, aun cuando mi alma vagase durante
siglos en busca de otra morada corporal que la supliese en aquel féretro vacío
del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde no compartiría jamás el triste destino de
Palinuro!
Al desvanecerse el fantasma
de la casa incendiada, me desperté gritando y forcejeando locamente en brazos
de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la
tumba. Caía una lluvia torrencial, y se veían alejarse hacia el horizonte sur
los relámpagos que poco antes habían pasado por encima de nosotros. Mi padre,
con el rostro contraído de aflicción, permanecía inmóvil mientras yo pedía a
gritos que me dejasen descansar dentro de la tumba, rogando con frecuencia a
los que me sujetaban que me tratasen con la mayor suavidad. Un círculo
ennegrecido en el suelo del sótano ruinoso revelaba el lugar donde había caído
un violento rayo del cielo; y en ese mismo lugar unos cuantos aldeanos
provis-tos de linternas observaban curiosos una pequeña caja de antigua
artesanía que el rayo había sacado a la superficie.
Renunciando a mis vanos
forcejeos, miré a los que contemplaban el hallazgo. y me permitieron compartir
el descubrimiento. La caja, cuyos cierres se habían roto por el impacto que le
había desenterrado, contenía muchos papeles y objetos de valor; pero yo sólo
tuve ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una
elegante peluca rizada, y las iniciales «J.H. » El rostro que tenía era tal,
que era como contemplar mi propia imagen en el espejo.
Al día siguiente me trajeron
a esta habitación de ventana enrejada; pero he seguido informado de ciertas
cosas gracias a un viejo criado, por quien sentí mucho cariño durante mi
infancia, y el cual tiene afición a los cementerios como yo. Lo que me he
atrevido a contar de mis experiencias en el interior de la cripta no ha hecho
sino despertar sonrisas compasivas. Mi padre, que me visita con frecuencia,
afirma que en ningún momento he cruzado la puerta encadenada, y jura que el
herrumbroso candado seguía intacto desde hace cincuenta años cuando él lo
examinó. Dice incluso que todo el pueblo conocía mis excursiones a la tumba, y
que me vigilaban muchas veces, cuando me dormía en el cenador frente a la
tétrica entrada, con los ojos semiabiertos y fijos en la rendija que conduce al
interior. No tengo ninguna prueba palpable que alegar contra todas estas
afirmaciones, ya que perdí la llave en los forcejeos, aquella noche de horror. Mi
conocimiento de extrañas cosas del pasado, de las que me fui enterando durante
aquellas reuniones nocturnas con los muertos, lo atribuyen, a mi constante y
omnívoro huronear entre los viejos volúmenes de la biblioteca de la familia. De
no ser por mi viejo criado Hiram, a estas horas me habrían convencido
totalmente de mi locura
Pero Hiram, leal hasta el
fin, ha conservado la fe en mí, y ha hecho lo que ahora me impulsa a publicar
al menos parte de mi historia. Hace una semana, abrió violentamente el cierre
que mantenía la puerta de la tumba perpetuamente entornada, y descendió con una
linterna a las lóbregas profundidades. Sobre la losa de un nicho, encontró un
ataúd viejo y vacío cuya placa empañada ostenta un solo nombre: Jervas. En ese
ataúd, y en esa cripta, han prometido enterrarme.
Fin
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