Sordo,
mudo y ciego
H.
P. Lovecraft y C. M. Eddy, Jr.
(Una vez le comenté a "Cierta Persona" este relato. Cuando le dije el nombre, su inteligente comentario fue: ¡Si!... me gusta mucho esa canción de Shakira. Lo peor es que no era una broma. "Cierta Persona" aun recuerda lo que le hice después...)
Poco después del mediodía
del 28 de junio de 1924, el doctor Morchouse detuvo su automóvil ante la finca
Tanner y cuatro hombres descendieron. La pétrea construcción, en perfecto
estado de conservación, se alzaba cerca del camino, y, de no ser por el pantano
en su parte trasera, carecería de cualquier sugestión siniestra. El blanco e
inmaculado portal era visible más allá del pulcro césped, desde alguna distancia
camino abajo; y mientras el grupo del doctor se acercaba, pudieron distinguir
la pesada puerta abierta de par en par. Tan sólo la mosquitero estaba cerrada.
La proximidad de la casa había impuesto una especie de nervioso silencio a los
cuatro hombres, ya que lo que acechaba en su interior sólo podía imaginarse con
difuso terror. Un terror que se vio sumamente reducido cuando los exploradores
escucharon claramente el sonido de la máquina de escribir de Richitrd Blake.
Menos de una hora antes, un
hombre adulto había huido de esta casa, destacado, sin chaqueta y vociferando,
para desplomarse ante la puerta de su vecino más próximo, como a un kilometro,
balbuciendo incoherencias sobre «casa>,, «oscuro,, ,pantano,, y «alcoba,,,
El doctor Morehouse, oyendo que una criatura babeante y enloquecida había
escapado de la casa del viejo Tanner por el límite del pantano, no necesitó
mayores acicates para entrar en acción. Supo que algo podía suceder desde el
momento en que los dos hombres ocuparon la maldita casa de piedra... el hombre
que había huido y su patrón, Richard Blake, el poeta de Boston, el genio que
había ido a la guerra con cada nervio y sentido alertas, para regresar en su
estado actual: aún gallardo, pero medio paralítico; todavía paseando con
canciones entre las visiones y sonidos de la viva fantasía, a pesar de estar
cerrado para siempre al mundo físico: ¡Sordo, mudo y ciego!
Blake se había deleitado con
las extrañas historias y estremecedoras insinuaciones acerca de la casa y sus
primeros inquilinos. Tales espantosas tradiciones eran una posesión mental cuyo
goce no podía impedir su estado físico. Había sonreído ante el augurio de los
supersticiosos pueblerinos. Ahora, con su único acompañante en fuga presa del
pánico, y él mismo inerme ante lo que hubiera causado tal espanto, ¡Blake
tendría menor ocasión de divertirse y sonreír! Éstas, en fin, eran las
reflexiones del doctor Morehouse mientras encaraba el problema del fugitivo y
solicitaba al desconcertado granjero ayuda para desvelar el misterio. Los Morehouse
eran una vieja familia de Fenham, y el abuelo del doctor había sido uno de los
que quemaron el cuerpo del misántropo Simeón Tanner en 1819. A pesar del tiempo
transcurrido, el avezado doctor no podía evitar un escalofrío pensando en tal
acto... y en las cándidas conclusiones sacadas por los ignorantes paisanos a
partir de una ligera e insignificante malformación del difunto. Sabia que aquel
estremecimiento era estúpido, ya que unas minúsculas protuberancias óseas en la
parte delantera (¡el cráneo no significan nada, e incluso pueden observarse en
algunos calvos.
Entre los cuatro hombres que
finalmente decidieron partir hacia esa aborrecida casa en el coche del doctor,
hubo un temeroso y singular intercambio de vagas leyendas y medio furtivos
fragmentos de habladurías murmuradas por chismosas abuelas... leyendas e
insinuaciones pocas veces repetidas y casi nunca cotejadas, Se remontaban tan
atrás como 1692, cuando un Tanner fue ajusticiado en Gallows Hill, Salem, tras
un juicio por brujería; pero no aumentaron hasta que la casa fue construida en
1747, aunque el edificio actual era más moderno. Ni siquiera entonces los
cuentos eran muy numerosos, a despecho de lo extraños que eran todos los
Tanner, sino sólo a raíz del último de todos, el viejo Simeón, a quien la gente
temía atrozmente. Se hizo cargo de su herencia -horriblemente, según musitaban
algunos- y tapió las ventanas de la habitación sureste, cuyo muro este daba al
pantano. Aquél era su estudio y biblioteca, y tenía una puerta de doble grosor
con refuerzos. Fue forzada con hachas aquella terrible noche del invierno de
1819, cuando el humo hediondo había ascendido por la chimenea, y allí se
encontró el cuerpo de Tanner... con aquella expresion en su rostro. Fue a causa
de aquella expresión -no por las dos huesudas protuberancias bajo el
estropajoso cabello blanco- lo que les llevó a quemar el cuerpo, así como los
libros y manuscritos que contenía la estancia. Sin embargo, la corta distancia
a la finca Tanner quedó cubierta mucho antes de que la cuestión histórica más
importante pudiera cotejarse.
Mientras el doctor, a la
cabeza del grupo, abría la mosquitero y entraba al vestíbulo de arcos, se
percató de que el sonido de la máquina de escribir había cesado bruscamente. En
ese instante dos de los hombres también creyeron notar una débil corriente de
aire frío extrañamente fuera de tono con el gran calor del día, aunque más
tarde rehusaron jurarlo. El vestíbulo estaba en perfecto orden, así como las
diversas estancias en donde penetraron buscando el estudio donde presuntamente
se hallaría Blake. El autor había amueblado su casa con exquisito gusto
colonial y, aunque no disponía de más ayuda que la de un único sirviente, se
había mantenido todo en un estado de admirable limpieza.
El doctor Morehouse guió a sus
hombres de habitación en habitación por las puertas abiertas de par en par y
las arcadas, hallando por fin la librería o estudio que buscaba: una exquisita
habitación orientada al sur, en la planta baja y adyacente a lo que una vez
fuera el espantoso estudio de Simeón Tanner, revestida de libros, que el
sirviente le leía a través de un ingenioso alfabeto de toques, y los más
abultados volúmenes de Braille, que el mismo autor leía con las sensitivas
yemas de sus dedos. Richard Blake, por supuesto, estaba allí, sentado como era
habitual ante su máquina de escribir, con un montón de hojas recién escritas
desparramadas por la mesa y el ,suelo, y con una hoja aún en la máquina. Había
interrumpido su trabajo, parecía, con cierta brusquedad, quizás por un escalofrío
que le había hecho cerrarse el cuello de la bata, y su cabeza estaba vuelta
hacia el portal de la soleada habitación adyacente, de forma bastante ¡singular
para alguien a quien su falta de vista y oído bloquea toda impresión del mundo
exterior.
Al acercarse, situándose
donde pudiera ver el rostro del autor, el doctor Morehouse empalideció e hizo
gesto,,; ii los demás para que permanecieran atrás. Necesitó algún tiempo para
tranquilizarse y disipar toda posibilidad de sufrir algún espantoso espejismo. No
necesitó tiempo para preguntarse por qué había sido quemado el cuerpo del viejo
Simeón Tanner por su expresión aquella noche de invierno, porque allí había
algo que sólo una mente perfectamente disciplinada podía enfrentar. El difunto
Richard Blake, cuya máquina de escribir había cesado su incesante tecleo sólo
cuando los hombres habían penetrado en la casa, había visto algo a pesar de nu
ceguera y había sido afectado por ello. No había ninguna humanidad en la mirada
de aquel rostro, ni en la macabra y vidriada visión que llameaba en los grandes
ojos azules inyectados en sangre, privados de imágenes de este mundo durante
seis años. Aquellos ojos estaban clavados con un éxtasis de manifiesto horror
sobre el zaguán que llevaba al estudio del viejo Simeón Tanner, donde el sol
resplandecía sobre los muros una vez sumidos en la negrura del tapiado. Y el
doctor Arlo Morehouse se tambaleó aturdido al descubrir que, a pesar de la
deslumbrante luz diurna, las pupilas negras como la tinta de aquellos ojos
estaban tan cavernosamente dilatadas como las de los ojos de un gato en la
oscuridad.
El doctor cerró aquellos
ojos ciegos de mirada fija antes de dejar que los demás vieran el rostro del
cadáver. Mientras tanto, estudió el cuerpo sin vida con febril diligencia utilizando
minuciosos cuidados técnicos a pesar de sus alterados nervios y casi
temblorosas manos. Algunos de sus resultados los comunicaba de tiempo en tiempo
al espantado e inquisitivo trío de su alrededor; otros se los guardó
juiciosamente para sí mismo, ya que les provocaría especulaciones más
inquietantes de lo que las cavilaciones humanas deben ser. No fue nada que él
dijera, sino una atenta observación propia, lo que hizo murmurar a uno de los
hombres sobre el desgreñado cabello negro del cadáver y la forma en que los
papeles estaban esparcidos. Este hombre dijo que era como si una fuerte brisa
hubiera soplado por el abierto portal hacia donde estaba vuelto el muerto;
pero, aunque las ventanas de mas allá una vez tapiadas estaban en efecto
completamente abiertas al cálido aire de junio, apenas hubo un soplo de viento
en todo el día.
Cuando uno de los hombres
comenzó a recoger las hojas del manuscrito recién mecanografiado que yacían en
el suelo y la mesa, el doctor Morehouse le detuvo con un gesto alarmado. Había
visto la hoja que permanecía en la máquina y la había sacado precipitadamente,
colocándola en su bolsillo tras de que una frase o dos volvieran a hacerle
palidecer. Este incidente le hizo recoger por sí mismo las dispersas hojas y
apiñarlas en un bolsillo interior sin detenerse a ordenarlas. Pero lo leído no
era ni siquiera la mitad de aterrador que lo descubierto: la sutil diferencia
de impresión y tecleo que distinguía las hojas recogidas de la que se
encontraba en la máquina de escribir. No pudo disociar esta sombría impresión
de la terrible circunstancia que tan celosamente había ocultado a los hombres
que oyeran el tecleo de la máquina hacía menos de diez minutos... el hecho que
trataba de arrancar incluso de su propia mente hasta estar a solas, retrepado
en las misericordiosas profundidades del sillón de su Morris. Uno puede juzgar
el temor que sintió ante esto a tenor del esfuerzo que le costó ocultarlo. En
más de treinta años de práctica profesional había sido considerado como un
forense a quien ningún dato podía ocultarse; aunque, entre tantas formalidades
como había seguido, ningún hombre supo jamás que cuando examinó a este cadáver
retorcido, de mirada fija y ciego, había descubierto inmediatamente que la
muerte debía haber tenido lugar al menos media hora antes del descubrimiento.
El doctor Morehouse cerró la
puerta exterior y condujo al grupo por todos los rincones de la vieja casa,
buscando cualquier pista que pudiera explicar la tragedia. No obtuvieron más
resultado que el fracaso total. Sabía que la trampilla del viejo Simeón Tanner
había sido elimiinada tan pronto como los libros y cuerpo del recluso fueron
quemados, y que la cámara subterránea y el sinuoso túnel bajo los pantanos
fueron rellenados una vez descubiertos, casi treinta y cinco años atrás. No vio
nuevas anomalías que hubieran tomado su puesto, y todo el lugar mostraba
solamente la normal limpieza y la moderna restauración y cuidado propias del
buen gusto.
Telefoneando al sheriff de
Fenham y al forense del condado en Bayboro, esperó la llegada del primero;
éste, al llegar, insistió en juramentar a dos de los hombres como sus ayudantes
mientras aparecía el forense. El doctor Morehouse, sabedor de la falsedad y
futilidad de las pesquisas oficiales, no pudo evitar sonreír aviesamente al
marcharse en compañía del aldeano en cuya casa aún se cobijaba el hombre que
había huido.
Encontraron al paciente
excesivamente débil, aunque consciente y bastante sereno. Habiendo prometido al
sheriff obtener transmitir toda información posible del fugitivo, el doctor
Morchouse comenzó un interrogatorio calmado y lleno de tacto que fue recibido
con espíritu racional y bien dispuesto, sólo entorpecido por las lagunas de
memoria. La mayor parte de la calma del hombre debía provenir de una piadosa incapacidad
de recordar, pues todo cuanto dijo fue que había estado en el estudio con su
patrón y había creído ver la habitación adyacente oscurecerse bruscamente... la
estancia donde el resplandor del sol había reemplazado las tinieblas de las
ventanas tapiadas durante más de un centenar de años. Aun este recuerdo, del
cual ya medio dudaba, turbaba enormemente los trastornados nervios del
paciente, y sólo mediante la mayor gentileza y circunspección el doctor
Morehouse le comunicó la muerte de su patrón... víctima natural de un ataque de
corazón que sus terribles lesiones de guerra debían haberle provocado. Esto
afligió al hombre, ya que había sido un devoto del tullido autor; pero prometió
mostrar entereza y enviar el cuerpo a su familia de Boston al finalizar las
pesquisas formales del forense.
El médico, tras satisfacer
tan imprecisamente como le fue posible la curiosidad del anfitrión y su esposa,
y urdiéndolos a amparar al paciente y mantenerlo lejos de la casa Tanner hasta
su partida con el cuerpo, condujo de nuevo hacia casa con un creciente temblor
de excitación. Al fin era libre de leer el manuscrito mecanografiado por el
muerto y obtener por fin una pista sobre qué infernal ser había desafiado
aquellos destrozados sentidos de vista y sonido, penetrando tan desastrosamente
la delicada inteligencia que rumiaba en la oscuridad y el silencio. Sabía que
debía ser una lectura grotesca y terrible, y no se apresuró a comenzarla. De
hecho, deliberadamente, guardó el coche en el garaje se embutió confortablemente
en una bata y colocó un surtido de medicinas tónicas junto al gran sillón que
pensaba ocupar. Aun tras esto, gastó obviamente tiempo en la lenta colocación
de las hojas numeradas, evitando cuidadosamente cualquier ojeada al texto.
Sabemos lo que hizo el doctor
Morehouse con el Manuscrito. Podría no haber sido leído por nadie más de no
haberlo auxiliado su esposa mientras yacía inerte en su sillón una hora más
tarde, respirando ruidosamente y sin responder a sacudidas lo bastante
violentas como para revivir a la momia de un faraón. Terrible como es el
docuinento, particularmente en el obvio cambio de estilo cerca del final, no
podemos evitar creer que la sabiduría popular del médico le descubrió un sumo y
supremo horror que nadie más hubiera tenido la desgracia de captar.
Verdaderamente, es opinión generalizada en Fenham que la amplia familiaridad
del doctor con las murmuraciones de los ancianos y los cuentos que su abuelo le
contó en la Juventud le proveyeron de alguna especial información, a la luz de
la que la espantosa crónica de Richard Blake adquirió un nuevo, claro y
devastador significado casi insoportable para la mente humana normal. Esto pudo
explicar la lentitud de su recuperación esa tarde de junio, la renuencia con la
que permitió a su mujer e hijo leer el manuscrito, la singular desgana con la
que accedió a su deseo de no quemar un documento tan oscuramente reseñable y,
sobre todo, la peculiar rapidez con la que se apresuro a comprar la propiedad
del viejo Tanner, demoliendo la casa con dinamita y talando los árboles del
pantano hasta una considerable distancia del camino. Sobre todo este asunto, él
mantiene hoy en día un inflexible mutismo y es sabido que se llevará a la tumba
un conocimiento del que es mejor que el mundo prescinda. El manuscrito, tal
como aquí aparece, fue copiado gracias a la cortesía de Floyd Morchouse,
esquire, hijo del médico. Unas pequeñas omisiones, sustituidas por asteriscos,
han sido hechas en interés de la paz mental pública, y otras son fruto de la
imprecisión del texto, donde el afectado y veloz tecleo del autor incurre en
incoherencias o ambigüedad. En tres sitios, donde las lagunas han sido
plenamente subsanadas mediante el contexto, se ha acometido la tarea de
rellenarlas. Sobre el cambio de estilo cerca del final, es mejor no especular.
Seguramente es bastante plausible atribuir el fenómeno, a la vista del
contenido y del aspecto fisico del tecleo, a la alborotada y tambaleante mente
de la víctima cuyos grandes impedimentos no le habían arrendado ante nada antes
de ese momento. Las mentes audaces están en libertad de sacar sus propias
conclusiones.
He aquí, pues, el documento,
escrito en una casa maldita por un cerebro cerrado a la vista y sonido del
mundo... un cerebro aislado y librado a la compasión y las burlas de poderes
que los hombres dotados de vista y oído nunca han encarado. Contrapuesto como
es respecto de cuanto conocemos del universo por físicos, químicos y biólogos,
la mente lógica puede clasificarlo como un singular producto de demencia... una
demencia contagiada al hombre que huyó a tiempo de la casa. Y así, en efecto,
puede considerarse mientras el doctor Arlo Morehouse mantenga su silencio.
EL MANUSCRITO
Los vagos recelos del último
cuarto de hora están ahora convirtiéndose en temores definidos. Para comenza,
estoy absolutamente convencido de que algo debe haberle sucedido a Dobbs. Por
primera vez desde que estamos juntos, ha fallado en responder a mis
requerimientos. Cuando no contestó a mis repetidos timbrazos,supuse que la
campana debía estar estropeada, pero he golpeado la mesa con suficiente vigor
como para despertar al pasaje de Caronte. Al principio pensé que debía haber
salido de la cas para tomar un poco el fresco, ya que ha habido calor y
bochorno toda la tarde, pero no es propio de Dobbs estar mucho tiempo lejos sin
cerciorarse de que no necesito nada. Son, sin embrago, los insólitos sucesos de
los últimos minutos lo que confirman mi sospecha de que la ausencia de Dobbs es
ajena a su voluuntad. Es el mismo suceso que me lleva a poner misconjeturas
sobre el papel con la esperanza de que el simple acto de registrarlos pueda
revelar unacierta y siniestra sugestión de inminente tragedia. Aunque lo
intento, no puedo sacar de mi cabeza las leyendas relacionadas con esta vieja
casa... simples necedades supersticiosas para deleite de cerebros resecos y en
las que no gastaría mi pensamiento si Dobbs estuviera aquí.
En los años que he
permanecido aislado del mundo que conocía, Dobbs ha sido mi sexto sentido.
Ahora, por primera vez desde mi mutilación, comprendo todo el alcance de mi
impotencia. Es Dobbs quien ha compensado mis ojos invidentes, mis oídos
inútiles y mi garganta sin voz, así como mis piernas inválidas. Hay una jarra
de agua en la mesa de la máquina de escribir. Sin Dobbs para rellenarla cuando
se vacía, mis apuros serían los de Tántalo. Poco ha ocurrido en esta casa desde
que vivimos aquí: poco tienen en común el parlanchín campesinado y un
paralítico que no puede ver, oir o hablar con ellos; pueden pasar días antes de
que nadie aparezca. Solo...con sólo mispensamientos para hacerme compañía;
inquietantes pensamientos que no han sido precisamente apaciguados por las
sensaciones de los últimos minutos. No me gustan esas sensaciones, tampoco,
porque más y más se transforman desimples chismes de aldea en una imaginería
fantástica que afecta mis emociones de la forma más peculiar y sin precedentes.
Parecen haber pasado horas
desde que comencé a escribir esto, pero sé que no pueden ser más que unos pocos
minutos, porque había justo insertado esta nueva página en la máquina. La
acción mecánica de cambiar de hojas, simple como es, me ha dado un nuevo
asidero de mí mismo. Quizás pueda sacudirme ese sentimiento de peligro que se
acerca lo bastante como para registrar lo que acaba de suceder.
Al principio no era más que
un simple temblor, algo similar al estremecimiento de un bloque de viviendas
baratas cuando un pesado camión ruge pegada al bordillo... pero éste no es un
edificio mal construido. Tal vez soy sensible a tales cosas, y puede ser que
esté dando rienda suelta a mi imaginación, pero me parece que la perturbación
es más intensa directamente frente a mí... y mi silla está cara al ala sureste,
lejos de la carretera, ¡directamente en línea con el pantano en el fondo de la
morada! Por engañoso que esto pudiera ser, no se puede negar lo que siguió.
Estoy recordando los instantes en que he sentido temblar el suelo bajo mis pies
bajo el estallido de proyectiles gigantes; tiempos en los que vi buques
sacudidos como cascarones por la furia de un tifón. La casa se estremecía como
cenizas del Dweurgar en los cedazos de Niflheim (1). cada listón del suelo bajo
mis pies se estremeció como un ser doliente. Mi máquina de escribir tembló
hasta que pude imaginar que las teclas castañeteaban de miedo.
Tras un breve instante, todo
pasó. Todo quedó tan calmado como antes. ¡Demasiado calmado! Parecía imposible
que una cosa así pudiera ocurrir y, sin embargo, dejar todo exactamente como
antes. No, no exactamente... ¡estoy plenamente convencido de que algo le ha
ocurrido a Dobbs! Es esta convicción, unida a esta calma antinatural, lo que
acentúa el miedo premonitorio que persiste en reptar a mi alrededor. ¿Miedo?
Sí... aunque estoy tratando de razonar cuerdamente conmigo mismo que no hay
anda que temer. Los críticos han elogiado y condenado mi poesía porque muestra
lo que ellos denominan una vívida imaginación. En un momento como éste puedo de
corazón unirme a quienes gritan "demasiado vívida". Nada puede estar
fuera tan de lugar o...
¡Humo! Como un débil rastro
sulfuroso, pero inconfundible a mi agudo olfato. Tan débil, de hecho, que me es
imposible determinar si viene de algún liugar de la casa o entra a través de la
ventana de la habitación adyacente que se abre al pantano. La impresión se
convierte rápidamente en algo más claramente definido. Estoy seguro ahora de
que no viene del exterior. Erráticas visiones del pasado, sombrías escenas de
otros días, vuelven a mí en un recuerdo estereoscópico. Una fábrica
llameante... histéricos gritos de mujeres aterrorizadas atrapadas por paredes
de fuego, una ardiente escuela... lastimeros gritos de desamparados niños
presos derrumbadas escaleras; un teatro en llamas... frenética babel de gente
enloquecida por el pánico luchando por liberarse sobre agrietados suelos y,
sobre todo, las impenetrables nubes de negro, nocivo, malicioso humo
contaminando el pacífico cielo. El aire de la habitación está saturado con
oleadas espesas, pesadas, sofocantes... y a cada momento espero sentir las
lenguas llameantes lamer con avidez mis piernas inútiles... me duelen los
ojos... mis oídos laten... toso y me sofoco tratando de librar mis pulmones de
los hedores de Ocypete (2)... humo, tal como se asocia con aterradoras
catástrofes... acre, hediondo, mefítico humo mezclado con el nauseabundo olor
de la ardiente carne.
Una vez más estoy a solas
con esta portentosa calma. La bienvenida brisa que acaricia mis mejillas está
restaurando rápidamente mi perdido valor. Naturalmente, la casa no puede estar
en llamas, ya que hasta el último vestigio del torturante humo se ha
desvanecido. No puedo detectar un simple rastro de él, a pesar de que he estado
olfateando como un sabueso. Estoy comenzando a preguntarme si no estaré
volviéndome loco, si los años de soledad han desencajado mi mente... pero el
fenómeno ha sido demasiado definido para permitirme clasificarlo como una
simple alucinación. Cuerdo o loco, no puedo concebir tales cosas sino como
realidades... y al momento las catalogo como algo sobre lo que no puedo sacar
más que una conclusión lógica. La inferencia en sí es bastante para tratornar
cualquier estabilidad mental. Admitir esto es dar carta de verdad a los
superticiosos rumores que Dobbs recopila de los aldeanos y transcribe para que
las sensibles yemas de mis dedos puedan leerlos... ¡rumores sin sustancia que
mi mente materialista instintivamente condena como necedades!
¡Quisiera que los pitidos en
mis oídos cesaran! Es como si espectrales instrumentistas locos aporrearan a
dúo lacerantes tambores. Supongo que se trata simplemente de una reacción a la
sofocante sensación que acabo de experimentar. Unas pocas bocanadas más de este
aire vivificante...
¡Algo...hay algo en la
habitación! Estoy tan seguro de no estar solo como si pudiera ver la presencia
que tan irrefutablemente siento. Es una impresión bastante similar a la que he
tenido mientras me abría paso a través de una calle abrrotada: la definida
noción de ojos me han elegido entre el resto de la muchedumbre con una mirada
lo bastante intensa como paracaptar mi atención subconsciente... la misma
sensación, sólo que multiplicada. ¿Quién... qué puede ser? Después de todo, mis
temores deben sre infundados, quizás significa tan sólo que Dobbs ha regresado.
No... no es Dobbs. Como esperaba, el estruendo en mis oídos ha cesado y un leve
susurro ha captado mi atención... el abrumador significado del hecho acba de
registrarse por sí solo en mi aturdido cerebro... ¡Puedo oír!
No es una simple voz
susurrante, ¡sino muchas! *** El lascivo zumbido de bestiales moscardones...
Satánicos zumbidos de libidinosas abejas... sibilantes silbidos de obscenos
reptiles... ¡un susurrante coro que la garganta humana no puede entonar!
Aumenta de volumen... las habitaciones resuenan con demoniacos cánticos:
destemplados, desentonados y grotescamente roncos... un diabólico coro entonando
espantosas letanías... peanes de miseria mefitofélica elevados a música por
almas dolientes...un odioso crescendo de odioso pandemónium.***
Las voces que me rodean
están acercándose a mi silla. El cántico ha tenido un abrupto final y los
susurros se han convertido en sonidos ininteligibles. Fuerzo mis oídos para
distinguir las palabras. Cerca... y aún más cerca. Son claras ahora...
¡demasiado claras! Mejor hubiera sido que mis oídos hubieran permanecido sordos
por siempre que ser obligados a escuchar sus voceríos infernales ***
Impías revelaciones de
Saturnales corruptoras de almas *** gulescas concepciones de devastadoras
catástrofes *** profanas invitaciones a orgías cabíricas *** malevolentes
amenazas de castigos inimaginables ***
Hace frío. ¡Un frío impropio
de la estación! Como inspirada por la cacodemoniaca presencia que me acosa, la
brisa que era tan amistosa hace pocos minutos crece rabiosa en mis oídos... una
helada galerna que sopla desde el pantano y me hiela hasta los huesos.
Si Dobbs ha huido de mi
lado, no se lo reprocho. No me gustan la cobardía o el temor implorante, pero
aquí hay cosas *** ¡Sólo deseo que su destino no haya sido peor que el haber
salido a tiempo!
Mi última duda se ha
disipado. Estoy doblemente contento, ahora, de haberme resuelto a escribir mis
impresiones... no espero que nadie pueda entender... o creer... ha sido un
alivio de la enloquecedora tensión de ociosa espera ante cada nueva
manifestación de anormalidad psíquica. Según parece, hay tres caminos que puedo
tomar: huir de este maldito lugar y gastar los torturantes años del porvenir
tratando de olvidar... pero no puedo huir; admitir una abominable alianza con
fuerzas tan malignas que el Tártaro, comparado con ellas, parecería la antesala
del Paraíso... pero no puedo admitirlo; morir... pero preferiría mutilar mi
cuerpo miembro a miembro que mancillar mi alma en un bárbaro truque con tales
emisarios de Belial***
Tengo que descansar un
instante para soplar en mis dedos. La habitación está helada con la fétida
gelidez de la tumba... un apacible entumecimiento se enrosca sobre mí... debo
combatir esta lasitud; está socavando mi determinación de morir antes de ceder
a esas incidiosas demandas... Juro, de nuevo, resistir hasta el final... el
final que sé que no puede estar lejos***
Invisibles dedos me
atenazan... dedos fantasmales que carecen de fuerza física para apartarme de mi
máquina... dedos helados que me impulsan a un vil vórtice de vicio... dedos
diabólicos que em arrastran a un albañal de eterna iniquidad... dedos muertos
que detienen mi respiración y hacen sentir mis ojos ciegos como si ardieran de
pena *** heladas puntas oprimiendi mis sienes... duros, huesudos bultos como
cuernos *** el hálito boreal de algún ser largo tiempo muerto besa mis febriles
labios y cauteriza mi ardiente garganta con heladas llamas ***
Está oscuro *** no la
oscuridad que es parte de años de ceguera *** la impenetrable oscuridad de la
noche marcada de pecado *** la negrura de la pez del Purgatorio ***
Veo *** ¡spes mea Christus!
*** es el fin ***
Fin
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